Misa Crismal
Segorbe, S. I. Catedral-Basílica, 30 de marzo de 2015
(Is 61,1-3ª.6ª.8b-9; Sal 88; Apo 1,5-8; Lc 4,16-21)
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Hermanas y hermanos en el Señor.
«La gracia y la paz de parte de Jesucristo, .. Aquel que nos ama» (cf Ap 1,5-6), sea con todos vosotros. Mi saludo afectuoso y fraterno se dirige en primer lugar a vosotros sacerdotes: al Sr. Vicario General y Vicarios Episcopales, a los miembros de los Cabildos Catedral y Concatedral; mi saludo se extiende a los diáconos, seminaristas, miembros de la Vida Consagrada y laicos de la Diócesis, que en esta mañana habéis venido a la Catedral para participar en esta Eucaristía singular.
Desde todos los rincones de la Diócesis hemos acudido a la Iglesia madre, la Catedral, para celebrar esta Misa Crismal conmigo, vuestro Obispo, con nuestros hermanos sacerdotes y con el resto del Pueblo de Dios, que peregrina en Segorbe-Castellón. Nos acompaña una representación del Pueblo de Dios, que ha querido venir a orar con nosotros, queridos sacerdotes, y a manifestarnos su aprecio agradecido. Esta Eucaristía es una expresión bellísima de la comunión de la Iglesia; y en ella se cumple lo que dice el salmo 133: “qué hermoso es ver a los hermanos unidos”. A todos nos une el vínculo de nuestra pertenencia al Cuerpo de Cristo. A los presbíteros nos une además el don del sacerdocio que el Señor nos ha regalado y la misión y tarea que como pastores todos compartimos en el servicio a la Palabra, en la santificación y el pastoreo del Pueblo de Dios.
A la vez que damos las gracias a Dios, por el don de vuestro sacerdocio, en nombre proprio y de nuestra Iglesia diocesana os quiero dar públicamente las gracias a todos los sacerdotes. A vosotros, mis “colaboradores principales … en el cuidado de las almas” (CD 30), os agradezco vuestra fidelidad humilde, vuestro trabajo abnegado, vuestro cansancio pastoral, vuestras manos llenas de callos, vuestra generosidad silenciosa y, también, vuestros sufrimientos. Sólo Dios sabe el bien inmenso que todo sacerdote fiel, bueno y entregado hace a nuestras comunidades, aunque no siempre sea reconocido. Contad en esta mañana con el reconocimiento, el apoyo, el afecto, la gratitud y la oración de vuestro obispo y de los fieles.
Los santos óleos
En esta Santa Misa vamos a bendecir los óleos y a consagrar el santo crisma. Con el santo crisma, serán ungidos los nuevos cristianos y serán signados los que reciban la confirmación. Con él ungiré también las manos de los nuevos presbíteros, que, con la ayuda de Dios, ordenaré el próximo 18 de abril. Con el óleo de los catecúmenos serán ungidos los que van a recibir el bautismo, y con el de los enfermos el Señor fortalecerá a los que sufren en su cuerpo y en su espíritu, para que unan sus dolores a la Pasión de Cristo, convirtiéndolos en torrente de vida para la comunidad eclesial.
Y seréis vosotros, queridos hermanos sacerdotes, los mediadores de esta gracia y misericordia divinas. No por vuestros méritos o cualidades, sino porque el Espíritu Santo vino sobre vosotros y está en vosotros desde día de vuestra ordenación por la imposición de la manos y la unción con el santo crisma. Quedasteis -quedamos- así ungidos y habilitados para actuar en nombre de Jesucristo, Cabeza y Pastor de su rebaño, para anunciar el Evangelio, para hacer nacer al Señor cada día en nuestras manos y por nuestra palabra, para perdonar los pecados en su nombre y para ser canales de la gracia de Dios, que se derrama a raudales en los sacramentos, para llevar y conducir a los hombres a la vida que brota del amor misericordioso de Dios, un amor que nos transforma y nos hace ser una humanidad nueva.
La unción sacerdotal
«El Espíritu del Señor está sobre mí, me ha ungido y me ha enviado» (Is 61, 1; Lc 4, 21). Estas palabras, que sólo en Jesús se cumplen con toda propiedad, son aplicables a nosotros por participación de la unción de Cristo. Todo sacerdote está «ungido» por los dones del Espíritu Santo y es presencia sacramental de Cristo, el Ungido. Esta «unción» no se limita al momento de la ordenación sacerdotal, sino que está llamada a impregnar todos los días de nuestra vida sacerdotal y todos los ámbitos de nuestra existencia. No somos sacerdotes a tiempo parcial, sino para siempre y en todo momento. La unción sacerdotal no nos hace hombres perfectos; sabemos bien que hemos sido inmerecidamente elegidos y asociados al ministerio apostólico. El sacerdote se presenta ante el pueblo de Dios como un pecador del que el Señor ha tenido misericordia, llamado a una conversión permanente.
Nuestra ordenación y unción sacerdotal, queridos sacerdotes, pertenece, por lo tanto, a nuestra historia presente. Lo recordaremos dentro de unos instantes cuando renovéis vuestras promesas sacerdotales y vuestro sí incondicional a Cristo. Os preguntaré si queréis uniros más fuertemente a Cristo y configuraros con él, y si estáis dispuestos a permanecer como fieles dispensadores de los misterios de Dios en la celebración de la Eucaristía y en las demás acciones litúrgicas, y a desempeñar fielmente el ministerio de la predicación. Todos responderéis que sí, con la alegría y la ilusión del primer día. Verdaderamente sois los ungidos para ser presencia sacramental, visible y eficaz del Ungido, Cristo, Maestro, Sacerdote y Pastor.
La unción sacerdotal se mantiene fresca en una relación viva con Cristo
Ahora bien, ¿cómo mantener fresca y viva la unción sacerdotal, como evitar que el aceite se vuelva rancio y que la unción se seque?. La unción se mantiene fresca en una relación viva con Jesucristo, –son palabras del Papa Francisco. Es esta relación la que nos salva de la tentación de la amargura, de la mundanidad, de la idolatría ‘al dios Narciso’, de la ideología, de la mediocridad, de la vanidad y del dinero, del individualismo y del aislamiento. Podemos perder todo pero no nuestro vínculo con el Señor, de otro modo no tendríamos nada más que dar a la gente.
Esta relación se mantiene viva en el encuentro personal con Cristo permanentemente renovado. Como en el caso de los primeros discípulos ha de ser un encuentro real, con el Cristo vivo, que nos lleve no sólo a conocerle sino también a descubrirle; un encuentro tan penetrante y envolvente que toque a nuestras personas en nuestro mismo centro vital, que nos sobrecoja y nos lleve a pasar del miedo a la alegría, de la decepción a la esperanza, del fracaso al ardor pastoral. Este encuentro habitual con Cristo ira transformando nuestra vida y todas las dimensiones de nuestra existencia. Este encuentro nos movilizará e impulsará a contar lo que hemos vivido y experimentado, y hacerlo con temple y aguante, sabiendo que los discípulos del Señor estamos llamados a compartir su destino, su cruz. Este encuentro con el Señor será tan fuerte que nos llevará a la comunidad y hará de nosotros una comunidad de hermanos, discípulos misioneros del Señor, que viven la fraternidad y nada ni nadie podrá parar en la misión que el Señor nos encomienda a través de su Iglesia.
Sabemos bien, queridos sacerdotes, donde se lleva a cabo este encuentro personal con el Señor. Sin querer ser exhaustivo nos encontraremos con el Señor en la escucha atenta y orante de la Palabra de Dios, en la oración personal diaria y en la comunitaria, en la oración de intercesión por nuestro pueblo, en el rezo pausado y atento de la Liturgia de las Horas, en la celebración devota de la Eucaristía cada día, en la recepción frecuente del sacramento de la Penitencia, en la adoración frecuente del Señor en el Sagrario, en la devoción a la Virgen, en los pobres y en tantas personas que el Señor va poniendo en nuestros caminos, y en nuestra propia comunidad de presbíteros.
Para pastorear a nuestro Pueblo de Dios
Somos ungidos para ungir a nuestro Pueblo de Dios. Seamos siempre mediadores generosos de la gracia de Dios, siempre disponibles para ofrecer nuestro servicio pastoral a quien nos lo reclame. Acojamos en nuestro corazón el programa esbozado por Jesús en la sinagoga de Nazaret. Amemos a todos, pero especialmente a los más pobres, a los cautivos por tantas cadenas, a los enfermos y a los marginados por la soledad y el abandono, a los parados y a los que han pedido toda esperanza. Aceptemos también el sufrimiento pastoral, como un aspecto de la caridad pastoral, que significa, en palabras del Papa, “sufrir con y por las personas, como un padre y una madre sufren por sus hijos”. Oremos e intercedamos ante el Sagrario por nuestro pueblo, teniendo muy presentes la vida, los problemas, los sufrimientos y dolores de nuestros fieles.
Practiquemos con todos la pastoral de la misericordia y la ternura de Dios, como reclama el Papa Francisco. Practicar la pastoral de la misericordia, nos dice el Papa, significa devolver la prioridad al sacramento de la reconciliación, atendiendo el confesionario, acogiendo a los pecadores como Jesús, con calor, con un corazón que se conmueve porque “los sacerdotes asépticos no ayudan a la Iglesia”. El sacerdote realmente misericordioso se comporta como el Buen Samaritano en “la manera de acoger, de escuchar, de aconsejar, de absolver”, con entrañas de madre y corazón de padre, con equilibrio y prudencia sobrenatural, pues es bien cierto -son palabras del Papa- que “ni el sacerdote laxo ni el riguroso hacen crecer la santidad” ni se preocupan realmente de la persona.
Practiquemos la pastoral de la escucha y la cercanía a todos. No olvidemos nunca que ante todo somos misioneros. Por ello, no podemos quedarnos en las sacristías ni en los despachos. Hemos de salir a las encrucijadas de los caminos y a las periferias existenciales. El Espíritu nos ha ungido y enviado a proclamar el año de gracia del Señor, la Buena Noticia del amor de Dios a los hombres de hoy; a esa humanidad que se considera rica y autosuficiente, pero que padece, como nos dijera la Beata Teresa de Calcuta, la mayor de las pobrezas y de las orfandades, el olvido de Dios, la mayor tragedia del primer mundo en los comienzos del tercer milenio.
Queridos hermanos sacerdotes: Redescubramos la alegría, la belleza y la grandeza de nuestra misión y renovemos nuestro entusiasmo misionero. Como la Iglesia, existimos para evangelizar. Hablemos de Dios a tiempo y a destiempo. Nada es más urgente en nuestro ministerio que mostrar a Jesucristo como nuestra única posible plenitud y como la única esperanza para el mundo. Que nuestros fieles nos vean siempre, en todas partes y a tiempo pleno, como ministros y apóstoles de Cristo.
Recuerdo de los enfermos y fallecidos
No quiero terminar sin tener un recuerdo en nuestra oración y afecto a nuestros sacerdotes ancianos y enfermos y a los que padecen algún tipo de dificultad. Al mismo tiempo encomendamos a la misericordia de Dios a los hermanos fallecidos en el último año: D. Gil Roger Roger, D. Eladio Villagrasa Tamborero, Mn. Damián Alonso García.
En esta mañana brilla con especial intensidad nuestra condición de miembros de un único presbiterio. Esta concelebración y su continuidad en nuestra acción ministerial, son una llamada a vivir la comunión, la unidad, la fraternidad, la misericordia de unos para con otros, la ayuda y la colaboración entre nosotros. Y también con los consagrados y los laicos, a los que agradezco su presencia, al tiempo que os ruego que recéis por nosotros. Pedid al Señor que seamos fieles; que seamos santos.
Que sintamos en todo momento la presencia amorosa y maternal de la Madre del Señor y Madre nuestra. Que ella, Santa María, nos lleve siempre al Señor, que nos proteja, tutele, guíe y llene de fecundidad nuestro ministerio para la gloria de Dios. Así sea.
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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