El don pascual de la Misericordia en el Jubileo
Queridos diocesanos:
San Juan Pablo II dispuso que el segundo Domingo de Pascua fuera llamado ‘Domingo de la Misericordia divina’. En efecto: Dios es amor. Dios nos crea por amor y para el amor pleno, para ser y vivir eternamente felices participando de su vida y de su gloria. Dios es eternamente fiel. Dios nos sigue amando, incluso cuando rechazamos su amor y nos alejamos de Él por el pecado. Como en el caso del hijo pródigo del Evangelio, Dios espera nuestro regreso al hogar para darnos el abrazo del perdón. Dios nunca se cansa de perdonar. Su amor es compasivo y misericordioso, entrañable y tierno como el de una madre, que sufre cuando un hijo abandona el hogar, un amor que siempre está dispuesto al perdón. Así se va manifestando Dios en la Historia del Pueblo de Israel y lo hace de modo definitivo en su Hijo, Jesús.
Jesucristo, su persona, sus palabras, gestos y obras, todo en Él nos habla de la misericordia de Dios. Jesús es la misericordia encarnada de Dios, es y muestra el rostro misericordioso del Padre. Jesús habla con palabras de misericordia, observa con ojos de misericordia, actúa y cura movido por la compasión hacia los necesitados, desheredados y pecadores. El misterio pascual, la muerte y resurrección de Jesús, es la manifestación suprema del amor misericordioso de Dios. Por amor, el Padre envía al Hijo para salvar al mundo. Por amor al Padre y al ser humano, Cristo se ofrece en la Cruz al Padre para la redención de nuestros pecados; por amor, el Padre acoge y acepta la ofrenda de su Hijo y lo resucita; por amor, Cristo resucitado envía el Espíritu Santo.
“Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia” (Sal 118, 1). Así cantamos en la octava de Pascua. Con estas palabras del salmo acogemos de labios de Cristo Resucitado el gran anuncio de la misericordia divina que Él confía a los Apóstoles: “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. (…) Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos” (Jn 20, 21-23). Antes de pronunciar estas palabras, Jesús muestra sus manos y su costado, las heridas de la pasión, sobre todo la herida de su corazón, fuente de la que brota la gran ola de misericordia que se derrama sobre la humanidad para curar y sanar las heridas de nuestro corazón, para perdonar nuestros pecados.
El perdón renovador llega a los hombres de todos los tiempos y hoy a través de su Iglesia. Jesús resucitado derrama el Espíritu Santo sobre sus apóstoles y, en ellos, sobre sus sucesores, los obispos, y los sacerdotes. Sólo el Señor Resucitado puede confiar a otros el poder de perdonar los pecados en su nombre con el poder recibido de Dios. En el sacramento de la Penitencia experimentamos de un modo pleno y eficaz la misericordia divina. Confesando contritos, personal e íntegramente, los pecados, por la absolución del ministro de la Iglesia -del obispo o de los presbíteros- recibimos el abrazo de reconciliación de la Iglesia y, con él, el del mismo Dios.
El Año Jubilar diocesano nos invita a la conversión y renovación personal y comunitaria. Es un tiempo de gracia para abrirnos a la misericordia de Dios, para reconocer nuestros pecados, para confesarnos y dejarnos reconciliar con Dios y con los hermanos. Como en el caso del hijo pródigo, Dios mismo sale a nuestro encuentro y nos ofrece la gracia del perdón amoroso mediante la Iglesia en el sacramento del perdón.
El Jubileo nos ofrece la gracia de experimentar personalmente la misericordia de Dios. Él nos espera para perdonar nuestros pecados. Su misericordia va incluso más allá del perdón. Nos ofrece además la indulgencia plenaria que, a través de la Iglesia, alcanza al pecador ya perdonado de sus pecados y lo libera de todo residuo del pecado, capacitándolo para obrar con caridad, para crecer en el amor y no recaer en el pecado. Dios cura nuestras heridas. Dios sana las huellas negativas que los pecados dejan en nuestros comportamientos y pensamientos, y que nos empujan al mal; la misericordia de Dios transforma nuestros corazones para poder ser misericordiosos como el Padre, para caminar hacia la santidad.
El Jubileo es nos invita, pues, a acercarnos al sacramento de la Confesión, que será ofrecido con mayor tiempo y disponibilidad por los sacerdotes. Es un tiempo para acoger la indulgencia jubilar peregrinando a la Catedral, confesando y comulgando en la Misa, haciendo la profesión del Credo y orando por el Papa y sus intenciones.
Acojamos el don pascual de la misericordia que la Iglesia recibe de Cristo resucitado y nos ofrece con abundancia en nuestro Año Jubilar.
Con mi afecto y bendición,
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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