Ordenación del diácono Óscar Bolumar
S.I. Catedral-Basílica de Segorbe, 19 de marzo de 2010
Solemnidad de San José – Día del Seminario
(2 Sam 7,4-5a.12-14ª.16; Sal 88; Rom 4,13.16-18.22; Mt 1,16-18-21.24a)
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Hermanas y hermanos, amados todos en el Señor:
En este día de la Solemnidad de San José, en que celebremos el Día del Seminario, tan señalado para las vocaciones sacerdotales, Dios vuelve a mostrarnos su amor con el don de un nuevo diácono. En medio del invierno vocacional que sufrimos, Dios nos muestra su benevolencia y llama a través de la Iglesia a Oscar al orden del diaconado. Con la imposición de las manos y con la oración consagratoria, el Señor le concederá los dones el Espíritu Santo y le consagrará diácono, para que sea en la Iglesia y en el mundo signo e instrumento de Cristo, que no vino “para ser servido sino para servir”.
“Cantaré eternamente las misericordias del Señor, anunciaré su fidelidad por todas las edades” (Sal 88), acabamos de cantar con el salmista. Sí, hermanos: Dios es infinitamente misericordioso y eternamente fiel. Dios no nos abandona nunca: en tiempos de escasez vocacional, Dios sigue llamando a jóvenes generosos al sacerdocio ministerial, Dios continúa enriqueciendo a nuestra Iglesia diocesana de Segorbe-Castellón con sus dones. Por ello, esta celebración es motivo de alegría y de esperanza para todos nosotros, para nuestra Diócesis. Demos gracias a Dios, hermanos; invoquemos su nombre, alegrémonos y proclamemos las maravillas, las misericordias y la fidelidad del Señor.
Así es, querido Oscar; así es, queridos hermanos. Dios mismo, porque te ama y en ti nos quiere amar a todos nosotros, te ha llamado al sacerdocio ordenado. Hoy darás un paso decisivo hacia esta meta tan deseada y anhelada por ti, por tu familia y por todos nosotros. Dios es quien te llama, Dios es quien te enriquece con sus dones: como Abrahán, como José, como María hay que saber acoger la llamada con fe y esperanza, con entrega y generosidad, confiando siempre en Él, especialmente en las pruebas, en la oscuridad y en la dificultad. Dios es eternamente fiel y no abandona nunca a quienes ponen su confianza en Él. Así lo has experimentado tú ya desde tu más tierna infancia, cuando en tu enfermedad sentiste la llamada y te pusiste confiadamente en manos de la Virgen de la Cueva Santa.
La Palabra de Dios que hemos proclamado ilumina de alguna manera el itinerario de tu vocación y deberá iluminar también tu futuro. En el centro de la segunda lectura de hoy está la figura de Abraham, quien un día escuchó la voz de Dios, que le decía: “Sal de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, y ve a la tierra que yo te mostraré” (Gn 12, 1-3). Y San Pablo comenta al respecto: “Al encontrarse con Dios que da vida a los muertos y llama a la existencia lo que no existe, Abrahán creyó. Apoyado en la esperanza, creyó, contra toda esperanza” (Rom 4, 17-18).
Abrahán, “nuestro Padre en la fe” (Rm 4, 16), escuchó y acogió la llamada de Dios, creyó en él y se fió de él, se puso en sus manos y salió de su tierra y de la casa de su padre; en todo momento confió en la llamada de Dios y en su acción poderosa. Y así esperó en el cumplimiento de la promesa divina, incluso en la prueba, cuando Dios le pidió ofrecer a su unigénito, respecto del cual se le había dicho: Por Isaac tendrás descendencia (cf. Hb 11, 17-18). Ahí está la cima de la fe de Abrahán. Y por la fe, Abrahán sale victorioso de la prueba, una prueba dura y dramática, que comprometía directamente su fe. Incluso en el instante, en que estaba a punto ofrecer a su hijo, Abrahán no dejó de creer. Su fe, su abandono total en Dios, no le defraudó. Recobró a Isaac, porque creyó en Dios plena e incondicionalmente. La fe tiene la fuerza poderosa para superar las seguridades del presente y afrontar lo imprevisible del futuro.
Grande fue también la fe de San José, su disponibilidad y su acogida de la vocación divina; San José, al ver que María, su esposa, esperaba un hijo antes de vivir juntos, creyó en Dios a través de las palabras del ángel: “José, Hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados. Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor” (Mt 1, 20-21).
Y grande fue la fe, la disponibilidad y la entrega de María a la elección de Dios para ser madre de Dios, hasta exclamar: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38)
Sé muy bien, querido Oscar, que estas palabras de María tienen una resonancia especial en tu corazón. Estas palabras han jugado un papel decisivo en el camino de tu vocación al ministerio ordenado. ¡Que el ejemplo de fe confiada de Abrahán, ‘nuestro Padre en la fe’, que el ejemplo de San José, ‘el servidor fiel y prudente’ y que la total disponibilidad de María, ‘la esclava del Señor’, te guíen en el camino que hoy inicias, hasta hacerte siervo de Dios y de los hombres, a imagen de Jesús, que vino no a ser servido sino a servir! Mantén firme tu fe, tu confianza y tu esperanza en Dios y en sus promesas, de modo especial en las pruebas y en las dificultades. Dios es eternamente fiel. El te bendice hoy con los dones de su Espíritu. Él estará contigo todos los días de tu vida.
En el camino de tu respuesta personal y generosa a la llamada del Señor, no has estado solo. Hoy recordamos con agradecimiento a todos cuantos Dios ha ido poniendo en el camino de tu pequeña historia personal y te han ayudado a escuchar, discernir, acoger y madurar la llamada del Señor, que hoy se hace firme con la llamada de la Iglesia. Esta tarde recordamos especialmente a tus padres y a tu familia, especialmente a tu abuela, a los sacerdotes de tu parroquia, y a los formadores y compañeros del Seminario diocesano por la ayuda humana, intelectual y vocacional que te han brindado en tus años de formación; y finalmente recordamos agradecidos a las parroquias con sus sacerdotes en las que has trabajado pastoralmente, en especial, a la parroquia de Santa Isabel de Villarreal, en que haces ahora tu etapa de pastoral.
De modo especial damos gracias a Dios por tu familia, que, al modo de la familia de Nazaret, el primer Seminario, te han ayudado a crecer “en sabiduría, estatura y en gracia”. En ellos y a través de ellos, además del sentido del trabajo, de la responsabilidad, de la bondad, de la amistad y de la disponibilidad, has aprendido a saborear lo que es el amor incondicional de Dios, a vivir la fe desde el encuentro personal con Jesús y a crecer en la confianza en Dios. Ellos, quizá sin darse cuenta, te han ayudado a escuchar la llamada del Señor al sacerdocio, a salir de tu tierra y de tu familia, a acoger con gratitud, con alegría y con generosidad el don de tu vocación. Sí, hermanos, la familia es y debe seguir siendo la ‘cuna de las vocaciones’. Hoy en el día del Seminario, en este Año especial sacerdotal, en que damos gracias a Dios por los sacerdotes y le pedimos que nos conceda buenos y santos sacerdotes como el Cura de Ars, quiero expresarles mi pública gratitud. Y en ellos lo hago también a todos los padres y familias, que siguen viendo en la vocación al sacerdocio un don hermoso de Dios para sus hijos, para las familias mismas, para nuestra Iglesia y para nuestra sociedad. ¡Quiera el Señor que los padres y las familias no sean nunca un obstáculo para la vocación sacerdotal o religiosa de sus hijos, y que acojan, respeten y promuevan el don de Dios y así la libertad y felicidad de sus hijos!
Hoy, querido hijo, vas a asumir el compromiso del celibato, que habrás de observar durante toda la vida por causa del Reino de los Cielos y para servicio de Dios y de los hombres. A nadie se le oculta la dificultad para entender y vivir el celibato en el actual contexto hedonista y pansensualizado, en el que todo lo que provoca apetencia o placer tiene valor en sí mismo. Frente a quienes afirman, que la mayoría incumplimos esta promesa, podemos y debemos afirmar desde la experiencia, que quien hace de su vida una entrega y servicio generoso a Dios y a los hermanos la puede vivir y hacerlo además con alegría.
El celibato es un don recibido de Dios, antes que un don hecho a Dios; y como don de Dios lo viviremos tanto mejor, cuanto más cerca vivamos a Dios mediante la oración, los sacramentos y la ascesis de vida. Si Dios es amor, cuanto más le amamos, más le pertenecemos y más nos hace propiedad suya. Él en nosotros será quien nos dará la fuerza para vivir el celibato con fidelidad creciente y gozosa. Quien ha sido tocado en el corazón por este carisma está llamado a vivir la humildad, que impide vanagloriarse de la propia continencia por el Reino de Dios; a vivir la libertad interior de una elección más fuerte que las tentaciones por las que se ve acechada, y a vivir la alegría y la belleza de una vocación que simboliza al mundo la luz de la resurrección más que la tristeza de la cruz, y el aspecto del don más que el esfuerzo de la renuncia. El don del celibato lo recibes “para el provecho común” y está para “el servicio de los demás”.
Hoy vas a prometer también obediencia, a mí y a mis sucesores. Esto quizá sea lo más difícil, porque la obediencia exige dar muerte a nuestro ‘ego’. Ahora bien, si la ordenación diaconal te configura con Cristo ‘siervo’, Él es quien tiene que vivir en ti. Con Pablo deberás poder decir: “Vivo yo, pero no soy yo; es Cristo quien vive en mi” (Gal 2, 20), y con María: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38).
Y finalmente te vas a comprometer a la celebración diaria y completa de la Liturgia de las Horas, que es oración de la Iglesia por toda la humanidad. Nunca tomes este compromiso como un peso, sino como un modo estupendo de acercar a Dios a los hombres y los hombres a Dios. En nombre de todos nuestros hermanos, has de dirigirte a Dios para alabarle, suplicarle, pedirle perdón, fuerza, alivio, paz para cuantos carecen de ella.
La ordenación diaconal te capacita y te llama a ejercer la diaconía de la Palabra, de la Eucaristía y de la caridad hacia los pobres y necesitados. El servicio a la Palabra, en la proclamación del Evangelio y en la homilía, debe basarse siempre en su conocimiento experiencial, que se hace vida. Por ello “convierte en fe viva los que lees y lo que has hecho fe viva enséñalo y cumple aquello que has enseñado”, como te diré al entregarte el Evangelio. Sé con tu palabra y con tu vida heraldo del Evangelio, en especial para los niños, adolescentes y jóvenes. Como servidor de la Eucaristía vive con profundo gozo y sentido de adoración el ser el servidor del ‘misterio de la fe’ para alimento de fieles. A ti se te confía, de modo particular, el ministerio de la caridad. La comunión con Cristo en la Eucaristía, de que eres servidor, te ha de llevar necesariamente a la comunión con los hermanos. La atención de las necesidades de los hermanos, de sus penas y sufrimientos serán los signos distintivos de ti como Diácono del Señor. Sé compasivo, solidario, acogedor, benigno con todos ellos.
Tomado de entre los hombres vas a ser consagrado a Dios para el servicio de los hombres. La consagración la recibes de una vez para siempre, pero debes renovarla cada día: serás diácono, servidor de Dios y de los hombres, para siempre. Dada nuestra fragilidad hemos de convertirnos cada día; cada día hemos de renovar el don del Espíritu mediante la entrega, la fidelidad, el amor verdadero en el servicio generoso. A partir de hoy ya no te perteneces a ti mismo: te perteneces al Señor, a su Iglesia y, en ellos, a los demás.
¡Que María, la Virgen de la Cueva Santa, la esclava del Señor, te proteja y te guíe a fin de que el don que hoy recibes permanezca siempre en ti con la frescura de este día. Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón