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Ordenación del diácono Óscar Bolumar

19 de marzo de 2010/0 Comentarios/en Homilías 2010/por obsegorbecastellon
S.I. Catedral-Basílica de Segorbe, 19 de marzo de 2010
Solemnidad de San José – Día del Seminario

 (2 Sam 7,4-5a.12-14ª.16; Sal 88; Rom 4,13.16-18.22; Mt 1,16-18-21.24a)

****

 

Hermanas y hermanos, amados todos en el Señor:

En este día de la Solemnidad de San José, en que celebremos el Día del Seminario, tan señalado para las vocaciones sacerdotales, Dios vuelve a mostrarnos su amor con el don de un nuevo diácono. En medio del invierno vocacional que sufrimos, Dios nos muestra su benevolencia y llama a través de la Iglesia a Oscar al orden del diaconado. Con la imposición de las manos y con la oración consagratoria, el Señor le concederá los dones el Espíritu Santo y le consagrará diácono, para que sea en la Iglesia y en el mundo signo e instrumento de Cristo, que no vino “para ser servido sino para servir”.

“Cantaré eternamente las misericordias del Señor, anunciaré su fidelidad por todas las edades” (Sal 88), acabamos de cantar con el salmista. Sí, hermanos: Dios es infinitamente misericordioso y eternamente fiel. Dios no nos abandona nunca: en tiempos de escasez vocacional, Dios sigue llamando a jóvenes generosos al sacerdocio ministerial, Dios continúa enriqueciendo a nuestra Iglesia diocesana de Segorbe-Castellón con sus dones. Por ello, esta celebración es motivo de alegría y de esperanza para todos nosotros, para nuestra Diócesis. Demos gracias a Dios, hermanos; invoquemos su nombre, alegrémonos y proclamemos las maravillas, las misericordias y la fidelidad del Señor.

Así es, querido Oscar; así es, queridos hermanos. Dios mismo, porque te ama y en ti nos quiere amar a todos nosotros, te ha llamado al sacerdocio ordenado. Hoy darás un paso decisivo hacia esta meta tan deseada y anhelada por ti, por tu familia y por todos nosotros. Dios es quien te llama, Dios es quien te enriquece con sus dones: como Abrahán, como José, como María hay que saber acoger la llamada con fe y esperanza, con entrega y generosidad, confiando siempre en Él, especialmente en las pruebas, en la oscuridad y en la dificultad. Dios es eternamente fiel y no abandona nunca a quienes ponen su confianza en Él. Así lo has experimentado tú ya desde tu más tierna infancia, cuando en tu enfermedad sentiste la llamada y te pusiste confiadamente en manos de la Virgen de la Cueva Santa.

La Palabra de Dios que hemos proclamado ilumina de alguna manera el itinerario de tu vocación y deberá iluminar también tu futuro. En el centro de la segunda lectura de hoy está la figura de Abraham, quien un día escuchó la voz de Dios, que le decía: “Sal de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, y ve a la tierra que yo te mostraré” (Gn 12, 1-3). Y San Pablo comenta al respecto: “Al encontrarse con Dios que da vida a los muertos y llama a la existencia lo que no existe, Abrahán creyó. Apoyado en la esperanza, creyó, contra toda esperanza” (Rom 4, 17-18).

Abrahán, “nuestro Padre en la fe” (Rm 4, 16), escuchó y acogió la llamada de Dios, creyó en él y se fió de él, se puso en sus manos y salió de su tierra y de la casa de su padre; en todo momento confió en la llamada de Dios y en su acción poderosa. Y así esperó en el cumplimiento de la promesa divina, incluso en la prueba, cuando Dios le pidió ofrecer a su unigénito, respecto del cual se le había dicho: Por Isaac tendrás descendencia  (cf. Hb 11, 17-18). Ahí está la cima de la fe de Abrahán. Y por la fe, Abrahán sale victorioso de la prueba, una prueba dura y dramática, que comprometía directamente su fe. Incluso en el instante, en que estaba a punto ofrecer a su hijo, Abrahán no dejó de creer. Su fe, su abandono total en Dios, no le defraudó. Recobró a Isaac, porque creyó en Dios plena e incondicionalmente. La fe tiene la fuerza poderosa para superar las seguridades del presente y afrontar lo imprevisible del futuro.

Grande fue también la fe de San José, su disponibilidad y su acogida de la vocación divina; San José, al ver que María, su esposa, esperaba un hijo antes de vivir juntos, creyó en Dios a través de las palabras del ángel: “José, Hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados. Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor” (Mt 1, 20-21).

Y grande fue la fe, la disponibilidad y la entrega de María a la elección de Dios para ser madre de Dios, hasta exclamar: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38)

Sé muy bien, querido Oscar, que estas palabras de María tienen una resonancia especial en tu corazón. Estas palabras han jugado un papel decisivo en el camino de tu vocación al ministerio ordenado. ¡Que el ejemplo de fe confiada de Abrahán, ‘nuestro Padre en la fe’, que el ejemplo de San José, ‘el servidor fiel y prudente’ y que la total disponibilidad de María, ‘la esclava del Señor’, te guíen en el camino que hoy inicias, hasta hacerte siervo de Dios y de los hombres, a imagen de Jesús, que vino no a ser servido sino a servir! Mantén firme tu fe, tu confianza y tu esperanza en Dios y en sus promesas, de modo especial en las pruebas y en las dificultades. Dios es eternamente fiel. El te bendice hoy con los dones de su Espíritu. Él estará contigo todos los días de tu vida.

En el camino de tu respuesta personal y generosa a la llamada del Señor, no has estado solo. Hoy recordamos con agradecimiento a todos cuantos Dios ha ido poniendo en el camino de tu pequeña historia personal y te han ayudado a escuchar, discernir, acoger y madurar la llamada del Señor, que hoy se hace firme con la llamada de la Iglesia. Esta tarde recordamos especialmente a tus padres y a tu familia, especialmente a tu abuela, a los sacerdotes de tu parroquia, y a los formadores y compañeros del Seminario diocesano por la ayuda humana, intelectual y vocacional que te han brindado en tus años de formación; y finalmente recordamos agradecidos a las parroquias con sus sacerdotes en las que has trabajado pastoralmente, en especial, a la parroquia de Santa Isabel de Villarreal, en que haces ahora tu etapa de pastoral.

De modo especial damos gracias a Dios por tu familia, que, al modo de la familia de Nazaret, el primer Seminario, te han ayudado a crecer “en sabiduría, estatura y en gracia”. En ellos y a través de ellos, además del sentido del trabajo, de la responsabilidad, de la bondad, de la amistad y de la disponibilidad, has aprendido a saborear lo que es el amor incondicional de Dios, a vivir la fe desde el encuentro personal con Jesús y a crecer en la confianza en Dios. Ellos, quizá sin darse cuenta, te han ayudado a escuchar la llamada del Señor al sacerdocio, a salir de tu tierra y de tu familia, a acoger con gratitud, con alegría y con generosidad el don de tu vocación. Sí, hermanos, la familia es y debe seguir siendo la ‘cuna de las vocaciones’. Hoy en el día del Seminario, en este Año especial sacerdotal, en que damos gracias a Dios por los sacerdotes y le pedimos que nos conceda buenos y santos sacerdotes como el Cura de Ars, quiero expresarles mi pública gratitud. Y en ellos lo hago también a todos los padres y familias, que siguen viendo en la vocación al sacerdocio un don hermoso de Dios para sus hijos, para las familias mismas, para nuestra Iglesia y para nuestra sociedad. ¡Quiera el Señor que los padres y las familias no sean nunca un obstáculo para la vocación sacerdotal o religiosa de sus hijos, y que acojan, respeten y promuevan el don de Dios y así la libertad y felicidad de sus hijos!

Hoy, querido hijo, vas a asumir el compromiso del celibato, que habrás de observar durante toda la vida por causa del Reino de los Cielos y para servicio de Dios y de los hombres. A nadie se le oculta la dificultad para entender y vivir el celibato en el actual contexto hedonista y pansensualizado, en el que todo lo que provoca apetencia o placer tiene valor en sí mismo. Frente a quienes afirman, que la mayoría incumplimos esta promesa, podemos y debemos afirmar desde la experiencia, que quien hace de su vida una entrega y servicio generoso a Dios y a los hermanos la puede vivir y hacerlo además con alegría.

El celibato es un don recibido de Dios, antes que un don hecho a Dios; y como don de Dios lo viviremos tanto mejor, cuanto más cerca vivamos a Dios mediante la oración, los sacramentos y la ascesis de vida. Si Dios es amor, cuanto más le amamos, más le pertenecemos y más nos hace propiedad suya. Él en nosotros será quien nos dará la fuerza para vivir el celibato con fidelidad creciente y gozosa. Quien ha sido tocado en el corazón por este carisma está llamado a vivir la humildad, que impide vanagloriarse de la propia continencia por el Reino de Dios; a vivir la libertad interior de una elección más fuerte que las tentaciones por las que se ve acechada, y a vivir la alegría y la belleza de una vocación que simboliza al mundo la luz de la resurrección más que la tristeza de la cruz, y el aspecto del don más que el esfuerzo de la renuncia. El don del celibato lo recibes “para el provecho común” y está para “el servicio de los demás”.

Hoy vas a prometer también obediencia, a mí y a mis sucesores. Esto quizá sea lo más difícil, porque la obediencia exige dar muerte a nuestro ‘ego’. Ahora bien, si la ordenación diaconal te configura con Cristo ‘siervo’, Él es quien tiene que vivir en ti. Con Pablo deberás poder decir: “Vivo yo, pero no soy yo; es Cristo quien vive en mi” (Gal 2, 20), y con María: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38).

Y finalmente te vas a comprometer a la celebración diaria y completa de la Liturgia de las Horas, que es oración de la Iglesia por toda la humanidad. Nunca tomes este compromiso como un peso, sino como un modo estupendo de acercar a Dios a los hombres y los hombres a Dios. En nombre de todos nuestros hermanos, has de dirigirte a Dios para alabarle, suplicarle, pedirle perdón, fuerza, alivio, paz para cuantos carecen de ella.

La ordenación diaconal te capacita y te llama a ejercer la diaconía de la Palabra, de la Eucaristía y de la caridad hacia los pobres y necesitados. El servicio a la Palabra, en la proclamación del Evangelio y en la homilía, debe basarse siempre en su conocimiento experiencial, que se hace vida. Por ello “convierte en fe viva los que lees y lo que has hecho fe viva enséñalo y cumple aquello que has enseñado”, como te diré al entregarte el Evangelio. Sé con tu palabra y con tu vida heraldo del Evangelio, en especial para los niños, adolescentes y jóvenes. Como servidor de la Eucaristía vive con profundo gozo y sentido de adoración el ser el servidor del ‘misterio de la fe’ para alimento de fieles. A ti se te confía, de modo particular, el ministerio de la caridad. La comunión con Cristo en la Eucaristía, de que eres servidor, te ha de llevar necesariamente a la comunión con los hermanos. La atención de las necesidades de los hermanos, de sus penas y sufrimientos serán los signos distintivos de ti como Diácono del Señor. Sé compasivo, solidario, acogedor, benigno con todos ellos.

Tomado de entre los hombres vas a ser consagrado a Dios para el servicio de los hombres. La consagración la recibes de una vez para siempre, pero debes renovarla cada día: serás diácono, servidor de Dios y de los hombres, para siempre. Dada nuestra fragilidad hemos de convertirnos cada día; cada día hemos de renovar el don del Espíritu mediante la entrega, la fidelidad, el amor verdadero en el servicio generoso. A partir de hoy ya no te perteneces a ti mismo: te perteneces al Señor, a su Iglesia y, en ellos, a los demás.

¡Que María, la Virgen de la Cueva Santa, la esclava del Señor, te proteja y te guíe a fin de que el don que hoy recibes permanezca siempre en ti con la frescura de este día. Amén.

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Presentación del Señor y Jornada Mundial de la Vida Consagrada

2 de febrero de 2010/0 Comentarios/en Homilías 2010/por obsegorbecastellon
Concatedral de Sta. María, Castellón, 2 de febrero de 2010

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Queridos hermanos y hermanas en el Señor Jesús:

“Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor” (Lc 2,22). Estas palabras del evangelista Lucas nos centran en el hecho que hoy conmemora la Liturgia de la Iglesia: la Presentación de Jesús a Dios en el templo. Cuarenta días después de su nacimiento, Jesús es presentado a Dios por María y por José, según las prescripciones de la ley mosaica. El Hijo de Dios, que, al encarnarse, quiso “parecerse en todo a sus hermanos” menos en el pecado (Hb 2,17), comparte en todo su vida con los hombres, sin excluir la observancia de la ley prescrita para el hombre pecador.

El cumplimiento de la ley de Moisés es la ocasión del encuentro de Jesús con su pueblo, que le busca y le aguarda en la fe. Jesús es reconocido y acogido, pero no por todos, sino sólo por aquellos que confían en Dios y esperan en su promesa: por los pobres en el espíritu, por los humildes y sencillos de corazón: es esperado, reconocido y acogido como el Mesías, como el Salvador por Simeón, “hombre honrado y piadoso que aguardaba el consuelo de Israel” (Lc 2, 25), y por la profetisa Ana, que vivía en la oración y en la penitencia. Simeón, iluminado por el Espíritu Santo, reconoce en aquel niño al Mesías, al Salvador prometido, a la luz para alumbrar a todas las naciones, y bendice a Dios. Ana da gracias a Dios y habla del niño con entusiasmo  “a todos los que aguardan la liberación de Israel” (Lc 2,32).

María y José presentan a Jesús en el templo, para ofrecerlo, para consagrarlo al Señor (Lc 2, 22). Jesús viene a este mundo para cumplir la voluntad del Padre con una oblación total de sí, con una fidelidad plena y con una obediencia filial al Padre (cf. Hb 10, 5-7). Simeón anuncia con palabra profética la suprema entrega de Jesús y su victoria final (cf. Lc 2, 32-35).

El Señor viene para purificar a la humanidad del pecado, para restablecer la alianza definitiva de comunión de Dios con su pueblo y para que así pueda presentar a Dios “la ofrenda como es debido”. La primera y verdadera ofrenda, la que instaura el culto perfecto y da valor a toda otra oblación, es precisamente la que Cristo hizo de sí mismo, de su propia persona y de su propia voluntad, al Padre. Así, Jesús nos muestra cuál es el camino de la verdadera consagración a Dios: este camino es la acogida amorosa de su designio y de su voluntad sobre cada uno, la acogida gozosa de la propia vocación mediante la entrega total y radical de sí mismos a Dios en favor de los demás. Jesús nos muestra, a la vez, el valor de la humildad, de la pobreza, de la obediencia ante Dios para que la persona encuentre su propia verdad, su propio bien, su propia felicidad.

Este camino de Jesús es válido para la consagración a Dios de todo bautizado; y lo es también y de modo especial para todos los llamados a reproducir en la Iglesia y en el mundo, “los rasgos de Jesús virgen, pobre y obediente” (VC 1), mediante los consejos evangélicos.

La Virgen Madre, que ofrece el Hijo al Padre Dios, expresa muy bien la figura de la Iglesia que continúa ofreciendo a sus hijos e hijas al Padre celeste, asociándolos a la única oblación de Cristo, causa y modelo de toda consagración en la Iglesia (Juan Pablo II). Hoy nuestra Iglesia diocesana se alegra al celebrar la Jornada Mundial de la vida Consagrada y dar gracias a Dios por cuantos habéis tenido la dicha de poder ofrecer vuestras personas a Dios y ser consagrados a Dios mediante vuestra profesión religiosa para vivir entregados a El siguiendo los pasos de Cristo, pobre, obediente y virgen, según el carisma de vuestros fundadores. Vuestra profesión, queridos hijos, es un don, una gracia, un bien inestimable de Dios no sólo para vosotros y comunidades, sino también para nuestra Iglesia, en estos momentos de escasez vocacional.

El día de vuestra profesión religiosa llegaba a su meta una historia personal de encuentro con el Señor. A cada uno, según su propia historia personal y familiar, os fue dada la gracia de descubrir y acoger al Señor, de encontraros con Él que salió a vuestro encuentro, como hoy lo hace para todo su pueblo. Este encuentro fue creciendo a lo largo de los años, hasta que escuchasteis la voz de Dios, que os llamaba a una entrega mayor para dejarlo todo por seguir a Cristo en el carisma de vuestro instituto. Sintiendo esta llamada amorosa de Dios os pusisteis en camino con la seguridad de encontrar la dicha de quien confía en el Señor. En vuestro interior se fue haciendo camino la cercanía amorosa de Dios; y Él os ha llevado por veredas de dicha y de felicidad, que se encuentran cuando se acoge su voluntad, su proyecto, su designio. Dejando cuanto os estorbaba para ser libres en vuestra entrega al Señor, crecisteis en disponibilidad interior hasta poder decir con Cristo: “Aquí estoy, oh Dios, para hacer, tu voluntad” (Hb 10, 6).

Como nos muestra Jesús, acoger la voluntad de Dios y su llamada, y ofrecerse a sí mismo son la misma cosa. Es la donación de si mismo a Dios con todas sus consecuencias. El encuentro con el amor de Dios en Cristo y la acogida de la llamada amorosa y gratuita de Dios cambian radicalmente la vida de una persona. Nada hace ensanchar el corazón humano tanto como la convicción de que Dios es el ‘único bien’, que sólo en El está la Salvación, que sólo en Él está la plenitud (Sal 39, 10). Pretender dignificar la vida humana de espaldas a Dios devalúa la existencia humana. La vida tiene sentido sólo cuando Dios es reconocido como dueño y como bien.

“No se apartaba nunca del templo” (Lc 2, 37), dice el Evangelista Lucas de la profetisa Ana. Estas palabras se pueden aplicar perfectamente también a vosotros, queridos consagrados y consagradas, a quienes el Espíritu os conduce hacia una experiencia especial de Cristo. La primera vocación de quien opta por seguir a Jesús con corazón indiviso consiste en “estar con él” (Mc 3, 14), vivir en unión y comunión con él, escuchando su palabra en la alabanza constante de Dios hast la unión en la comunión eucarística (cf. Lc 2, 38).

Con la fuerza renovadora de su amor, Cristo quiere transformaros a las consagradas y consagrados en testigos eficaces de conversión a Dios, y de comunión con Dios y con los hermanos. Ahí está vuestra contribución a la misión de la Iglesia: ser testigos de la comunión de Dios con los hombres, realizada definitivamente en Cristo, mediante vuestra unión de perfecta caridad con Él y en Él con vuestras hermanas y hermanos de comunidad; esta comunión os llevará a la unión con toda la Iglesia y con todo el género humano.

Cultivad en vuestra vida la oración, que os lleve a la contemplación. La verdadera contemplación lleva a la unión de intimidad con Dios a través de Cristo y, en Él, con toda criatura humana: dejaos configurar con Cristo, con su modo de pensar y de sentir, de amar y de sufrir: él os llevará a descubrir el rostro amoroso y misericordioso de Dios Padre y a uniros más plenamente con Él. Y la comunión con Dios os conducirá a amar a los hermanos con el mismo amor de Dios que habéis descubierto en Jesús: vuestra oración y vuestra contemplación por todos aquellos que aún no conocen a Cristo y su Evangelio, por todos los que conociéndolo se apartan de él o le rechazan, será la señal de que vuestra oración es auténtica.

La comunión en el amor fraterno con todos y cada uno de vuestros hermanos y hermanas, -un amor benevolente y sincero, cordial y alegre, respetuoso y misericordioso-, será a su vez signo, que testimonie, exprese y fortalezca la verdadera comunión con Dios a que conduce la oración.

 San Agustín nos recuerda: «Lo primero por lo que os habéis congregado en comunidad es para que viváis en comunión, teniendo un alma sola en Dios y un solo corazón hacia Dios», (Regla1). Esta debe ser la esencia fundamental de toda comunidad religiosa. Sin este talante de vida nada tiene sentido porque «cuando se atrofia el amor se paraliza la vida» (San Agustín, In ps. 85,24). Tener el corazón, los afectos, los intereses y los sentimientos de Jesús y vivir polarizados en Él es el don más noble que el Espíritu realiza en vosotros. El Espíritu os conforma así a Cristo, casto, pobre y obediente. De este modo los consejos evangélicos, lejos de ser una renuncia que empobrece, representan una opción que libera a la persona para que desarrolle con más plenitud todas sus potencias hacia Dios, su origen y su meta, y hacia los hermanos.

Dentro de breves momentos, queridos hijos e hijas, vais a renovar vuestros votos. Recordad que por la bendición en el día de vuestra profesión fuisteis consagrados de una forma especial por Dios y para Dios. Dios os llama hoy de nuevo y os bendice siempre con su gracia. Dios acoge la entrega de vuestras personas y vuestro compromiso de vivir la pobreza, la castidad, la obediencia en el carisma de vuestro instituto o en el orden de las vírgenes. ¡Contad siempre con el don y la ayuda que viene de lo alto!

Como dice el lema de este año, los distintos carismas son ‘caminos de consagración’, son como estelas que recuerdan palabras o gestos de Jesús, que se confían a una familia religiosa como custodios de ese memorial evangélico. Viviendo con entrega y fidelidad vuestros votos y carismas, seréis como estelas en el camino del hombre actual, estelas que lo llevarán a Cristo, luz de los pueblos.

Hoy toda nuestra Iglesia ora por todos vosotros para que fieles a vuestra consagración ‘y seducidos por el Señor’, seáis luceros que lleven a Cristo para que sea reconocido como la Luz de todas las naciones. Juntos pedimos al Señor que os fortalezca en vuestra entrega, testimonio y esperanza y que nos conceda nuevas vocaciones a la vida consagrada.

Queridos hermanos y hermanas: La Liturgia de hoy nos invita a todos a encontrarnos con Cristo. De las manos de María acojamos a Cristo con fe viva y con amor ardiente: El es nuestro Salvador, la Luz que alumbra nuestra existencia. Él viene una vez más a nuestro encuentro en esta Eucaristía. Presentemos nuestras personas en la ofrenda eucarística uniéndola a la de Cristo.

¡Que nuestra comunión eucarística con Cristo nos lleve a una comunión más fuerte con él y con los hermanos¡ ¡Y que María nos ayude a permanecer unidos a El en la comunión de nuestra Iglesia para ser testigos Cristo Jesús, luz de los pueblos! Amén

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

 

 

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Jornada Mundial de las Migraciones

17 de enero de 2010/0 Comentarios/en Homilías 2010/por obsegorbecastellon
Castellón, S.I. Concatedral, 17 de enero de 2010

(Is 62, 1-5; Sal 95; 1 Cor 12,4-11; Jn 2,1-11)

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Queridos hermanos y hermanas en el Señor:

Es una alegría poder celebrar esta Eucaristía en la Jornada Mundial de las Migraciones y con vuestra nutrida presencia, queridos inmigrantes, experimentar la catolicidad, la universalidad, de nuestra Iglesia. Os saludo de corazón a todos cuantos habéis acudido esta tarde a esta celebración: sacerdotes, consagrados y seminaristas; saludo cordialmente al nuevo párroco de la parroquia ortodoxa rumana de San Nicolás; a las asociaciones de inmigrantes; al Director de nuestro Secretariado Diocesano paras la Migraciones y a todos los trabajadores y voluntarios en sector pastoral.

La Jornada Mundial de las Migraciones se fija este año en “Los emigrantes y los refugiados menores de edad” y tiene como lema “Hoy acogemos, mañana compartimos”. La Iglesia nos ofrece esta Jornada como una ocasión propicia para tomar conciencia de los múltiples problemas y necesidades de los inmigrantes tanto desde el punto de vista humano y social, como cristiano y pastoral; una toma de conciencia que nos lleve al compromiso para dar, buscar o pedir la respuesta debida.

Las necesidades de los emigrantes no nos pueden dejar indiferentes, como no dejó indiferente a María la necesidad de aquellos novios de las bodas de Caná, como hemos proclamado en el evangelio de hoy. María, la madre solícita, siempre atenta a las necesidades de los hombres, al ver a aquellos novios en apuros, se dirige a su Hijo como una madre y le dice: Hijo “no les queda vino” (Jn 2,3); y a los sirvientes les dice: “Haced lo que es os diga” (Jn 2,5).

“Aún no ha llegado mi hora” (Jn 2,4), dice Jesús a su Madre. Palabras que desconciertan al escucharlas, pero que, meditadas con detenimiento nos ayudan a descubrir su sentido y nos acercan al misterio y a la identidad de Jesús. Porque la  “hora de Jesús” es su muerte y resurrección, es la hora de su glorificación por el Padre, es la hora de la salvación del hombre, es la hora en que se manifiesta el esplendor, el poder y la grandeza del amor de Dios, que se entrega y que acoge la entrega de su Hijo hasta la muerte por amor a los hombres. En Caná, Jesús anticipa y adelanta esa “Hora” al realizar, a ruegos de su Madre, este signo a favor de aquellos novios e invitados.

“Tú has guardado el vino bueno hasta ahora” (Jn 2,10), dice el mayordomo al novio. Con el vino bueno. Juan hace referencia al vino nuevo de la obra salvadora  de Jesucristo, que irrumpe en la vida humana, renovándolo y transformando todo. Este vino nuevo es ayudar a unos novios porque les falta vino, es decir, «ayudar a los hombres a encontrar la alegría»; este vino nuevo es la alegría de la vida verdadera en el amor de Dios, ahora y por toda la eternidad. Cristo ha venido a traer el vino nuevo de su caridad, de su gozo y de su presencia. Jesús siempre está cercano a las necesidades y a los apuros de los hombres, como lo estuvo en las circunstancias concretas del banquete de bodas de Caná.

Y “sus discípulos creyeron en Él” (Jn 2,11). El milagro que Jesús realiza es un signo que lleva a los discípulos a creer en Jesús, a entregarse a Jesús, a seguirle en su camino de entrega a la voluntad de Dios que se hace entrega  por amor hacia los hombres.

“Haced lo que él os diga” son las palabras de María a los sirvientes; estas son también sus palabras hoy a nosotros al celebrar esta Jornada Mundial del emigrante y refugiado. Y esta tarde, Jesús nos dice una vez más: “Venid, benditos de mi Padre… porque… era forastero, y me acogisteis” (Mt 25, 34-35). Jesús nos dice que sólo entra en el reino de Dios el verdadero discípulo suyo, el que practica el mandamiento del amor.

Así nos muestra el Señor el lugar central que debe ocupar en la Iglesia y en la vida de todo cristiano la caridad de la acogida. Al hacerse hombre, Cristo se ha unido, en cierto modo, a todo hombre. Nos ha acogido a cada uno de nosotros y, con el mandamiento del amor, nos ha pedido que imitemos su ejemplo, es decir, que nos acojamos los unos a los otros como él nos ha acogido (cf. Rm 15, 7). Acoger a Cristo en el hermano y en la hermana que sufren necesidad –el enfermo, el hambriento, el sediento, el encarcelado, el forastero, el emigrante o el refugiado- es la condición para poder encontrarse con él «cara a cara» y de modo perfecto al final de la peregrinación terrena.

“Para la Iglesia católica nadie es extraño, nadie está excluido, nadie está lejos” (Pablo VI). En la Iglesia, como escribió el Apóstol San Pablo, no hay extranjeros ni huéspedes, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios (cf. Ef 2, 19). Por desgracia, se dan aún prejuicios, actitudes de aislamiento, e incluso de rechazo, por miedos injustificados y por buscar únicamente los propios intereses. Se trata de discriminaciones incompatibles con la pertenencia a Cristo y a la Iglesia. Más aún, la comunidad cristiana está llamada a difundir en el mundo la levadura de la fraternidad y de la convivencia entre personas diferentes y de diferentes culturas, que hoy podemos experimentar en esta Eucaristía.

En los últimos años, nuestra Iglesia diocesana ha ido creando servicios en favor de nuestros hermanos, los emigrantes. Al departamento de inmigrantes de Cáritas Diocesana, a los centros de orientación y asesoramiento, y a los espacios de encuentro e integración se ha unido la creación el año pasado del Secretariado Diocesano de Migraciones. También ha crecido el número de personas que, urgidas por la caridad de Cristo, dedican parte de su tiempo a ayudar a los inmigrantes, mayores y menores de edad. Son de alabar los esfuerzos de comunidades parroquiales, que salen al encuentro de estos hermanos, los acogen e invitan a recorrer juntos el camino de la fe, vivida y celebrada comunitariamente en la parroquia, a la que los inmigrantes también enriquecen con savia nueva. Hoy doy gracias a Dios por lo que entre todos vamos logrando en este camino de encuentro fraterno, de acogida evangélica y de integración de los inmigrantes en nuestras parroquias, ciudades, pueblos y barrios.

Queda, sin embargo, mucho por hacer. Por ello, os invito a fortalecer nuestro compromiso cristiano en este sector pastoral. Nuestra Iglesia diocesana vive y obra inserta en nuestra sociedad y es solidaria con sus aspiraciones y sus problemas; por ello se sabe especialmente llamada a convertir nuestra sociedad en un espacio acogedor en el que se reconozca la dignidad de los emigrantes. Invito a toda nuestra Iglesia de Segorbe-Castellón, a sus comunidades parroquiales, movimientos, comunidades educativas, familias inmigrantes y autóctonas en general, así como a todos los hombres de buena voluntad, a asumir la acogida y el servicio no sólo de los hombres y mujeres inmigrantes y refugiados, sino también, y en especial, de sus hijos menores, sin olvidar a los menores no acompañados.

Nuestra comunidad eclesial esta llamada a ser de verdad una casa común y una escuela de comunión, en la que cada persona sea valorada y promovida por su condición de hija de Dios, su cualidad más excelente y fundamento de su dignidad. Hemos de seguir luchando contra los prejuicios, los miedos, las discriminaciones y los hábitos contrarios a la acogida del hermano inmigrante; hemos de crecer en el ejercicio del diálogo desde la verdad, del respeto basado en la común dignidad y de la comprensión mutua; en ello debemos empeñarnos sin desfallecer particularmente los pastores y los educadores cristianos.

El Señor nos exhorta a crear y desarrollar una cultura de la acogida, que facilite procesos de auténtica integración de todos; una cultura que nos estimule a contemplar con más hondura a la persona humana, salvaguardando la dignidad de toda persona humana en las relaciones sociales, laborales y económicas.

“La acogida de hoy, anuncio del Evangelio de la solidaridad fraterna, samaritana, es la mejor garantía para un futuro integrador donde nuestro compartir fraterno sea la señal iluminadora que seguimos ofreciendo. Nuestros menores emigrantes y refugiados, que hoy son acogidos, mañana compartirán con nosotros, como adultos, los valores que hayamos intercambiado. La fe, que gozosamente les hemos propuesto o hemos compartido con ellos, la viviremos fraternalmente, y nuestras comunidades serán verdaderos signos de la catolicidad” (Mensaje de la Comisión Episcopal de Migraciones de la CEE para a Jornada de 2010).

Quiero hacer hoy una llamada especial a vosotros, los inmigrantes católicos: sentiros desde el primer momento en nuestra Iglesia diocesana, en sus parroquias, en sus instituciones y organizaciones, como en vuestra propia casa, como en vuestra familia, con los mismos derechos y obligaciones que los autóctonos y sus familias. Nuestro deseo es que participéis activamente en la pastoral y la vida de nuestra Iglesia diocesana y en vuestras parroquias, y que lo hagáis plenamente integrados, conservando vuestro carácter propio.

Y, a la inversa, hago una especial invitación a las parroquias: que acojan con gozo a los inmigrantes católicos y a sus familias, que faciliten su progresiva integración en la vida parroquial y en sus estructuras organizativas, que fomenten el conocimiento mutuo y la convivencia con las familias locales en orden a constituir una sola familia: la familia de los hijos e hijas de Dios.

La escuela católica ha de ser abanderada en la noble y hermosa tarea educadora de la población escolar inmigrante. La escuela es un marco privilegiado para el conocimiento y la verdadera integración de niños y jóvenes de diversa procedencia y, a través de ellos y de la propia escuela, de las familias de los inmigrantes.

Lo dicho en relación con los inmigrantes católicos y sus familias, es aplicable, con los obligados matices, a las actitudes y comportamientos de las comunidades, instituciones, organizaciones y servicios de la Iglesia diocesana con los cristianos de la tradición ortodoxa, protestante o anglicana. Somos hermanos en la fe, y ello ha de transparentarse en nuestros comportamientos fraternos.

Los inmigrantes no cristianos  -creyentes  de otras religiones o no creyentes-  y sus familias son destinatarios de la misión evangelizadora y de los servicios de nuestra Iglesia y de los cristianos. Todos han de ser objeto de nuestra preocupación, de la Iglesia y de los cristianos católicos. A ellos han de ir destinados también los servicios de la Iglesia en el aspecto socio-caritativo, los de acogida y acompañamiento, o en la defensa de sus derechos.

Pedimos a los responsables de las administraciones públicas, y a quienes tienen asignada una tarea en relación con los inmigrantes y sus familias, que establezcan las normas justas y las medidas adecuadas, que defiendan y tutelen la dignidad y los derechos de los inmigrantes y de sus familias, y especialmente de los menores. Tengan o no papeles son personas. La Convención de los Derechos del Niño afirma con claridad que hay que salvaguardar siempre el interés del menor (cf. art. 3), al cual hay que reconocer los derechos fundamentales de la persona de la misma manera que se reconocen al adulto. Todos los menores, con independencia de su origen e incluso de su situación legal, han de tener realmente garantizados el ejercicio de los derechos fundamentales a la educación, a la sanidad, a la formación profesional y a la atención religiosa.

Oremos para que nuestra sociedad vea a los inmigrantes y a sus familias no como una carga o un peligro, sino como una riqueza para nuestra sociedad y para que los acoja cordialmente, los trate como hermanos y les facilite su pacífica y enriquecedora integración.

Agradezco a todos los que trabajan al servicio de los inmigrantes su entrega generosa y su dedicación diaria. Os animo a continuar en vuestro trabajo y a no desfallecer ante las dificultades.

¡Que María la Virgen nos proteja en este nuestro caminar y nos enseñe a ser sensibles como ella ante las necesidades de los emigrantes, y a poner nuestra mirada en su Hijo, para hacer lo que nos diga! Amén

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Ordenación de tres presbíteros en la Solemnidad de la Epifanía del Señor

6 de enero de 2010/0 Comentarios/en Homilías 2010/por obsegorbecastellon
S.I. Concatedral de Sta. María de Castellón – 6 de enero de 2010

(Is 6,1-6; Sal 71; Ef 3,2-3ª.5-6; Mt 2,1-22)

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Hermanas y hermanos todos en el Señor:

”Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti” (Is 60, 1). Con estas palabras, Isaías invita a la ciudad de Jerusalén a dejarse iluminar por su Señor, luz infinita que hace resplandecer su gloria sobre Israel. El pueblo de Dios está llamado a convertirse él mismo en luz, para orientar el camino de las naciones, envueltas en ‘tinieblas’ y ‘oscuridad’, hacia el Mesías (Is 60, 2).

En la Noche santa de la Navidad apareció la luz esperada; nació Cristo, luz de los pueblos, el ‘sol que nace de lo alto’ (Lc 1, 78), el sol que vino al mundo para disipar las tinieblas del mal e inundarlo con el esplendor del amor divino. El es “la luz verdadera, que viniendo a este mundo, ilumina a todo hombre” (Jn 1, 9). Al encarnarse, el Hijo de Dios se manifestó como luz que ilumina y da vida. No sólo luz externa, en la historia del mundo, sino también dentro del hombre, en su historia personal. Se hizo uno de nosotros para dar nuevo valor y dignidad a nuestra existencia terrena, para sanarnos y salvarnos, para hacernos partícipes de la gloria de su inmortalidad.

En la solemnidad de la Epifanía, el Mesías, que se manifestó en Belén a humildes pastores de la región, se manifiesta como luz de todos los pueblos, de todos los tiempos y de todos los lugares. Los Magos, que llegan de Oriente a Jerusalén guiados por una estrella (cf. Mt 2, 1-2), representan las primicias de los pueblos atraídos por la luz de Cristo. Reconocen en Jesús al Mesías y demuestran anticipadamente que se está realizando el ‘misterio’ del que habla san Pablo en la segunda lectura: “Que también los gentiles son coherederos (…) y partícipes de la promesa de Jesucristo, por el Evangelio” (Ef 3, 6).

Con la encarnación de su Hijo y con su epifanía a todos los pueblos, Dios muestra su deseo y voluntad de iluminar, salvar y dar vida a toda la humanidad, a todos los pueblos, sin distinción de raza y cultura, porque Dios “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2,4). La estrella, que guía a los Magos, habla a la mente y al corazón de todos los hombres, también al hombre de hoy. ¿Quién no siente la necesidad de una ‘estrella’ que lo guíe a lo largo de su camino en la tierra? Sienten esta necesidad tanto las personas como las naciones. Para satisfacer este anhelo de salvación universal, el Señor se eligió un pueblo que fuera estrella orientadora para ‘todos los linajes de la tierra” (Gn 12, 3), un pueblo, que fuera signo sacramental de Él, luz de los pueblos.

Así nació la Iglesia, formada por hombres y mujeres que, “reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido el mensaje de la salvación para proponérselo a todos” (Gaudium et spes, 1). Hoy resuenan para nuestra Iglesia resuena las palabras de Isaías: “¡Levántate, brilla (…), que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti!” (Is 60, 1. 3).
Elegidos para ser signos de Cristo, luz de los pueblos

Queridos hijos y hermanos, Oriol, Raúl y Alex. De este singular pueblo mesiánico que es la Iglesia, vosotros vais a ser constituidos pastores mediante la ordenación presbiteral.

Hoy llegáis, como los Magos, a la meta después de un largo camino. Imagino el eco que pueden tener en vuestro interior las palabras de los Magos: “Hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo”. Cada uno de vosotros, a su modo, es como los Magos: una persona que ve una estrella, se pone en camino, experimenta también la oscuridad, la inseguridad o la incertidumbre y, bajo la guía de Dios, puede llegar a la meta.

En este pasaje evangélico se condensa de un modo singular todo vuestro proceso vocacional, desde que un día sentisteis la llamada –apareció la estrella en vuestra vida, para cada cual la suya- hasta llegar hoy a la meta con la ordenación presbiteral: entre ambas se sitúa un largo proceso del camino de discernimiento, de comprobación y de maduración de la llamada de Señor al sacerdocio. Cada uno de vosotros conocéis ese camino: quizá haya podido parecer u os haya parecido un camino excesivamente largo, no exento de obscuridades e incertidumbres; pero en cualquier caso era necesario, para no errar en la meta en la medida de lo humanamente posible.

El viaje de los Magos estaba motivado por una fuerte esperanza, que les lleva hacia el “Rey de los judíos”, hacia la realeza de Dios mismo. Porque este es el sentido de nuestro camino: servir a la realeza de Dios en el mundo. Los Magos tenían un deseo enorme de Cristo, que les indujo a dejarlo todo y a ponerse en camino. Era como si todo aquello hubiera estado siempre inscrito en su destino, que ahora finalmente se cumplía.

Queridos amigos: este es el misterio de vuestra llamada al sacerdocio y del orden, que hoy vais a recibir; misterio que afecta a la vida de todo cristiano, pero que se manifiesta con mayor relieve en los que Cristo invita a dejarlo todo para seguirlo más de cerca. Vuestra llamada y el ministerio es un don totalmente gratuito por parte del Señor e inmerecido por vuestra parte, cuya única razón es el amor de quien llama, al que sólo se puede responder con la entrega de sí mismo. Vivid la belleza de vuestra llamada y de vuestra ordenación cada día con el amor primero, con la alegría y con la gratitud que hoy sentís. No seremos buenos y felices sacerdotes, si en el origen y en la base de todo no situamos el don misterioso y amoroso de la llamada y elección del Señor, del don del ministerio. No somos sacerdotes ni se llega a ser sacerdote, porque lo elijamos como un camino de autorealización, de honor o incluso de mera santificación personal. “No me habéis elegido vosotros a mí, si no yo os he elegido a vosotros” (cf. Jn 15, 16) nos dice el Señor.

“Y cayendo de rodillas lo adoraron (…); le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra” (Mt 2, 11-12). Con esto culmina todo el itinerario de los Magos: el encuentro se convierte en adoración, dando lugar a un acto de fe y de amor que reconoce en Jesús, nacido de María, al Hijo de Dios hecho hombre.

¿Cómo no ver prefigurado en el gesto de los Magos el gesto de vuestra postración durante el canto de las letanías previa a la ordenación? Con vuestra postración mostraréis vuestra adoración, vuestra humildad, vuestra disponibilidad para entregar totalmente  vuestras personas al Señor en el orden que vais a recibir. Es la disposición necesaria para que el Señor actúe en vosotros.

La fe en Cristo, luz del mundo, ha guiado vuestros pasos hasta aquí y ahora os lleva hasta la entrega de vosotros mismos en la consagración presbiteral. Ser sacerdote en la Iglesia significa entrar en la entrega de Cristo, mediante el sacramento del Orden, y entrar con todo vuestro ser. Ahora Cristo os pide que mostréis esta oblación humilde y total de vuestra persona, para desempeñar en la Iglesia el ministerio presbiteral. El secreto de la santidad es la amistad con Cristo y la adhesión fiel a su voluntad, y a su forma de ser y de vida. “Cristo es todo para nosotros”, decía san Ambrosio. Que Cristo sea todo para vosotros. Ofrecedle vuestra persona, lo más precioso que tenéis; como decía Juan Pablo II, ofrecedle “el oro de vuestra libertad, el incienso de vuestra oración fervorosa, la mirra de vuestro afecto más profundo”.
Consagrados por la imposición de manos y la oración

Acoged en adoración, con humildad y con la disponibilidad para vuestra entrega la acción de Señor sobre vosotros. Él, a través de mis manos, queridos hijos, os va a consagrar para siempre para ser pastores y guías al servicio del pueblo de Dios, en su nombre y en su persona, como Cabeza de su cuerpo, que es la Iglesia.

Según la Tradición apostólica, este sacramento se confiere mediante la imposición de manos y la oración. La imposición de manos la realizaremos en silencio. Nosotros callaremos para que Dios actúe. Dios alarga su mano hacia vosotros, os toma para sí y, a la vez, os cubre para protegeros, a fin de que seáis totalmente propiedad de Dios, le pertenezcáis del todo e introduzcáis a los hombres en las manos de Dios. Con la imposición de las manos, Jesucristo os dice a cada uno: “Tú me perteneces”; pero también os dice: “Tú estás bajo la protección de mis manos. Tú estás bajo la protección de mi corazón, dentro de la inmensidad de mi amor”.

Como segundo elemento fundamental de la consagración, seguirá después la oración. La ordenación presbiteral es un acontecimiento de oración. Ningún hombre puede hacer a otro sacerdote. Es el Señor mismo quien, a través de la palabra de la oración y del gesto de la imposición de manos, os asume totalmente a su servicio, os atrae a su propio sacerdocio. Él mismo consagra a sus elegidos. Él mismo, el único Sumo Sacerdote, que ofreció el único sacrificio por todos nosotros, os concede la participación en su sacerdocio, para que su Palabra y su obra estén presentes en todos los tiempos.

Además, vuestras manos serán ungidas con el óleo del Santo Crisma, que es el signo del Espíritu Santo y de su fuerza. La mano del hombre es el instrumento de su acción, es el símbolo de su capacidad de afrontar el mundo. El Señor os impone las manos y ahora quiere las vuestras para que, en el mundo, se transformen en las suyas. Quiere que ya no sean instrumentos para tomar las cosas, los hombres o el mundo para vosotros, sino para que se pongan al servicio de su amor. Quiere que sean instrumentos para servir y, por tanto, expresión de la misión de toda la persona al servicio de Cristo para llevarlo a los hombres.

El Señor os dice esta tarde: “Ya no os llamo siervos…, a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15, 15). El Señor os hace sus amigos: os encomienda todo; se os encomienda a sí mismo, de forma que podáis hablar con su ‘yo’, «in persona Christi capitis«. Qué confianza se pone en vuestras manos. Todos los signos esenciales de la ordenación sacerdotal son, en el fondo, manifestaciones de esas palabras: la imposición de las manos; la entrega del libro, de su Palabra, que él nos encomienda; la entrega de la patena y del cáliz, con el que os transmite su misterio más profundo y personal. De todo ello forma parte también el poder de absolver: os hace participar también en su conciencia de la miseria del pecado y de toda la oscuridad del mundo, y pone en nuestras manos la llave para abrir la puerta de la casa del Padre.

Los Magos “se marcharon a su tierra”, y ciertamente dieron testimonio del encuentro con el Rey de los judíos. También vosotros, queridos hermanos, una vez ordenados seréis enviados para ser los ministros de Cristo; cada uno de vosotros volverá entre la gente como alter Christus.

En el viaje de retorno, los Magos tuvieron que afrontar seguramente peligros, sacrificios, desorientación y dudas. ¡Ya no tenían la estrella para guiarlos! Ahora la luz estaba dentro de ellos. Ahora tenían que custodiarla y alimentarla con el recuerdo constante de Cristo, de su rostro santo, de su amor inefable. También vosotros, consagrados por el Espíritu Santo, vais a iniciar vuestra misión. Recordad siempre este día tan hermoso de vuestra ordenación, recordad siempre las palabras de Jesús: “Ya no os llamo siervos, a vosotros os llamo amigos” Jn 15, 9). Si permanecéis en la amistad de Cristo, daréis mucho fruto, como él prometió. ¡He aquí el secreto de vuestro sacerdocio y de vuestra misión!

Este es el significado profundo del ser sacerdote: llegar a ser amigo de Jesucristo. Por esta amistad deberéis comprometeros cada día de nuevo. Amistad significa comunión de pensamiento y de voluntad, en la que debemos ejercitarnos, como nos dice san Pablo (Cf. Flp 2, 2-5). Para lograrlo debemos conocer a Jesús de un modo cada vez más personal, escuchándolo, viviendo con él, estando con él: en la oración personal y en la oración de la Liturgia de la Horas, en la celebración y contemplación  y diaria de la Eucarista. El núcleo del sacerdocio es ser amigos de Jesucristo. Algo que tenemos que cultivar siempre y especialmente en este Año Sacerdotal. Solo siendo amigos del Señor, podemos hablar verdaderamente in persona Christi. Ser sacerdote significa convertirse en amigo de Jesucristo, y esto cada vez más con toda nuestra existencia. Esta es nuestra vocación sacerdotal: sólo así nuestro ministerio sacerdotal puede dar fruto.

Nuestra Diócesis de Segorbe-Castellón necesita sacerdotes santos que sean anunciadores valientes de Cristo, la Luz de los Pueblos, y del Evangelio. Demos gracias a Dios por el regalo de estos tres nuevos sacerdotes, manifestación de su gloria; oremos por ellos y pidamos el don de nuevas vocaciones. Jóvenes no tengáis miedo de responder con el don completo de la propia existencia a la llamada del Señor para seguirle en la vida del sacerdocio.

Que el corazón inmaculado de María, vele con amor materno sobre cada uno de vosotros. Recurrid frecuentemente a la Virgen con confianza hoy y todos de los días de vuestra vida. Amén.

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

 

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Apertura del 50º Aniversario de la Diócesis de Segorbe-Castellón

3 de enero de 2010/0 Comentarios/en Homilías 2010/por obsegorbecastellon

 

Catedral-Basílica de Segorbe – 3 de enero 2009

(Ecle 24, 1-2.8-12; Sal 147; Ef 1,3-6.15-18; Jn 1,1-18)

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Muy amados hermanos y hermanas en el Señor Jesús:

Os saludo cordialmente a todos cuantos habéis tenido a bien acercaros esta tarde hasta la Iglesia Madre de nuestra Diócesis, la S. I. Catedral de Segorbe, para inaugurar el 50º Aniversario de su actual configuración: saludo a todos los sacerdotes concelebrantes y, en especial, a los Cabildos Catedral y Concatedral, a mis queridos Sres. Vicarios General y Episcopal de Pastoral, a los Sres. Arciprestes presentes así como a los diáconos asistentes y seminaristas. Mi saludo agradecido a los miembros de la Comisión Organizadora del Aniversario. Mi saludo respetuoso y agradecido al Sr. Regidor-Concejal de Castellón, presente en representación del Sr. Alcalde.

 San Pablo, en la segunda lectura de este Domingo segundo de Navidad, nos invita a bendecir y dar a gracias a Dios “porque nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales” (cf. Ef 1, 3). En la Navidad, Dios nos ha bendecido con el nacimiento de su Hijo, mostrando así su cercanía amorosa a toda la humanidad: el Verbo, la Palabra de Dios, se ha hecho carne y ha acampado entre nosotros; a quienes lo acogen y creen en Él les da el poder ser hijos de Dios. El mismo Dios se ha hecho y sigue presente y operante entre nosotros en su Iglesia; él mismo ha hecho de esta porción del Pueblo de Dios, que es nuestra Diócesis de Segorbe-Castellón, su tienda, la porción de su heredad, el ámbito de su cercanía amorosa entre nosotros para todos (cf. Ecle 14, 12).

Al inaugurar el 50º Aniversario de la configuración actual de nuestra Diócesis de Segorbe-Castellón, mediante la Bula ‘Ecclesia catholica urbes’ de Juan XXIII de 31 de mayo de 1960, damos gracias a Dios por nuestra Iglesia diocesana en su pasado y en su presente: Dios mismo, sirviéndose de los avatares de la historia y de las decisiones humanas, se ha dignado reunir a las comunidades cristianas de esta tierra en torno al Obispo, como su Padre y Pastor, y como Sucesor de los Apóstoles, para hacer de todas ellas una Iglesia diocesana. Dios mismo ha hecho de esta porción del pueblo de Dios espacio de la presencia viva de Jesucristo, de su Evangelio y de su obra salvífica en esta tierra, centro de irradiación de la buena nueva de la fe y manifestación para el mundo de su paternidad universal.

Esto es lo fundamental de nuestra celebración; este el gran don de Dios por el que damos gracias. La configuración territorial es accidental, histórica y cambiante. Dejando para los historiadores la relación de nuestra Diócesis con la antigua Segóbriga, la nuestra fue un día Diócesis de Albarracín-Segorbe, durante siglos sólo Diócesis de Segorbe, y hoy, desde 1960, Diócesis de Segorbe-Castellón: pero siempre ha sido Iglesia del Señor. Segorbe es la sede episcopal, que permanece hasta el presente en los cambios territoriales a través de la historia: un gran honor para la comunidad católica de esta ciudad, al que seguro se siente obligada por su proverbial nobleza.

A lo largo de los siglos y, en especial en estos cincuenta últimos años, Dios nos ha bendecido en innumerables personas, en su mayoría desconocidas, que siguiendo las huellas de Jesús, supieron vivir en su vida cotidiana la llamada a la santidad, a la perfección del amor a Dios y a los hermanos, siendo así testigos vivos del Evangelio de Jesucristo. Dios nos ha bendecido con el don de abundantes vocaciones al ministerio presbiteral, al diaconado, a la vida consagrada en sus distintas formas: son muchos los sacerdotes y los consagrados, que entregaron su vida a Dios sirviendo a los hermanos en el camino, en la tarea y el ministerio que el Señor les confió. Dios mismo, por medio de su Espíritu Santo, ha llamado también a lo largo de nuestra historia -y todavía hoy no cesa de llamar- a hijos de esta Iglesia para ser heraldos del mensaje de salvación en cualquier parte del mundo. Dios nos ha bendecido asimismo con innumerables seglares, testigos de la verdad del Evangelio, que salva y plenifica, en la vida matrimonial y profesional, en la cultura y en la política, en las artes y en el trabajo, en la acción caritativa y social. Y finalmente han sido y son una bendición de Dios para la vida y misión de nuestra Iglesia las múltiples parroquias y otras comunidades eclesiales, las cofradías, las asociaciones y los movimientos a lo largo y ancho de nuestra Diócesis.

Bendigamos y demos gracias a Dios, por todos nuestros antepasados en la fe: obispos, sacerdotes, religiosos y seglares; por su fidelidad a la fe cristiana, por su fortaleza en la esperanza y por la grandeza de su caridad, en algunos casos, ejemplos de una caridad martirial. Agradecemos gozosos su testimonio de santidad, su fuerza evangelizadora y su extraordinario legado de historia, arte y cultura, expresión de la vitalidad de su fe.

Al recordar a nuestros antepasados y a tantos diocesanos del presente, cómo no hacer nuestras las palabras de Pablo a los Efesios: “Por eso yo, que he oído hablar de vuestra fe en el Señor Jesús y de vuestro amor a todos los santos, no ceso de dar gracias a Dios por vosotros, recodándoos en mi oración” (Ef 1, 15)

Esta es la herencia de nuestro pasado a nuestra Iglesia de Segorbe-Castellón cuando nos disponemos a celebrar este 50º Aniversario. Pero nuestra Iglesia no es sólo historia, sino también una realidad viva en el presente, aunque tantas veces aparezca frágil, envejecida y debilitada. Y es una realidad viva, porque Dios mismo, en su cercanía amorosa, sigue presente y operante en nuestra Iglesia, en muchos fieles y en nuestras comunidades. Porque Cristo, su Evangelio y su obra salvífica, siguen vivos y presentes en esta Iglesia nuestra. Cristo Resucitado mismo es la voz que llama, el Pastor que “cuida de su rebaño y vela por él (cf. Ez 34,-11-36), que nos conduce y nos da vida, que nos sostiene por la fuerza del Espíritu en la entrega fiel de cada día a nuestra vocación, misión y tarea. El mimo Jesucristo es el camino, la verdad y la vida para todos, llamados a ser hijos de Dios en el Hijo por la fe en él.

Nuestra Iglesia diocesana de Segorbe-Castellón es una realidad compleja, con su elemento humano y con su elemento divino. En su aspecto visible es la comunidad de los cristianos católicos, que vivimos en el territorio diocesano: la formamos obispo, sacerdotes, diáconos, religiosos y seglares; una comunidad, que peregrina y crece en la fe, una comunidad que proclama el Evangelio y celebra los misterios de la fe, una comunidad que vive la caridad, una comunidad en la que se debe vivir y a la que se debe servir en la tarea siempre nueva de evangelizar. A su vez, la Iglesia Diocesana es una gran comunidad de comunidades, que integra en su comunión y misión a las 149 comunidades parroquiales, agrupadas en los 14 arciprestazgos, las numerosas comunidades de vida consagrada y otras comunidades eclesiales, los movimientos, los grupos y las asociaciones. Y cuenta con diversos servicios pastorales y administrativos.

Al hablar de nuestra Iglesia diocesana muchas veces nos quedamos en lo visible, en las personas, en el territorio o en sus estructuras. Pero su realidad humana, externa y visible, no puede hacernos olvidar que en su esencia más profunda nuestra Diócesis es signo e instrumento de salvación, porque en ella, mediante sus personas y sus estructuras visibles, – incluso a pesar de sus deficiencias- Jesucristo está presente y actúa su salvación en favor de los hombres.

Esta realidad íntima de la Diócesis debe ser conocida, valorada y vivida por todos sus miembros, por las comunidades y por los grupos eclesiales. Y ha de aparecer también en los proyectos de la vida diocesana, para que de este modo, sobre la faz de la Diócesis, resplandezca Cristo, luz de las gentes. Nuestra Iglesia no es una mera “organización eclesiástica”, a la que se pertenece por razones administrativas y jurídicas, pero no por razones de fe; la vida cristiana no es una mera práctica ético-religiosa, sino acontecimiento de salvación, de experiencia de gracia y de comunión vital con Dios y con los hermanos.

Sí. Nuestra Iglesia diocesana de Segorbe-Castellón es un evento de salvación, que acontece en un tiempo y en un espacio determinado. Es esa porción del Pueblo de Dios, que vive en la gran parte de la provincia de Castellón y que está confiada al Obispo para que la apaciente con la cooperación del presbiterio, de modo que, adherida a su pastor y congregada por él en el Espíritu Santo por medio del Evangelio y la Eucaristía, constituye una Iglesia particular en la que verdaderamente se encuentra y opera la Iglesia de Cristo, una, santa, católica y apostólica (cf. ChD 11). Nuestra Iglesia Diocesana es un misterio de comunión para la misión; una, santa, católica y apostólica existe para promover y vivir la unidad, la santidad y la universalidad de la misión en sus miembros e instituciones, en la sucesión de los Apóstoles.

La celebración de 50º Aniversario de la configuración actual de nuestra Iglesia de Segorbe-Castellón nos ofrece una oportunidad hermosa para lograr una mayor conciencia de pertenecer a ella para responsabilizarnos con su vida y misión.

Es urgente que todos y, especialmente, los pastores, cultivemos sin cesar el afecto a nuestra Iglesia Diocesana, mostrándonos siempre dispuestos, cuando seamos invitados por el Pastor, el Obispo, a unir las propias fuerzas a las iniciativas y actividades diocesanas en la misión única y compartida. Para ello fundamental que todos los diocesanos conozcamos nuestra Diócesis, la valoremos y la acojamos como necesaria para nuestra fe y vida cristiana personal y comunitaria; y, sobre todo, nos urge amarla como a algo propio, como a la comunidad de la que formamos parte, como a la propia familia.

Muchos de nuestros católicos desconocen o tienen un conocimiento insuficiente de nuestra Diócesis. Se desconoce su historia, su fisonomía externa, su organización, sus múltiples tareas y actividades evangelizadoras, formativas, litúrgicas y caritativas. Además, la Iglesia diocesana es sentida por muchos diocesanos como algo distante; otros no tienen conciencia de pertenecer a esta Iglesia, ni la sienten como la propia familia de los creyentes. Por el contrario, se siente más la parroquia, el grupo o el movimiento, donde se vive y practica la fe. Pero no se puede olvidar que todas estas realidades son realmente eclesiales, sólo si no están en unión y comunión con el Obispo y entroncadas vitalmente en la comunión de la fe, de la celebración y de la misión de la Iglesia diocesana; es en ésta donde opera y se realiza la Iglesia del Señor; y es a través de su entronque vital en ella, como se integran en la comunión de la Iglesia universal. Hemos de evitar el particularismo y el parroquialismo.

Hay, de otro lado, signos de una creciente falta de amor hacia la Iglesia, en general, y hacia la Iglesia diocesana, en particular. Esta desafección se muestra en el alejamiento de la vida de la Iglesia, o en la crítica corrosiva, hecha sin amor, de los mismos católicos o en el silencio cómplice ante ataques injustificados. Pero también se muestra cierta desafección hacia la Iglesia diocesana, cuando se vive en el grupo, movimiento, asociación o cofradía, e incluso en la parroquia prácticamente de espaldas a la Iglesia diocesana. Nuestra unión efectiva y afectiva pide, se muestra y crece cuando se acogen y aplican las normas o las directrices pastorales diocesanas, o se atiende a las convocatorias diocesanas, se comunican y se asiste a ellas.

En la base de todo y como condición previa, hemos de descubrir y valorar nuestra identidad cristiana y católica para vivirla con alegría y fidelidad, para no avergonzarnos de nuestra condición católica en privado o en público, de palabra o por obra. Amemos a nuestra Iglesia diocesana, porque, no lo olvidemos, la formamos todos y la construimos entre todos.

Hoy y siempre nuestra Iglesia está llamada a ser viva desde Cristo por la santidad de sus miembros. Como en tiempos pasados, está llamada a acoger, proclamar, celebrar y testimoniar a Jesucristo, su Evangelio y su obra salvadora del hombre y transformadora de la sociedad, del mundo y de la cultura. Nuestra Iglesia es y está llamada a ser signo eficaz de comunión de Dios con los hombres y de unidad de los hombres entre sí (cf. LG 1, por encima de razas, lenguas y pueblos. La nuestra es una Iglesia que está llamada a ser y quiere ser “un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz, para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando” (Plegaria Eucarística, V/b)

Varios son los problemas y desafíos ante los que nos encontramos como Iglesia diocesana en nuestra vida y misión. Señalo algunos.

De un lado está el reto de la indiferencia religiosa y eclesial, creciente y multiforme. Una indiferencia hecha de relativismo y de hedonismo. En ciertos casos, proviene de una ignorancia religiosa. En otros casos, es razonada, ideológica, que genera una hostilidad declarada y se expresa muchas veces en un laicismo excluyente.

De otro lado a nadie se le escapa el alejamiento de la vida eclesial, por distintas causas y motivos, y el bajo índice de práctica dominical y sacramental de nuestros fieles. Algo que nos ha de preocupar e interpelar seriamente. Podríamos decir que muchos son más católicos que cristianos. El verdadero problema no es que nuestra Iglesia llegue a ser minoritaria en nuestra sociedad; lo verdaderamente grave sería llegar a ser marginales, el peligro de retirarnos de la escena del mundo y replegarnos sobre nosotros mismos, privando así al Evangelio de su fuerza salvadora, transformadora y humanizadora.

No obstante, las estadísticas no pueden dar cuenta de la real vitalidad de la fe, que observamos en muchos cristianos y en muchas comunidades parroquiales, aunque no sean muchos los bautizados implicados integrados, y en las nuevas comunidades eclesiales. Nuestro reto actual es ayudar a muchos bautizados a pasar de un cristianismo de tradición a un cristianismo de adhesión, de confesión y de engendramiento. Y también ayudar a los cristianos y a nuestras comunidades a mantener una posición de desacuerdo y a veces de resistencia espiritual ante los intentos de marginar a Dios, a Cristo y al Evangelio, de la vida, de la configuración social y de la educación de las futuras generaciones, sin refugiarse de manera nostálgica en el pasado.

Un tercer desafío es la iniciación cristiana y la transmisión de la fe a las nuevas generaciones. Vivimos un tiempo de emergencia educativa, en general, y de emergencia en la educación en la fe. “Sin educación, no hay evangelización duradera, ni profunda. No hay ni crecimiento ni madurez. No hay cambio de mentalidades ni de cultura” (Benedicto XVI, Discurso a los Salesianos en 2008). Esta urgencia educativa comienza primero en el seno de las familias cristianas, que, a su vez, necesitan ser evangelizadas para poder ser evangelizadoras. Para muchos adolescentes y jóvenes deberemos privilegiar un primer anuncio de la fe y un proceso de iniciación cristiana de tipo catecumenal, que les lleve al encuentro personal con Cristo, a la conversión de vida y a su integración real en la Iglesia. Es necesario poner en marcha una pedagogía del acompañamiento y proponer la fe como un camino también de humanización y de maduración humana, y no de manera moralizante o intelectualista. En particular, frente a la pérdida de referencias antropológicas, nos urge desarrollar una pastoral de la vida y del amor humano en la educación, ya desde la más tierna infancia, y en el acompañamiento de novios, matrimonios y familias.

Un último desafío es la privatización de la existencia, que engendra la privatización de la fe. Es conocido el slogan: “Creo en Dios o en Jesucristo, pero no creo en la Iglesia”. El hombre puede llegar a inventar, en el supermercado de lo religioso, sus propias creencias de manera sincretista y a partir de sus problemáticas individuales. Este individualismo y subjetivismo amputa la fe de su dinamismo comunitario y misionero y de la expresión de la diaconía de la Iglesia.

Es fundamental revitalizar nuestras comunidades cristianas, para que, centradas en Jesucristo, sean vivas, fraternas y evangelizadoras. En una eclesiología de comunión, es necesario promover la colaboración de los laicos y de los sacerdotes con un ardor verdaderamente misionero. Debemos acoger, como dones del Espíritu a nuestra Iglesia de hoy, las nuevas realidades eclesiales como son las nuevas comunidades y los nuevos movimientos eclesiales.

Ante la situación actual, el Señor nos exhorta a recuperar la esperanza a la que Dios nos llama. La esperanza es posible porque el mundo ha sido salvado por Cristo. Pongamos nuestra única esperanza en nuestro Señor Jesucristo y en la fortaleza de una fe viva y vivida, celebrada y compartida en la comunidad eclesial. Si el Señor Jesús tuvo una fuerte oposición y fue elevado a la muerte, ¿por qué sorprendernos que ocurra lo mismo con su Iglesia y con sus discípulos?

Para los grandes desafíos de hoy y de siempre no hay otro camino verdadero que Cristo. Él es la Luz del mundo; es a Él a quien los hombres buscan, muchas veces incluso sin saberlo y a veces por vías contrarias a la suya. Ofrecer y propiciar el encuentro con Él en la oración, en la escucha de la Palabra y en la celebración de los Sacramentos, es la clave para una apasionante renovación de nuestra Iglesia y de nuestro mundo.

Hay que volver a hablar de Dos, no de un dios cualquiera, sino del Dios que nos ha revelado Jesucristo. Atrevámonos, con la ayuda de la gracia de Dios, a vivir la aventura más hermosa que hoy podemos vivir: llevar el Evangelio a los hombres de nuestro tiempo, necesitados de Dios, de amor y de vida, de sanación y salvación.

La evangelización es una apasionante tarea que implica a todos: evangelizar de nuevo; evangelizar como en los primeros tiempo dejándose ‘ganar’ por Cristo para que los hombres crean y pueda haber una humanidad abierta al futuro y hecha de hombres nuevos a los que Él ha devuelto su dignidad, su libertad y su esperanza.

Urge que los cristianos en nuestra Iglesia diocesana seamos anunciadores y testigos incansables de Cristo y de su Evangelio. El creciente número de hombres que también entre nosotros no le conocen reclama que nos entreguemos prioritariamente al servicio del anuncio misionero del Evangelio. La hora presente es la hora de la misión, del anuncio gozoso del Evangelio, así será también la hora de renacimiento espiritual y moral de nuestra sociedad.

No nos podemos quedar en la simple conservación de lo existente; es tiempo de proponer de nuevo y, ante todo, a Cristo, el centro del Evangelio. El solo mantenimiento es claramente insuficiente. Nos apremia como Iglesia diocesana acometer el irrenunciable servicio de una nueva evangelización: “Nueva en su ardor, nueva en sus métodos, nueva en su expresión”, como dijo tantas veces el venerable Juan Pablo II. El ardor tiene que ver con la conversión, es decir, con la mirada a Cristo. Los métodos y la expresión serán nuevos en la medida en que Cristo sea encontrado por hombres de este mundo y de esta cultura. Los métodos y la expresión no son nada si falta el ardor de un encuentro con Jesucristo que toque el centro de la persona. Esto cabe esperar de nuestra Iglesia.

Que este tiempo de gracia, que Dios nos concede en este Aniversario, nos ayude a descubrir nuestra identidad cristiana y eclesial, a profundizar en el conocimiento de la herencia espiritual de nuestros antepasados, a sentirnos Iglesia diocesana y a seguir a los testigos y a los maestros que nos han precedido. Reavivemos nuestro ser cristiano y nuestra llamada a la santidad en el seno de la comunión de nuestra Iglesia diocesana.

Seamos testigos de Jesucristo y de su Evangelio. Este Aniversario es una ocasión de gracia para dejarnos fortalecer en nuestra conciencia misionera. Jesús nos envía a la misión: a anunciar a todos los hombres de todos los tiempos la Buena  Nueva del amor misericordioso y redentor de Dios a los hombres, revelado por Cristo mediante sus palabras, su vida, su muerte y su resurreción.

El mandato misionero de Jesús es siempre actual y hoy es urgente. Es hora de volver a hablar de Dios y de anunciar a Jesucristo sin complejos y sin miedos. Sigamos los pasos de San Pascual, de nuestros santos, mártires y beatos y de cuantos nos precedieron en la fe. ¡Que Maria, Madre del Hijo de Dios y Madre nuestra, la Virgen de la Cueva Santa proteja y ampare a esta nuestra Iglesia diocesana en el año de su 50º Aniversario en su peregrinación hacia la casa del Padre!

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

 

 

 

 

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💐🙏 El Obispo nos exhorta, en su carta semanal, a contemplar a la Virgen e imitarla en su fe, esperanza y caridad, porque ella dirige siempre nuestra mirada hacia Jesús; y nos ofrece y nos lleva a Cristo ✝️

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✝️Ha fallecido el Rvdo. D. Miguel Antolí Guarch, a los 91 años.🕯️La Misa exequial será mañana, jueves 15 de mayo, a las 11:00 h en la Concatedral de Santa María (Castellón), presidida por nuestro Obispo D. Casimiro.🙏 Que descanse en la paz de Cristo. ... Ver másVer menos

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