Celebración Litúrgica de Viernes Santo
Segorbe, S. I. Catedral-Basílica, 6 de abril de 2012
(Is 52,13 – 53,12; Sal 30; Hb 4,14-16; 5,7-9; Jn 18,1 – 19,42)
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Es Viernes Santo: un día de intenso dolor, pero un dolor transido de esperanza. En el centro de la Liturgia de este día está el misterio de la Cruz, un misterio que ningún concepto humano puede expresar adecuadamente. Dejemos hablar a la Palabra de Dios, que nos ha sido proclamada.
Toda la tradición cristiana y el mismo Nuevo Testamento reconocen en el Siervo paciente de la primera lectura (Is 52,13-53,12), una figura profética de Cristo. En la historia de Israel era frecuente que amigos de Dios intercedieran por sus hermanos, los hombres, y, sobre todo, por el pueblo elegido. Pero ninguno de ellos llegó a sufrir tanto como el Siervo de Dios: el “varón de dolores” despreciado y evitado por todos, “herido de Dios y humillado, traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes,… que entregó su vida como expiación”. Cristo en su pasión es el “varón de dolores” que con tanta fuerza y crudeza describe el poema del Siervo de Yahvé. En él se contiene todo: humillaciones y sufrimientos, rechazo por parte de su pueblo, muerte redentora. El “fue traspasado por nuestros pecados”.
En la oscuridad del dolor, sin embargo, aparece la luz de la esperanza. Desde la primera línea se apunta ya la victoria final: “Mirad, mi siervo tendrá éxito, subirá y crecerá mucho”. Porque el Siervo de Yahvé, aceptando su papel de víctima expiatoria, trae la paz, la salud y la justificación de muchos: “A causa de los trabajos de su alma, verá y se hartará; con lo aprendido, mi Siervo justificará a muchos, cargando con los crímenes de ellos”. El sacrificio del Siervo doliente produce su efecto: “Sus cicatrices nos curaron”. El es el Siervo plenamente sometido a Dios, en el que Dios ‘se ha complacido’.
En verdad: Cristo Jesús es el Sumo Sacerdote y mediador, que reconcilia a los hombres con Dios por el sacrificio de su vida, nos dirá la carta a los Hebreos (4,14-16; 5,7-9). Jesús es a la vez el sacerdote y la víctima, el oferente y la ofrenda: El es nuestro único mediador con Dios. En la Antigua Alianza, el sumo sacerdote podía entrar una vez al año en el Santuario, rociarlo con la sangre de un animal sacrificado para expiar los pecados del pueblo. Ahora el Sumo Sacerdote por excelencia, Cristo Jesús, entra ‘con su propia sangre’ (Hb 9,12), como sacerdote y como víctima a la vez, en el verdadero y definitivo santuario, en el cielo, ante el Padre.
Por nosotros y todos los hombres ha sido sometido a la tentación humana; por nosotros ha orado y suplicado a Dios, en la debilidad humana, ‘a gritos y con lágrimas’; y por nosotros el Hijo, sometido eternamente al Padre, ‘aprendió’, sufriendo, a obedecer sobre la tierra, convirtiéndose así en ‘autor de salvación eterna’ para todos nosotros. Tenía que hacer todo esto como Hijo de Dios para poder realizar eficazmente toda la profundidad de su servicio y sacrificio obedientes.
Para San Juan, Jesús, el Siervo doliente y Sumo Sacerdote, se presenta y comporta en su pasión como un auténtico Rey soberano: él se deja arrestar voluntariamente; responde soberanamente a Anás que él ha hablado abiertamente al mundo; declara su realeza ante Pilato, una realeza que consiste en ser testigo de la verdad, es decir, en dar testimonio con su sangre de que Dios ha amado y ama al mundo hasta el extremo. Pilato le presenta como un rey inocente ante el pueblo que grita ‘crucifícalo’. “¿A vuestro rey voy a crucificar?”, pregunta Pilato, y, tras entregar a Jesús para que lo crucificaran, manda poner sobre la Cruz un letrero en el que estaba escrito: “El rey de los judíos”, en las tres lenguas del mundo. La Cruz es el trono real desde el que Jesús “atrae hacia sí” a todos los hombres; desde la Cruz el funda su Iglesia, confiando a su Madre al discípulo amado, que la acoge e introduce en la comunidad de los apóstoles, y culmina esta fundación confiándole al morir su Espíritu Santo viviente, que infundirá en Pascua.
La fe pascual de Juan transfigura cada detalle y cada episodio de esta última fase de la vida terrena del Salvador. Incluso la Cruz queda transfigurada. En sí misma es un sacrificio cruel y bárbaro; pero, desde que Cristo redimió a los hombres en el leño de la Cruz, se ha convertido en objeto de adoración. Para Juan, la Cruz es una especie de trono. En la Cruz, Jesús es exaltado, elevado y glorificado. Juan resalta que Jesús llevó su propia cruz. Sin quitar importancia a los sufrimientos del Señor, toda la narración está impregnada de una atmósfera de paz y de serenidad. Cristo, y no sus enemigos, es quien domina la situación. No hay coacción alguna: Jesús se encamina con total libertad hacia su ejecución; con perfecta libertad y con completo conocimiento de lo que acontece, sale al encuentro de su destino. El motivo es el amor, que se entrega hasta el extremo. Porque la Cruz es la revelación suprema del amor de Dios. Ante esta suprema manifestación del amor de Dios, sólo podemos prosternarnos en actitud de adoración y meditación.
La pasión y muerte en Cruz del Señor suscita en nosotros sentimientos de dolor y de compasión con el Señor; pero a la vez ha de suscitar pesar por nuestros pecados y por los pecados del mundo. Porque el milagro inagotable e inefable de la Cruz se ha realizado ‘por nosotros’ ‘y por nuestros pecados’. El Siervo de Dios ha sido ultrajado por nosotros, por su pueblo; el Sumo Sacerdote, a gritos y con lágrimas, se ha ofrecido a sí mismo como víctima a Dios para convertirse, por nosotros, en el autor de la salvación; y el Rey de los judíos, ha ‘cumplido’ por nosotros todo lo que exigía la Escritura, para finalmente, con su sangre y el agua que brotó de su costado traspasado, fundar su Iglesia para la salvación del mundo.
Pero la pérdida de sentido de Dios en nuestra sociedad, la pérdida del sentido de pecado y la falta de sentirse necesitados de salvación, hacen difícil involucrarse personalmente en esta historia siempre actual y presente de la pasión y muerte del Señor. Preferimos ser espectadores de la pasión, y no causantes y beneficiarios de la muerte salvadora del Hijo de Dios.
Pero nuestros pecados, personales y estructurales, son el origen y la causa de los sufrimientos de Cristo. Cristo sigue padeciendo por nuestra causa, por nuestros pecados. Cristo sufre y padece cuando no acogemos el amor de Dios, cuando preferimos ‘nuestra libertad’ a los caminos de de Dios, cuando nos avergonzamos de Cristo y negamos ser sus discípulos como Pedro, cuando no respetamos la vida humana y la dignidad de las personas. Cristo sufre y padece, cuando empañamos la ‘imagen de Dios’, impresa en todos los hombres y en nosotros mismos, por la envidia, la gula o la impureza. Cristo sufre y padece, cuando atentamos contra la verdad. Cristo sufre y padece cuando los niños son esclavizados o se abusa de ellos. Cristo sufre y padece cuando las mujeres son maltratadas, cuando los ancianos son abandonados o rechazados. Cristo sufre y padece con los parados y con los jóvenes que no encuentran un sentido a su vida y un futuro digno. Cristo sufre cuando los inmigrantes tienen que abandonar casa y familia y no encuentran la acogida que merecen; cuando los drogadictos llegan a perder su dignidad, su libertad, su salud y su vida, cuando los enfermos son abandonados en su dolor.
Pero Cristo, también, padece con nosotros e ilumina nuestro paso por esta vida. Por eso hemos de contemplar y adentrarnos personalmente en la pasión de Cristo para saber afrontar y dar sentido a la nuestra. Cristo en su pasión sufrió tristeza y angustia, para que miremos a Él, cuando la desesperanza y el sinsentido aparecen en nuestra vida, cuando nos faltan razones y estímulos para seguir viviendo como cristianos. Jesús, en la Cruz, siente una profunda sensación de inutilidad, porque presiente que la libertad humana va a rechazar la luz de su salvación.
En la Cruz, Jesús experimenta el silencio de Dios. “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?”. Este grito de Jesús, al filo de la muerte, revela que no sólo le invade la tristeza de la muerte, sino también el vacío de la presencia sensible de Dios que causa el pecado humano. Estábamos separados del Padre por el pecado. Era necesario que el Hijo, en el que todos nos encontrábamos, probara el dolor de la separación del Padre. Tenía que experimentar el abandono de Dios para que nosotros nunca más nos sintiéramos abandonados. Hay horas en la vida en las que también nosotros sentimos la ausencia de Dios, que permite el mal y el dolor que nos desconciertan. Jesús supera esa sensación penosa sabiendo distinguir entre fe y sentimiento. Siente que el Padre le ha abandonado, pero, la vez y sobre todo, cree que el Padre está con él y por eso, a renglón seguido, añadirá: “Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu”. Así nos muestra que incluso en la aparente ausencia de Dios, Dios nunca abandona a quien cree y confía en Él.
Que María, la fiel corredentora, nos ayude a hacer la travesía de la vida con los ojos puestos en su Hijo. Miremos el árbol de Cruz, en la que Cristo está clavado. Si con El sufrimos, reinaremos con Él; si con El morimos, viviremos con El. El es nuestra esperanza, él es nuestra fuerza para no desfallecer en el camino de la vida. Amén
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón