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Misa de la Cena del Señor de Jueves Santo

2 de abril de 2015/0 Comentarios/en Homilías, Homilías 2015/por obsegorbecastellon
Segorbe, S.I. Catedral-Basílica, 2 de abril de 2015

(Ex 12,1-8.11-14; Sal 115; 1 Co 11,23-26; Jn 13,1-15)

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En Jueves santo comienza la Pascua

En la tarde de Jueves Santo entramos en la celebración del Triduo Santo de la Pascua del Señor. Hoy re-cordamos, es decir, traemos a la memoria y al corazón, las palabras y los gestos de Jesús en la Ultima Cena. Y lo hacemos de una manera más intensa y más gozosa. Como asamblea reunida por el Señor celebramos el solemne Memorial de la Última Cena, en que Jesús nos deja tres regalos: la Eucaristía, el Orden sacerdotal y el mandamiento nuevo de la Caridad.

 La Pascua de Jesús

En la tarde-noche de aquel primer Jueves Santo, Jesús y los suyos se han reunido para celebrar la Pascua en el Cenáculo. «Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer» (Lc 22, 15), les dice Jesús. Así les da entender el significado profético de la cena pascual, que está a punto de celebrar con ellos.

Jesús se ha reunido con sus Apóstoles para celebrar con ellos “la Pascua (la fiesta) en honor del Señor” (Ex 12, 11), que conmemora ‘el paso del Señor’ para liberarlo de la esclavitud de Egipto, y la Alianza de Dios con su Pueblo. Con la sangre del cordero en las dos jambas y en el umbral de sus casas, los hijos e hijas de Israel obtienen la protección divina, cuando Dios pase. El recuerdo de este acontecimiento se convirtió en una ocasión de fiesta anual de acción de gracias al Señor por la libertad recuperada. «Este será un día memorable para vosotros, y lo celebraréis como fiesta en honor del Señor» (Ex 12, 14). ¡Es la Pascua de la antigua Alianza!

En el Cenáculo, Jesús celebra también la cena pascual con los Apóstoles, pero da a este rito un contenido nuevo. Jesús elige la celebración de la Pascua judía para establecer la nueva y definitiva Alianza. En la segunda lectura, San Pablo nos ofrece ‘una tradición que procede del Señor’: Jesús, «la noche en que iban a entregarlo, tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo:  «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros».  Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo:  «Este cáliz es la nueva Alianza sellada con mi sangre» (1 Co 11, 23-26). Aquel pan milagrosamente transformado en el Cuerpo de Cristo, y aquel cáliz convertido en la sangre de Cristo, son ofrecidos en aquella noche, como anuncio y anticipo de la ofrenda hasta la muerte del Señor en la Cruz.  Él será el ‘verdadero cordero sin defecto’, inmolado y consumado por la salvación del mundo, para la liberación definitiva del pecado y de la muerte, mediante su muerte y resurrección, mediante su paso de la muerte a la vida: El es nuestra Pascua. !Es la pascua de la Nueva Alianza!.

Don de la Eucaristía

“Haced esto en conmemoración mía; haced esto cada vez que bebáis, en memoria mía» dice Jesús a los Apóstoles (1 Co 11, 24-26). Con este mandato, Jesús nos regala la Eucaristía, el sacramento que perpetúa su ofrenda en la Cruz para siempre. Siguiendo este mandato, en cada santa misa actualizamos este mandato del Señor, actualizamos su sacrificio en la cruz y su resurrección, actualizamos su Pascua. El sacerdote se inclina sobre los dones eucarísticos, para pronunciar las mismas palabras de Cristo “la víspera de su pasión”. Con Él repite  sobre el pan: “Este es mi cuerpo, que se entrega por vosotros” y luego sobre el cáliz: “Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre” que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados (cfr. 1 Co 11, 24-25).

Desde aquel primer Jueves santo, la Iglesia actualiza sacramental, pero realmente en cada Eucaristía el misterio pascual de Jesucristo para el perdón de los pecados y la reconciliación con Dios y los hermanos. La Eucaristía es así manantial permanente de vida y de comunión con Dios y con los hermanos. Desde aquel jueves Santo, la Iglesia, que nace del misterio pascual de Cristo, vive de la Eucaristía; se deja revitalizar y fortalecer por ella, y sigue celebrándola hasta que vuelva su Señor. Por ello, después de la consagración nos unimos a la aclamación del sacerdote: ‘Este es el Misterio de nuestra fe’, con las palabras: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor, Jesús!’.

La Eucaristía hace a la Iglesia. Sin Eucaristía, la Iglesia no sería del Señor. Celebrar la Eucaristía es el regalo que Jesús nos concede cada día; es el alimento que nos ayuda a no desfallecer, a recorrer el camino con espíritu alegre y generoso. El que celebra la Eucaristía no puede olvidar cuánto lo ama Dios, y no puede mirar para otra parte cuando se acerca el hermano, especialmente el más pobre. San Pablo insiste al repetir las palabras del Señor: “Haced esto en memoria mía”. Es un mandato del Señor. Pero, ¿cómo transmitir a tantos bautizados que no participan en la vida eucarística lo que es y lo que produce en nosotros la participación en la mesa del Señor? ¿Cómo podemos poner la Eucaristía del domingo en el centro de la vida de los cristianos? Hemos de pedir luz al Señor para ser testigos del don de su presencia en las especies del pan y del vino; hemos de pedir también que toque el corazón de los cristianos para que reconozcan en la Eucaristía al Dios que los ama y que ha querido quedarse con nosotros. El Señor quiere ser para todos, por eso se quiere quedar en la vida de todos; nos dice el Papa: “la Eucaristía no es un premio para los perfectos sino un poderoso remedio y un alimento para los débiles” (EG, 47).

La Eucaristía es el centro y la fuente de la vida de todo cristiano. No hay verdaderos cristianos sin participar en la Eucaristía. Quien quiera permanecer vitalmente unido a Cristo, como el sarmiento a la vid, ha de participar con frecuencia en la Eucaristía y ha de hacerlo plenamente acercándose a la comunión. Ahora bien: el mismo San Pablo nos recuerda la dignidad con que debe ser tratado este sacramento por parte de cuantos se acercan a recibirlo. «Examínese cada uno a sí mismo antes de comer el pan y beber el cáliz, porque el que come y bebe sin apreciar el cuerpo, se come y bebe su propia condenación’ (1 Cor. 11,28). Antes de comulgar es necesario examinarse y reconciliarse con Dios en el sacramento de la Penitencia antes de comulgar, si se tiene conciencia de pecado grave. El Señor está siempre dispuesto a «lavarnos los pies», a purificarnos, a perdonar nuestros pecados.

Don del sacerdocio ordenado

Al recordar y agradecer la tarde del Jueves santo el don de la Eucaristía, recordamos y agradecemos también el don del sacerdocio ordenado. “Haced esto en conmemoración mía”. A los Apóstoles y a quienes continúan su ministerio, Jesús les entrega la potestad de hacer en su nombre lo que Él acaba de realizar, es decir de transformar el pan en su Cuerpo y el vino en su Sangre. Diciendo “haced esto”, Jesús instituye el sacerdocio ministerial, esencial y necesario para la misma Iglesia. “No hay Eucaristía sin sacerdocio”. La Eucaristía, celebrada por los sacerdotes, hace presente en toda generación y en cualquier rincón de la tierra la obra de Cristo. Pidamos el don de nuevas vocaciones. Pero no olvidemos que sólo una Iglesia enamorada de la Eucaristía engendra, a su vez, santas y numerosas vocaciones sacerdotales. Y lo hace mediante la oración y el testimonio de santidad, dado especialmente a las nuevas generaciones.

Don del amor fraterno

Jesús instituye la Eucaristía como manantial inagotable del amor. En la Eucaristía está escrito el mandamiento nuevo: el mandamiento del amor fraterno: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros” (Jn 13, 34). El amor es la herencia más valiosa que Jesús nos deja a los cristianos. Su amor, compartido por sus discípulos, es lo que esta tarde se ofrece a la humanidad entera. En la hora del Banquete eucarístico, Cristo afirma la necesidad del amor, hecho entrega y servicio desinteresados.

En esta celebración repetiremos el gesto de Jesús al comienzo de la Última Cena: el lavatorio de los pies. Al lavar los pies a los Apóstoles, el Maestro les propone el servicio como norma de vida, porque amar es servir: “Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, siendo vuestro Señor y Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros” (Jn 13, 13-14). Jesús nos invita a imitarle: “Os he dado ejemplo, para que lo que yo he hecho con vosotros, también lo hagáis vosotros” (Jn 13, 15).

Cada obra buena hecha en favor del prójimo, especialmente en favor de los que sufren, los excluidos, los que son poco apreciados, los pobres es un servicio como lavar los pies. El Señor nos invita a abajarnos, a aprender la humildad y la valentía de la bondad; y también a estar dispuestos a aceptar el rechazo, actuando a pesar de ello con bondad y perseverando en ella (Benedicto XVI).  Pero hay una dimensión aún más profunda. El Señor limpia nuestra impureza con la fuerza purificadora de su bondad. Lavarnos los pies unos a otros significa sobre todo ser misericordiosos los unos con los otros, perdonarnos continuamente, volver a comenzar juntos siempre de nuevo.

Jueves Santo es, por ello, el día del Amor fraterno. Nuestro mundo está necesitado de amor, del amor que nos viene de Dios por Cristo en la Eucaristía. Necesitamos derrumbar las barreras de la exclusión y de la  indiferencia, del egoísmo y del odio para que triunfe el amor en nuestro mundo. Hoy Jesús nos dice a nosotros como dijo a sus discípulos: “¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros?”. Merece la pena seguirle y trabajar por el perdón y la reconciliación, por el amor y la paz.

En la Eucaristía, la Cena que recrea y enamora, encontramos, hermanos, el alimento y la fuerza para salir a los caminos de la vida. Participemos en esta Eucaristía. Permanezcamos en adoración en el Monumento. Seamos signo de unidad y fermento de fraternidad. Amén.

 

+Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

 

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Misa Crismal

30 de marzo de 2015/0 Comentarios/en Homilías, Homilías 2015/por obsegorbecastellon
Segorbe, S. I. Catedral-Basílica, 30 de marzo de 2015

(Is 61,1-3ª.6ª.8b-9; Sal 88; Apo 1,5-8; Lc 4,16-21)

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Hermanas y hermanos en el Señor.

«La gracia y la paz de parte de Jesucristo, .. Aquel que nos ama» (cf Ap 1,5-6), sea con todos vosotros. Mi saludo afectuoso y fraterno se dirige en primer lugar a vosotros sacerdotes: al Sr. Vicario General y Vicarios Episcopales, a los miembros de los Cabildos Catedral y Concatedral; mi saludo se extiende a los diáconos, seminaristas, miembros de la Vida Consagrada y laicos de la Diócesis, que en esta mañana habéis venido a la Catedral para participar en esta Eucaristía singular.

Desde todos los rincones de la Diócesis hemos acudido a la Iglesia madre, la Catedral, para celebrar esta Misa Crismal conmigo, vuestro Obispo, con nuestros hermanos sacerdotes y con el resto del Pueblo de Dios, que peregrina en Segorbe-Castellón. Nos acompaña una representación del Pueblo de Dios, que ha querido venir a orar con nosotros, queridos sacerdotes, y a manifestarnos su aprecio agradecido. Esta Eucaristía es una expresión bellísima de la comunión de la Iglesia; y en ella se cumple lo que dice el salmo 133: “qué hermoso es ver a los hermanos unidos”. A todos nos une el vínculo de nuestra pertenencia al Cuerpo de Cristo. A los presbíteros nos une además el don del sacerdocio que el Señor nos ha regalado y la misión y tarea que como pastores todos compartimos en el servicio a la Palabra, en la santificación y el pastoreo del Pueblo de Dios.

A la vez que damos las gracias a Dios, por el don de vuestro sacerdocio, en nombre proprio y de nuestra Iglesia diocesana os quiero dar públicamente las gracias a todos los sacerdotes. A vosotros, mis “colaboradores principales … en el cuidado de las almas” (CD 30), os agradezco vuestra fidelidad humilde, vuestro trabajo abnegado, vuestro cansancio pastoral, vuestras manos llenas de callos, vuestra generosidad silenciosa y, también, vuestros sufrimientos. Sólo Dios sabe el bien inmenso que todo sacerdote fiel, bueno y entregado hace a nuestras comunidades, aunque no siempre sea reconocido. Contad en esta mañana con el reconocimiento, el apoyo, el afecto, la gratitud y la oración de vuestro obispo y de los fieles.

Los santos óleos

En esta Santa Misa vamos a bendecir los óleos y a consagrar el santo crisma. Con el santo crisma, serán ungidos los nuevos cristianos y serán signados los que reciban la confirmación. Con él ungiré también las manos de los nuevos presbíteros, que, con la ayuda de Dios, ordenaré el próximo 18 de abril. Con el óleo de los catecúmenos serán ungidos los que van a recibir el bautismo, y con el de los enfermos el Señor fortalecerá a los que sufren en su cuerpo y en su espíritu, para que unan sus dolores a la Pasión de Cristo, convirtiéndolos en torrente de vida para la comunidad eclesial.

Y seréis vosotros, queridos hermanos sacerdotes, los mediadores de esta gracia y misericordia divinas. No por vuestros méritos o cualidades, sino porque el Espíritu Santo vino sobre vosotros y está en vosotros desde día de vuestra ordenación por la imposición de la manos y la unción con el santo crisma. Quedasteis -quedamos- así ungidos y habilitados para actuar en nombre de Jesucristo, Cabeza y Pastor de su rebaño, para anunciar el Evangelio, para hacer nacer al Señor cada día en nuestras manos y por nuestra palabra, para perdonar los pecados en su nombre y para ser canales de la gracia de Dios, que se derrama a raudales en los sacramentos, para llevar y conducir a los hombres a la vida que brota del amor misericordioso de Dios, un amor que nos transforma y nos hace ser una  humanidad nueva.

La unción sacerdotal

«El Espíritu del Señor está sobre mí, me ha ungido y me ha enviado» (Is 61, 1; Lc 4, 21). Estas palabras, que sólo en Jesús se cumplen con toda propiedad, son aplicables a nosotros por participación de la unción de Cristo. Todo sacerdote está «ungido» por los dones del Espíritu Santo y es presencia sacramental de Cristo, el Ungido. Esta «unción» no se limita al momento de la ordenación sacerdotal, sino que está llamada a impregnar todos los días de nuestra vida sacerdotal y todos los ámbitos de nuestra existencia. No somos sacerdotes a tiempo parcial, sino para siempre y en todo momento. La unción sacerdotal no nos hace hombres perfectos; sabemos bien que hemos sido inmerecidamente elegidos y asociados al ministerio apostólico. El sacerdote se presenta ante el pueblo de Dios como un pecador del que el Señor ha tenido misericordia, llamado a una conversión permanente.

Nuestra ordenación y unción sacerdotal, queridos sacerdotes, pertenece, por lo tanto, a nuestra historia presente. Lo recordaremos dentro de unos instantes cuando renovéis vuestras promesas sacerdotales y vuestro sí incondicional a Cristo. Os preguntaré si queréis uniros más fuertemente a Cristo y configuraros con él, y si estáis dispuestos a permanecer como fieles dispensadores de los misterios de Dios en la celebración de la Eucaristía y en las demás acciones litúrgicas, y a desempeñar fielmente el ministerio de la predicación. Todos responderéis que sí, con la alegría y la ilusión del primer día. Verdaderamente sois los ungidos para ser presencia sacramental, visible y eficaz del Ungido, Cristo, Maestro, Sacerdote y Pastor.

La unción sacerdotal se mantiene fresca en una relación viva con Cristo

Ahora bien, ¿cómo mantener fresca y viva la unción sacerdotal, como evitar que el aceite se vuelva rancio y que la unción se seque?. La unción se mantiene fresca en una relación viva con Jesucristo, –son palabras del Papa Francisco. Es esta relación la que nos salva de la tentación de la amargura, de la mundanidad, de la idolatría ‘al dios Narciso’, de la ideología, de la mediocridad, de la vanidad y del dinero, del individualismo y del aislamiento. Podemos perder todo pero no nuestro vínculo con el Señor, de otro modo no tendríamos nada más que dar a la gente.

Esta relación se mantiene viva en el encuentro personal con Cristo permanentemente renovado. Como en el caso de los primeros discípulos ha de ser un encuentro real, con el Cristo vivo, que nos lleve no sólo a conocerle sino también a descubrirle; un encuentro tan penetrante y envolvente que toque a nuestras personas en nuestro mismo centro vital, que nos sobrecoja y nos lleve a pasar del miedo a la alegría, de la decepción a la esperanza, del fracaso al ardor pastoral. Este encuentro habitual con Cristo ira transformando nuestra vida y todas las dimensiones de nuestra existencia. Este encuentro nos movilizará e impulsará a contar lo que hemos vivido y experimentado, y hacerlo con temple y aguante, sabiendo que los discípulos del Señor estamos llamados a compartir su destino, su cruz. Este encuentro con el Señor será tan fuerte que nos llevará a la comunidad y hará de nosotros una comunidad de hermanos, discípulos misioneros del Señor, que viven la fraternidad y nada ni nadie podrá parar en la misión que el Señor nos encomienda a través de su Iglesia.

Sabemos bien, queridos sacerdotes, donde se lleva a cabo este encuentro personal con el Señor. Sin querer ser exhaustivo nos encontraremos con el Señor en la escucha atenta y orante de la Palabra de Dios, en la oración personal diaria y en la comunitaria, en la oración de intercesión por nuestro pueblo, en el rezo pausado y atento de la Liturgia de las Horas, en la celebración devota de la Eucaristía cada día, en la recepción frecuente del sacramento de la Penitencia, en la adoración frecuente del Señor en el Sagrario, en la devoción a la Virgen, en los pobres y en tantas personas que el Señor va poniendo en nuestros caminos, y en nuestra propia comunidad de presbíteros.

Para pastorear a nuestro Pueblo de Dios

Somos ungidos para ungir a nuestro Pueblo de Dios. Seamos siempre mediadores generosos de la gracia de Dios, siempre disponibles para ofrecer nuestro servicio pastoral a quien nos lo reclame. Acojamos en nuestro corazón el programa esbozado por Jesús en la sinagoga de Nazaret. Amemos a todos, pero especialmente a los más pobres, a los cautivos por tantas cadenas, a los enfermos y a los marginados por la soledad y el abandono, a los parados y a los que han pedido toda esperanza. Aceptemos también el sufrimiento pastoral, como un aspecto de la caridad pastoral, que significa, en palabras del Papa, “sufrir con y por las personas, como un padre y una madre sufren por sus hijos”. Oremos e intercedamos ante el Sagrario por nuestro pueblo, teniendo muy presentes la vida, los problemas, los sufrimientos y dolores de nuestros fieles.

Practiquemos con todos la pastoral de la misericordia y la ternura de Dios, como reclama el Papa Francisco. Practicar la pastoral de la misericordia, nos dice el Papa, significa devolver la prioridad al sacramento de la reconciliación, atendiendo el confesionario, acogiendo a los pecadores como Jesús, con calor, con un corazón que se conmueve porque “los sacerdotes asépticos no ayudan a la Iglesia”. El sacerdote realmente misericordioso se comporta como el Buen Samaritano en “la manera de acoger, de escuchar, de aconsejar, de absolver”, con entrañas de madre y corazón de padre, con equilibrio y prudencia sobrenatural, pues es bien cierto -son palabras del Papa- que “ni el sacerdote  laxo ni el riguroso hacen crecer la santidad” ni se preocupan realmente de la persona.

Practiquemos la pastoral de la escucha y la cercanía a todos. No olvidemos nunca que ante todo somos misioneros. Por ello, no podemos quedarnos en las sacristías ni en los despachos. Hemos de salir a las encrucijadas de los caminos y a las periferias existenciales. El Espíritu nos ha ungido y enviado a proclamar el año de gracia del Señor, la Buena Noticia del amor de Dios a los hombres de hoy; a esa humanidad que se considera rica y autosuficiente, pero que padece, como nos dijera la Beata Teresa de Calcuta, la mayor de las pobrezas y de las orfandades, el olvido de Dios, la mayor tragedia del primer mundo en los comienzos del tercer milenio.

Queridos hermanos sacerdotes: Redescubramos la alegría, la belleza y la grandeza de nuestra misión y renovemos nuestro entusiasmo misionero. Como la Iglesia, existimos para evangelizar. Hablemos de Dios a tiempo y a destiempo. Nada es más urgente en nuestro ministerio que mostrar a Jesucristo como nuestra única posible plenitud y como la única esperanza para el mundo. Que nuestros fieles nos vean siempre, en todas partes y a tiempo pleno, como ministros y apóstoles de Cristo.

Recuerdo de los enfermos y fallecidos

No quiero terminar sin tener un recuerdo en nuestra oración y afecto a nuestros sacerdotes ancianos y enfermos y a los que padecen algún tipo de dificultad. Al mismo tiempo encomendamos a la misericordia de Dios a los hermanos fallecidos en el último año: D. Gil Roger Roger, D. Eladio Villagrasa Tamborero, Mn. Damián Alonso García.

En esta mañana brilla con especial intensidad nuestra condición de miembros de un único presbiterio. Esta concelebración y su continuidad en nuestra acción ministerial, son una llamada a vivir la comunión, la unidad, la fraternidad, la misericordia de unos para con otros, la ayuda y la colaboración entre nosotros. Y también con los consagrados y los laicos, a los que agradezco su presencia, al tiempo que os ruego que recéis por nosotros. Pedid al Señor que seamos fieles; que seamos santos.

Que sintamos en todo momento la presencia amorosa y maternal de la Madre del Señor y Madre nuestra. Que ella, Santa María, nos lleve siempre al Señor, que nos proteja, tutele, guíe y llene de fecundidad nuestro ministerio para la gloria de Dios. Así sea.

 

+Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Domingo de Ramos

29 de marzo de 2015/0 Comentarios/en Homilías, Homilías 2015/por obsegorbecastellon
Castellón y Segorbe, S.I. Concatedral y Catedral, 29 de marzo de 2015

 (Is 50,4-7; Sal 21; Filp 2,6-11; Mc 14, 1-15.47)

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Semana Santa, celebración de la fe cristiana

Es Domingo de Ramos, el pórtico de la Semana Santa: la “semana mayor”, la “semana grande” del año litúrgico de la Iglesia. Nos disponemos a conmemorar los misterios centrales de nuestra fe: la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor. Estos días son los de mayor intensidad litúrgica de todo el año, que tan hondamente han calado en la religiosidad cristiana de nuestros pueblos y ciudades. Las procesiones y las representaciones de la pasión son el mejor ejemplo del profundo arraigo de la fe cristiana y de sus misterios centrales entre nosotros.

Sin embargo, bien pudiera ocurrir que nos quedáramos en lo superficial y exterior y perdiéramos de vista la profundidad divina de la Semana Santa.  Esto ocurre cuando nuestras procesiones y representaciones no son ya expresión de una fe viva y vivida en Cristo Jesús, que padece, muere y resucita. Dejemos, pues, que nuestra celebración de hoy avive nuestra fe en el Señor, para mejor disponernos a conmemorar su camino pascual, para recordarlo con fe y devoción, es decir para traerlo no sólo a nuestras calles y plazas, sino ante todo a nuestra memoria y a nuestro corazón.

 El Siervo de Dios se entrega por todos

Hoy toda nuestra celebración está centrada en Cristo y nos debe llevar a Él, al encuentro personal con Él. La Palabra de Dios conduce nuestra mirada a su persona y a su camino pascual. Cristo Jesús va a pasar, a través de la muerte, a la nueva vida: Él es el Siervo de Yahvé, solidario con sus hermanos, que sufre, padece y se entrega hasta la muerte en la cruz, y así salva a toda la humanidad. Como el Siervo de Dios, Jesús Nazareno no se retrae ante las dificultades en su misión, ni ante la persecución, los golpes e insultos en su camino. Su fidelidad a Dios y a los hombres –a la misión recibida en su favor- hace que el Siervo de Yahvé permanezca firme en el sufrimiento, en la ignominia, en el aparente fracaso.

El Siervo de Dios con su suerte prefigura la de Cristo: que no opuso resistencia a la voluntad el Padre ni se sustrajo a la maldad de los hombres; él está seguro de que el designio de Dios es don de salvación que se ofrece a todos; puso plenamente su confianza en Dios y ésta es la que le permitió ser fiel hasta el final (cfr. Is 50, 4-7). San Pablo nos dirá en su ‘himno’ en la carta a los Filipenses: Cristo se ha abajado, en su solidaridad con nosotros, hasta la renuncia total de sí mismo y hasta la humillación de la muerte, pero ha sido elevado por el Padre hasta la gloria (cfr. Filp 2, 6-11). Es la Pascua: el ‘paso’ por la muerte a la vida.

 Jesús, verdadero Dios y hombre

El relato de la pasión de Marcos (14, 1-15.47) da un paso más y nos ofrece la respuesta a la pregunta fundamental sobre la persona de Jesús. ¿Quién es Jesús?, esta es la pregunta que late en todo el evangelio de Marcos. ¿Quién es Jesús? Es la pregunta que nos hemos de hacer y responder hoy. En un tiempo en que avanza la increencia y tantos cristianos apostatan silenciosamente de su fe, es también la pregunta que debemos ayudar a que tantos otros se hagan estos días, especialmente a nuestros jóvenes que en alto número participan en las procesiones.

La narración de la pasión de Marcos revela que Jesús es verdadero hombre y verdadero Dios. Jesús es verdadero hombre, que en Getsemaní cae a tierra orando, en un gesto de súplica y abandono; y en la cruz dirá: “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?”: es la expresión dramática de la soledad y del dolor de un moribundo que se siente olvidado incluso por Dios. Cristo se ha solidarizado con nuestra condición humana hasta la profundidad de la misma muerte. Pero Jesús es, a la vez, verdadero Hijo de Dios. Por ello puede invocar a Dios, el Altísimo, llamándole Abba, Padre, y ponerse en sus manos: «Padre en tus manos encomiendo mi espíritu». “Realmente este hombre era Hijo de Dios”, dirá el Centurión –un pagano- que lo ve morir de aquella manera. Estas palabras del Centurión son el símbolo del camino a dar desde incredulidad o desde la indiferencia agnóstica a la confesión de fe en Jesús, el Cristo; un camino que cada uno de nosotros está llamado a hacer contemplando al Crucificado. También nosotros estamos invitados a pronunciarnos con las palabras del Centurión, con verdad y con franqueza, para no pasar, como la muchedumbre, del ‘hosanna’ al ‘crucifícalo’

En silencio hemos proclamado el camino de Jesús hasta la cruz. Un camino solidario con todo el dolor de la humanidad; es el estilo de Dios, que carga con nuestros pecados y en su amor misericordioso los perdona. Debemos preguntarnos si de verdad estamos dispuestos a afrontar con nuestro Maestro y Señor el camino de la reconciliación, del perdón y del amor. Es una senda que se manifiesta en un abandono confiado e incondicionado a la voluntad del Padre y a su misericordia. Sólo así a los pies de la cruz, nos encontraremos de verdad con Cristo y podrá renacer en nosotros una fe más madura y más viva en Él, verdadero hombre y verdadero Dios: un Dios tan enamorado de su criatura que acepta morir por amor.

Avivar la fe en Cristo

¡Dejemos que Dios avive nuestra fe en Cristo Jesús en estos días de Semana Santa! No creemos en una historia del pasado; creemos en una persona, creemos en Cristo Jesús, que se entrega por amor hasta la muerte por todos nosotros y por nuestros pecados; creemos en un Cristo Jesús que ha resucitado y vive para siempre; Jesús sale a nuestro encuentro para que, creyendo en él, también nosotros tengamos vida. Dejémonos encontrar por Él, dejémonos amar por Él, dejémonos perdonar y reconciliar por Él, dejemos que su vida transforme nuestras personas y nuestra vida.

Hoy, en nuestra procesión de entrada, hemos mostrado que queremos acompañar al Señor en su camino hacia la Pascua, para dejarnos encontrar por él. Acompañar a Cristo en su Semana Santa supone hacerlo en su muerte y en su resurrección, en su dolor y en su alegría, en su entrega y en su premio. Dejémonos encontrar por Cristo Jesús; meditemos y oremos su misterio pascual; vivamos la Pascua en nuestra existencia, aceptando con fidelidad nuestro ser cristianos y alimentando una confianza absoluta en Dios, que es Padre lleno de amor, y cuyo última palabra no es la muerte, sino la vida, como en Jesús. Si le acompañamos a la cruz, también seremos partícipes de su nueva vida de Resucitado. Amén.

 

+Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Fiesta de los Seminarios «Mater Dei» y «Redemptoris Mater»

25 de marzo de 2015/0 Comentarios/en Homilías, Homilías 2015/por obsegorbecastellon
Castellón, Iglesia del Seminario diocesano “Mater Dei”, 25 de marzo de 2015

(Is 7, 10-14; 8,10; Sal 39; Heb 10, 4-10; Lc 1, 26-38)

****

Queridos sacerdotes, Sres. Vicarios y Rectores, diáconos  y seminaristas.

 

En la solemnidad de la Anunciación nuestra mirada se dirige a Nazaret, donde hace más dos mil años tiene lugar el gran misterio, que hoy celebramos. El evangelista san Lucas sitúa claramente el acontecimiento en el tiempo y en el espacio: “A los seis meses, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José; (…) la virgen se llamaba María” (Lc 1, 26-27). Para comprender lo que sucedió en Nazaret, debemos volver a la lectura tomada de la carta a los Hebreos. Este texto nos permite escuchar una conversación entre el Padre y el Hijo sobre el designio de Dios desde toda la eternidad: “Tú no has querido sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo. No has aceptado holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije:  (…) ‘Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad’ “ (Hb 10, 5-7). La carta a los Hebreos nos dice que, obedeciendo a la voluntad del Padre, el Verbo eterno viene a nosotros para ofrecer el sacrificio que supera todos los sacrificios ofrecidos en la antigua Alianza: el mismo se ofrece en sacrificio. Su sacrificio eterno y perfecto redime el mundo.

El plan divino se reveló gradualmente en el Antiguo Testamento, de manera especial en las palabras del profeta Isaías, que acabamos de escuchar: “El Señor, por su cuenta, os dará una señal. Mirad: la virgen está encinta y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel” (Is 7, 14). Emmanuel significa: ‘Dios-con-nosotros’. Con estas palabras se anuncia el acontecimiento único que iba a tener lugar en Nazaret llegada la plenitud de los tiempos: es el acontecimiento que estamos celebrando hoy con alegría y felicidad intensas.

La Anunciación es un acontecimiento sencillo y escondido; pero es al mismo tiempo un acontecimiento decisivo para la historia de la humanidad. Cuando la Virgen pronunció su ‘sí’ al anuncio del ángel, Jesús fue concebido y con Él comenzó la nueva era de la historia, que más tarde será sancionada en la Pascua como ‘nueva y eterna Alianza’.

El ‘sí’ de María es el reflejo perfecto del ‘sí’ de Cristo, cuando entró en el mundo: “¡He aquí que vengo a hacer, oh Dios, tu voluntad!” (Heb 10, 7). La obediencia del Hijo se refleja en la obediencia de la Madre y de este modo, gracias al encuentro de estos dos ‘síes’, Dios ha podido asumir la naturaleza humana y un rostro de hombre. Por este motivo la Anunciación es una fiesta cristológica, pues celebra un misterio central de Cristo: su Encarnación. Y es también una fiesta mariana, en que celebramos la disponibilidad de María para ser la Madre de Dios: ella es en verdad, la ‘theotocos’, la Mater Dei.

El amor de Dios por la humanidad, la disponibilidad en obediencia a la llamada de amor del Padre por parte del Hijo y de María y su entrega a la misión que les es confiada en favor de la humanidad son el contenido de la Palabra de Dios que hemos proclamado en la liturgia de hoy.

El amor de Dios, la disponibilidad y la entrega son también las claves para nuestra Iglesia, y lo son para entender y vivir nuestra vocación al sacerdocio y el don del orden sacerdotal, que hemos recibido.

“¡He aquí que vengo a hacer, oh Dios, tu voluntad!” (Heb 10, 7): es la respuesta del Hijo a la misión del Padre.“Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38), es la respuesta de Madre a la elección gratuita y amorosa de Dios. Ambas respuestas se continúan en la Iglesia, llamada a ser Madre, a hacer presente a Cristo en la historia, ofreciendo su propia disponibilidad para que Dios siga visitando a la humanidad con su misericordia. El ‘sí’ de Jesús y de María se han de renovar en el ‘sí’ de nuestra Iglesia diocesana a la misión recibida de su Señor; nuestra Iglesia no se debe así misma sino a su Señor.

En la Encarnación del Hijo de Dios reconocemos los comienzos de la Iglesia. De allí proviene todo. Cada realización histórica de la Iglesia, también de nuestra Iglesia diocesana y de cada una de sus instituciones deben remontarse a aquel Manantial originario. Deben remontarse a Cristo, Verbo de Dios encarnado. Es él a quien siempre celebramos y anunciamos: el Emmanuel, el Dios-con-nosotros, por medio del cual se ha cumplido la voluntad salvífica de Dios Padre. Y, sin embargo (precisamente hoy contemplamos este aspecto del Misterio) el Manantial divino fluye por un canal privilegiado: la Virgen María. Por ello, al celebrar la encarnación del Hijo no podemos por menos de honrar a la Madre. A ella se dirigió el anuncio angélico; ella lo acogió y, cuando desde lo más hondo del corazón respondió: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38): en ese momento el Verbo eterno comenzó a existir como ser humano en el tiempo.

El icono de la Anunciación, mejor que cualquier otro, nos permite percibir con claridad cómo todo en la Iglesia se remonta a ese misterio de acogida del Verbo divino, donde, por obra del Espíritu Santo, se selló de modo perfecto la alianza entre Dios y la humanidad. Todo en la Iglesia, toda institución, toda vocación y todo ministerio, está ‘puesto’ bajo el manto de la Virgen, en el espacio lleno de gracia de su ‘sí’ a la voluntad de Dios. Entre María y la Iglesia existe un vínculo connatural, que el concilio Vaticano II subrayó al tratar sobre la santísima Virgen como conclusión de la constitución Lumen Gentium sobre la Iglesia.

He aquí la imagen y el modelo de la Iglesia. Toda comunidad eclesial, como la Madre de Cristo, está llamada a acoger con plena disponibilidad el misterio de Dios que viene a habitar en ella y la impulsa por las sendas del amor y de la misericordia. Es una llamada a edificar nuestra Iglesia en la caridad, como “comunidad de amor”, que irradie en el mundo el amor de Cristo, para alabanza y gloria de la santísima Trinidad.

El ‘sí’ de Jesús y de María se ha de reflejar también en cada uno de nosotros -Obispo, sacerdotes y diáconos y seminaristas-, acogiendo y viviendo en obediente disponibilidad el don amoroso de Dios que hemos recibido en el sacramento del orden o respondiendo con la misma actitud a la llamada del Señor a su seguimiento como ministros ordenados.

“Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc 1, 28). Esta invitación a la alegría del ángel a María al anunciarle que ha sido agraciada y escogida por Dios para ser la Madre de su Hijo, se repite hoy al celebrar la fiesta del Seminario.

Queridos seminaristas: Él Señor os ha llamado y elegido por puro amor para ser sus presbíteros en esta Iglesia de Dios, que peregrina en Segorbe-Castellón. Vuestra alegría es nuestra alegría, la de nuestro presbiterio, la de nuestra Iglesia diocesana.

Vuestra vocación es un signo de la benevolencia divina hacia vosotros, pero sobre todo hacia nuestra Iglesia. Ante la escasez de vocaciones en nuestra propia Iglesia, puede que a veces nos ocurra como al rey Acaz, que ya no confiaba en la presencia providente de Dios en medio de su pueblo (cf Is 7,10-14; 8, 10). Este joven rey de Jerusalén, débil, mundano y sin hijos, veía peligrar su trono a causa de la presencia de ejércitos enemigos y buscó alianzas humanas. Isaías le propone pedir a Dios ‘una señal’, que Acaz de modo hipócrita rechazará, porque ya no se fiaba de Dios. Pese al rechazo, Dios le dará la señal de una virgen encinta que dará a luz al Enmanuel, al Dios con nosotros (cfr. Is 8,10). Fiados en el amor permanente y fiel de Dios hacia su pueblo, oremos por las vocaciones sacerdotales en nuestra Diócesis.

Bajo la protección de Maria, la Mater Dei, ponemos una vez más a nuestra Iglesia diocesana, a los sacerdotes, a los diáconos y a nuestros seminaristas. A su intercesión encomendamos el don de nuevas vocaciones: que ella ilumine, proteja y guíe los niños, adolescentes y jóvenes en su disponibilidad a responder con generosidad a la llamada al sacerdocio ordenado. Y en la Jornada por vida pedimos para que toda vida humana sea acogida y protegida desde su concepción hasta su ocaso natural. Amén.

 

+Casimiro López Llorente

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