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Jueves Santo, Misa «En la cena del Señor»

24 de marzo de 2016/0 Comentarios/en Homilías, Homilías 2016/por obsegorbecastellon

Segorbe, S.I. Catedral, 24 de marzo de 2016

(Ex 12,1-8.11-14; Sal 115; 1 Co 11,23-26; Jn 13,1-15)

****

 

En la tarde de Jueves Santo conmemoramos la última Cena de Jesús con sus Apóstoles. Al traer a nuestra memoria y a nuestro corazón las palabras y los gestos de Jesús aquella tarde-noche nuestra mente se traslada al Cenáculo, donde Jesús se ha reunido con los suyos para celebrar la Pascua. Allí, Jesús “habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1). Y como signo este amor hasta el extremo, aquella “noche en que iba a ser entregado” (1 Co 11, 23), Jesús nos deja su testamento hasta que él vuelva en cuatro dones: la nueva Pascua, la Eucaristía, el Orden sacerdotal y el mandamiento nuevo del Amor. Trasladémonos en espíritu hasta el Cenáculo.

Allí, Jesús se ha reunido con sus Apóstoles para celebrar con ellos “la Pascua (la fiesta) en honor del Señor” (Ex 12, 11), que conmemora ‘el paso del Señor’ para liberarlo de la esclavitud de Egipto y establecer la Alianza de Dios con su Pueblo. Jesús elige la celebración de la Pascua judía para establecer la nueva y definitiva Alianza. Él es el ‘verdadero cordero sin defecto’, inmolado por la salvación del mundo, para la liberación definitiva de la esclavitud del pecado y de la muerte, mediante su muerte y resurrección, mediante su paso de la muerte a la vida: Jesús instituye la nueva Pascua: Cristo es nuestra Pascua.

En la Cena Jesús anticipa sacramentalmente lo que iba a ocurrir al día siguiente. Jesús toma el pan, lo bendice, lo parte y luego lo distribuye a los Apóstoles, diciendo: “Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros”; lo mismo hace con el cáliz: “Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre” (1 Co 11, 24-25). Aquel pan milagrosamente transformado en el Cuerpo de Cristo y aquel vino convertido en su sangre son ofrecidos aquella noche, como anuncio y anticipo de la muerte del Señor en la Cruz. Es el testimonio de un amor llevado “hasta el extremo” (Jn 13, 1), su «paso» por la muerte a la Vida.

Y acto seguido, Jesús dice a sus Apóstoles:“Haced esto en memoria mía” (1 Co 11, 24-25). Con este mandato, Jesús instituye la Eucaristía, el sacramento que perpetúa su sacrificio y ofrenda en la Cruz por todos los tiempos. Siguiendo el mandato de Jesús, en cada santa Misa actualizamos este mandato del Señor, actualizamos su sacrificio en la cruz y su resurrección, actualizamos su Pascua. El sacerdote se inclina sobre los dones eucarísticos, para pronunciar las mismas palabras de Cristo “la víspera de su pasión”. Con Él repite sobre el pan: “Este es mi cuerpo, que se entrega por vosotros” y luego sobre el cáliz: “Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre” que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados (cfr. 1 Co 11, 24-25).

Desde aquel primer Jueves santo, la Iglesia actualiza sacramental, pero realmente en cada Eucaristía el misterio pascual de la muerte y resurrección de Jesucristo para el perdón de los pecados y la reconciliación de los hombres con Dios y entre sí. La Eucaristía es así manantial permanente de vida y de comunión con Dios y fuente de comunión con los hermanos. Desde aquel Jueves Santo, la Iglesia, que nace del misterio pascual de Cristo, vive de la Eucaristía, se deja revitalizar y fortalecer por ella, y sigue celebrándola hasta que vuelva su Señor. Por ello, después de la consagración nos unimos a la aclamación del sacerdote: ‘Este es el Misterio de nuestra fe’, con las palabras: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor, Jesús!’.

La Eucaristía es el centro y la fuente de la vida de la Iglesia y de todo cristiano. Es el Sacramento por excelencia que constituye a la Iglesia en su realidad más auténtica y profunda: ser signo eficaz de reconciliación y de comunión con Dios y, en él, de todo el género humano. Sin Eucaristía no hay Iglesia; sin Eucaristía tampoco hay verdaderos cristianos. Sin participación en la Eucaristía, la fe y la vida del cristiano languidecen y mueren. Comulgando a Cristo-Eucaristía nos unimos realmente a Él, y en Él con el Padre y el Espíritu, y con quienes igualmente comulgan el Cuerpo y la Sangre del Señor. Todo cristiano, que quiera permanecer vitalmente unido a Cristo, como el sarmiento a la vid, ha de participar con frecuencia en la Eucaristía y ha de hacerlo plenamente acercándose a la comunión. Ahora bien: el mismo San Pablo nos recuerda la dignidad con que debe ser tratado este sacramento por parte de cuantos se acercan a recibirlo. «Examínese cada uno a sí mismo antes de comer el pan y beber el cáliz, porque el que come y bebe sin apreciar el cuerpo, se come y bebe su propia condenación’ (1 Cor 11,28). Antes de comulgar es necesario examinarse y reconciliarse con Dios en el sacramento de la Penitencia, si se tiene conciencia de pecado grave. Tenemos que poner mucho empeño en valorar la Eucaristía, participar en ella y recibir debidamente preparados a Cristo, en la comunión.

En la tarde del Jueves santo, recordamos y agradecemos también el don del sacerdocio ordenado. La Eucaristía y el sacerdocio ordenado son inseparables. “Haced esto en memoria mía”. Estas palabras de Cristo son dirigidas, como tarea específica, a los Apóstoles y a quienes continúan su ministerio. A ellos, Jesús les entrega la potestad de hacer en su nombre lo que Él acaba de realizar; es decir, la potestad de transformar el pan en su Cuerpo y el vino en su Sangre. Diciendo “haced esto”, instituye el sacerdocio ministerial, sin el cual no puede haber Iglesia. Sin sacerdotes no hay Eucaristía. La Eucaristía, celebrada por los sacerdotes, hace presente siempre y en cualquier rincón de la tierra la obra de Cristo. Pero la escasez de sacerdotes está llevando a que cada vez más comunidades se vean privadas de la Eucaristía dominical. El pueblo creyente comienza a sentir la necesidad de los sacerdotes. Pero sólo una Iglesia verdaderamente agradecida y enamorada de la Eucaristía se preocupará de suscitar, acoger y acompañar las vocaciones sacerdotales. Y lo hará mediante la oración y el testimonio de santidad.

Y, finalmente, en esta tarde de Jueves Santo Jesús nos deja en herencia el mandamiento nuevo de amor. “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros” (Jn 13, 34). A continuación repetiremos el gesto de Jesús hizo al comienzo de la Última Cena: el lavatorio de los pies. Al lavar los pies a los Apóstoles, el Maestro les enseña cómo debe ser el amor de sus discípulos y les propone el servicio como norma de vida: “Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, siendo vuestro Señor y Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros” (Jn 13, 13-14). Jesús nos invita a imitarle: “Os he dado ejemplo, para que lo que yo he hecho con vosotros, también lo hagáis vosotros” (Jn 13, 15).

Jesús establece una íntima relación entre la Eucaristía y el mandamiento del amor. No se puede separar la participación en la mesa del Señor del deber de servir y amar al prójimo. “También vosotros debéis lavaros los pies unos a otros” (Jn 13, 14). Cada obra buena hecha en favor del prójimo, especialmente en favor de los que sufren, los necesitados, los desfavorecidos, los indefensos … es servicio de lavar los pies como Jesús. El Señor nos invita a bajar, a aprender la humildad y la valentía de la bondad; y también a estar dispuestos a aceptar el rechazo, actuando a pesar de ello con bondad y perseverando en ella.

Jesús instituye la Eucaristía como manantial inagotable del amor. En ella está escrito el mandamiento nuevo del amor. El amor es la herencia más valiosa que Jesús nos deja a los cristianos. Su amor, compartido por sus discípulos, es lo que esta tarde se ofrece a la humanidad entera. En la hora del Banquete eucarístico, Cristo afirma la necesidad del amor, hecho entrega y servicio desinteresados. “El Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos”  (Mc 10, 45). El amor alcanza su cima en el don de la propia persona, sin reservas, a Dios y a los hermanos, como el mismo Señor. El Maestro mismo se ha convertido en un siervo, y nos enseña que el verdadero sentido de la existencia es la entrega desinteresada y el servicio por amor. El amor es el secreto del cristiano para edificar un nuevo mundo, cuya razón de ser no nos puede ser revelada sino por Dios mismo.

Jueves Santo es, por ello, el día del Amor fraterno. Después de ver y oír a Jesús, después de haber comulgado el sacramento del amor, después de habernos unido realmente con Él en la comunión, salgamos de esta celebración con el ánimo y las fuerzas renovadas para vivir el mandamiento del amor. Esto comienza con el prójimo y con el necesitado: en nuestra propia familia, entre nuestros vecinos, en el lugar de trabajo, en el pobre, enfermo o necesitado, en el forastero, en el inmigrante o en el refugiado. Eso sí, tendremos que salir de nosotros mismos y traspasar ese círculo en el que nos encierran la comodidad, el egoísmo, la indiferencia o los prejuicios. Si lo hacemos así, seremos discípulos de Cristo, imitaremos al mismo Dios que por amor supo salir de sí mismo para acercarse, entregarse y permanecer con nosotros. .

En la Eucaristía, la Cena que recrea y enamora, encontramos, hermanos, el alimento y la fuerza para salir a los caminos de la vida. Participemos en esta Eucaristía. Seamos signo de unidad y fermento de fraternidad. Amén

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

 

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Misa Crismal

21 de marzo de 2016/0 Comentarios/en Homilías, Homilías 2016/por obsegorbecastellon

Segorbe, S. I. Catedral-Basílica, 21 de marzo de 2016

(Is 61,1-3ª.6ª.8b-9; Sal 88; Apo 1,5-8; Lc 4,16-21)

****

 

Hermanas y hermanos en el Señor.

«La gracia y la paz de parte de Jesucristo, el testigo fiel» (cf. Ap 1,5-6), sea con todos vosotros. Os saludo con afecto fraterno, en primer lugar, a vosotros queridos sacerdotes, a los Cabildos Catedral y Concatedral, a los Sres. Vicarios Episcopales; saludo también a los diáconos, a los seminaristas, a los miembros de la Vida Consagrada, a los seglares de Segorbe y de otras comunidades de la Diócesis, y a este grupo de jóvenes, que nos acompañan en esta Eucaristía singular. Nos encontramos reunidos en nuestra Catedral que es la Casa de Dios y nuestra casa: la casa del Pueblo de Dios que peregrina Segorbe-Castellón. Hemos venido y estamos aquí convocados por Jesucristo, a quien el Padre Dios ungió “con óleo de alegría” (Sal 45,8; Heb 1,9).

El mismo Cristo Jesús «ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes»(cf. Ap 1,6). Estas palabras del libro del Apocalipsis se refieren a todos los que por el bautismo hemos renacido a la alegría de una vida nueva.  Cristo ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes con un objetivo bien claro y preciso: “para su Dios y Padre”, al cual se debe la “gloria y el poder por los siglos de los siglos”. Esta es la finalidad de nuestro sacerdocio bautismal: la gloria del Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo. El autor de la carta a los Efesios, después de exponer el proyecto de Dios sobre el hombre, afirma que este plan está destinado a la “alabanza de su gloria” (cf. Ef 1,6.12.14). Dios ha querido este proyecto de salvación para que se revele el esplendor de su misericordia. De este proyecto divino, Cristo es “el testigo fiel”, porque él es el primero que lo ha vivido y él es la culminación a la que aspira toda la creación.

Cristo Jesús es el primero que ha sido elegido y toda persona humana ha quedado bendecida en él con toda clase de bendiciones espirituales; en él todo ser humano ha sido predestinado antes de la creación del mundo a ser hijo de Dios en su Hijo (cf. Ef 1,3-5; Col 1,15-20). Él es la plenitud y perfección de todo, pues el Padre reúne en Cristo a la humanidad desintegrada por el pecado. Porque en Cristo está todo, él es “el testigo fiel”. En él conocemos al Dios invisible; en él se revela de modo definitivo el proyecto de gracia, pues él es la verdad (Jn 14,6). Dentro de este proyecto de gracia se entiende y realiza nuestro sacerdocio bautismal. Por la unción bautismal participamos en la consagración del Mesías y Señor, como hemos orado al comienzo de la celebración, pera ser “testigos de la redención”. Esta es nuestra verdadera grandeza, cualquiera que sea la aparente humildad de nuestro puesto y de nuestro servicio en la Iglesia.

 “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres” (Lc 4,18). Cuando Jesús, en la sinagoga de Nazaret, asegura que ‘hoy’ se cumple la antigua profecía, indica, a la vez, la forma cómo se cumple: se anuncia a los pobres una alegre noticia, se proclama a los cautivos la libertad y a los ciegos la vista, se proclama la libertad a los oprimidos, se proclama el año de gracia del Señor. Cristo realiza el proyecto del Padre, en primer lugar, a través del anuncio del Evangelio. De él nos viene, como escribe san Juan,“la gracia y la verdad”y «la verdad os (nos) hará libres» (Jn 1,37; 8, 38).  El hombre se ha perdido y se ha esclavizado, ante todo, a causa de que su razón se ofuscó y su corazón se entenebreció (cf. Rm 1,21). Esta cerrazón de la mente humana se refiere en primer lugar al conocimiento de Dios. Pablo describe la insensatez humana diciendo: “cambiaron la verdad de Dios por la mentira, adorando y dando culto  a las criatura y no al Creador” (Rm 1,25).

La página profética y evangélica nos ayuda, por tanto, a responder a la pregunta más profunda: ¿qué debe saber el hombre sobre Dios? ¿Cuándo, dónde y en quién conoce el hombre el verdadero rostro de Dios? ¿Lo conoce como aquel que libera a los prisioneros, da la vista a los ciegos, concede la libertad a los oprimidos? La profecía en Cristo, porque él nos revela que el verdadero Dios es el que se interesa por el hombre, que lo ama con un amor entrañable, compasivo y misericordioso, que su gloria consiste en el que el hombre viva, que es Dios es Padre (cf. Jn 1,18).

El “hoy” de que habla el Evangelio no pasa, es permanente y actual: porque todos nosotros, los bautizados, hemos sido también ungidos y enviados; somos partícipes de la unción y misión de Cristo.  Hoy somos nosotros los testigos del proyecto de la salvación de Dios y los enviados a anunciar la buena noticia de la gracia y de la misericordia de Dios; hoy somos nosotros los que estamos llamados a realizar el servicio de la verdad que hace verdaderamente libres. Es hora que todos los bautizados sintamos que somos un reino de sacerdotes y que asumamos sin tardanza ni timideces la evangelización de nuestra sociedad.

Queridos hermanos y hermanas: esta solemne Misa Crismal toca el corazón mismo de nuestra Iglesia diocesana, que es en su misma esencia misionera, que ha sido convocada para ser enviada: la Misa Crismal nos recuerda que todos los bautizados participamos de la unción del Señor y que todos estamos enviados como él a evangelizar, a mostrar al mundo el rostro paterno y misericordioso de Dios. La unción bautismal es para la misión. Por eso, cuando consagramos el Santo Crisma con el que serán ungidos este año en toda la Diócesis los bautizados y confirmados, hemos de sentir que somos enviados a anunciar el Evangelio a los pobres, a abrir los ojos a los ciegos, a curar los corazones desgarrados, a liberar a los cautivos, a anunciar el año de gracia del Señor.

Sabemos que hoy son muchos los desafíos y las dificultades para la evangelización; el mundo nos abre cada día nuevos escenarios para el anuncio de Cristo; los desarrollos tecnológicos y sociales plantean posibilidades que no logramos aprovechar; los destinatarios de la evangelización se multiplican dentro y fuera de nuestra Iglesia. La mies es mucha; la mies es cada vez mayor. Pero pensemos en nosotros y en todos los que con nosotros pueden ser evangelizadores, pero no individualmente, sino como comunidad llamada a la misión. La pregunta sobre cómo evangelizar, cómo transmitir la fe hoy, se convierte así en una pregunta sobre nuestra Iglesia: ¿Qué dices de ti, Iglesia de Segorbe-Castellón, cómo te sitúas hoy ante el contexto sociocultural que te toca vivir? Urge interrogarnos con sinceridad ante Dios y ante nuestra conciencia: ¿Estamos evangelizando de verdad? ¿Somos capaces de salir de nosotros mismos y conectar con el mundo con un estilo nuevo y renovado ardor? ¿Estamos convencidos no sólo en la mente, sino sobre todo en nuestro corazón de que anunciar a Jesucristo y el Evangelio es el mejor regalo que podemos hacer a los demás? ¿Respaldamos nuestra palabra con el testimonio de unas comunidades fraternas y de un presbiterio reconciliado, fraterno y unido, que muestran que es posible amar con un amor verdadero? ¿Evangelizamos a partir de un testimonio humilde y alegre que brota de nuestra condición de verdaderos discípulos del Resucitado y del encuentro personal con Él?

Sólo un discipulado auténtico y una fraternidad vivida con sinceridad e intensidad nos permitirán ser testigos creíbles de Jesús en medio de nuestra mundo; sólo una Iglesia convertida y evangelizada será realmente una Iglesia evangelizadora y misionera; sólo una Iglesia consciente de la presencia del Resucitado será una Iglesia capaz de comunicar al mundo la fuerza de la salvación de Dios y la belleza de la fe en Cristo; sólo una Iglesia auténticamente fraterna será capaz de presentar el rostro amoroso de Dios que hace de sus hijos e hijas una familia. En estos propósitos no estamos solos: el Espíritu del Señor está sobre nosotros y nos unge para salir a la misión. Dejémonos, sin demoras, conducir por este Santo Espíritu, abramos nuestro corazón y seamos dóciles al Espíritu Santo.

Cristo no sólo anuncia el proyecto de Dios; Cristo realiza además completamente el proyecto del Padre en la total entrega de sí mismo en la Cruz:“nos ama y nos ha liberado de nuestros pecados con su sangre”(Ap. 1,5). Lo que acontece en la Cruz es lo que constituye el “hoy” en el cual esta Escritura se ha cumplido. Este hoy permanece y se hace siempre presente en cada Eucaristía. Así lo ha querido el Señor y por eso ha llamado a algunos ungidos para el sacerdocio común a una nueva unción que configura de nuevo al bautizado con Cristo.

La unción del sacramento del Orden hace partícipe de la condición de Cristo, buen Pastor, que da la vida, que se inmola por los demás. De esta manera, el sacerdocio ministerial alcanza su perfección en la celebración de la Eucaristía, a través de la cual se derrama la sangre que nos ha liberado de nuestros pecados. Por esa identidad con él, cuando nosotros celebramos la Eucaristía, cuando decimos con toda verdad “te ofrecemos, Padre, este sacrificio vivo y santo”; es decir, cuando ofrecemos al Padre a su Hijo unigénito, ponemos en movimiento una corriente de gracia y de salvación que llega incluso al que está lejos. La semilla de la Palabra, que cada día sembramos con fatiga y esperanza, puede caer en terrenos áridos y pedregosos, pero la eficacia salvadora de la Eucaristía va siempre más allá porque Cristo “nos ama y nos ha liberado de nuestros pecados con su sangre”.

Queridos sacerdotes: las palabras que estamos meditando conciernen a todos los bautizados, pero resuenan en nuestro corazón de modo específico y personal: “Ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes”. Hoy celebramos con gozo y agradecimiento este acto de Cristo por el que nos ha constituido sacerdotes “para su Dios y Padre”. Celebramos el día natalicio de nuestro sacerdocio. El ha tenido su origen en una elección de Cristo que nosotros acogimos un día con generosidad y alegría. La historia de David, que nos ha recordado el Salmo, ilumina la nuestra cuando Dios dice: “He encontrado a David mi siervo, lo he ungido con mi óleo santo, mi mano está con él y mi brazo lo fortalecerá” (Sal 88,21). Cada uno de nosotros ha sido encontrado por el Señor; cada uno ha sido objeto de una especial predilección cuyo secreto guardamos en el alma; cada uno ha sido consagrado por el Espíritu Santo; cada uno ha sentido cómo su debilidad ha sido sostenida por la mano del Señor. Esto no es sólo para saberlo, sino para sentirlo en la más deliciosa e íntima alegría. También nosotros estamos ungidos “con óleo de alegría».

Queridos sacerdotes: conozco bien las dificultades del ministerio que se nos ha confiado; veo día a día las pruebas que debemos superar en el mundo de hoy; no ignoro las tentaciones a las que está sometida la vida sacerdotal. Sin embargo, nada tan bello como entregarle la vida a Dios para que él la haga fecunda en su proyecto de salvación; nada más grande que usar la libertad que recibimos para prolongar el corazón de Cristo que se entregó en el amor hasta el extremo. La Eucaristía que celebramos nos llena de consuelo porque en medio de las luchas, cansancios y esperanzas de nuestro ministerio, experimentamos el amor misericordioso de Dios que nunca falla. Por eso, hoy y siempre resuenan en nuestro corazón las palabras del salmista:“Cantaré eternamente tus misericordias, Señor”. Hoy y siempre, seguros de que la fidelidad y la gracia de Dios nos sostendrán, nos alegramos por la predilección que Cristo nos ha tenido al hacer de nosotros«un reino de sacerdotes para Dios, su Padre” y renovamos nuestras promesas sacerdotales.

La Misa Crismal es para el obispo y para los presbíteros un momento especial de gracia, en el que el Señor nos permite ver con los ojos y con el corazón la alegría de conformar esta Iglesia diocesana y este presbiterio, de sentirnos acompañados y apoyados los unos en los otros para la vida y el ministerio a los que hemos sido convocados, de percibir que el “hoy” de Nazaret se prolonga entre nosotros porque el Espíritu nos unge y nos envía. Demos gracias, pues, al Señor que nos permite celebrar esta Eucaristía, que nos lanza de nuevo a la misión con la unción del Espíritu Santo.

En esta Eucaristía damos gracias a Dios por el sacerdocio y por nuestros sacerdotes; personalmente y en nombre de nuestra Iglesia diocesana quiero una vez más dar gracias a Dios por vosotros, queridos sacerdotes: por vuestra fidelidad humilde, por vuestro trabajo abnegado, por vuestro cansancio pastoral, por vuestras manos llenas de callos, por vuestra generosidad silenciosa y, también, por vuestros sufrimientos. Contad en esta mañana y siempre con el reconocimiento, el apoyo, el afecto, la gratitud y la oración de vuestro obispo y de los fieles.

Demos gracias y oremos también por nuestros seminarios, por todos los que serán consagrados con estos óleos que vamos a bendecir. Recordemos a nuestros hermanos sacerdotes que están en dificultades, a los que sufren por la enfermedad, a los que no están hoy con nosotros y a los que han pasado ya a la casa del Padre, de modo especial, a Julio Silvestre Fornals y el P. Luis Rubio, OCD.

Queridos todos: oremos con fe por nuestros sacerdotes. Abramos de par en par el corazón para que nos llene el Espíritu de Dios, para que no nos cansemos de echar las redes obedientes a la palabra del Señor. Que veamos más la fuerza del Evangelio que los desafíos del mundo de hoy, que sobre nuestras debilidades y cansancios se imponga el amor de Dios. Queridos sacerdotes: entreguémonos de nuevo con humildad y gozo, reconociendo, como la Santísima Virgen María, que Dios hace obras grandes en nuestra pequeñez, si la ponemos en sus manos. Amén

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Domingo de Ramos

20 de marzo de 2016/0 Comentarios/en Homilías, Homilías 2016/por obsegorbecastellon

S.I. Concatedral de Castellón y S.I. Catedral-Basílica de Segorbe, 20 de marzo de 2016

(Is 50, 4-7; Sal 21; Filp 2,6-11; Lc 22,14-26,56)

****

 

Con alegría hemos salido con palmas y ramos al encuentro de Jesús, como lo hizo aquella masa de gente y discípulos en su entrada en Jerusalén. A él le hemos cantado: «Hosanna al Hijo de David, bendito el que viene en nombre del señor, el Rey de Israel» (Lc 19). Con el recuerdo de aquella entrada de Jesús en Jerusalén, iniciamos la celebración de la Semana Santa: es la “semana mayor”, la “semana grande” del año litúrgico de la Iglesia. Nos disponemos a conmemorar los misterios centrales de nuestra fe: la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor. Estos días son los de mayor intensidad litúrgica de todo el año, que tan hondamente han calado en la religiosidad cristiana de nuestro pueblo. Las procesiones y representaciones de la pasión son expresión del profundo arraigo de la fe cristiana y de sus misterios centrales entre nosotros. ¡No caigamos en la tentación de diluir su esencia y su identidad, y reducirlas a meras expresiones culturales o de interés turístico!

Dejemos que nuestra celebración de hoy avive nuestra fe en Cristo Jesús, el Hijo de David, el Mesías que viene en nombre del Señor. Así nos dispondremos convenientemente a recorrer con Jesús su camino pascual,  le acompañaremos estos días con fe viva y con devoción sincera, es decir lo traeremos no sólo a nuestras calles y plazas, sino ante todo a nuestra memoria y a nuestro corazón.

 Toda la celebración de este Domingo de Ramos en la Pasión del Señor está centrada en Cristo y nos debe llevar Él. La Palabra de Dios conduce nuestra mirada a su persona y a su camino pascual. Cristo Jesús va a pasar, a través de su pasión y muerte, a la nueva vida. El es el Hijo de David que entra en Jerusalén, manso y humilde, para culminar su entrega redentora en la Cruz. Él es el Siervo de Yahvé, solidario con sus hermanos, que sufre y muere por nuestros pecados, y así salva a toda la humanidad. Como el Siervo de Dios, Jesús Nazareno no se retrae ante las dificultades en su misión, ni ante la persecución, golpes e insultos en su camino. La fidelidad a Dios y a los hombres, su fidelidad hasta el final a la misión recibida de Dios en favor de la humanidad hace que el Siervo de Yahvé permanezca firme en el sufrimiento, en la ignominia y en el aparente fracaso.

El Siervo de Dios con su suerte prefigura la de Cristo, el siervo humilde que no opuso resistencia a la voluntad el Padre ni se sustrajo a la maldad de los hombres. Él está seguro de que el designio de Dios es don de salvación que se ofrece a todos. Él pone totalmente su confianza en Dios; una confianza que le permite ser fiel hasta el final (cfr. Is 50, 4-7). San Pablo nos dirá en su ‘himno’ en la carta a los Filipenses: Cristo, en su solidaridad con nosotros, se ha rebajado hasta la renuncia total de sí mismo y hasta la humillación de la muerte, y muerte en Cruz, pero ha sido elevado por el Padre hasta la gloria (cfr. Filp 2, 6-11). Es la Pascua: el ‘paso’ por la muerte a la vida.

 El relato de la pasión de Lucas (22,14-26,56) da un paso más y nos ofrece la respuesta a la pregunta fundamental sobre la persona de Jesús: ¿Quién es Jesús?. Esta es la pregunta que nos hemos de hacer y responder hoy. En un tiempo en que avanza la increencia y la indiferencia religiosa, en estos tiempos de cristofobia y cristianofobia, en un tiempo en que tantos bautizados se alejan silenciosamente de su fe, ésta es la pregunta que debemos hacernos y debemos ayudar a que tantos otros se hagan estos días, especialmente nuestros jóvenes y visitantes.

La narración de la pasión de Lucas revela que Jesús es verdadero hombre y verdadero Dios. Jesús es verdadero hombre: en Getsemaní cae a tierra, «y en medio de su angustia, oraba con más insistencia. Y le bajaba hasta el suelo un sudor como de gotas de sangre» (Lc 22,44). Es la expresión dramática de la soledad y del dolor del ser humano ante la muerte. Y en un gesto de súplica y abandono, dirá «Padre, si quieres aparta de mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22, 42) y en la cruz dirá: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46). Es la expresión del Hijo, que ni tan siquiera en la muerte se siente olvidado por su Padre Dios. Jesús, verdadero Hijo de Dios, puede invocar a Dios, el Altísimo, llamándole Abba, Padre.

“Realmente este hombre era justo” (Lc 23,47), dirá el Centurión –un pagano- que lo ve morir de aquella manera. Con estas palabras el Centurión vislumbra que Jesús es más que un hombre, que es el Hijo de Dios, como nos relata Marcos.  Esta confesión del Centurión es el símbolo del paso desde incredulidad o desde la indiferencia agnóstica a la confesión de fe en Jesús, el Cristo; un camino que cada uno de nosotros está llamado a hacer contemplando al Crucificado.

Hemos escuchado en silencio el camino de Jesús hasta la cruz. Jesús se hace solidario con todo el dolor de la humanidad, fruto de los pecados de los hombres, y ha cargado con los pecados y el dolor de la humanidad ; pero también en Él Dios ha aceptado su entrega, su humildad, su amor y nos ha perdonado. Debemos preguntarnos si de verdad estamos dispuestos a afrontar con nuestro Maestro y Señor el camino de la humildad, de la reconciliación, de la misericordia, del perdón y del amor. Es la senda que se manifiesta en un abandono confiado e incondicionado a la voluntad y a la misericordia del Padre. Sólo así, a los pies de la cruz, podrá renacer en nosotros una fe más viva y fuerte en Jesús, verdadero hombre y verdadero Dios: un Dios tan enamorado de su criatura que acepta morir por amor. Nuestra vida, la de nuestros jóvenes, la de nuestras familias, la de nuestra sociedad necesita esta fe parar crear gestos que sólo el amor humilde es capaz de generar; gestos que transformen la realidad cotidiana en una manifestación del Reino de Dios.

¡En este Año de la misericordia, dejemos que Dios avive nuestra fe en Cristo Jesús, la misericordia encarnada de Dios, en estos días de Semana Santa!. No creemos en una historia del pasado, ni damos culto a unas tallas, por hermosas que estás sean. El centro de nuestra fe es una persona: creemos en Cristo Jesús, que se entrega por amor hasta la muerte por todos nosotros y por nuestros pecados; creemos en un Cristo Jesús que ha resucitado y vive para siempre, para que en Él también nosotros tengamos vida. Dejémonos encontrar por Él, dejémonos amar por Él, dejémonos perdonar y reconciliar por Él, dejemos que su vida transforme nuestras personas y nuestra vida. Abramos nuestro corazón a la Misericordia de Dios.

Hoy, en la procesión de palmas y ramos hemos acompañado a Jesús con cantos de alegría; y hemos mostrado que nos queremos encontrar con el Señor, seguirle y acompañarle en su Semana Santa hacia la Pascua. Acompañar a Cristo en su Semana Santa supone hacerlo en la muerte y en la resurrección, en el dolor y en la alegría, en la entrega y en el premio. Dejémonos encontrar por Cristo Jesús; meditemos y oremos su misterio pascual; vivamos la Pascua en nuestra existencia, aceptando con fidelidad nuestro ser cristianos y alimentando una confianza absoluta en Dios, que es Padre lleno de amor, y cuyo última palabra no es la muerte, sino la vida, como en Jesús. Si le acompañamos a la cruz, también seremos partícipes de su nueva vida de Resucitado. Amén.

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Jornada Mundial de las Migraciones

17 de enero de 2016/0 Comentarios/en Homilías, Homilías 2016/por obsegorbecastellon

Castellón, S.I. Concatedral, 17 de enero de 2016

(Is 62, 1-5; Sal 95; 1 Cor 12,4-11; Jn 2,1-11)

****

 

Queridos hermanos y hermanas en el Señor:

Es una alegría poder celebrar esta Eucaristía en la Jornada Mundial del Migrante y Refugiado en este año del Jubileo extraordinario de la Misericordia. Con vuestra presencia, queridos inmigrantes, experimentamos la catolicidad, la universalidad, de nuestra Iglesia. Os saludo de corazón a todos cuantos habéis acudido esta tarde a esta celebración: sacerdotes, consagrados y seminaristas; al Párroco y Vicario parroquial de Santa maría, al Sr. Vicario Episcopal de Pastoral, al Director de nuestro Secretariado diocesano para las Migraciones y a todos los voluntarios en este sector pastoral, y a las asociaciones de inmigrantes. Un saludo especial al P. Nicolás, párroco ortodoxo rumano de Castellón de la Plana, que nos acompaña hoy, en la víspera del inicio del Octavario de oración por la Unidad de los Cristianos; pidamos a Dios para nos conceda el don de la unidad y un día cercano pueda concelebrar plenamente en la Eucaristía con nosotros.

El lema de la Jornada de este año nos dice que los «emigrantes y refugiados nos interpelan» y que nuestra respuesta no puede ser otra que la del Evangelio de la misericordia. Las necesidades de los emigrantes y refugiados nos interpelan, como interpeló a María la necesidad de aquellos novios de las bodas de Caná, como hemos proclamado en el evangelio de hoy. María, la madre de la Misericordia, siempre atenta y solícita a las necesidades de los hombres, ve enseguida que aquellos novios están en apuros, porque el vino para la boda se ha agotado. De inmediato se compadece de ellos y se dirige a Jesús como una madre y le dice: Hijo “no les queda vino” (Jn 2,3); y a los sirvientes les dice:“Haced lo que es os diga” (Jn 2,5).

“Aún no ha llegado mi hora” (Jn 2,4), contesta Jesús a su Madre. Son unas palabras que nos pueden desconcertar; pero, meditadas con detenimiento, nos ayudan a descubrir su sentido y nos acercan al misterio y a la identidad de Jesús. Porque la “hora de Jesús” es su muerte y resurrección, es la hora de su glorificación por el Padre, es la hora de la salvación del hombre, es la hora en que se manifiesta la Misericordia de Dios, que se entrega y que acoge la entrega de su Hijo hasta la muerte por amor a los hombres. En Caná, Jesús anticipa y adelanta esa “Hora” al realizar, a ruegos de su Madre, este signo a favor de aquellos novios e invitados.

“Tú has guardado el vino bueno hasta ahora” (Jn 2,10), dice el mayordomo al novio. Con el vino bueno, Juan hace referencia al vino nuevo de la obra salvadora de Jesucristo, fruto del amor misericordioso de Dios que irrumpe en la vida humana renovando y transformando todo. Este vino nuevo es ayudar a unos novios porque les falta vino, es decir, ayudar a los hombres a encontrar la alegría, la fe y la esperanza; este vino nuevo es la alegría de la vida verdadera en el amor misericordioso de Dios. Cristo Jesús ha venido a traer el vino nuevo de la Misericordia, del gozo y de su presencia. Jesús siempre está cercano a las necesidades y a los apuros de los hombres, como lo estuvo en las circunstancias concretas del banquete de bodas de Caná, como lo está hoy ante las necesidades y las precariedades de los inmigrantes, ante las penurias de los miles de refugiados que tienen que abandonar sus casas y posesiones, y que tienen que huir de sus países ante la persecución y la guerra.

Y “sus discípulos creyeron en Él”, comenta Juan al final de la escena (Jn 2,11). El milagro que Jesús realiza es un signo que lleva a los discípulos a creer en Jesús, a seguirle en su camino de entrega a la voluntad de Dios que se hace entrega por amor hacia los hombres.

“Haced lo que él os diga” son las palabras de María a los sirvientes; estas son también sus palabras hoy a nosotros al celebrar esta Jornada Mundial del emigrante y refugiado. Y esta tarde, Jesús nos dice una vez más: “Venid, benditos de mi Padre… porque… era forastero, y me acogisteis” (Mt 25, 34-35). Jesús nos dice que sólo entra en el Reino de los cielos el verdadero discípulo suyo, el que practica el mandamiento del amor, el que es misericordioso como el Padre. «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5,7)

Así nos muestra el Señor el lugar central que debe ocupar en la Iglesia y en la vida de todo cristiano la misericordia, que se hace acogida del emigrante y del refugiado. Al hacerse hombre, Cristo se ha unido, en cierto modo, a todo hombre. Nos ha acogido a cada uno de nosotros y, con el mandamiento del amor, nos ha pedido que imitemos su ejemplo, es decir, que nos acojamos los unos a los otros como él lo ha hecho (cf. Rm 15, 7). Acoger a Cristo en el hermano y en la hermana que sufren necesidad –el enfermo, el hambriento, el sediento, el encarcelado, el forastero, el emigrante o el refugiado- es la condición para poder encontrarse con él y de modo perfecto al final de la peregrinación terrena.

“Para la Iglesia católica nadie es extraño, nadie está excluido, nadie está lejos” (Pablo VI). Por desgracia, entre nosotros se dan aún prejuicios y actitudes de rechazo por miedos injustificados o por buscar únicamente los propios intereses. Se trata de discriminaciones incompatibles con la pertenencia a Cristo y a la Iglesia. Más aún, la comunidad cristiana está llamada a difundir en el mundo la levadura de la fraternidad y de la convivencia entre personas diferentes y de diferentes culturas, que hoy podemos experimentar en esta Eucaristía.

Como reza el lema de la Jornada de este año, los «emigrantes y refugiados nos interpelan» y nuestra respuesta no puede ser otra que la del Evangelio de la misericordia. Esto comienza por sentir dolor y compasión ante los millones de personas, que huyen ante la guerra y la persecución, o que tienen que buscar una vida más digna lejos de su país. Como creyentes y como Iglesia no podemos quedar indiferentes o callar; no podemos habituarnos a su sufrimiento y a su precariedad; hacerlo sería entrar en el camino de la complicidad.

Hemos de mantener viva nuestra conciencia ante el fenómeno migratorio, examinar sus causas y analizar sus problemas tanto desde el punto de vista humano, económico, político, social y pastoral. Nos urge plantearnos nuestra actitud y redoblar nuestro compromiso real con las personas de los emigrantes, de los refugiados y de sus familias. Los flujos migratorios afectan ante todo a personas, que tienen la misma dignidad que los autóctonos. Ellos nos interpelan en nuestro modo tradicional de vivir; a veces se encuentran con sospechas, temores y prejuicios que hemos de analizar y superar. Como personas que son, los inmigrantes tienen los mismos derechos fundamentales y las mismas obligaciones que los autóctonos; se merecen pues el mismo respeto, estima y trato que los nativos, como ellos, a su vez, han de respetar y reconocer el patrimonio material y espiritual del país que los hospeda, obedeciendo sus leyes y contribuyendo a sus costes.

Es así mismo necesario que fomentemos actitudes y comportamientos de acogida, de encuentro y de dialogo. Los cristianos hemos de tener siempre presentes las palabras de Jesús: “fui extranjero y me acogisteis” (Mt 25,35); en ellas, Jesús se identifica con la persona del emigrante y llama a su acogida, como si de Él mismo se tratara. Cada uno de nosotros es además responsable de su prójimo: somos custodios de nuestros hermanos y hermanas, donde quiera que vivan. Con estas premisas aprenderemos a valorar a los emigrantes y refugiados, a acogerlos fraternalmente, a ayudarles en sus necesidades y a facilitar su integración armónica en nuestra sociedad. Como nos recuerda el papa Francisco en su Mensaje de este año:»En la raíz del Evangelio de la misericordia, el encuentro y la acogida del otro se entrecruzan con el encuentro y la acogida de Dios: Acoger al otro es acoger a Dios en persona».

Queda mucho por hacer. Por ello, os invito a fortalecer nuestro compromiso cristiano en este sector pastoral. Nuestra Iglesia diocesana vive y obra inserta en nuestra sociedad y es solidaria con sus aspiraciones y sus problemas; por ello se sabe especialmente llamada a convertir nuestra sociedad en un espacio acogedor en el que se reconozca la dignidad de los emigrantes y refugiados. Invito a toda nuestra Iglesia de Segorbe-Castellón a asumir la acogida y el servicio de los inmigrantes.

¡Que María la Virgen nos proteja en este nuestro caminar y nos enseñe a ser sensibles como ella ante las necesidades de los emigrantes, y a poner nuestra mirada en su Hijo, para hacer lo que nos diga! Amén

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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#CartaDelObispo #MayoMesDeMaria

💐🙏 El Obispo nos exhorta, en su carta semanal, a contemplar a la Virgen e imitarla en su fe, esperanza y caridad, porque ella dirige siempre nuestra mirada hacia Jesús; y nos ofrece y nos lleva a Cristo ✝️

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✝️Ha fallecido el Rvdo. D. Miguel Antolí Guarch, a los 91 años.🕯️La Misa exequial será mañana, jueves 15 de mayo, a las 11:00 h en la Concatedral de Santa María (Castellón), presidida por nuestro Obispo D. Casimiro.🙏 Que descanse en la paz de Cristo. ... Ver másVer menos

Fallece el Rvdo. D. Miguel Antolí Guarch - Obispado Segorbe-Castellón

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El Reverendo D. Miguel Antolí Guarch falleció esta pasada noche a los 91 años, tras una vida marcada por su profundo amor a Dios, su vocación sacerdotal y su
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