Lecturas y evangelio de la solemnidad de Santa María, Madre de Dios, y homilía de Benedicto XVI
PRIMERA LECTURA. Números 6. 22-27
El Señor habló a Moisés: «Di a Aarón y a sus hijos: esta es la fórmula con que bendeciréis a los hijos de Israel: ‘El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. El Señor te muestre su rostro y te conceda la paz’. Así invocarán mi nombre sobre los israelitas, y yo los bendeciré»
Salmo: Sal 66, 2-3. 5. 6 y 8
R. Que Dios tenga piedad y nos bendiga.
Que Dios tenga piedad y nos bendiga,
ilumine su rostro sobre nosotros;
conozca la tierra tus caminos,
todos los pueblos tu salvación. R.
Que canten de alegría las naciones,
porque riges el mundo con justicia,
riges los pueblos con rectitud
y gobiernas las naciones de la tierra. R.
Oh Dios, que te alaben los pueblos,
que todos los pueblos te alaben.
Que Dios nos bendiga; que le teman
hasta los confines del orbe. R.
SEGUNDA LECTURA. Gálatas 4, 4-7
Hermanos: Cuando llegó la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la Ley, para que recibiéramos la adopción filial. Como sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: «¡Abba! Padre». Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y si eres hijo, eres también heredero por voluntad de Dios.
Aleluya Heb 1, 1-2
R. Aleluya, aleluya, aleluya.
En muchas ocasiones habló Dios antiguamente
a los padres por los profetas.
En esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo. R.
EVANGELIO. Lucas 2, 16-21
En aquel tiempo, los pastores fueron corriendo hacía Belén y encontraron a María y a José, y al niño
acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que se les había dicho de aquel niño. Todos los que lo oían se admiraban de lo que les habían dicho los pastores. María, por su parte, conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón.
Y se volvieron los pastores dando gloria y alabanza a Dios por todo lo que habían oído y visto; conforme
a lo que se les había dicho. Cuando se cumplieron los ocho días para circuncidar al niño, le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción.
HOMILÍA DE BENEDICTO XVI
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy comenzamos un año nuevo y nos lleva de la mano la esperanza cristiana. Lo comenzamos invocando sobre él la bendición divina e implorando, por intercesión de María, Madre de Dios, el don de la paz para nuestras familias, para nuestras ciudades y para el mundo entero […]
Nuestro pensamiento se dirige ahora, naturalmente, a la Virgen María, a la que hoy invocamos como Madre de Dios. Fue el Papa Pablo VI quien trasladó al día 1 de enero la fiesta de la Maternidad divina de María, que antes caía el 11 de octubre. En efecto, antes de la reforma litúrgica realizada después del concilio Vaticano II, en el primer día del año se celebraba la memoria de la circuncisión de Jesús en el octavo día después de su nacimiento —como signo de sumisión a la ley, su inserción oficial en el pueblo elegido— y el domingo siguiente se celebraba la fiesta del nombre de Jesús.
De esas celebraciones encontramos algunas huellas en la página evangélica que acabamos de proclamar, en la que san Lucas refiere que, ocho días después de su nacimiento, el Niño fue circuncidado y le pusieron el nombre de Jesús, «el que le dio el ángel antes de ser concebido en el seno de su madre» (Lc 2, 21). Por tanto, esta solemnidad, además de ser una fiesta mariana muy significativa, conserva también un fuerte contenido cristológico, porque, podríamos decir, antes que a la Madre, atañe precisamente al Hijo, a Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre.
Al misterio de la maternidad divina de María, la Theotokos, hace referencia el apóstol san Pablo en la carta a los Gálatas. «Al llegar la plenitud de los tiempos —escribe— envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley» (Ga 4, 4). En pocas palabras se encuentran sintetizados el misterio de la encarnación del Verbo eterno y la maternidad divina de María: el gran privilegio de la Virgen consiste precisamente en ser Madre del Hijo, que es Dios.
Así pues, ocho días después de la Navidad, esta fiesta mariana encuentra su lugar más lógico y adecuado. En efecto, en la noche de Belén, cuando «dio a luz a su hijo primogénito» (Lc 2, 7), se cumplieron las profecías relativas al Mesías. «Una virgen concebirá y dará a luz un hijo», había anunciado Isaías (Is 7, 14). «Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo» (Lc 1, 31), dijo a María el ángel Gabriel. Y también un ángel del Señor —narra el evangelista san Mateo—, apareciéndose en sueños a José, lo tranquilizó diciéndole: «No temas tomar contigo a María tu mujer, porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo» (Mt 1, 20-21).
El título de Madre de Dios es, juntamente con el de Virgen santa, el más antiguo y constituye el fundamento de todos los demás títulos con los que María ha sido venerada y sigue siendo invocada de generación en generación, tanto en Oriente como en Occidente. Al misterio de su maternidad divina hacen referencia muchos himnos y numerosas oraciones de la tradición cristiana, como por ejemplo una antífona mariana del tiempo navideño, el Alma Redemptoris Mater, con la que oramos así: Tu quae genuisti, natura mirante, tuum sanctum Genitorem, Virgo prius ac posterius, «Tú, ante el asombro de toda la creación, engendraste a tu Creador, Madre siempre virgen».
Queridos hermanos y hermanas, contemplemos hoy a María, Madre siempre virgen del Hijo unigénito del Padre. Aprendamos de ella a acoger al Niño que por nosotros nació en Belén. Si en el Niño nacido de ella reconocemos al Hijo eterno de Dios y lo acogemos como nuestro único Salvador, podemos ser llamados, y seremos realmente, hijos de Dios: hijos en el Hijo. El Apóstol escribe: «Envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva» (Ga 4, 4-5).
El evangelista san Lucas repite varias veces que la Virgen meditaba silenciosamente esos acontecimientos extraordinarios en los que Dios la había implicado. Lo hemos escuchado también en el breve pasaje evangélico que la liturgia nos vuelve a proponer hoy. «María conservaba todas estas cosas meditándolas en su corazón» (Lc 2, 19). El verbo griego usado, sumbállousa, en su sentido literal significa «poner juntamente», y hace pensar en un gran misterio que es preciso descubrir poco a poco.
El Niño que emite vagidos en el pesebre, aun siendo en apariencia semejante a todos los niños del mundo, al mismo tiempo es totalmente diferente: es el Hijo de Dios, es Dios, verdadero Dios y verdadero hombre. Este misterio —la encarnación del Verbo y la maternidad divina de María— es grande y ciertamente no es fácil de comprender con la sola inteligencia humana.
Sin embargo, en la escuela de María podemos captar con el corazón lo que los ojos y la mente por sí solos no logran percibir ni pueden contener. En efecto, se trata de un don tan grande que sólo con la fe podemos acoger, aun sin comprenderlo todo. Y es precisamente en este camino de fe donde María nos sale al encuentro, nos ayuda y nos guía. Ella es madre porque engendró en la carne a Jesús; y lo es porque se adhirió totalmente a la voluntad del Padre. San Agustín escribe: «Ningún valor hubiera tenido para ella la misma maternidad divina, si no hubiera llevado a Cristo en su corazón, con una suerte mayor que cuando lo concibió en la carne» (De sancta Virginitate 3, 3). Y en su corazón María siguió conservando, «poniendo juntamente», los acontecimientos sucesivos de los que fue testigo y protagonista, hasta la muerte en la cruz y la resurrección de su Hijo Jesús.
Queridos hermanos y hermanas, sólo conservando en el corazón, es decir, poniendo juntamente y encontrando una unidad de todo lo que vivimos, podemos entrar, siguiendo a María, en el misterio de un Dios que por amor se hizo hombre y nos llama a seguirlo por la senda del amor, un amor que es preciso traducir cada día en un servicio generoso a los hermanos.
Ojalá que el nuevo año, que hoy comenzamos con confianza, sea un tiempo en el que progresemos en ese conocimiento del corazón, que es la sabiduría de los santos. Oremos para que, como hemos escuchado en la primera lectura, el Señor «ilumine su rostro sobre nosotros» y nos «sea propicio» (cf. Nm 6, 25) y nos bendiga.
Podemos estar seguros de que, si buscamos sin descanso su rostro, si no cedemos a la tentación del desaliento y de la duda, si incluso en medio de las numerosas dificultades que encontramos permanecemos siempre anclados en él, experimentaremos la fuerza de su amor y de su misericordia. El frágil Niño que la Virgen muestra hoy al mundo nos haga agentes de paz, testigos de él, Príncipe de la paz. Amén.
Plaza de san Pedro, 1 de enero de 2008
En la homilía de su primera misa del nuevo año 2020 el Papa Francisco invitó a cada uno a preguntarse…»¿Sé mirar a las personas con el corazón? ¿Me importa la gente con la que vivo? ¿Tengo al Señor en el centro de mi corazón?”, ya que si queremos un mundo mejor- dijo el Pontífice- es necesario construir «una casa de paz y no un patio de batalla, y que nos importe la dignidad de toda mujer”.