Homilía en el traslado de los restos de cinco sacerdotes mártires de Vila-real
(Sb 2,12.17-20; Sal 3; St 3,16-4,3; Mc 9,30-37)
Iglesia Arciprestal de San Jaime de Vila-Real, 22 de septiembre de 2024
¡Hermanas y hermanos en el Señor!
1. El Señor nos ha convocado para renovar su misterio pascual: su pasión, muerte y resurrección. Al hacerlo recordamos el paso a la Casa del Padre de nueve sacerdotes de Vila-real, víctimas en 1936 de la persecución religiosa del siglo pasado; son los Siervos de Dios Bruno Cabedo Moreno, José Avellana Guinot, Blas Carda Saporta, José Pascual Juan Marco, Enrique Asencio Llorca, José Pascual Arnal Ortiz, Pascual Goterris Taurá, José Pascual Nácher Miró y José Ramón Ochando Badal. Al trasladar hoy los venerables restos de cinco de ellos (Bruno, José, Enrique, José Pascual y Pascual), a esta Iglesia Arciprestal de San Jaime queremos ponerlos cerca del ara del altar de Cristo, Sumo y Eterno sacerdote, a cuyo sacrificio ellos se unieron por su sangre derramada. Del resto desconocemos donde se hayan sus restos.
Nuestra oración esta mañana es antes de nada una acción de gracias a Dios por el don de sus personas y de su ministerio sacerdotal. Damos gracias a Dios especialmente por el don de su muerte martirial; el martirio es un don de Dios. Los testigos, interrogados para el proceso de canonización, són unánimes al afirmar: los mataron porque eran sacerdotes; ese era todo el mal que habían hecho. Ellos son testigos de una fe y confianza plena en el amor de Dios que nunca abandona a los que le aman; ellos son testigos de la esperanza que no defrauda; ellos son modelos de una caridad pastoral hasta el derramamiento de su sangre y de un amor sin reservas a Dios y al prójimo, incluido el perdón de sus asesinos. Donde sólo había odio ellos supieron poner amor.
2. La Palabra de Dios de este Domingo nos ayuda a entrar en el significado profundo de esta celebración, rememorando lo ocurrido hace ya 88 años. El Evangelio centra nuestra mirada en Cristo Jesús, que, camino de Jerusalén, anuncia por segunda vez a sus discípulos su pasión, muerte y resurrección. El camino de Jesús pasa inexorablemente por el sacrificio en la cruz. Su destino encarna el destino del justo perseguido que describe la primera lectura del libro de la Sabiduría. La vida del justo incomoda a los injustos, se convierte en denuncia de sus comportamientos. Por eso, se le acusa, se le tortura y se le abandona a su suerte para ver si Dios, de quien dice que es hijo, le responde y auxilia. Jesús, el Justo por excelencia, caminó en fidelidad a la voluntad del Padre hasta la muerte en cruz. Jesús sabe que Dios es su auxilio y sostiene su vida. Jesús, el Justo, confía siempre en su Padre Dios (Sal 53), hasta entregar su vida por todos para el perdón de los pecados, y recuperarla en la resurrección.
Sólo mediante la muerte en cruz, vivida por amor a Dios y a los hombres, Cristo lleva a cabo su misión redentora. No bastaba que el Hijo de Dios se hubiera encarnado para llevar a cabo el plan divino de la salvación universal. Era necesario que muriera y fuera sepultado: sólo así toda la realidad humana sería aceptada y, mediante su muerte y resurrección, se hará manifiesto el triunfo de la Vida sobre la muerte, el triunfo del Bien sobre el mal del pecado, el triunfo del Amor sobre el odio; sólo así se demostraría que el amor es más fuerte que la muerte, que el perdón y la misericordia de Dios son más fuertes que el odio inmisericorde de los hombres.
El anuncio y la firmeza de Jesús contrastan con las esperanzas humanas de sus discípulos. Ellos no entienden cómo es posible que el Mesías, a quien siguen, acabe de esa manera: humillado, sufriendo el desprecio y la muerte. Desconcertados, tienen miedo de preguntarle. Su preocupación era otra. Discuten sobre quién es el más importante. Entonces Jesús, les dice que ser primero es hacerse último y servidor de todos. Él ilustra su ejemplo fijando su mirada en un niño, signo de los débiles y de los que confían en Dios. El que acoge a los pequeños acoge a Jesús y, en él, al Padre; es decir, se convierte en verdadero discípulo de Jesús e hijo de Dios. Hacerse último es también la mejor manera de evitar las envidias y contiendas que denuncia la carta de Santiago. El servidor humilde no genera rivalidad. El discípulo debe estar dispuesto a seguir a su maestro y su camino hasta el final. El mismo destino del maestro espera al verdadero discípulo. Los discípulos de Jesús han de estar siempre dispuestos, como Él a servir hasta el don de la propia vida.
3. Queridos hermanos y hermanas. Este es el camino de la cruz que siguieron nuestros Siervos de Dios: ellos fueron evangelio vivo y vivido. En diversas ocasiones Jesús nos dice: “Si alguno me quiere servir, que me siga”. Este es el camino para todo cristiano. Es el camino de la cruz descrita con la imagen del grano de trigo que muere para germinar a una nueva vida: “El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo por el Señor, la guardará para la vida eterna” (Jn 12, 25). Quien sigue de verdad a Cristo y se pone al servicio de los hermanos, pierde la vida y así la encuentra. No existe otro camino para experimentar la alegría y la verdadera fecundidad del Amor: el camino de darse, de entregarse y de perderse para encontrarse.
Así lo entendieron y vivieron hasta el final de su vida terrenal nuestros Siervos de Dios. Ellos se sabían asociados a la Pascua de Cristo, a su muerte y resurrección. Ellos se sabían asociados al Sacerdocio de Cristo, sacerdote que ofrece, víctima que se ofrece y ara en que se ofrece. Para nuestros Siervos de Dios, el martirio era una gracia, que Dios les concedía para seguir muy de cerca las huellas de Cristo. Como cantamos en el prefacio de la Fiesta de Jesucristo, Sumo y eterno sacerdote: “Tus sacerdotes, Señor, al entregar su vida por ti y por la salvación de los hombres, van configurándose a Cristo, y han de darte así testimonio de constante de fidelidad y de amor”. Nuestros mártires se configuraron plenamente con Cristo, Sumo y Eterno sacerdote.
4. Si algo configuró el espíritu de nuestros Siervos de Dios en su martirio, fue el amor: un amor radical a Dios, hecho oblación de su vida a Él, y un amor al prójimo, hasta el perdón de sus asesinos. No lo olvidemos: En la raíz de su martirio está su experiencia personal de Dios y su seguimiento radical de Jesucristo hasta la muerte. Esa fue su experiencia espiritual. A lo largo de su existencia sacerdotal y, en especial, en su martirio, confiaron plenamente en Dios y en su providencia amorosa: estaban seguros de que el amor de Dios no les abandonaría nunca, tampoco en la tragedia de su muerte. Su respuesta al amor recibido de Dios fue un vivo deseo de entregarle hasta el martirio su vida por amor, si así era su voluntad, y de amarle amando al prójimo, incluso perdonando a sus verdugos, porque también a ellos estaba destinado el amor de Dios, manifestado en la Cruz.
Como fruto de su amor a Dios, nuestros Siervos buscarán en sus últimos días estar unidos a Dios. Esta unión con Dios se manifestará en la oración con los compañeros sacerdotes y seglares, presos en el convento de las Dominicas, con la que se fortalecían y animaban. En su deseo de amar a Dios y agradarle en todo no se preocuparán más que de buscar en todo la gloria de Dios y acoger su voluntad.
Estos sacerdotes mártires se dejaron así conformar enteramente con la voluntad divina. Hicieron suyas las palabras del Salmista: “Te ofreceré un sacrifico voluntario, dando gracias a tu nombre, que es bueno” (Sal 53, 8). Su fidelidad a la fe y a su sacerdocio hasta el martirio, su serenidad, su perdón a sus asesinos y su esperanza ante la muerte, no proceden sino de su gran amor a Dios. Ellos encarnaron la acogida amorosa y dócil de la voluntad del Padre: amaron a Dios hasta el final y murieron con las palabras “Viva, Cristo Rey”: en su martirio nos mostraron que el amor vence el odio, el mal y el pecado.
5. Hermanas y hermanos. Hoy resuenan en nuestro corazón de modo muy elocuente las palabras de Jesús: “El que quiera servirme, que me siga y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre le premiará” (Jn 12, 26). Es una invitación urgente a perseverar en la fe en Cristo Jesús, a confiar en él y a amarlo, a escuchar su voz y a caminar tras sus huellas hasta la muerte, como nuestros Siervos de Dios. Dejémonos fortalecer e iluminar todos por el esplendor del rostro de Cristo, como hicieron nuestros mártires; sólo así nuestra Iglesia caminará unida en el compromiso común de anunciar y testimoniar el Evangelio. Nuestros mártires nos muestran que para un cristiano sólo vale la primacía del amor de Dios y a Dios, y, desde él, al prójimo.
La Eucaristía es ‘memorial’ de la entrega sacrificial de Jesús al Padre. Unidos a Cristo, nuestros mártires ofrecieron su propia vida en sacrificio a Dios. Que ellos nos enseñen, a ofrendar nuestras vidas con Cristo al Padre. Participemos en esta Eucaristía, el sacramento de la entrega y del amor de Dios en Cristo. Que la participación en el amor de Dios, nos lleve a ser testigos de su amor, de su misericordia y de su perdón, en una sociedad en que se extiende la crispación y el odio.
Oremos, para que pronto podamos celebrar el reconocimiento oficial del martirio de nuestros Siervos y su beatificación. Que el amor infinito de Cristo resplandezca en nuestra vida. Que por la intercesión maternal de María nuestra vida sea un reflejo de la de Cristo como lo fue la nuestros Siervos de Dios. Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón