Homilía en la Fiesta de la Virgen de la Cueva Santa
S.I. Catedral-Basílica de Segorbe – 8 de septiembre de 2024
(Judit 13, 17-20; Romanos 5, 12.17-19; Lucas 1, 39-47)
Amados hermanos y hermanas en el Señor!
1. Os saludo de corazón a todos cuantos habéis acudido a esta celebración para honrar y venerar a nuestra Madre y Patrona, la Virgen de la Cueva Santa. Saludo cordialmente a los Ilmos. Cabildo-Catedral y Cabildo-Concatedral, a los párrocos y vicario parroquial de la Ciudad y a los sacerdotes concelebrantes. Saludo con respeto y agradecimiento a la Sra. Alcaldesa y a los miembros de la Corporación Municipal, a las autoridades que nos acompañan, a las Reinas Mayor e Infantil de las Fiestas, a sus damas y corte, a las Doncellas segorbinas, a la Comisiones de Toros y de Fiestas, y a las representaciones de Asociaciones y Cofradías.
Nuestra ciudad de Segorbe celebra hoy con gratitud y alegría la fiesta de su “patrona”, la Virgen de la Cueva Santa; a ella la hemos cantado con las palabras de libro de Judit: “Tú eres el orgullo de nuestro pueblo” y la hemos saludado con las palabras de Arcángel Gabriel: “Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor está contigo…” (Lc 1,28). En esta festividad, recordamos y agradecemos su visitación y cercanía maternal; con Ella cantamos su “magnificat” y le confiamos la vida de nuestro pueblo y de sus habitantes, de nuestros niños y jóvenes, de nuestras familias, de nuestros mayores y enfermos, de nuestras parroquias y de nuestra Iglesia diocesana.
2. Con la emotiva ofrenda de flores de ayer tarde, mostrabais una vez más el cariño, la gratitud y la devoción de los segorbinos a la Virgen de la Cueva Santa. Hoy, en esta Eucaristía damos gracias a Dios por la Virgen de la Cueva Santa, por su patrocinio y por su protección; agradecemos a Dios todos los dones que, generación tras generación, nos ha dispensado a través de su intercesión maternal. Esta tarde, miramos, honramos y rezamos a María; ella nos acoge con amor de Madre; ella cuida de muestras personas y de nuestras vidas; ella camina con nosotros en nuestro peregrinaje por esta vida. ¡Qué sería de nosotros, de nuestras familias y de Segorbe sin la protección maternal de la Virgen de la Cueva Santa en el pasado y en el presente!
Hoy sentimos de un modo especial su cercanía maternal y su presencia amorosa. Con gozo espiritual contemplamos a la Virgen María, la más humilde y a la vez la más grande de todas las criaturas. En ella resplandece la eterna bondad de Dios-Creador que, en su plan de salvación, la escogió de antemano para ser Madre de su Hijo unigénito y, en él, nuestra Madre.
3. En el evangelio hemos escuchado, una vez más, la escena de la visitación de la Virgen a su prima Isabel, y el “Magníficat”. Es la respuesta de María a las palabras de su prima Isabel: “¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá” (Lc 1, 42-45)”. En las palabras de Maria queda reflejada su alma, porque en el canto de Magníficat brota de su corazón.
“Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador” (Lc 1,47) La Virgen proclama que el Señor es grande, y que ha hecho obras grandes por ella. Maria es una mujer humilde; por ello sabe muy bien que cuanto es y cuanto de ella se dice, se lo debe enteramente al amor de Dios. Por ello, la Virgen canta la grandeza de Dios. Y así, ante los elogios de su prima, dirige su mirada y nuestra mirada a Dios. María sabe que Dios ha sido grande en su vida y quiere que Dios sea grande en el mundo, que Dios sea grande en todos nosotros.
“No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios”, le dijo el ángel en la anunciación (Lc 1, 30). María no tiene miedo a dejarse amar por Dios. No tiene miedo de que Dios con su grandeza pueda quitarle algo de su libertad, o quitarnos algo de la nuestra. Ella sabe que, si Dios es grande y porque Dios es grande, también ella y nosotros somos grandes. Dios no oprime la vida del ser humano; todo lo contrario: la eleva y la hace grande: precisamente entonces, el ser humano se hace grande con el esplendor de Dios.
El libro del Génesis (cf. 3,1-7) narra, sin embargo, que nuestros primeros padres, Adán y Eva, pensaron lo contrario. Se dejaron llevar por la serpiente y temieron que, si dejaban a Dios ser Dios, eso quitaría algo a su vida. Quisieron ser como dioses al margen de Dios. Y lo desobedecieron a fin de tener espacio para ellos mismos. Esto es el núcleo del pecado original. Y así “por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así la muerte se propagó a todos los hombres, porque todos pecaron” (Rom 5,12), como nos ha recordado hoy san Pablo:
Como en el origen, lo mismo sucede en la época moderna y en la actualidad. Vivimos tiempos de secularización, agnosticismo y cancelación de todo lo cristiano. Se piensa, se cree y se difunde que el ser humano llegará a ser realmente libre si prescinde de Dios y si es totalmente autónomo frente a Dios. Pero cuando Dios desaparece, el hombre no llega a ser más grande ni más libre; al contrario, pierde su dignidad divina, pierde el esplendor de Dios en su rostro. Al final se convierte en el producto de un progreso sin rumbo, en alguien del que se puede usar y abusar, en esclavo de sus deseos. Eso es precisamente lo que está confirmando la experiencia de nuestra época.
Ahí está el verdadero drama de nuestro tiempo: la quiebra de humanidad por la falta de una visión verdadera del hombre. El error fundamental del hombre actual es querer prescindir de Dios en su vida, erigirse a sí mismo en señor y centro de la existencia. El hombre quiere suplantar a Dios, quiere ser dios sin Dios, y quiere poder cambiar incluso su propia naturaleza de ser hombre o mujer y erigirse en señor y dueño de la vida humana, especialmente al principio y al final.
4. La Virgen nos muestra, por el contrario, que el hombre es grande, sólo si Dios es grande. Con María debemos comenzar a comprender que es así. La Virgen nos invita a dejar que Dios esté presente, a dejar que Dios sea grande en nuestra vida. Así también todo ser humano, todos nosotros tendremos todo el esplendor de la dignidad divina.
María canta y nos muestra la grandeza del Dios único, en el que todo hombre encuentra la luz y el sentido de la vida, la libertad, la salvación y la felicidad. La humanidad está necesitada de la luz y de la verdad de Dios. Esta necesidad es un verdadero clamor en nuestros días. María, la Virgen de la Cueva Santa, es faro en la oscuridad de nuestra noche, faro que nos conduce hacia la Luz, que es Dios: ella es bendita porque acoge y cumple la Palabra de Dios, fuente de gracia y de salvación; ella es bienaventurada porque ha creído en Dios y se ha fiado de Él; ella es la más grande porque ha dejado a Dios ser grande en su vida.
La Virgen María nos enseña confiar enteramente en Dios. Nos muestra que reconocer a Dios como Dios, reclama que seamos humildes, que estemos dispuestos plenamente a dejarnos amar por Dios y abiertos a su voluntad. Y esto es fuente de la dicha, la vida y la libertad, y raíz de la esperanza.
5. En el Magníficat, María nos canta la verdad de Dios, que no es otra sino su misericordia infinita. Dios ama, engrandece, levanta, sana, libera y salva a cada ser humano. Esta es la verdad de Dios, que ha hecho obras grandes en María.
Y ésta es también la verdad del hombre. Esta es la grandeza de todo ser humano: ser de Dios, ser criatura suya, amada por Él, creada a su imagen y semejanza. Ser de Dios y vivir para Dios, mostrar a Dios y dejar que aparezca su grandeza en el hombre, vivir la obediencia a Dios y cumplir su voluntad: ésta es la más genuina verdad del ser humano.
No nos dejemos llevas por las voces empeñadas en hacer desaparecer a Dios de nuestra vida, de nuestras familias, de la educación de niños, adolescentes y jóvenes, de la cultura y de la vida pública. La historia, incluso la historia muy reciente, demuestra que no puede haber una sociedad libre, ni verdadero progreso humano al margen de Dios. El olvido o rechazo de Dios quiebra interiormente el verdadero sentido de las profundas aspiraciones del hombre, debilita y deforma los valores éticos de convivencia, socava las bases para el respeto de la dignidad inviolable de toda persona humana y priva del fundamento más sólido para el amor, la justicia, el bien, la libertad y la paz. Quien no conoce a Dios, no conoce al hombre, y quien olvida a Dios acaba ignorando la verdadera grandeza y dignidad de todo hombre.
6. En este día de fiesta damos gracias al Señor por el don de esta Madre y pedimos a María que nos ayude a encontrar el buen camino cada día. Ella acoge el amor de Dios con gratitud y gozo: “Proclama mi alma la grandeza del Señor”. María acoge a Dios con fe y confianza plenas. Que de manos de María sepamos acoger en nuestras vidas al Dios que nos ama hasta el extremo en Cristo Jesús, hoy y todos los días de nuestra vida. Amén.
XCasimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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