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Vigilia de la Jornada por la vida

24 de marzo de 2007/0 Comentarios/en Homilías 2007/por obsegorbecastellon

Iglesia Arciprestal de Villareal – 24 de marzo de 2007

 

El Señor nos ha convocado para celebrar la Vigilia en favor de la Vida humana. Esta tarde queremos dar gracias a Dios por el don de toda nueva vida, la que lleváis en vuestro seno, vosotras madres gestantes, y tantas otras madres como vosotras. Pero también queremos orar para toda vida humana sea acogida y respetada; y, a la vez, reflexionar sobre los temas de la promoción y defensa de la vida humana, especialmente cuando se encuentra en condiciones difíciles. Al manifestar nuestro gozo y acción de gracias a Dios por el don de toda nueva vida, pedimos por el respeto de toda vida humana en todos los momentos y condiciones, por el cuidado del que sufre o está necesitado, por la cercanía al anciano o al moribundo. Os saludo a vosotras madres gestantes, que hoy seréis bendecidas. Saludo también a cuantos trabajáis en este campo de la vida humana, y os renuevo la expresión de mi aprecio por la labor que realizáis para lograr que la vida sea acogida siempre como don y acompañada con amor.

En el evangelio de hoy hemos escuchado el conocido episodio de la mujer adúltera (Jn 8, 1-11). Jesús la perdona y pone así de relieve un aspecto de la misericordia divina: Dios está siempre dispuesto a perdonar, sean cuales fueren nuestros pecados. Jesús nos muestra así el verdadero rostro de Dios: Dios es misericordia, el amor más grande, porque es el Dios del Amor y de la Vida, que llama por amor a la vida, y quiere que todos tengan vida y la tengan en abundancia.

El verdadero rostro de Dios se nos ha mostrado en su Hijo, Jesucristo. El fragmento del profeta Isaías de la primera lectura (Is 43, 16-21) parecería tachar de inútil todo el pasado del pueblo de Israel: “No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo”. Pero no. Isaías no trata de minusvalorar los acontecimientos del pasado, sino que intenta valorar la gran maravilla -totalmente nueva- que Dios prepara para sus fieles en su Hijo, Jesucristo. Y con imágenes que recuerdan los prodigios obrados por Dios en el antiguo éxodo del pueblo de Israel, el profeta describe lo que constituirá el nuevo y definitivo éxodo, la decisiva liberación de la humanidad.

Ese “algo nuevo” realizado por Dios es la obra de salvación, llevada a cabo por la muerte y la resurrección de Cristo, a través de las cuales Dios nos perdona misericordiosamente todos nuestros pecados y nos devuelve la vida de comunión y de amistad con Él y los hermanos. Es esta novedad radical la que hace que san Pablo nos haya dicho en la segunda lectura que “todo lo considero pérdida, comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor” (Filp 2, 4-10.2)

Jesucristo es la Vida para el mundo; Él es la vida en plenitud para toda la humanidad. Jesucristo es el Evangelio de la Vida. No se trata de una mera reflexión, aunque original y profunda, sobre la vida humana; no es sólo un mandamiento destinado a sensibilizar la conciencia y a causar cambios significativos en la sociedad; menos aún es una promesa ilusoria de un futuro mejor. El Evangelio de la Vida es la persona misma de Jesús, el cual se presenta al apóstol Tomas y en él a todo hombre, con estas palabras: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn.14,6). Jesús, el Hijo que desde la eternidad, recibe la vida del Padre y ha venido a los hombres para hacerles partícipes de ese don: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn.10,10).

Sin embargo, nos toca vivir en un contexto dominado por un eclipse de la conciencia moral sobre el valor y la dignidad de la vida humana. El aborto y la extensión, que va adquiriendo, también entre nosotros, tienen una malicia real. Porque no estamos ya ante el aborto como un hecho inicuo que se comete de forma particular; estamos ante una realidad de enormes proporciones que busca su propia justificación al margen de la Ley de Dios y de los más elementales principios morales. Hemos de tomar conciencia de que el aborto es una auténtica estructura de pecado, que “busca la deformación generalizada de las conciencias para la extensión de su maldad de modo estable”.

En general vivimos en una situación nueva. En nuestras sociedades desarrolladas hay nuevas amenazas contra la vida humana. El progreso científico y técnico ofrece la posibilidad de nuevas agresiones contra la dignidad del ser humano. En muchos países, incluido el nuestro, hay amplios sectores de la opinión pública que justifican algunos atentados contra la vida.

Ante esta situación, hemos de anunciar el Evangelio de la vida. Con esta expresión “Evangelio de la vida” se expresa muy bien un elemento esencial de mensaje bíblico. El Evangelio de la vida consiste en el anuncio de la persona misma de Jesús, manifestación suprema del Amor de Dios; por la palabra, la acción y la persona de Jesús se da al hombre la posibilidad de conocer toda la verdad sobre el valor de la vida humana  El Evangelio del amor de Dios al hombre, el Evangelio de la dignidad de la persona y el Evangelio de la vida son un único e indivisible Evangelio. El hombre viviente constituye el camino primero y fundamental de la Iglesia.

El agradecimiento y la alegría por la dignidad sin medida del hombre, de todo hombre, nos mueve a hacer a todos partícipes de este mensaje: la vida humana es un don precioso de Dios, fruto de su Amor; por ello toda vida humana es sagrada e inviolable y por esto son absolutamente inaceptables el aborto procurado, la eutanasia y otros atentados contra la vida.

La Iglesia, fiel al evangelio de la vida, ha proclamado siempre que sólo Dios es el Señor y Dueño de la vida y de la muerte de los hombres: “Yo doy la muerte y doy la vida”, dice el Señor. Por ello, al mismo tiempo que reconoce la soberanía de Dios sobre la vida y muerte de los hombres, la Iglesia ha condenado siempre los ataques contra la vida del hombre. Ya Juan Pablo II calificó como ‘cultura de muerte’, las corrientes actuales que presentan los atentados directos a la vida como reivindicaciones modernas amparadas en ‘un concepto perverso de libertad’.

El mismo Papa Benedicto XVI, en su mensaje para la jornada de la Paz de este mismo año, presentaba los ataques a la vida humana como atentados directos a la paz que todos anhelamos: “Hay muertes silenciosas provocadas por el hambre, el aborto, la experimentación sobre los embriones y la eutanasia. ¿Cómo no ver en todo esto un atentado a la paz? El aborto y la experimentación sobre los embriones son una negación directa de la actitud de acogida del otro, indispensable para establecer relaciones de paz duraderas”.

Contra la violencia homicida de los fuertes se alza el valor incomparable de cada vida humana. Las razones que se aducen para justificar el aborto o la eutanasia equivalen, en último término, a poner precio a la vida de un ser humano, débil e inocente. Entre los atentados contra la vida, el aborto reviste una especial gravedad. El Concilio Vaticano II no duda en calificarlo de ‘crimen nefando’. Por su malicia intrínseca y por la indefensión injusta y terrible que sufre quien debería recibir todos los cuidados de la familia, de la sociedad y del Estado para alcanzar la meta de la gestación y ser alumbrado a la vida, la Iglesia lo condena con la pena de la excomunión de quienes lo practican y colaboran directamente en él.

Hemos de tomar conciencia de la gravedad del problema. No podemos mirar hacia otro lado, ni acostumbrarnos a situaciones inmorales, ocasionadas por leyes injustas; tampoco podemos pensar que nada se puede hacer por cambiar el rumbo de la sociedad en cuestiones que ponen en peligro el fundamento de la misma sociedad, como es el derecho a la vida.

Es preciso que el Evangelio de la vida penetre en el corazón de cada hombre, en lo más recóndito de la cultura, en el alma de la sociedad. Es necesario, sobre todo, fomentar entre los propios católicos una experiencia de fe, es decir, del reconocimiento de la presencia de Cristo entre nosotros, verdadera y fiel. Tan verdadera y fiel que pueda determinar todas las dimensiones de nuestra vida, que haga resplandecer en nosotros el amor a la propia vida y la gratitud por ella y que suscite en nosotros la voluntad de ayudar y sostener siempre el amor a la vida de los demás con nuestro testimonio de amor.

Llamar a esta experiencia de fe es llamar a la conversión. Porque contribuimos a la cultura de la muerte cuando callamos ante esta verdadera estructura de pecado, cuando nos sometemos a la mentalidad consumista, cuando hacemos del poder, del dinero, del estatus o del éxito social, los criterios que rigen el valor de la vida humana. Por eso, la conversión es siempre la primera e indispensable responsabilidad de los católicos en relación con la vida, si en verdad se ama la vida. Sólo un pueblo agradecido por la experiencia de la redención de Cristo puede expresar con verdad y generar una auténtica cultura de la vida.

La fe en el Dios de la vida nos lleva a cultivar en nosotros una mirada contemplativa que descubra en cada cosa el reflejo del Creador y en cada persona su imagen viviente. Esta mirada contemplativa nos lleva a prorrumpir en himnos de alegría, alabanza y agradecimiento por el don inestimable de la vida humana, en el que Dios llama a cada ser humano a participar en Cristo de la vida de gracia y a una existencia de comunión sin fin con Dios Creador y Padre.

En unión con Jesucristo hemos de promover el respeto a toda vida humana, mediante el servicio de la caridad cristiana que es, ante todo, amor a Dios y amor al prójimo. Hemos de hacernos cargo del otro como persona confiada por Dios a nuestra responsabilidad. Se trata de hacerse cargo de toda la vida y de la vida de todos. Es preciso promover formas discretas y eficaces de atención y ayuda a la vida naciente, con especial cercanía a las madres, de apoyo a las familias y de ayuda a la vida que se encuentra en la marginación, en el sufrimiento, en sus fases finales.

La celebración y la defensa de la vida no pueden ser, sin embargo, cosa de un día, de una sola jornada. La celebración del Evangelio de la vida debe realizarse sobre todo en la existencia cotidiana, vivida en el amor a los demás y en la entrega de uno mismo. Así, toda nuestra existencia se hará acogida auténtica y responsable del don de la vida y alabanza sincera y reconocida a Dios que nos ha hecho este don. Es lo que ya sucede en tantísimos gestos de entrega, con frecuencia humilde y escondida, realizados por hombres y mujeres, niños y adultos, jóvenes y ancianos, sanos y enfermos.

La Virgen María acogió con amor perfecto al Verbo de la vida, Jesucristo, que vino al mundo para que los hombres “tengan vida en abundancia” (Jn 10, 10). A ella le encomendamos a las mujeres embarazadas, a las familias, a los agentes sanitarios y a los voluntarios comprometidos de muchos modos al servicio de la vida. Oremos, en particular, por las personas que se encuentran en situaciones de mayor dificultad. Amén

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Quinario a la Purísima Sangre de Jesús

20 de marzo de 2007/0 Comentarios/en Homilías 2007/por obsegorbecastellon

Castellón, Capilla de la Purísima Sangre. 20.03.2007

Martes de la 4ª Semana de Cuaresma

***

(Ez 47, 1-9.12;: Jn 5, 1-3a.5-16)

 

Hermanos y hermanas en el Seños, Queridos Clavarios y Cofrades de la Purísima Sangre.

Ya cercana la Pascua del Señor, celebramos un año más este Quinario a la Purísima Sangre de Cristo. El Quinario quiere ayudarnos a mejor vivir este tiempo cuaresmal, un tiempo que nos llama insistentemente a la conversión. “Convertíos y creed en el Evangelio”. Estas palabras de Jesús, al comienzo de su vida pública, nos acompañan a lo largo de estos cuarenta días de peregrinación hacia la Pascua. Quizá nuestro principal problema sea que no sintamos necesidad de conversión, porque hayamos perdido el sentido de Dios, el sentido de pecado, el sentido del bien y del mal objetivos en nuestra vida.

La Cuaresma y este Quinario nos quieren ayudar a romper la miopía de una existencia vivida al margen de Dios, para salir de la sequedad de una existencia cerrada en el tiempo y en el horizonte alicorto de este mundo. La Palabra de Dios en este tiempo nos exhorta a salir de la monotonía aburrida de una vida egoísta, materialista y hedonista, de una vida sólo centrada en nosotros mismos. La Cuaresma nos llama a salir de nosotros, a mirar hacia Dios y hacia Cristo, a mirar hacia arriba y hacia el futuro, ese futuro absoluto que buscamos a tientas, sin caer en la cuenta de que está ante nosotros, al alcance de nuestras manos. De la mano de la Palabra de Dios avivemos el recuerdo y el deseo de Dios, verdadero Padre, Dios de bondad y fuente de vida, lleno de amor y misericordia, que cuida de nosotros y nos lleva de la mano hasta la vida eterna.

Dios nos ofrece un tiempo de gracia, de conversión y de reconciliación con Él y, en Él, con los hermanos. La Cuaresma es un tiempo singular y precioso para avivar nuestra fe y nuestra vida cristiana personal, familiar y comunitaria, un tiempo para la renovación espiritual que se muestre en el fruto de las  buenas obras.

En la primera lectura de hoy, el profeta Ezequiel utiliza la imagen del torrente de agua que sale del templo. Es un símbolo de la vida que procede de Dios y que Él otorga especialmente en los tiempos mesiánicos. Ezequiel utiliza la imagen de la corriente de agua milagrosa que mana del lado derecho del templo, el lugar de la presencia de Dios, y que todo lo inunda con su salud y fecundidad. San Juan nos dirá (7, 35-37) que esta agua es el Espíritu que mana de Cristo glorificado. Es el agua viva, que da la Vida.

El agua es símbolo de la vida, y también símbolo de la nueva vida de nuestro bautismo. El agua, tanto la que anuncia poéticamente el profeta como la del milagro de Jesús, estará muy presente también en la noche de la Pascua, al recibir o recordar el bautismo. De Cristo muerto y resucitado brota el agua que apaga nuestra sed y fertiliza los campos de nuestra vida. Su Pascua es fuente de vida, la acequia de Dios que riega y alegra nuestras vidas, si dejamos que corra por nuestro ser.

El agua es Cristo mismo. Baste recordar el diálogo con la mujer samaritana junto al pozo, en Juan 4: él es “el agua viva” que quita de verdad la sed. Si el profeta ve brotar agua del Templo de Jerusalén, ahora Cristo mismo, el Cordero, es el Santuario (cfr Ap 21,22); de Él nos viene el agua salvadora, que brota hasta la vida eterna. La curación del paralítico por parte de Jesús en el Evangelio de hoy es el símbolo de tantas y tantas personas, enfermas y débiles, que encuentran en Él su curación y la respuesta a todos sus interrogantes.

El agua es también el Espíritu Santo: “si alguno tiene sed, venga a mi, y beba el que crea en mi: de su seno correrán ríos de agua viva. Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él” (Jn 7,37-39).

Dios quiere convertir nuestro jardín particular, y el de toda la Iglesia, por reseco y raquítico que esté, en un vergel lleno de vida. Si hace falta, Él quiere resucitarnos de nuestro sepulcro, como lo hizo con su Hijo. Basta que nos incorporemos seriamente al camino de Jesús. ¿Nos dejaremos curar por esta agua pascual? ¿de qué parálisis nos querrán liberar Cristo y su Espíritu?

Siempre hay un lugar y una hora exacta en la que el Señor viene a nuestro encuentro y nos pregunta: “¿Quieres ser curado?”. Cristo Jesús quiere encontrarse con nosotros, para perdonarnos y darnos vida. El encuentro con Él es el momento que marca el comienzo de la conversión o del rechazo radical. Esa conversión es un camino que exige cons­tancia y una decisión siempre renovada de proseguir el viaje a pesar de todo. Si en la antigua alianza el pueblo caminaba bajo la guía de Moisés, para nosotros el camino a seguir es el mismo Hijo de Dios, Jesucristo. Él es quien nos saca de la esclavitud del pecado, quien nos saca de nosotros mismos.

Como Iglesia hemos de ayudarnos fraternal­mente a caminar por las sendas de la conversión, o sea, ayudarnos a buscar y seguir a Jesús. Hay que desear ar­dientemente que ninguno se extravíe, que ninguno se retrase o se aleje. Todos los cuidados que Jesús nos prodiga con su Palabra, con los sacramentos, con sus intervenciones providenciales son ofertas de conversión.

Acojamos su invitación a ser curados, a convertirnos mediante nuestra fe en el Evangelio. El Señor nos exhorta de nuevo a todos los cristianos a creer de verdad en Dios, Padre de bondad y de misericordia, y a fiarnos de verdad y sin miedos de la Buena Nueva del Evangelio, a acoger sin titubeos la vida nueva recibida en el bautismo y que brota hasta la eternidad. El Señor nos exhorta en este tiempo de Cuaresma a fortalecer nuestra adhesión personal a Él y a acoger su Palabra en nuestra vida; el Señor nos llama a avivar la novedad de nuestro bautismo y a vivirlo con más fidelidad, con mayor seriedad y con mayor profundidad.

En este tiempo de la cuaresma, Dios nos ofrece una oportunidad de gracia para fortalecer el tono espiritual de nuestra vida escuchando y acogiendo la Palabra de Dios, orando personalmente y en comunidad. La Palabra de Dios nos invita a la conversión de mente y corazón a Dios, a recuperar a Dios en nuestra vida. La Cuaresma nos exhorta a reconocer con humildad nuestros pecados, a arrepentirnos de ellos, a acoger el perdón de Dios en el Sacramento de la Penitencia y la enmienda de nuestros pecados. Es necesario que nos  paremos a pensar la propia vida desde la Palabra de Dios para dejar que la nueva Vida del Bautismo aflore en nosotros.

Como tantos cristianos también nosotros experimentamos la peligrosa insidia de un contexto pagano con costumbres relaja­das, centrados en nosotros mismos, en el tener o en el disfrutar. Con frecuencia prescindimos de las exigencias de una vida auténticamente cristiana.

“!Dejaos reconciliar con Dios!” (2 Cor 5, 20), así nos exhorta San Pablo en este tiempo cuaresmal. Si no hemos perdido el sentido del bien y del mal objetivos, si no hemos perdido el sentido de nuestras culpas, reconoceremos que en nuestra vida existe el pecado y que tenemos necesidad de reconciliación, de recomponer las fracturas y de cicatrizar las heridas.

Pablo nos anuncia la reconciliación que el Padre nos ofrece en su Hijo Jesucristo a través del ministerio de su Iglesia. Sus palabras nos invitan a fijar nuestra mirada en el Padre de toda misericordia, cuyas entrañas se conmueven cuando cualquiera de sus hijos, alejado de Él por el pecado, retorna a El y confiesa su culpa. El abrazo del Padre a quien, arrepentido, va a su encuentro, será la justa recompensa por el humilde reconocimiento de las culpas propias y ajenas. Pedir con arrepentimiento el perdón, recibirlo con gratitud y darlo con generosidad, es fuente de una paz que no se puede pagar. Por ello es justo y hermoso confesarse personalmente, dejarse reconciliar con Dios.

Es necesario confesarse ante un sacerdote. Así lo muestra Dios mismo quien al enviar a su Hijo en nuestra carne, demuestra que quiere encontrarse con nosotros mediante los signos de nuestra condición humana. Dios salió de sí mismo por nuestro amor y vino a ‘tocarnos’ con su carne en su Hijo, que cura y sana al paralítico, que le perdona los pecados y encarga a los Apóstoles que lo hicieran en su nombre. Nosotros estamos a invitados a acudir con humildad y fe a quien nos puede perdonar en su nombre, es decir, a quien el Señor ha elegido y enviado como ministro del perdón. La confesión es por tanto el encuentro con el perdón divino, que nos ofrece Jesús y nos dona por el ministerio de la Iglesia. La confesión humilde dará paz a nuestro corazón.

Dediquemos en esta Cuaresma más atención y tiempo al cuidado de nuestra fe y nuestra vida cristiana. Acojamos la invitación al arrepentimiento y la penitencia de nuestros pecados. Cuando nos acercamos a Dios, cuando dejamos que la mirada de Cristo ilumine nuestra vida, nos damos de nuestros pecados, nuestras faltas de piedad, de diligencia, de amor y misericordia. Sólo reconociendo nuestros pecados podremos se librados. La oración nos ayuda a sentir con  fuerza la presencia de Jesús en nuestro corazón y ver en su presencia la verdad de nuestra vida personal y espiritual. Somos pecadores, y sólo podemos alcanzar la verdad y la paz interior reconociendo nuestras faltas y pidiendo perdón a Dios por ellas. Los cristianos contamos con la seguridad del perdón de Dios anunciado por Jesús, ofrecido por la Iglesia, en virtud de su purísima sangre de Jesús, de su pasión y muerte, mediante el sacramento de la penitencia y del perdón de los pecados.

El Señor sale a nuestro encuentro para curarnos de nuestros males, para perdonarnos nuestros pecados, para avivar la nueva vida  recibida en el agua del bautismo. Él nos ha sumergido en las aguas bautismales para que quedemos libres de todo lo que nos ataba al mal. Dios nos quiere hijos suyos, capaces de dar testimonio de su Nombre, de su Vida y de la presencia de su Espíritu en nosotros. Cuando entramos en comunión de vida con el Señor su Vida llega con mayor abundancia a nosotros. Pero no podemos encerrarla para nosotros mismos. Nos quiere en camino. Quiere que vayamos por todas partes para hacer el bien a todos. La participación en la Eucaristía nos hace responsables de ser portadores de la salvación de Dios para todas las naciones en todo tiempo y lugar.

Roguemos al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la gracia de tener la apertura necesaria a la presencia del Espíritu Santo en nosotros, de tal forma que podamos ser una auténtica Iglesia convertida en portadora del amor y de la salvación para todas las gentes de todos los tiempos y lugares. Amén.

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Bendición e imposición de la corona a la Virgen de la Soledad de Villareal

10 de marzo de 2007/0 Comentarios/en Homilías 2007/por obsegorbecastellon

Tercer Domingo de Cuaresma

Villareal, 10 de marzo de 2007

(Ex 3, 1-8a.13-15; 1 Cor 10, 1-6-10-12; Lc 13, 1-9)

 

Hermanos y Hermanas de la Cofradía de la Purísima Sangre y de la Virgen de la Soledad.

De manos de María, la Virgen de la Soledad, el Señor nos ha convocado en torno a la mesa de su Palabra y de su Eucaristía en la víspera de este tercer domingo de Cuaresma. Al final de esta Eucaristía coronaremos a nuestra Madre, la Virgen de la Soledad, con lo que le manifestamos nuestro amor y nuestra devoción y la reconocemos como Reina de nuestra vida y de nuestra Cofradía. Al contemplar hoy una vez más a la Soledad al pié de la Cruz recordamos la parte que tuvo la Santísima Virgen en la obra redentora de su Hijo a favor de toda la humanidad. Por ser la Madre del Señor, por obra del Espíritu Santo, María compartió la pasión del Señor. Dios asoció sus dolores de Madre a la pasión de su Hijo; hoy la vemos de nuevo sola, abandonada de los discípulos, sufriendo a los pies de la Cruz, por la muerte del Hijo, expresión de su rechazo y de su obra de Salvadora. Pero en su soledad, en su sufrimiento al pié de la Cruz, María se muestra firme en la fe, confortada por la esperanza y abrasada por el fuego de la caridad. Ella no dudó en exponer su vida, ante la humillación de su pueblo, ella sufre en soledad junto a su Hijo para hacernos renacer a Dios y para llevarnos a su Hijo.

¿No provocamos también nosotros el dolor de la soledad de María al pie de la Cruz cuando nos cerramos a Dios, abandonamos a Cristo y no acogemos su Evangelio en nuestra vida? ¿No dejamos a la Virgen también nosotros en su soledad cuando transitamos por nuestros propios caminos y no acogemos los caminos de Dios, que es Cristo mismo, cuando le rechazamos y nos extraviamos por nuestros propios pecados?

En el evangelio de hoy resuenan de nuevo con fuerza la llamada de Jesús a la conversión: “Si no os convertís, también vosotros pereceréis” (Lc, 1-9, 4). Quizá nuestro principal problema consiste en que no sintamos necesidad de conversión, porque hayamos perdido el sentido de Dios y el sentido de pecado, del bien y del mal objetivo.

El tiempo cuaresmal, este tiempo de peregrinación hacia la Pascua del Señor, nos quiere ayudar a romper de manos de María la Virgen de la Soledad la miopía de una existencia al margen de Dios, de una existencia cerrada en el tiempo y en el horizonte alicorto de este mundo. La Virgen de la Soledad, por su fe, esperanza y caridad quiere ayudarnos a salir de la monotonía aburrida de una vida egocéntrica, materialista y hedonista. Ella nos invita a salir de nosotros mismos, a mirar hacia Dios y hacia Cristo, a mirar hacia arriba y hacia el futuro, ese futuro absoluto que buscamos a tientas, sin caer en la cuenta de que está ante nosotros, al alcance de nuestras manos. La Palabra de Dios nos exhorta a avivar el recuerdo y el deseo de Dios, verdadero Padre, Dios de bondad y fuente de vida, lleno de amor y misericordia, que cuida de nosotros y nos lleva de la mano hasta la vida eterna.

Como el amo de la viña, Dios nos ofrece este tiempo de Cuaresma como un tiempo de gracia, de conversión y de reconciliación con Dios y con los hermanos. Es un tiempo singular y precioso para avivar nuestra fe y vida cristiana personal, familiar y comunitaria, un tiempo para la renovación espiritual que se muestre en el fruto de las  buenas obras.

Siempre hay un lugar y una hora exacta en la que el Señor quiere encontrarse con nosotros. Es el momento que marca el comienzo de la conversión o, quizá y desgraciadamente, del rechazo radical. La conversión es un camino que exige constancia y una decisión siempre renovada de proseguir el viaje a pesar de todo. Si en la antigua alianza el pueblo caminaba bajo la guía de Moisés, para nosotros el camino a seguir es el mismo Hijo de Dios, Jesucristo. Él es quien nos saca de la esclavitud del pecado, quien nos saca de nosotros mismos.

El sentido de la vida eclesial es ayudarse fraternal­mente a caminar por las sendas de la conversión, o sea, ayudarse a buscar y seguir a Jesús. Hay que desear ar­dientemente que ninguno se extravíe, que ninguno se retrase o se aleje. A esto precisamente nos invita el Evangelio de hoy, que concluye con la parábola de la hi­guera estéril. El labrador que ruega que no la corten to­davía es Jesús. Como intercesor nuestro, dirá hasta el fi­nal de los tiempos: “Espera un poco, un poco todavía, que la cuidaré más”. Todos los cuidados que Jesús nos prodiga con su Palabra, con los sacramentos, con sus intervenciones providenciales -y lo son también los acontecimientos dolorosos-, son ofertas de conversión. Dejémosle, pues, que nos cultive. La Palabra sagrada es como un arado, y también como una semilla sembrada para que pueda producir fruto.

En este tiempo de la Cuaresma, la Virgen de la Soledad nos invita a todos los cristianos a creer de verdad en Dios, Padre de bondad y de misericordia, y en la vida eterna para fortalecer nuestra adhesión a Cristo y a su Palabra viviendo la novedad de nuestro bautismo con más fidelidad, con mayor seriedad y mayor profundidad. Dios nos ofrece una oportunidad de gracia para fortalecer el tono espiritual de nuestra vida mediante la escucha de la Palabra de Dios, la oración personal y comunitaria, la conversión de mente y corazón a Dios y su Palabra, el arrepentimiento, la confesión y la enmienda de nuestros pecados, y el ejercicio de las buenas obras. Es necesario que nos paremos a pensar la propia vida desde la Palabra de Dios. Los esposos y los padres con los hijos pueden examinar lo que hay que mejorar en la vida matrimonial y en la convivencia familiar.

Como los cristianos de Corinto, también experimentamos la peligrosa insidia de un contexto pagano con costumbres relaja­das. Pablo nos propone una reflexión acerca de los acontecimientos del Éxodo. De estos hechos se desprende que la gracia se ofrece a todos -y el apóstol lo repite insistentemente con la clara alusión al bautismo y a la eucaristía (vv. 1-4a)-, pero Dios pide a cada uno que no resulte infructuosa. Un fideísmo casi mágico en la eficacia de los sacra­mentos o una cierta euforia espiritual inducen a pres­cindir de las exigencias morales que comporta una vida auténticamente cristiana para que Dios pueda contem­plarla con agrado. Pablo condena la murmuración que suscita divisiones, considerándo­la como un repetir el descontento del pueblo en su camino del desierto. Que cada uno pregunte a su concien­cia y mida sus propias fuerzas (v. 12): es preciso mante­nerse firmes y bien cimentados.

“!Dejaos reconciliar con Dios!” (2 Cor 5, 20), nos exhorta San Pablo. Si no hemos perdido el sentido del bien y del mal objetivos y de nuestra responsabilidad, reconoceremos que en nuestra vida existe el pecado y que tenemos necesidad de reconciliación, de recomponer las fracturas y de cicatrizar las heridas.

Pablo nos anuncia la reconciliación que el Padre nos ofrece en su Hijo Jesucristo. Sus palabras nos invitan a fijar nuestra mirada en el Padre de toda misericordia, cuyas entrañas se conmueven cuando cualquiera de sus hijos, alejado por el pecado, retorna a El y confiesa su culpa. El abrazo del Padre a quien, arrepentido, va a su encuentro, será la justa recompensa por el humilde reconocimiento de las culpas propias y ajenas. Pedir con arrepentimiento el perdón, recibirlo con gratitud y darlo con generosidad, es fuente de una paz que no se puede pagar. Por ello es justo y hermoso confesarse personalmente.

Que sea necesario hacerlo ante un sacerdote nos lo muestra Dios mismo. Al enviar a su Hijo en nuestra carne, demuestra que quiere encontrarse con nosotros mediante los signos de nuestra condición humana. Dios salió de sí mismo por nuestro amor y vino a ‘tocarnos’ con su carne en su Hijo, que perdonó los pecados y encargó a los Apóstoles que lo hicieran en su nombre. Nosotros estamos a invitados a acudir con humildad y fe a quien nos puede perdonar en su nombre, es decir, a quien el Señor ha elegido y enviado como ministro del perdón. La confesión es por tanto el encuentro con el perdón divino, que nos ofrece Jesús y nos dona por el ministerio de la Iglesia. La confesión humilde dará paz a nuestro corazón.

Así pues dediquemos en esta Cuaresma más atención y tiempo al cuidado de nuestra fe y nuestra vida cristiana. Con un poco de interés todos podemos hacerlo. Podemos, por ejemplo, dedicar unos minutos a leer un pasaje del evangelio. Podemos también dedicar unos minutos a rezar, en casa, por la mañana o por la noche. Podemos, incluso pasar unos minutos en el silencio de una Iglesia, ante el Sagrario.

Acojamos la invitación al arrepentimiento y la penitencia de nuestros pecados. Cuando nos acercamos a Dios, cuando dejamos que la mirada de Jesús ilumine nuestra vida, nos damos cuenta de nuestros pecados, de nuestras faltas de piedad, de diligencia, de amor y misericordia. Sólo reconociendo nuestros pecados y confesándolos podremos ser librados de ellos y mejorar espiritualmente. La oración nos ayuda a sentir con  fuerza la presencia de Jesús en nuestro corazón y ver en su presencia la verdad de nuestra vida personal y espiritual. Somos pecadores, y sólo podemos alcanzar la verdad y la paz interior reconociendo nuestras faltas y pidiendo perdón a Dios por ellas. Los cristianos contamos con la seguridad del perdón de Dios anunciado por Jesús, ofrecido por la Iglesia, en virtud de su pasión y muerte, mediante el sacramento de la penitencia y del perdón de los pecados. La Iglesia ha recibido del Señor el encargo de anunciar y conceder el perdón de los pecados en nombre de Dios y de Jesucristo nuestro salvador.

Dejémonos guiar por la fe, la esperanza y de la caridad de María hacia el encuentro con el Señor. Amén

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Profesión solemne de Sor María Sheelama

25 de febrero de 2007/0 Comentarios/en Homilías 2007/por obsegorbecastellon

 

Monasterio de MM. Clarisas de Onda – 25 de febrero de 2007

(Deut 26,4-10; Sal 90; Rom, 10, 8-13; Lc 4,1-13)

 

Hoy nuestra Iglesia está de enhorabuena porque una de sus hijas, Sor María Sheelama, ha escogido en su vida la total consagración a Dios y en este día lo manifiesta públicamente con la ‘profesión perpetua’. No eres tú la que te apropias de este estado de vida; es el mismo Jesucristo quien te hace más propiedad suya.

Ya desde una edad temprana supiste escuchar la voz del Señor y entregarte a Él. Tu has podido experimentar en tu vida las palabras de San Pablo: “Nadie que cree en él, el Señor Jesús, quedará defraudado” (Rom 8, 12). Si sigues confiando plenamente en el Señor, podrás comprobar con el tiempo que este amor del Señor, a pesar de tus debilidades, se hará mayor realidad en ti. ¡Que esta entrega a Cristo Jesús, el Esposo, que hoy haces con alegría te motive ahora y en los días de tu vida mortal! Como dice San Agustín: «Aunque los tiempos se van y no vuelven, el alma justificada y piadosa armoniza en su memoria los recuerdos del pasado con las vivencias del presente y las expectativas del futuro” (Serm. 216,7,7).

Esto es lo que nos muestra la primera lectura de este domingo al recordar la historia de Dios con su pueblo Israel. Al celebrar la Pascua judía, que conmemora la liberación de Egipto, las familias israelitas recuer­dan las maravillas que Dios ha hecho con su pueblo y eso les da fuerza para permanecer fieles al Dios siempre fiel. Tú podrás recordar la historia del amor de Dios contigo; haciendo memoria de tu entrega alegre de hoy a Dios podrás afianzar tu fidelidad día a día. Tu historia, como la de cada uno de noso­tros, no es sólo la suma de nuestras acciones, sino también –y sobre todo- lo que Dios ha obrado y sigue obrando en nuestra vida. Lejos de ser una elucubración abstracta, nos lleva a lo concreto. Cada uno de nosotros puede contar sus vivencias con el Señor; y los hechos del pasado se convierten en garantía para el presente y en fuerza para el futuro.

En todo proceso vocacional hay un hilo conductor que está señalado por el amor, más aún cuando se ha fraguado en un ambiente familiar. ¡Cuánto debes agradecer a tus padres, a tu familia por la transmisión y la experiencia de la fe cristiana! No olvidemos que la familia es el lugar más adecuado para la vivencia de la fe puesto que en ella se hace presente la fuerza amorosa de Dios. Es más, Dios mismo se hace presente. «Nadie ha visto jamás a Dios; sí nosotros nos amamos los unos a los otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su perfección” (1 Jn 4, 13). Hoy quiero dar gracias a Dios por la experiencia de tantas familias como la tuya, querida Sor María Scheelama, y para que otras muchas encuentren el camino verdadero en una entrega generosa a Dios y a su Iglesia. Si, desde el bautismo, hemos sido consagrados para el Reino de Dios, en la familia encontramos la razón de ser y de pertenecer a este Reino que edifica la ciudad humana.

Y si la familia es hogar y encuentro amoroso con Dios, también hay otros espacios apropiados para vivir en familia: son los recintos de las comunidades monásticas.«Lo primero por lo que os habéis congregado en comunidad es para que viváis en comunión, teniendo un alma sola en Dios y un solo corazón hacia Dios» (San Agustín, Regla I).

Desde esta perspectiva se entiende las palabras de San Juan: “amémonos los unos a los otros, porque el amor procede de Dios. Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios” (1 Jn 4,7). Esta debe ser la esencia de toda comunidad. Sin este talante de vida nada tiene sentido porque “cuando se atrofia el amor se paraliza la vida” (San Agustín, In ps. 85,24).

En la vida de comunidad, además, «debe hacerse tangible de algún modo que la comunión fraterna, antes de ser instrumento para una determinada misión, es espacio teologal en el que se puede experimentar la presencia mística del Señor resucitado, ‘porque donde, dos o más, están unidos en mí nombre, allí estoy yo en medio de ellos (Mt 18,20)” (VC 42).  Quiere esto decir que la familia monástica, en vuestro caso, es un privilegio que os hace gustar la presencia de Cristo en medio de la fraternidad a través de la oración y de la contemplación.

San Francisco y Santa Clara intuyeron que la forma más concreta de amar a Cristo era a través de la fraternidad. Desde ahí se entienden los votos de pobreza, virginidad y obediencia. Los tres modos de humildad, al estilo de Cristo humilde, son los tres votos. Ellos anuncian por sí mismos que el hermano y la hermana tienen un puesto fundamental en la vida de una clarisa. Se hace pobre, casta y obediente por Cristo, presente en el hermano. El hermano es el camino para llegar a Dios. No podemos ir a Dios solos, sino que debemos ir a él con el prójimo. De ahí que el Papa Juan Pablo II dijera que el ser humano es el primer y fundamental camino de la Iglesia. El hermano nos recuerda permanentemente que Cristo está cerca de nosotros.

En una sociedad donde prima el poder y se instrumentaliza la persona, en una sociedad que idolatra el egoísmo y el individualismo es necesario que se ponga bien alto el ideal del amor. Este amor nace de Jesucristo vivo y presente entre nosotros que nos hace fraternos y hermanos. Cuando se pierde el horizonte del amor, el ser humano se precipita por el barranco de la deshumanización. Ante esta aberración, aunque se pinte de progreso, el cristiano tiene el deber de protestar y profetizar que el amor de Dios manifestado en Cristo, nos hace libres y humanos.

Sor María Sheelama ha sentido el amor de Dios en el encuentro con Cristo que le «ha abierto una puerta de esperanza’ (Os 2,17) en su vida. La Palabra de Dios le ha recordado que debía dejar, como el pueblo de Israel, los ídolos y las tentaciones que le apartaban de la llamada y que le estorbaban para ser verdaderamente libre, siguiendo su voluntad. En su interior se ido haciendo camino la cercanía amorosa de Dios, que la conducía por veredas del amor para desposarse con ella hasta poder decir: Jesús es mi Señor y mi Esposo. Como al pueblo de Israel Él, querida hija, te será fiel y te dará la felicidad. Él es el Esposo de quien siempre te podrás fiar y en quien siempre podrás confiar.

El encuentro con Cristo cambia radicalmente la vida de una persona. “Cuando el amor busca y anhela lo que le atrae, se convierte en deseo. Cuando lo posee y goza, en felicidad” (San Agustín, De civ. Dei 14,7,2). Nada hace ensanchar el corazón humano tanto como la consideración de que Dios es el “único bien” (Sal 16, 2). La vida tiene sentido cuando Dios es reconocido como dueño y como bien.

Este es un testimonio que conviene que, vosotras hermanas clarisas, como consagradas contemplativas que sois, deis en todo momento a nuestra Iglesia y a nuestra sociedad. Vuestra vida de contemplativas dirige nuestra mirada al manantial del ser, de la vida y de la misión de la Iglesia. Centrada en la contemplación de Dios en el rostro de Cristo, crucificado y resucitado, vuestra vida nos recuerda que Él y solo Él es el fundamento y el centro de nuestra fe, la fuente de nuestra comunión y la meta de la misión de la Iglesia. La vida contemplativa al comunicar así la verdad contemplada y la experiencia de la contemplación, ayuda a la misma comunidad humana a descubrir cuál es su propia identidad, cuál es su origen y cuál es su destino: Dios mismo que la ha recreado por la muerte y resurrección de Cristo.

Estáis llamadas a ser una bocanada de aire nuevo que ayude a nuestra comunidad eclesial a centrar la mirada en Cristo, crucificado y resucitado, y en Él en los hermanos. Sois voz y recuerdo permanente de Dios para toda la familia humana, para que ésta sea fiel a Dios y a su voluntad y a sus mandamientos. Sólo desde una auténtica espiritualidad centrada en Dios y en la contemplación de Cristo resucitado se pueden regenerar la persona, las familias, la sociedad y la Iglesia.

Vuestra vida consagrada contemplativa tiene su razón fundamental en la búsqueda ante todo del Reino de Dios y es, principalmente, una llamada “a la plena conversión, en la renuncia de sí mismo para vivir totalmente en el Señor, para que Dios sea todo en todos.  Los consagrados, llamados a contemplar y testimoniar el rostro transfigurado de Cristo, son llamados también a una existencia transfigurada” (VC,35).

Dios Padre os ha elegido para que seáis santas e irreprochables ante sus ojos (cf. Ef 1, 4). Vuestro Monasterio debe ser el ‘laboratorio del reclamo a la santidad’ para que quiénes os vean reconozcan a Dios y conviertan su corazón a él. ¡Una gran vocación y una gran responsabilidad! “Los santos y santas han sido siempre fuente y origen de renovación en las circunstancias difíciles de toda la historia de la Iglesia. Hoy necesitamos fuertemente pedir con asiduidad a Dios santos” (VC 35). ¡Vivid con alegría e intensidad vuestra vida de consagradas contemplativas! Así con vuestra entrega y oración asidua nos animaréis a ser santos.

Nuestra Iglesia da gracias esta tarde porque una de sus hijas desea ser ‘lumbrera’ de amor en Jesucristo, en su Iglesia y en la humanidad. Con los votos te comprometes, querida Sor María Sheelama, a alimentar día a día esta luz que nace de Dios. No olvides las palabras de Jesús: “El que permanece unido a mí, como yo estoy unido al Padre, produce mucho fruto; porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5). Esto te llevará a dar frutos de amor. Es la luz que ha de llevar todo cristiano, pero de modo especial la contemplativa que caminando en la luz está en permanente unión y comunión con Dios; y el criterio será siempre el modo de vivir el amor fraterno: en esto se reconoce si uno está en la luz o en las tinieblas (1 Jn 1,5; 2,8-11).

Oremos todos a Dios Padre por nuestra hermana que hoy se consagra al Señor. Ruego a María la Virgen que te acompañe, Sor María Sheelama, siempre y que al estilo de ella sepas vivir bien enraizada en la voluntad de Dios. Que la Virgen haga de este Monasterio un reclamo para que muchas jóvenes encuentren sentido a su vida y con generosa entrega sigan los consejos de Santa Clara. Pido a María que forje en el amor a esta Comunidad de Clarisas. En María pongo todas vuestras intenciones. Amén

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Traslado de los restos del beato Juan Ventura Solsona

25 de febrero de 2007/0 Comentarios/en Homilías 2007/por obsegorbecastellon

 

I Domingo de Cuaresma

(Deut 26,4-10; Sal 90; Rom, 10. 8-13; Lc 4,1-13)

Iglesia Parroquial de Villahermosa del Río

25 de febrero de 2007

 

El Señor Jesús nos ha convocado, en este Domingo, en torno a la mesa de su altar para renovar y actualizar el misterio pascual de su pasión, muerte y resurrección. El misterio pascual, la entrega hasta el extremo de Jesús, el Hijo de Dios, es la expresión suprema del amor fiel de Dios hacia toda la humanidad, que redime y se convierte en fuente de vida y de salvación para el mundo. Al trasladar hoy los restos del hijo y párroco de Villahermosa del Río, el beato Juan Ventura Solsona, (1851-19386) queremos ponerlos cerca del ara del altar de Cristo, a cuyo sacrificio él se unió por su sangre derramada, y cerca de la pila bautismal donde renació a la vida de los Hijos de Dios.

Unidos en la oración damos gracias de nuevo a Dios por el don de su persona y por su muerte martirial: en su martirio, él es testigo de una fe llena de confianza en el amor de Dios que nunca abandona a aquellos que le aman; en su martirio, él es testigo de la esperanza en la vida eterna y sin fin; él es testigo de un amor entregado a Dios hasta el derramamiento de su sangre y de amor sin reservas al prójimo, incluido el perdón de sus asesinos: donde sólo había odio por ser sacerdote de Cristo y de su Iglesia, él supo poner amor. Por su persona, por su testimonio de santidad, por su testimonio de fe, de esperanza y de caridad damos gracias esta mañana a Dios.

El Beato Juan Ventura nos recuerda que en la base de toda existencia verdaderamente humana y cristiana, está el amor de Dios y una fe confiada en el amor fiel y providente de Dios. Dios que es amor, crea por amor y llama a la vida plena y eterna junto a Él; y Dios, que es fiel, no abandona a quien le ama. Nos lo recordaba el Salmo de este domingo. “Se puso junto a mí: lo libraré; lo protegeré porque conoce mi nombre; me invocará y lo escucharé. Con él estaré en la tribulación, lo defenderé, lo glorificaré” (Sal 90).

Sin duda, si algo configuró el espíritu de nuestro Beato en su martirio, esto fue la confianza total en Dios, en su amor y en su fidelidad, hasta considerar su martirio como un don de Dios: una fe y un amor radical a Dios, que lo llevaron a mantenerse fiel a la fe hasta el extremo de hacer oblación de su vida a Dios: un amor a Dios que se hizo perdón de sus asesinos. No lo olvidemos: La fuerza del Beato Juan ante su martirio fue su experiencia personal de Dios, la experiencia de un Dios que es Padre amoroso y fiel, que no abandona ni tan siquiera en la muerte. Por la fe, descubrió, acogió y vivió el amor que Dios había derramado en su corazón.

En la vida y en la muerte del Beato Juan se hicieron realidad las palabras de San Pablo: “nadie que cree en él, quedará defraudado” (Rom 10,11). A lo largo de su existencia y, es especial, en su martirio, creyó y confió plenamente en Dios y en su fidelidad amorosa: estaba seguro de que el amor de Dios no le abandonaría nunca, tampoco en la tragedia de su muerte. Su respuesta al amor recibido de Dios será un vivo deseo de entregarle su vida por amor, si así era su voluntad, y de amarle amando al prójimo, incluso perdonando a sus verdugos, porque también a ellos estaba destinado el amor de Dios.

Como fruto de su amor a Dios, nuestro Beato buscará estar unido a Él en todo momento. Esta unión con Dios se manifestará en su serenidad, cuando es detenido, y en aquellas palabras de amor y de perdón que confundieron a sus asesinos hasta tal punto que ninguno se atrevía a matarlo. En su deseo de amar a Dios y agradarle en todo no se preocupará más que de buscar en todo la gloria de Dios y acoger su voluntad. Nuestro Beato se dejó así conformar enteramente con la voluntad divina hasta dar su propia vida a Dios. Su fidelidad a su fe cristiana hasta el martirio, su serenidad, su perdón y su esperanza ante la muerte, no proceden sino de su gran fidelidad a la fe y su confianza en el amor de Dios. El encarnó la acogida amorosa y dócil de la voluntad del Padre: amó a Dios y, en Él, al prójimo. Con su martirio nos mostró que el amor vence el odio, el mal y el pecado.

También hoy nos preguntamos qué es lo esencial en la vida cris­tiana. La experiencia nos enseña que la causa más universal de su­frimiento en el mundo no es ni la enfermedad, ni la guerra, ni el hambre, sino el odio humano y la falta de amor. La experiencia nos dice que cuando Dios desaparece de nuestra vida, de la vida de la sociedad, comienza la muerte del hombre. Lo importante, por ello, es cuidar las dos claves de la vida: Dios y el prójimo. Y Dios es siempre la garantía del ser humano, del respeto de su dignidad y de su vida. Cuando damos prioridad a las cosas secundarias nuestro corazón se llena de preocupaciones y se vacía de lo esencial. Parece que no encontramos nunca tiem­po para dedicarnos a las cosas verdaderamente importantes. Y lo importante en la vida cristiana es amar a Dios con todo el co­razón, fiándose en todo momento de El y confiando en Él, sin renegar de Él, sin buscar excusas. Hoy se lleva ser religiosamente indiferente, agnóstico, vivir como si Dios no existiera. Incluso hay quien dice que se vive mejor sin Dios y sin conciencia objetiva.

El Evangelio de este Domingo nos recuerda que lo fundamental para el cristiano, como para Jesús, es creer y confiar en Dios, amarle y acoger su voluntad, en definitiva dejar a Dios ser Dios en nuestra vida. Como Jesús en el desierto también nosotros estamos tentados a hacer de lo material, del tener y del gozar el centro de nuestra vida; como Jesús estamos tentados de buscar el poder ante todo, o de tentar a Dios erigiéndonos en dioses y suplantando su voluntad. ¡Que frecuentes son estas tentaciones en nuestro tiempo, empecinado en vivir de espaldas a Dios! El evangelio nos exhorta a mantener la confianza en el amor de Dios. Es el camino para vencer las tentaciones. Es el camino que nos muestra Jesús. Es el ejemplo de nuestro mártir, el beato Juan Ventura. El amor confiado a Dios sobre todas las cosas más que un mandamiento es privilegio para el cristiano, pues no a todos se les da el don de conocer y de amar a Dios. Si un día lo descubrimos, como nuestro Beato, no cesaremos de dar gracias a Dios y no haremos otra cosa que cultivar en nuestro corazón el amor a Dios y, como su consecuencia necesaria, el amor al prójimo. El amor a Dios nunca decepciona; el amor a Dios satisface plenamente el ser humano.

Pero somos frágiles. El contexto social nos tienta a prescindir de Dios en nuestra vida. Marginado Dios de nuestra vida, comienza el deterioro de las relaciones humanas, impera el odio, el rencor y la muerte. El evangelio de hoy nos presenta las tentaciones de Jesús en el desierto, pero también su victoria sobre el tentador. San Pío de Pietrelcina decía: El demonio tiene una única puerta para entrar en nuestro espíritu: esta puerta es la voluntad. Las tentaciones son llamadas a nuestro cora­zón; pero nunca lograrán derribar la entrada, si nosotros no abrimos la puerta. Ésa es nuestra esperanza y la garantía de que, como indica san Agustín, Dios nunca permite que seamos tentados por encima de nuestras fuerzas. Quien permanece con Cristo nunca queda derrotado. Así lo dice san Pablo citando la Escritura: Nadie que cree en él quedará defraudado.

Toda tentación busca derribar nuestra confianza en Dios. Lo hace mediante el ardid de presentar algo como bueno, para atraer nuestros sentidos o mover nuestro orgullo, para que dejemos de lado a Dios. El salmo de hoy muestra la actitud contraria. Quien confía en el Señor puede estar tranquilo, porque Dios le asegura: Me invocará y lo escucharé. Con él estaré en la tribu­lación, lo defenderé, lo glorificaré.

 La Eucaristía no es sólo ‘banquete fraternal’, sino también es ‘memorial’ vivo de la entrega de Jesús al Padre. Unido a Cristo, nuestro mártir ofreció su propia vida en sacrificio a Dios. Que él nos enseñe, a ofrendar vuestras vidas con Cristo al Padre, creyendo y confiando en Dios, y amándole sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. Participemos en esta Eucaristía, el sacramento de la entrega y del amor de Dios en Cristo. Que la participación en el amor de Dios, nos lleve a ser testigos de su amor. Amén.

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Dedicación de la Iglesia Parroquial de Chilches

18 de febrero de 2007/0 Comentarios/en Homilías 2007/por obsegorbecastellon

Chilches –  18 de febrero de 2007

 

“Todos como un solo hombre… alababan y daban gracias al Señor; ‘Porque es bueno, porque es eterna su misericordia” (2 Cr 5,6-8-9b.13 -6,2). Como hiciera el pueblo de Israel al dedicar a Dios el templo de Salomón, también nosotros alabamos y bendecimos a Dios esta tarde al inaugurar y dedicarle este templo totalmente restaurado: aquí está la casa de Dios entre nosotros. A Dios le damos gracias y cantamos su misericordia para con esta comunidad cristiana de Chilches: hoy se hace realidad un deseo largamente anhelado.

A nuestra acción de gracias a Dios unimos nuestro sincero agradecimiento a todos cuantos de un modo u otro han hecho posible la restauración de vuestra Iglesia parroquial de la Asunción de Nuestra Señora: a la Consellería de Cultura de la Generalitat Valenciana, a la Excma. Diputación Provincial de Castellón, al Excmo. Ayuntamiento de Chilches, a la Fundación Caja Castellón-Bancaixa y a las entidades y particulares que tan generosamente han contribuido con sus donativos. No podemos olvidar tampoco la generosidad de nuestra Iglesia diocesana en momentos de estrechez económica. Y cómo no agradecer los desvelos de vuestro sacerdote, D. Antonio Sanfélix, y del Consejo parroquial. Hoy recordamos también al Arquitecto, a las empresas y a todos los trabajadores.

Vuestra iglesia, el templo físico, que hoy vamos a dedicar, es imagen de vuestra comunidad parroquial; sois el templo de piedras vivas, que es y está llamado a ser la presencia Dios y de Cristo en vuestro pueblo de Chilches. Por ello, la restauración física de vuestro templo parroquial debería ser un reflejo de la real renovación espiritual de vuestra comunidad, de la vida cristiana de cada uno de sus miembros y de las familias cristianas que la integran. De poco serviría recuperar el templo físico, si esto no lleva consigo un nuevo impulso de renovación espiritual y pastoral de vuestra comunidad cristiana y de sus miembros. Un cristiano que no se renueve interiormente desde el amor de Dios ofrecido en Cristo no es un cristiano auténtico; una comunidad cristiana que no se renueve desde Cristo, desde su Palabra y desde su misterio Pascual, actualizado en cada Eucaristía, y que no muestre frutos de amor a Dios y a los hermanos, frutos de unidad y de fraternidad, de gozo y de alegría, no será una verdadera comunidad cristiana. Una familia cristiana, que, fundamentada en el sacramento del matrimonio, es decir en la unión indisoluble entre un hombre y una mujer, no se convierta en hogar donde se viva el verdadero amor mutuo, se acoja la vida, se rece y se transmita la fe a las nuevas generaciones, no será una verdadera familia cristiana.

El cristiano, la familia cristiana y la comunidad cristiana que no están anclados en el quicio y fundamento que es Cristo, languidecen y se secan. En el rito de aspersión hemos recordado nuestra fe y vida bautismales, que ha de ser acogida y vivida por cada cristiano; en la crismación recordaremos que también nosotros estamos crismados, y que hemos recibido el don del Espíritu para vivir según el Espirítu, alimentados por la Palabra de Dios y por los Sacramentos, en especial por la Eucaristía.

La vida cristiana o se renueva o fenece, máxime en el contexto materialista, hedonista y relativista reinante, un contexto que ya no sólo es indiferente hacia la fe cristiana, sino que cada día se muestra más hostil ante ella. Contra toda evidencia son silenciadas o incluso negadas las raíces cristianas de nuestra historia, de nuestra cultura y de nuestros pueblos. Pero ¿qué sería vuestro pueblo sin su iglesia de la Asunción de Nuestra Señora?

El acto de hoy es una llamada urgente a reavivar las raíces de nuestra fe y la vida cristiana personal, familiar y comunitaria. La inauguración de vuestro templo parroquial es una llamada apremiante a permanecer fieles a nuestra fe cristiana y a nuestra Iglesia, fundada por el mismo Señor Jesús sobre Pedro; y lo hacemos confiados en la presencia y asistencia permanente del Señor a nuestra Iglesia por medio de su Espíritu. Los cristianos sabemos muy bien, que sin Dios hombre pierde el norte en su vida y en la historia. Sin Dios desaparece la frescura y la felicidad de nuestra tierra. Si el hombre abdica de Dios abdica también de su dignidad, porque el hombre sólo es digno de Dios.

Los creyentes no podemos permanecer callados ante los intentos de borrar en las personas y en nuestra sociedad cualquier referencia a Dios. La mayor violencia contra el hombre y su dignidad, su mayor tragedia, es la supresión de Dios del horizonte de su vida. Pertenecemos a Dios puesto que Él nos ha creado y nos llama a la Vida, y vida en plenitud: en Él está nuestro origen y en Él esta nuestro fin. Las cosas mueren; sólo Dios permanece para siempre. Es más; Él siempre nos atiende con sus manos abiertas de amor y misericordia y ‘más allá de la frontera’ nos espera para ofrecernos su felicidad en plenitud.

El camino para ir a Dios es Cristo. “Y vosotros quien decís que soy yo?”, pregunta Jesús a sus discípulos (Mt 16, 13-19, 15). El Maestro no se contenta con que sus discípulos se remitan a lo que la gente dice de él. Jesús, que les ha iniciado en el conocimiento de su persona, quiere de ellos una confesión personal de cada uno de ellos.

‘Tu eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo’ (Mt 16, 16), es la respuesta de Pedro en nombre de los demás discípulos. Es una confesión en la persona de Jesús, en su divinidad y en su misión salvadora; es una confesión básica y nuclear para la comunidad de los discípulos y para cada uno de ellos. Pedro confiesa que Jesús es el Mesías, el Cristo, el Ungido por el Espíritu Santo como Salvador del mundo. Este es el núcleo de la fe cristiana. Este reconocimiento de Jesús y esta adhesión personal a su  persona distinguen al discípulo, al cristiano, del resto de la gente. La confesión de fe de Simón es el fundamento y cimiento sólido para la comunidad de los discípulos y para cada uno de ellos. Sobre este sólido cimiento se levanta la comunidad creyente. El edificio de la Iglesia construido sobre esta confesión ofrece todas las garantías, es inexpugnable ante cualquier tempestad y hostilidad: “el poder del infierno no la derrotará” (Mt 16, 18).

“Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”, nos pregunta esta tarde Jesús a cada uno de nosotros. Es la misma pregunta ayer, hoy y siempre. La respuesta de cada uno a esta pregunta, dará la medida de nuestra fe. Los discípulos de Jesús, los cristianos, se nutren de la búsqueda y del encuentro personal con Jesús, del hallazgo fascinador de su persona, del reconocimiento personal de Jesús de Nazaret como el Hijo de Dios vivo encarnado, muerto y resucitado para la vida del hombre, de la acogida de Jesús como Salvador del mundo.

Los cristianos debemos nutrirnos de este encuentro personal con Jesucristo, debemos vivir desde Él. Pedro, los apóstoles y los discípulos conocen a Jesús y esto marca definitivamente toda su vida. El verdadero discípulo de Jesucristo cree y confía antes de nada en una Persona, que vive y da la Vida, y vida en abundancia. En Cristo Jesús encuentra el creyente la respuesta a su pregunta sobre sí mismo, sobre el sentido y la meta de su existencia, sobre su deseo de libertad y de felicidad. La fe en Jesucristo no es simplemente afirmar que Él es el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Creer en Él es acogerle como tal en la propia existencia, y dejar que Él sea el Señor, el Camino, la Verdad y la Vida de la propia vida. Creer es reconocer gozosamente al Dios vivo, que nos revela Jesucristo, como origen, guía y meta de nuestra existencia. Significa colaborar humildemente, en su acción salvadora y liberadora en la vida concreta de los hombres.

La fe en Jesucristo se hace plena cuando El es escuchado, aceptado y asimilado; es decir, cuando Jesucristo encuentra una acogida y una adhesión personal en el corazón del creyente, que lleva a la conversión de corazón a Él y a su Evangelio, de modo que Cristo y su Evangelio modelen el pensar, sentir y actuar del discípulo. La fe se traduce así en una experiencia personal profunda y en una adhesión a Cristo, a su programa de vida, al Reino de Dios y su Justicia, al «mundo nuevo», a la nueva manera de ser y de vivir juntos que inaugura la Buena Noticia de Jesús (cf. EN 23).

La indiferencia religiosa o la increencia nos están afectando también a los bautizados. Crece el número de los cristianos alejados; en la vida de muchos bautizados encontramos signos de una fe débil y superficial, una fe a la carta, que se adapta a la conveniencia de la situación; una fe sin incidencia en la vida diaria. Con frecuencia, en nuestra forma de pensar, vivir y actuar, muchos cristianos no nos diferenciamos de los no creyentes; asumimos sin más criterios y formas de comportamiento, modas y tendencias contrarios a Jesucristo y a su Evangelio. Nos hemos de preguntar: ¿No vivimos también como lo no cristianos?

El Evangelio de hoy nos llama a la conversión, a reavivar nuestra fe como adhesión personal a Jesucristo y a los valores del Evangelio. El verdadero discípulo del Señor ha de vivir su fe de un modo personal, superando esa tendencia extendida a entender y vivir la fe como simple adhesión a fórmulas o práctica de ritos sin que ella implique un cambio de vida. La fe en Jesucristo se basa en el encuentro personal con El y en la adhesión total a su persona y a su Evangelio; la fe se mantiene viva y fortalece, cuando se alimenta de la escucha de la Palabra en el seno de la tradición viva de la comunidad de la Iglesia, edificada sobre Pedro; una escucha de la Palabra que se hace vida en la oración personal, familiar y comunitaria; una fe que es celebrada y alimentada en la participación frecuente, activa y fructuosa, en la Eucaristía y en la experiencia de la misericordia de Dios en el Sacramento de la Penitencia; la fe sólo es verdadera cuando se encarna en la vida cotidiana del creyente, de la familias y de la comunidad.

Sólo esa fe será capaz de mantenerse viva en un ambiente adverso. Sólo una vida cristiana asumida como vocación personal al seguimiento de Jesús y vivida según el Espíritu del Señor hace al creyente capaz de dar razón de su esperanza a todo el que la pida, de acometer con nuevo ardor la tarea urgente de la Evangelización, hacia adentro y hacia la sociedad. Solamente de esta relación personal con Jesucristo, transmitida, aprendida, celebrada y vivida en y desde vuestra comunidad, puede brotar una evangelización eficaz, que atienda a las necesidades reales -personales, espirituales y sociales-, de vuestros niños y jóvenes, de vuestras familias, de los mayores, de los ancianos y de los enfermos.

No os pese abrir vuestras vidas a Cristo y a su Evangelio, no os avergoncéis ni tengáis miedo de acoger a Cristo en vuestras vidas. Evitad la tentación de pensar que Jesucristo, antes que nada, exige, manda e impone. No; antes que nada, Él nos ama de tal modo que nos quiere comunicar aliento y fuerza para nuestro camino, porque Él sabe que este camino nos es fácil. El es nuestro compañero de viaje. Y El nos quiere dar lo mejor que tiene: su comunión de vida con el Padre Dios.

El altar, que ahora vamos a dedicar, os recordará a Cristo, centro de la vida de todo cristiano y de toda comunidad cristiana, y fuente permanente de comunión con Dios y con los hombres. Cristo es a la vez Sacerdote, Víctima y Altar de su propio sacrificio, por el que Dios mismo nos ofrece su comunión de vida y de amor. Pero este altar será también símbolo de vosotros mismos, ya que al estar unidos a Cristo, cabeza del cuerpo de la Iglesia, que es verdadero altar, os convertiréis en verdaderos altares en los que se ofrece el sacrificio de una vida santa: vida de unión con Dios y con los hermanos.

Restaurado el templo material, restauremos desde Cristo, simbolizado en este Altar, “las piedras vivas” de la comunidad parroquia. ¡Que aumente la fraternidad entre todos! ¡No os dejéis llevar por la tentación de la apatía hacia la fe y vida cristianas! ¡Que nunca dejéis al margen a esta familia, vuestra comunidad cristiana, que es la Iglesia de Jesucristo en Chilches! Vuestra parroquia será viva en la medida en que viva fundamentada y ensamblada en Cristo, piedra angular; vuestra comunidad parroquial será iglesia viva si por sus miembros corre la savia de la Vid que es Cristo, que genera comunión de vida y de amor con Dios y con los hermanos.

No olvidéis que en vuestra comunidad parroquial os llega la Palabra de Dios y Cristo se os da también a través de los Sacramentos; al celebrar y recibir los sacramentos participaréis de la vida de Dios; por los Sacramentos se alimentará y reavivará vuestra existencia cristiana, personal, familiar y comunitaria; por los Sacramentos se acrecentará y se fortalecerá la comunión con la parroquia, con la Iglesia diocesana y con la Iglesia Universal.

Pidamos en esta tarde por intercesión de María que cada uno de nosotros, seamos capaces de confesar: Jesús es el Señor. Dejemos que Él entre en nuestras vidas, en nuestras familias y en nuestra comunidad, para que El las tome y las transforme. Amén.

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Fiesta de Nuestra Señora de Lourdes

11 de febrero de 2007/0 Comentarios/en Homilías 2007/por obsegorbecastellon

La Val d’Uxó, Parroquia de Ntra. Sra. de Lourdes, 11 de febrero de  2007

 

“Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor” (Sal 1,1-2). Al celebrar la Fiesta de Nuestra Señora de Lourdes, Titular y Patrona de ésta, vuestra parroquia, el salmista nos invita esta tarde a la confianza en Dios. Las palabras del salmista las aplicamos hoy a María, la Virgen de Lourdes: ella, la Virgen Madre Inmaculada, es la creyente por excelencia, que confió en Dios y se fió de las palabras del Ángel Gabriel. Su prima Isabel le dirá: “Dichosa tú porque has creído que en ti se cumplirán las palabras del Señor” (Lc 1, 48). María es la Madre de Dios, la morada de Dios entre los hombres, signo elocuente y especialísimo del amor de Dios hacia los humanos; en ella y a través de ella, Dios nos muestra su amor misericordioso, nos da su paz y nos ofrece su consuelo; ella nos muestra el camino de la fe y de la confianza en Dios.

“Yo soy la Inmaculada Concepción”, así se reveló María a Bernardette de Subirous en la gruta de Lourdes. María es “la llena de gracia”, preservada de toda mancha de pecado desde el mismo momento su concepción. Ella es la  Madre de Jesús y Madre nuestra, la primicia de la humanidad redimida, colmada del amor de Dios. Ella nos muestra así el verdadero rostro de Dios y nos llama a confiar en él: Dios es amor, y crea por amor y para la vida sin fin en el amor. En la doncella virgen de Nazaret se manifiesta el proyecto divino de Salvación trazado por el amor misericordioso de Dios “antes de la creación del mundo”.

Con las palabras de Libro de Judit cantamos: “Bendito sea el Señor, creador del cielo y tierra” (Jud 13, 17-20,18), que nos ha creado por pura gratuidad para el amor y para la vida. Aunque el ser humano se olvide de Dios y se cierre a Él, aunque quiera construir su mundo al margen del Creador, aunque intente erigirse en centro y en norma de todo y suplante a Dios en su vida, Dios sigue amando al hombre, lo busca, sale a su encuentro. No estamos destinados a perecer o a desaparecer en la nada. Dios “nos ha destinado en la persona de Cristo por pura iniciativa suya, a ser sus hijos” (Ef 1,4).

¡Cómo lo supo entender María! Ella responde al amor de Dios con una confianza total en Dios y con una entrega plena de su persona a Dios. “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu  palabra” (Lc 1,38). María vive así su existencia desde la verdad de su persona, – la de todo ser humano, nuestra propia verdad- que sólo se descubre en Dios y en su amor. María es consciente de que nada es sin el amor de Dios, que la existencia humana, sin Dios, sólo produce vacío en la vida. Ella sabe que la raíz de su existencia no está en sí misma, sino en Dios, que está hecha para acoger el Amor de Dios, fiarse de Él y para darse por amor. Por ello vivirá siempre en Dios y para Dios, y así para los hombres, sus hermanos. En María, Dios dice “sí” al hombre y la mujer dijo “sí” a Dios. Y entonces Dios se hizo hombre. Misterio de amor incompresible por parte de Dios, misterio de una fe admirable por María. Misterio que nos abre el camino hacia Dios y hacia los hermanos. María, aceptando su pequeñez, se llena de Dios, y se convierte así en madre de la libertad y de la dicha.

La Virgen de Lourdes es buena noticia de Dios para la humanidad. En ella irrumpe Dios, dador de amor y de vida, en la historia humana. Dios no deja a la humanidad aislada, en el temor o en el dolor. Dios busca al hombre y le ofrece vida y salvación, asumiendo en la Cruz el dolor humano hasta la muerte; y la Cruz se convierte en el árbol de la vida. La Inmaculada nos recuerda que Dios nos ama de modo personal, que quiere únicamente nuestro bien y nos sigue constantemente con un designio de gracia y misericordia, que alcanzó su cima en el sacrificio redentor de Cristo.

En medio de un mundo que invita a prescindir de Dios, a suplantar a Dios y hacer del hombre la única fuente y meta de todo, también del bien y del mal, a hacer de los bienes materiales y del placer a toda costa el centro y meta de nuestra vida, María Inmaculada nos llama a abrirnos al misterio de Dios y acogerlo en la fe. Sólo en Dios y en su amor está la verdad del hombre, de su origen y de su destino; sólo en Dios lograremos desarrollar lo mejor que hay en nosotros.

Cierto que la vida se nos torna a veces demasiado difícil. Pero no podemos achacarle a Dios la autoría de los males. Dios siempre estará no sólo a nuestro lado, sino de nuestro lado en Cristo Jesús: Él es Dios-con-nosotros. Por eso, quienes, por el Bautismo, ya participamos de la unción del Espíritu que reposa en Jesús, debemos apoyarnos constantemente en el Señor: Él siempre nos bendice pues no se olvida de que somos suyos. Él nos apacienta y nos conduce hacia la verdad plena y hacia la perfección del mismo Dios.

María nos enseña a estar junto a Jesús y a dejarnos amar por Él.  Nos alienta a  dejar que Él y los valores del Reino de Dios penetren hasta lo más íntimo de nosotros. Jesús desde la Cruz (Jn 17, 25-27) nos entrega a su Madre en la persona de Juan, el discípulo amado; y el discípulo amado la acoge en su casa. María se convierte para nosotros en la encomienda que el Señor quiere hacernos a quienes hemos de convertirnos en sus discípulos suyos.

Si sabemos a acoger a María en nuestra casa, en nuestra existencia, en nuestro corazón, ella impulsará con su maternal intercesión nuestra vida en la confianza a Dios y de amor al prójimo. Porque ella nos quiere en una relación vivida en la comunión fraterna, capaz de ser luz puesta sobre el candelero para iluminar a todos. Si Cristo y si María están en nosotros, haremos nuestras las bienaventuranzas, viviremos como discípulos de Cristo, sin miedo al odio, a los vituperios, a los ataques de sus enemigos; seremos, en fin, testigos de Evangelio, del Reino de Dios y de su amor para todos, en especial para el que sufre, para los enfermos y para sus familias.

En la Fiesta de Lourdes celebramos con toda la Iglesia la Jornada Mundial del Enfermo. La Iglesia nos exhorta a “acoger, comprender, acompañar” a los enfermos. Nuestra forma de acompañar no puede ser otra que la proclamación y la vivencia del mensaje de la total confianza y de la alegre esperanza en Dios, fundado en la certeza de la resurrección de Cristo y, por tanto, en el amor y la fidelidad salvadora de Dios.

El ser humano es consciente que mantiene un pleito con el envejecimiento, con las enfermedades crónicas o incurables, con las situaciones de fragilidad, la discapacidad y la dependencia, con la aparición de nuevas patologías y nuevas amenazas, ya que, a pesar de todos los avances, la muerte sigue presente. Esto produce un “malestar existencial” que influye de forma negativa en la búsqueda del sentido de la vida y en la elaboración de una escala de valores respetuosa de la persona y de la naturaleza.

Hoy es más necesario evangelizar el mundo de la salud y la enfermedad, recordar cada día la parábola del Buen Samaritano (Lc 10.29-37). Dos aspectos de la misión de toda comunidad cristiana: –el anuncio del Evangelio y el testimonio de la caridad–, subrayan lo importante que es traducir el mensaje de Cristo en iniciativas concretas. De ahí que se nos recuerde una vez más la obligación de hacer presente la esperanza, regalo de la Pascua, a través del anuncio de la Palabra, de la oración y de la celebración de los Sacramentos, signos de comunión y servicio a los hermanos que sufren.

Nos urge imprimir un rostro más humano a la asistencia y al cuidado a los enfermos. Si hay caridad se convierte en dedicación generosa y cálida, delicada y gratuita, plantea cuestiones de sentido, amplía la comprensión y la comunión, abre la mente y el corazón a horizontes más elevados. Entonces el cuidado a los enfermos se convierte en proclamación silenciosa, pero eficaz, del Evangelio. Cuando el ser humano es tratado en su enfermedad como persona y es ayudado en su fragilidad, se está proclamando que el hombre mantiene su valor de hijo de Dios en todo momento, también cuando sufre la degradación del cuerpo o la mente.

A María, Salud de los enfermos y Consuelo de los afligidos, encomendamos hoy, en la Jornada Mundial del Enfermo, a todos los que sufren la falta de salud, física, espiritual o mental; junto con toda la Iglesia le encomendamos de modo especial a los enfermos incurables; ella es la Madre solícita y compasiva de la humanidad que sufre. No podemos ocultar a los enfermos, no hay que marginar a los que sufren.

Bajo la protección maternal de María, la Virgen de Lourdes, ponemos también hoy a todos los que, de una manera u otra, trabajan en el mundo de la salud: directores de centros sanitarios, capellanes, médicos, investigadores, enfermeras, farmacéuticos y voluntarios. Bajo su manto protector ponemos también el servicio desinteresado de tantos sacerdotes, religiosos y laicos comprometidos en el campo de la salud, que atienden generosamente a los enfermos, a los que sufren y a los moribundos. Que ella, nuestra Madre, interceda por nosotros, para que caminemos en una fe hecha obras de amor hacia los que sufren. Amén.

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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40º Aniversario de la Asociación ‘Salus Infirmorum’

11 de febrero de 2007/0 Comentarios/en Homilías 2007/por obsegorbecastellon

11 DE FEBRERO DE  2003

 

En la mañana de este sábado, día dedicado a María, Salud de los Enfermos, el Señor nos convoca en torno a la Mesa de su Palabra y de la Eucaristía para la acción de gracias y para la oración.

Con alegría celebramos hoy el 40º Aniversario de la presencia de vuestra Asociación ‘Salus Infirmorum” en nuestra Diócesis de Segorbe-Castellón. Nuestra Iglesia diocesana se une a vosotras en este día tan significativo para vuestra Asociación: con vosotras alabamos y damos gracias a Dios, fuente y origen de todo bien, por todos los dones recibidos en estos cuarenta años por vuestra Asociación y, a través de vosotras, por nuestra Iglesia, y, de modo especial, por los enfermos, los ancianos, los niños y sus familias. La historia reciente y el presente de nuestra Iglesia son impensables sin vuestra Asociación y sin vuestra dedicación permanente a la pastoral de la salud, a la formación integral de las enfermeras y cuerpo sanitario en cursos a auxiliares de clínica, primero, y en la escuela de auxiliares de enfermería, después. No podemos tampoco olvidar la encomiable tarea del departamento de servicios para el cuidado de enfermos, ancianos y niños, de los cuidadores de jardines de infancia y de los técnicos de laboratorio.

Siguiendo la estela y el carisma de vuestra hermana mayor y fundadora, María de Madariaga, y siempre en estrecha comunión con nuestra Iglesia y sus pastores habéis sido y sois testigos vivos del amor de Dios y de su cercanía a los enfermos. Con vuestro servicio atento y lleno de afecto a los enfermos y a sus familias, en vosotras toman cuerpo las palabras del Señor: “Estuve enfermo y me visitasteis”. Estas palabras de Jesús son expresión del carisma, recibido y vivido por vuestra Fundadora; estas palabras de Jesús condensan su herencia espiritual para vuestra Asociación, que habéis hecho lema y vida a lo largo de estos años, viendo y amando en la persona del enfermo al mismo Cristo. Sí; los enfermos están ahí para colmarlos del amor de Cristo, manifestación del amor de Dios. A través de vuestra Asociación y de las colaboradoras, nuestra Iglesia diocesana sale al encuentro de Cristo, le encuentra y ama en los hombres y mujeres sufrientes. Con vuestra asistencia personal a cada enfermo en sus domicilios, en clínicas y en hospitales, sin distinción de raza, condición, enfermedad o religión ‘se ha probado en vosotras el testimonio de Cristo’. Gracias porque habéis sabido mostrar a este mundo que sufre, que el único importante en esta vida es Él, y que por Él y por amor a Él hay que tener, como el Buen Samaritano del Evangelio, entrañas de misericordia para con el que sufre y para con el enfermo, que hay que padecer con el enfermo –que esto es lo que significa compasión. Vuestra atención y servicio a los enfermos se basa en el amor –amor recibido y amor compartido-, siguiendo las huellas de María, que acogió con amor el amor gratuito de Dios, le correspondió con fe y lo compartió con el necesitado.

Gracias damos a Dios y gracias os damos a vosotras, a vuestra Asociación ‘Salus infirmorum’, a socios, voluntarias y trabajadoras. Con vuestra vida, entregada al servicio del enfermo habéis sido testigos vivos de Jesucristo y de su Buena Nueva, eficazmente presente en su Iglesia. Habéis contribuido así a manifestar y realizar entre nosotros el misterio y la misión de la Iglesia; es decir, que nuestra Iglesia es y sea sacramento del amor de Dios a los hombres en el amor de los cristianos hacia sus hermanos, especialmente hacia los más pobres y necesitados. La nueva Evangelización a que nos llama la Iglesia necesita antes de nada testigos vivos del Evangelio, de la Buena Nueva del Amor de Dios a los hombres. Vosotras nos habéis mostrado que el Evangelio vivido por amor es el mejor camino para llevar a Cristo a los hombres, para que los hombres se abran al amor de Dios manifestado en Cristo y para que los hombres dejen que Jesús penetre profundamente en su corazón, transforme su existencia y les salve.

A nuestra acción de gracias, deseo unir nuestra oración por vosotras, por vuestra Asociación. Pido al Señor que os mantenga fieles a vuestro carisma fundacional; a saber: “llevar a Cristo a los enfermos y a los sanos, a vuestro trabajo, entorno y ambiente… en una palabra evangelizar”. Es esta una inspiración del Espíritu Santo, un don a la Iglesia, a través de vuestra hermana fundadora. A esta raíz habréis de recurrir constantemente para reconocer el don de Dios y recibir el agua viva para vuestra misión. Cristo sigue manifestándose también hoy en muchos rostros que nos hablan de indigencia, de soledad y de dolor. Es necesario, pues, mantener un gran espíritu de escucha de la Palabra ‘que es siempre viva y eficaz’, para manteneros firmes en la fe en el Señor y alegres en vuestra misión, para descubrir a Cristo que vive y sufre en los pobres. Pues como nos dice la carta a los Hebreos “no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, ya que ha sido probado en todo como nosotros, menos en el pecado” (4,5)

Recordando vuestro origen y vuestro pasado, es bueno que contempléis el presente y toméis el pulso a la vida y misión de vuestra Asociación. Nuestra Iglesia os necesita, porque los enfermos os necesitan, porque el Señor cuenta con vosotras. Mirad el futuro con esperanza y preguntaros cómo llevar a cabo la tarea en esta hora de nuestra Iglesia y de nuestra sociedad, permaneciendo fieles a Cristo y a su Evangelio. El Señor se dirige hoy a cada una de vosotras y os dice, como a Leví en el Evangelio de hoy: “Sígueme” (Mc 2, 13-17, 14). Sígueme –os dice- en la tarea de anunciar la Buena Noticia del Evangelio a los enfermos, a los que sufren, en los domicilios y en los hospitales. Y la Buena Noticia no es otra sino Cristo, el Salvador de la humanidad, el Dios con nosotros, que vive y sufre con el enfermo y en el enfermo.

“No necesitan de médico los sanos, sino los enfermos; no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores” (Mc 2, 17). Así lo hemos escuchado en el Evangelio. Jesús es el Salvador, que ha venido para sanar y curar, para perdonar y salvar. El es el médico que se acerca al enfermo, el sumo sacerdote misericordioso que se compadece y libera al pecador. La salvación de Dios es una salvación integral: abarca al hombre entero, en cuerpo, alma y espíritu; y no sólo mientras peregrina aquí en la tierra, sino también cuando se convierte en ciudadano del cielo. En este mundo, el hombre no puede alcanzar la salvación total y perfecta; su vida está sujeta al dolor, a la enfermedad, a la muerte. La salvación de Dios es Jesucristo en persona, a quien el Padre envió al mundo como Salvador del hombre y médico de los cuerpos y de las almas. Durante los días de su vida terrena, movido por su misericordia, curó a muchos enfermos, librándolos también con frecuencia de las heridas del pecado (cf. Mt 9, 2-8; Jn 5, 1-14).

Vuestra asociación esta llamada a ser presencia de la Salvación de Dios en Cristo en el mundo de la enfermedad. Dios, amor misericordioso, el amor más grande, sale en Cristo al encuentro de los hombres, sanos y enfermos, justos y pecadores. Vosotras habéis de ser, en cualquier momento y situación, signo de la presencia viva y amorosa de Dios en Cristo, mediadoras de su Evangelio y de su obra redentora por la fuerza del Espíritu. Cristo Jesús es el centro, la base y la meta de la vida y la misión de vuestra asociación. La piedra angular de ‘Salus infirmorum’, como la de toda la Iglesia, es Cristo Jesús: es su rostro el que habéis de mostrar, su Evangelio el que habéis de anunciar, y la nueva Vida, que nos viene por Él, la que habéis de anunciar y trasmitir a los demás.

Miremos a María: ella nos protege y guía; ella es la Madre solícita que socorre con amor a sus hijos cuando se ha­llan en dificultad. María es ‘salud de los enfermos’, que dirige nuestra mirada hacia su Hijo, y como a los novios, nos dice: “Haced lo que os diga”.

Este Aniversario nos invita de nuevo a dirigir nuestra mirada hacia María. Encomendándonos a ella y siguiendo su estela y su indicación ponemos nuestros ojos en Cristo, escuchamos su palabra y nos sentimos impulsados hacia un renovado testimonio de caridad, para hacernos iconos vivientes de Cristo, Buen Samaritano, en tantas situaciones de sufrimiento físico y moral del mundo de hoy.

El servicio a los enfermos y a los que sufren ha sido siempre una parte integrante de la misión de la Iglesia; ha de ocupar, por tanto, un lugar prioritario en la vida y misión de nuestra Iglesia diocesana. Como Iglesia del Señor estamos llamados a encarnar el modelo de salud ofrecido por Cristo a los hombres y mujeres de su tiempo. Esto pide de nosotros sentirnos salvados y sanados en nuestro interior, experimentar el gozo de la salvación y comprobar que la fe, la esperanza y el amor son saludables; y, finalmente, pide de nosotros acoger y no excluir al enfermo y ser creativos en su servicio

El dolor y la enfermedad forman parte del misterio del hombre en la tierra. Es justo luchar contra la enfermedad, porque la salud es un don de Dios. Pero es importante también saber leer el designio de Dios cuando el sufrimiento llama a nuestra puerta. La clave de dicha lectura es la cruz del Señor. El Verbo encarnado acogió nuestra debilidad, asumiéndola sobre sí en el misterio de la cruz. Desde entonces, el sufrimiento tiene una posibilidad de sentido, que lo hace singularmente valioso. Desde hace dos mil años, desde el día de la pasión, la cruz brilla como suprema manifestación del amor que Dios siente por nosotros. Quien sabe acogerla en su vida, experimenta cómo el dolor, iluminado por la fe, se transforma en fuente de esperanza y salvación.

Cuantos trabajáis como cristianos en el mundo de la salud y de la enfermedad estáis llamados a ser testigos de esperanza, sobre todo allí donde la debilidad y la fragilidad humanas contrarían el deseo de vivir. Hay una esperanza que no defrauda: Cristo; hay una salud y una salvación que sólo Dios puede dar. Y vosotros sois testigos y agentes de ellas.

A María, Salud de los enfermos, encomendamos hoy a vuestra Asociación y a todos los que sufren la falta de salud; Bajo su protección maternal ponemos a todos cuantos trabajan en el mundo de la salud. Bajo su manto protector ponemos también el servicio desinteresado de tantas personas -sacerdotes, religiosos y laicos- comprometidos en el campo de la salud, que atienden generosamente a los enfermos, a los que sufren y a los moribundos.

¡Acerquémonos, hermanos, con corazón bien dispuesto a la mesa de la Eucaristía! ¡Acojamos a Cristo, alimento de vida cristiana, fuente de vida y salvación integral, de comunión con Dios y con los hermanos! Él nos fortalece y nos envía a ser testigos de su amor y de la esperanza que no defrauda. Amén.

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Fiesta de la Presentación del Señor

2 de febrero de 2007/0 Comentarios/en Homilías 2007/por obsegorbecastellon

Castellón, Santa Iglesia Concatedral – 2 de febrero de 2007

Amados hermanos y hermanas en nuestro Señor Jesucristo.

Os saludo de corazón a todos en la Fiesta de la Presentación del Señor. De modo especial os saludo a vosotros, queridos consagrados y consagradas, en la Jornada de la Vida Consagrada. Nuestra Iglesia diocesana de Segorbe-Castellón, en unión con la Iglesia universal, da gracias a Dios hoy por todos vosotros y por la diversidad de carismas de vuestros institutos: sois verdaderos dones del Espíritu Santo con los que Dios enriquece a nuestra Iglesia. Con vosotros y con vosotras oramos hoy al Señor para que por la fuerza del Espíritu os mantengáis fieles a vuestra consagración siguiendo al Señor obediente, virgen y pobre al servicio siempre de la Iglesia y de la humanidad.

“De pronto vendrá a su templo el Señor, a quien vosotros buscáis; el ángel de la alianza a quien tanto deseáis” (Mal 3, 1). Estas palabras del Profeta Malaquías en la primera lectura anuncian la llegada del Señor al templo para encontrarse con su pueblo y, a la vez, el deseo del pueblo de encontrarse con su Señor. El evangelio de Lucas narra el cumplimiento histórico de la profecía de Malaquías en la presentación del Señor en el templo. Cuarenta días después de su nacimiento, Jesús es presentado y consagrado a Dios por María y por José, según las prescripciones de la ley mosaica para el nacimiento de todo primogénito (cf. Ex 13, 2).

El cumplimiento fiel de la ley es la ocasión del encuentro de Jesús con su pueblo, que lo busca y lo espera con fe. Jesús es reconocido y acogido, pero no por todos. Sólo aquellos que confían en Dios y esperan su promesa, es decir, los pobres, los humildes y los sencillos de corazón saben reconocerlo y acogerlo: Simeón, “hombre honrado y piadoso que aguardaba el consuelo de Israel” (Lc 2, 25), y la profetisa Ana, que vivía en la oración y penitencia. Simeón, iluminado por el Espíritu Santo, reconoce en aquel niño al Mesías, al Salvador prometido, a la luz para alumbrar a todas las naciones, y bendice a Dios. Ana da gracias a Dios y habla del niño con entusiasmo “a todos los que aguardan la liberación de Israel” (Lc 2,32).

Al recordar hoy la presentación de Jesús en el templo de Jerusalén, la Palabra de Dios nos exhorta a que avivemos nuestro deseo de encuentro con el Señor presente en medio de nosotros, en nuestra historia, y a que lo acojamos con fe. Así lo hemos expresado al inicio de la celebración, caminando con las candelas encendidas hasta el altar. El Señor sale de nuevo a nuestro encuentro en su Palabra y, sobre todo, en la Eucaristía, presencia eminente suya entre nosotros. Él se nos ofrece para unirse mística, pero realmente con nosotros; Él nos ofrece su luz para iluminar nuestros caminos, nos ofrece su propia vida para hacernos partícipes del amor de Dios.

Así lo expresa el anciano Simeón. “Mis ojos han visto a tu Salvador… luz para alumbrar a las naciones…”. Aquel Niño es el Salvador prometido y esperado, la Luz de Dios, que alumbra a las naciones, la Luz de Dios para toda la humanidad. Cristo manifiesta a los hombres el verdadero rostro de Dios. Dios es Amor. San Agustín lo dirá muy hermosamente respecto de la Trinidad: la historia amorosa de un eterno Amante (el Padre), hacia un eterno amado (el Hijo), en un terno Amor (el Espíritu). Dios es amor misericordioso, que crea al hombre por amor y para el amor; Dios es vida y quiere hacernos partícipes de su misma vida divina intratrinitaria, comunión de vida y de amor.

De este modo, Cristo nos revela el verdadero rostro del hombre: Él nos revela nuestro origen, nuestra meta y el camino para lograr la verdadera humanidad. Y estos no son otros sino Dios, su amor, manantial de amor para los hombres y fuerza para el amor humano y fraterno.

Como Simeón o Ana hemos de tener la mirada y el corazón bien abiertos, para ver en Jesús y en su amor total, fiel y obediente hasta la muerte, la respuesta de Dios a la milenaria búsqueda de los hombres: a su búsqueda de sentido, de amor, de vida y de felicidad. La carta a los Hebreos lo expresa con toda claridad: Cristo por su oblación amorosa y obediente al Padre hasta la muerte, nos libera del terror del pecado y de la muerte que nos esclavizan. En nuestros intentos de buscar la felicidad, la vida y la propia realización, los humanos vivimos con miedo al fracaso. En la raíz de todos nuestros miedos está una falsa imagen de Dios y el temor a no alcanzar la vida y la felicidad. Eso nos lleva tantas veces a mendigar seguridades fuera de Dios y a buscar la vida fuera de El. Así acabamos esclavos de todo lo que pretende darnos una seguridad imposible. Nos cerramos a Dios y a su amor, y ello nos lleva a cerrarnos al otro: así nos aferramos a nuestros horizontes limitados y a nuestros egoísmos, a nuestro afán desordenado de autonomía personal al margen del designio de Dios, al goce efímero de nuestro cuerpo o a la posesión insaciable de bienes materiales. A partir de esta esclavitud se comprenden las demás esclavitudes humanas. Los intentos de liberación que no vayan a esta raíz no harán sino cambiar el sentido de la esclavitud.

Jesucristo es nuestro Salvador; y lo es precisamente porque ha ido más allá de proyectos humanos al margen de Dios. Él mismo, se ofrece en obediencia al Padre por amor a Él y a los hombres, y no rehuye pasar por el sufrimiento y la muerte para recuperarnos el Amor y la Vida de Dios. Muriendo y resucitando nos libera del pecado y de la muerte. Liberados del pecado y de la muerte, en Cristo todos podemos ser libres, podemos vivir la libertad de los Hijos de Dios, en obediencia al designio de Dios, en el amor gratuito y oblativo, en el abandono a su providencia. En Él podemos amar a Dios y a los hombres, vivir en la comunión de vida trinitaria y en la comunión fraterna con los hermanos, siendo desde ahí generadores de comunión entre los hombres. En Cristo podemos esperar sin miedos y sin necesidad de buscar seguridades humanas, que serán siempre limitadas.

 

En la oración colecta hemos pedido la gracia de presentarnos también nosotros al Señor “plenamente renovados en el espíritu”, conforme al modelo de Jesús. De modo particular vosotros, religiosos, religiosas y miembros de institutos seculares, estáis llamados a participar en este misterio del Salvador. Es misterio de oblación, en el que se funden indisolublemente la gloria y la cruz. Hoy celebramos en toda la Iglesia una singular presentación, un singular “ofertorio”, en el que vosotros, hombres y mujeres consagrados, renováis espiritualmente vuestra oblación a Dios en bien de la humanidad. Al hacerlo, nos ayudáis a los cristianos y a las comunidades eclesiales a crecer en la dimensión oblativa que nos constituye, edifica e impulsa por los caminos del mundo.

La fiesta de la Presentación os invita a los consagrados a fijar de nuevo la mirada en Jesús, para convertiros a Él, para crecer en fe y confianza, sabiendo que Él navega con nosotros en medio de las vicisitudes de la vida. Lo decisivo ante la dificultad es la fe gozosa y la adhesión apasionada a Jesucristo. Lo decisivo en todo momento es confiar plenamente en el Señor y vivir con radicalidad la consagración al Señor. Por vuestra vocación y especial consagración estáis llamados a caminar con Cristo y desde Cristo en la familia de vuestra comunidad siendo “huellas de la Trinidad en la historia”, como reza el lema de este año.

El Señor os llama a vivir unidos a Él y caminar como hermanos con Él, para ser luz que alumbre las tinieblas de nuestro mundo; estáis llamados a ser testigos vivos de Dios Amor para un mundo que parece empecinado en vivir de espaldas a Dios; sois la luz puesta en lo alto del monte para que alumbre las tinieblas de nuestro mundo y sea faro y norte a donde dirigir los pasos del hombre de hoy. Estáis llamados a vivir, sencillamente, lo que sois: signo perenne de la vocación más íntima de la Iglesia, recuerdo permanente de que todos estamos llamados a la santidad, a la unión con Dios en la perfección del amor a Dios y a los hermanos.

El alma de la vida religiosa es tener a Cristo como plenitud de la propia vida, de forma que toda la existencia sea entrega sin reservas a Él. Dejad que Cristo viva en vosotros y vosotras, seguidlo dejándolo todo, seguid sin condiciones al Maestro, fiaros en todo momento de Él, dedicad toda vuestra vida, vuestro afecto, vuestras energías, vuestro tiempo, a Jesucristo, y en Él, al Dios y Padre de todos. Vivid esa entrega sin dejar que ninguna duda ni ambigüedad sobre el sentido y la identidad de vuestra consagración os perturbe.

Esta es la sustancia de la vida consagrada. A ella habréis de volver una y otra vez, para que vuestra vocación, vuestra consagración, sea una fuente de gozo radiante y completo. Cuando queremos definirnos sólo por lo que hacemos y olvidamos esto que es sustancial, la propia vida no es capaz de mantenemos en la alegría de Cristo; y la misma consagración, expresada en diversas formas en los votos, se desvirtúa y termina perdiendo sentido. En los tiempos de cambios profundos y, a veces, de desconcierto en que vivimos, recordad que ni sois extraños ni inútiles en la ciudad terrena.

Con vuestra vida de castidad, estáis anunciando y testificando el amor y la entrega al Reino de Dios como valor absoluto y definitivo. Con vuestra vida de pobreza, anunciáis a Dios, Padre de todos, y apuntáis hacia una comunidad humana más fraterna, al servicio de la dignidad y la dicha de todos, donde el poder y acaparar sean sustituidos por el compartir. Con vuestra vida de obediencia, anunciáis que la vida del ser humano encuentra su realización plena en el cumplimiento de la voluntad de Dios.

Por todo ello, junto con todos vosotros y vosotras, pido al Señor que os dé la fuerza para permanecer fieles al don y al carisma que habéis recibido de vuestros fundadores o fundadoras; para que sigáis siendo testigos vivos de Dios-Amor en medio de nuestro mundo; para que, a través de vuestro ser más íntimo, viváis en el corazón de la Iglesia diocesana. Es en la comunión de la Iglesia diocesana y con su Pastor, el Obispo, donde se concreta y vive vuestra comunión con la Iglesia universal; de lo contrario, vuestra comunión eclesial se vuelve abstracta y se difumina. Si de todo fiel se pide un obsequio religioso al Magisterio eclesial, cuanto más de los consagrados. ¡No os dejéis perturbar por muestras de desafección hacia los Pastores de la Iglesia! Éstas además de herir la unidad de la Iglesia, debilitan vuestra consagración, vuestra comunión y vuestra misión. Encarnad en la Iglesia el radicalismo de los consejos evangélicos, para que seducidos por Jesús, os entreguéis al servicio de los hombres. ¡Que la Virgen Maria, fiel y obediente esclava del Señor, os ayude, os proteja y os lleve a Cristo! Amén.

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Eucaristía en rito mozárabe

28 de enero de 2007/0 Comentarios/en Homilías 2007/por obsegorbecastellon

S, I. Catedral de Segorbe, 28.01.2007

 

“¿Acaso no lo sabes, es que no lo has oído? El Señor es un Dios eterno y creó los confines del orbe. No se cansa, no se fatiga, es insondable su inteligencia. El da fuerza al cansado, acrecienta al inválido… los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas” (Is 40, 27-31). Al celebrar hoy esta Eucaristía en rito hispano-mozárabe, el profeta Isaías, como ya lo hiciera con el pueblo de Isarel en el exilio, nos exhorta a reavivar nuestra memoria en la fidelidad de Dios y a analizar nuestra fidelidad a Dios en la fe y vida cristiana personal y comunitaria para fortalecer así nuestra esperanza en el momento presente. También a nosotros, como a aquellos cristianos mozárabes, antepasados nuestros en la fe, nos toca vivir tiempos de especial dificultad en la vivencia de nuestra fe: son tiempos de apostasía silenciosa de muchos y de apostasía formal de otros, provocada tal vez por nuestra tibieza, pero alentada, sobre todo, por la propaganda de desafección a la fe cristiana y a la Iglesia así como el acoso programado y dirigido contra el cristianismo en nuestra patria.

Nuestra fe se fortalece haciendo memoria de los beneficios recibidos de Dios. “El es el origen, guía y meta del universo. A Él la gloria por los siglos. Amén” (Rom 11, 36). Hemos de recordar los bienes recibidos de Dios en nuestro Señor Jesucristo y entonar un canto de alabanza y de acción de gracias. Pero nuestra alabanza y agradecimiento a Dios por todo lo que de Él hemos recibido, han de suscitar en nosotros más fe y confianza, más esperanza y más amor hacia El; un amor que nos confirme en la fidelidad en el camino de nuestra fe en el seno de nuestra Iglesia.

Y esto se hace recordando la presencia del Señor en medio de nosotros, en nuestra Iglesia y en nuestra vida de cristianos, personal y familiar, privada y pública. Miramos hacia el pasado para despertar y percibir con más fuerza la fidelidad de Dios en el presente. “Traed a la memoria los días pasados, en que después de ser iluminados, hubisteis de soportar un duro y doloroso combate… No perdáis ahora vuestra confianza”. Así nos exhorta el autor de la carta a los Hebreos (10, 32-ss). “Acordaos de vuestros dirigentes, que os anunciaron la palabra de Dios, y considerando el final de su vida, imitad su fe” (Heb 13, 7). Esta es la memoria que nos salva de “dejarnos seducir por doctrinas varias y extrañas” (Heb 13,9); esta memoria nos “fortalece el corazón” (ibid.).

Los pueblos como las personas tienen memoria; y ésta reside en su corazón. Los pueblos, como María, guardan las cosas en su corazón. La celebración de hoy nos invita a recordar fielmente al Señor, a nuestra Madre, la Virgen de la Cueva Santa, a nuestros Santos y a nuestros antepasados en la fe, fundando en ellos la unidad espiritual de nuestro pueblo

La memoria es una fuerza que une e integra. La memoria viene a ser el núcleo vital de un pueblo. Un pueblo que no respeta y ni atiende a sus antepasados, que son su memoria viva, es un pueblo sin porvenir. Quien reniega de sus raíces, construye el futuro en arenas inseguras y movedizas.

La memoria de la Iglesia es el Sacrificio del Señor en la cruz, que recordamos y actualizamos en cada Eucaristía. En la Eucaristía está nuestro triunfo. La resurrección no se entiende sin la cruz. En la cruz está la historia del mundo: la gracia y el pecado, la misericordia y el arrepentimiento, el bien y el mal, el tiempo y la eternidad. En los oídos de la Iglesia resuena la voz de Dios. “No temas, porque yo te he rescatado…, y te volveré a rescatar” (Is 43, 1-21). “Sé valiente y firme… Yahvé tu Dios está contigo; no te dejará ni te abandonará… No temas, pues, ni te asustes” (Deut 31, 6- 7). El recuerdo de la salvación de Dios, del camino ya recorrido, da fuerzas para el futuro.

Por la memoria, nuestra Iglesia testifica la salvación de Dios. Dios tiene atado en su corazón y en todo su ser, su proyecto de salvación. En la base de nuestra Iglesia y de cada cristiano está el recuerdo, la memoria, que se hace seguridad, la única y verdadera seguridad, porque es la esperanza que no defrauda: Soy recordado por el Señor, y él es eternamente fiel y el amor más grande. El nos tiene atados en su amor. Por todo esto nuestra oración ha de estar caracterizada por el recuerdo. Esa es la oración de la Iglesia que tiene siempre presente la salvación de Dios Padre, operada por el Hijo, en el Espíritu Santo. En el Credo está no sólo el compendio de las verdades cristianas, sino también el de la historia de nuestra salvación. ¡Es tan fácil olvidar, sobre todo cuando estamos satisfechos!

“Publicad los recuerdos de su fidelidad” (Sal 29, 5). Dios es fiel. Lo más importante para nuestra fe no es nuestra fidelidad a Dios ni la infidelidad con que con frecuencia le respondemos. “Que abismo de generosidad, de sabiduría y de conocimiento, el de Dios! (Rom 11, 33). Lo verdaderamente decisivo es que Dios es fiel. Su fidelidad es el fundamento más firme de la nuestra fidelidad. El “es un Dios clemente y compasivo, paciente, lleno de amor y fiel. El mantiene su amor eternamente”. Dios es amor misericordioso y fiel. La fidelidad es una cualidad del amor de Dios. Dios nos es siempre fiel, incluso en los momentos en los que más experimentamos la soledad y la oscuridad. El no puede abandonarnos. Está junto a nosotros de modo discreto y silencioso. Su fidelidad no nos ahorra los tragos amargos y las impotencias humanas. Dios no nos salva del mundo; nos salva en el mundo.

En la muerte y resurrección de Jesucristo se ha realizado la Nueva y definitiva Alianza. En su persona se abrazan la fidelidad de Dios y la fidelidad a Dios. Jesús es el ‘sí’ fiel que Dios nos da y al mismo tiempo, el ‘sí’ fiel que nosotros devolvemos a Dios. Cristo es, ante todo, el ‘sí’ de Dios a los hombres. La fidelidad de Dios se ha hecho plena y definitivamente presente, patente y operante en la persona, la doctrina, la vida, la muerte y resurrección de Jesucristo. El es el documento más cumplido y el monumento más hermoso de la fidelidad de Dios al mundo. Precisamente porque Jesús es expresión de la fidelidad de Dios, Él nos es fiel a nosotros. Su fidelidad le conduce a mantenernos firmes en la nuestra.

Pero Jesús es también para nosotros modelo de nuestra fidelidad a Dios. El aceptó y cumplió plenamente el proyecto de Dios Padre. En verdad tenemos una nube de testigos fieles a Dios en medio de la prueba: “Lo santos, por la fe, se mostraron fuertes en el combate” (Heb 11, 34). Pero ninguno como Jesús. El es para nosotros no sólo reflejo de la fidelidad de Dios sino también “canon personal de la fidelidad y fuente de la fidelidad”.

La fidelidad de Jesús al Padre es siempre total, se torna más patente a medida que la resistencia de sus enemigos a su proyecto se va haciendo más espesa. Jesús acepta generosamente la entrega de su propia vida en manos de sus enemigos como la máxima expresión de fidelidad a Dios, su Padre.

A los cristianos nos corresponde por vocación ser, como Jesús, señales vivas de la fidelidad con la que Dios ama a la gente y modelo humilde de la fidelidad con la que los humanos deberíamos amar a Dios en cualquier situación por dolorosa que pueda resultarnos. Tal respuesta de fidelidad a la fidelidad de Dios no es algo periférico sino central en la vida cristiana. Ser cristiano equivale a seguir a Cristo, ser fiel como él, ser fieles en su seguimiento. Fiel es sinónimo de cristiano. La fidelidad a Dios en las pruebas y en la vida cotidiana son la substancia de la conducta cristiana. La fidelidad del cristiano comporta la fe en Dios y en su Hijo Jesucristo, sin cobardías, confiando plenamente en él y en su presencia en medio de nosotros. Quien por la fe ha puesto toda su confianza en Dios ha de corresponderle en la fidelidad.

Mantenerse firmes en la fe lleva consigo padecer persecuciones y pruebas. Así como no hay fe sin fidelidad, no hay fidelidad probada hasta pasar por la dificultad y la persecución. El ejemplo de Cristo, pionero de nuestra fe, debe confortamos en los momentos de tempestad. La fidelidad comporta perseverancia, paciencia, sufrimiento y aguante en las tribulaciones. Creer es, para el cristiano, algo más que depositar toda su confianza en Dios. Es obedecerle, escucharle, aceptar su voluntad, atenerse a ella, cumplir tal voluntad. La obediencia debe ser fiel. Desobedecer a Dios es una infidelidad. Esta fidelidad obediente ha de manifestarse no sólo en las grandes pruebas; debe tomar también cuerpo en las pequeñas obligaciones de cada día.

San Juan nos descubre que el amor es como el alma de la fidelidad, y la prueba de nuestro amor a Dios es guardar sus mandamientos constantemente. “Sólo permaneceréis en mi amor si obedecéis mis mandamientos como yo he observado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor” (Jn 15, 10). Nuestra fidelidad no es proeza de nuestro esfuerzo generoso sino, ante todo, don de Dios. Nosotros somos demasiado frágiles para ser fieles. Nuestra fidelidad es posible únicamente cuando está bañada e impregnada de la fidelidad de Dios. El es quien nos capacita para vivir como auténticos creyentes a fin de que todo nuestro ser se conserve irreprochable para la venida de Nuestro Señor Jesucristo. El que nos llama es fiel y cumplirá su palabra. Nuestra fidelidad a Dios se prolonga en la fidelidad a los demás, en especial a los pobres.

El Señor nos llama no sólo a ser cristianos, sino a serlo de una manera determinada, en la vocación particular de cada uno: en el matrimonio, en la vida religiosa, en el mundo, en el ministerio sacerdotal.

Al recordar hoy a nuestros antepasados mozárabes pidamos a Dios, por la intercesión de María, la gracia de recuperar la memoria de nuestro camino personal, memoria de nuestras familias cristianas y la memoria de nuestro pueblo cristiano fiel para crecer en fidelidad a nuestra fe y a nuestra propia vocación. Amén.

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón.

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