Eucaristía en rito mozárabe
S, I. Catedral de Segorbe, 28.01.2007
“¿Acaso no lo sabes, es que no lo has oído? El Señor es un Dios eterno y creó los confines del orbe. No se cansa, no se fatiga, es insondable su inteligencia. El da fuerza al cansado, acrecienta al inválido… los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas” (Is 40, 27-31). Al celebrar hoy esta Eucaristía en rito hispano-mozárabe, el profeta Isaías, como ya lo hiciera con el pueblo de Isarel en el exilio, nos exhorta a reavivar nuestra memoria en la fidelidad de Dios y a analizar nuestra fidelidad a Dios en la fe y vida cristiana personal y comunitaria para fortalecer así nuestra esperanza en el momento presente. También a nosotros, como a aquellos cristianos mozárabes, antepasados nuestros en la fe, nos toca vivir tiempos de especial dificultad en la vivencia de nuestra fe: son tiempos de apostasía silenciosa de muchos y de apostasía formal de otros, provocada tal vez por nuestra tibieza, pero alentada, sobre todo, por la propaganda de desafección a la fe cristiana y a la Iglesia así como el acoso programado y dirigido contra el cristianismo en nuestra patria.
Nuestra fe se fortalece haciendo memoria de los beneficios recibidos de Dios. “El es el origen, guía y meta del universo. A Él la gloria por los siglos. Amén” (Rom 11, 36). Hemos de recordar los bienes recibidos de Dios en nuestro Señor Jesucristo y entonar un canto de alabanza y de acción de gracias. Pero nuestra alabanza y agradecimiento a Dios por todo lo que de Él hemos recibido, han de suscitar en nosotros más fe y confianza, más esperanza y más amor hacia El; un amor que nos confirme en la fidelidad en el camino de nuestra fe en el seno de nuestra Iglesia.
Y esto se hace recordando la presencia del Señor en medio de nosotros, en nuestra Iglesia y en nuestra vida de cristianos, personal y familiar, privada y pública. Miramos hacia el pasado para despertar y percibir con más fuerza la fidelidad de Dios en el presente. “Traed a la memoria los días pasados, en que después de ser iluminados, hubisteis de soportar un duro y doloroso combate… No perdáis ahora vuestra confianza”. Así nos exhorta el autor de la carta a los Hebreos (10, 32-ss). “Acordaos de vuestros dirigentes, que os anunciaron la palabra de Dios, y considerando el final de su vida, imitad su fe” (Heb 13, 7). Esta es la memoria que nos salva de “dejarnos seducir por doctrinas varias y extrañas” (Heb 13,9); esta memoria nos “fortalece el corazón” (ibid.).
Los pueblos como las personas tienen memoria; y ésta reside en su corazón. Los pueblos, como María, guardan las cosas en su corazón. La celebración de hoy nos invita a recordar fielmente al Señor, a nuestra Madre, la Virgen de la Cueva Santa, a nuestros Santos y a nuestros antepasados en la fe, fundando en ellos la unidad espiritual de nuestro pueblo
La memoria es una fuerza que une e integra. La memoria viene a ser el núcleo vital de un pueblo. Un pueblo que no respeta y ni atiende a sus antepasados, que son su memoria viva, es un pueblo sin porvenir. Quien reniega de sus raíces, construye el futuro en arenas inseguras y movedizas.
La memoria de la Iglesia es el Sacrificio del Señor en la cruz, que recordamos y actualizamos en cada Eucaristía. En la Eucaristía está nuestro triunfo. La resurrección no se entiende sin la cruz. En la cruz está la historia del mundo: la gracia y el pecado, la misericordia y el arrepentimiento, el bien y el mal, el tiempo y la eternidad. En los oídos de la Iglesia resuena la voz de Dios. “No temas, porque yo te he rescatado…, y te volveré a rescatar” (Is 43, 1-21). “Sé valiente y firme… Yahvé tu Dios está contigo; no te dejará ni te abandonará… No temas, pues, ni te asustes” (Deut 31, 6- 7). El recuerdo de la salvación de Dios, del camino ya recorrido, da fuerzas para el futuro.
Por la memoria, nuestra Iglesia testifica la salvación de Dios. Dios tiene atado en su corazón y en todo su ser, su proyecto de salvación. En la base de nuestra Iglesia y de cada cristiano está el recuerdo, la memoria, que se hace seguridad, la única y verdadera seguridad, porque es la esperanza que no defrauda: Soy recordado por el Señor, y él es eternamente fiel y el amor más grande. El nos tiene atados en su amor. Por todo esto nuestra oración ha de estar caracterizada por el recuerdo. Esa es la oración de la Iglesia que tiene siempre presente la salvación de Dios Padre, operada por el Hijo, en el Espíritu Santo. En el Credo está no sólo el compendio de las verdades cristianas, sino también el de la historia de nuestra salvación. ¡Es tan fácil olvidar, sobre todo cuando estamos satisfechos!
“Publicad los recuerdos de su fidelidad” (Sal 29, 5). Dios es fiel. Lo más importante para nuestra fe no es nuestra fidelidad a Dios ni la infidelidad con que con frecuencia le respondemos. “Que abismo de generosidad, de sabiduría y de conocimiento, el de Dios! (Rom 11, 33). Lo verdaderamente decisivo es que Dios es fiel. Su fidelidad es el fundamento más firme de la nuestra fidelidad. El “es un Dios clemente y compasivo, paciente, lleno de amor y fiel. El mantiene su amor eternamente”. Dios es amor misericordioso y fiel. La fidelidad es una cualidad del amor de Dios. Dios nos es siempre fiel, incluso en los momentos en los que más experimentamos la soledad y la oscuridad. El no puede abandonarnos. Está junto a nosotros de modo discreto y silencioso. Su fidelidad no nos ahorra los tragos amargos y las impotencias humanas. Dios no nos salva del mundo; nos salva en el mundo.
En la muerte y resurrección de Jesucristo se ha realizado la Nueva y definitiva Alianza. En su persona se abrazan la fidelidad de Dios y la fidelidad a Dios. Jesús es el ‘sí’ fiel que Dios nos da y al mismo tiempo, el ‘sí’ fiel que nosotros devolvemos a Dios. Cristo es, ante todo, el ‘sí’ de Dios a los hombres. La fidelidad de Dios se ha hecho plena y definitivamente presente, patente y operante en la persona, la doctrina, la vida, la muerte y resurrección de Jesucristo. El es el documento más cumplido y el monumento más hermoso de la fidelidad de Dios al mundo. Precisamente porque Jesús es expresión de la fidelidad de Dios, Él nos es fiel a nosotros. Su fidelidad le conduce a mantenernos firmes en la nuestra.
Pero Jesús es también para nosotros modelo de nuestra fidelidad a Dios. El aceptó y cumplió plenamente el proyecto de Dios Padre. En verdad tenemos una nube de testigos fieles a Dios en medio de la prueba: “Lo santos, por la fe, se mostraron fuertes en el combate” (Heb 11, 34). Pero ninguno como Jesús. El es para nosotros no sólo reflejo de la fidelidad de Dios sino también “canon personal de la fidelidad y fuente de la fidelidad”.
La fidelidad de Jesús al Padre es siempre total, se torna más patente a medida que la resistencia de sus enemigos a su proyecto se va haciendo más espesa. Jesús acepta generosamente la entrega de su propia vida en manos de sus enemigos como la máxima expresión de fidelidad a Dios, su Padre.
A los cristianos nos corresponde por vocación ser, como Jesús, señales vivas de la fidelidad con la que Dios ama a la gente y modelo humilde de la fidelidad con la que los humanos deberíamos amar a Dios en cualquier situación por dolorosa que pueda resultarnos. Tal respuesta de fidelidad a la fidelidad de Dios no es algo periférico sino central en la vida cristiana. Ser cristiano equivale a seguir a Cristo, ser fiel como él, ser fieles en su seguimiento. Fiel es sinónimo de cristiano. La fidelidad a Dios en las pruebas y en la vida cotidiana son la substancia de la conducta cristiana. La fidelidad del cristiano comporta la fe en Dios y en su Hijo Jesucristo, sin cobardías, confiando plenamente en él y en su presencia en medio de nosotros. Quien por la fe ha puesto toda su confianza en Dios ha de corresponderle en la fidelidad.
Mantenerse firmes en la fe lleva consigo padecer persecuciones y pruebas. Así como no hay fe sin fidelidad, no hay fidelidad probada hasta pasar por la dificultad y la persecución. El ejemplo de Cristo, pionero de nuestra fe, debe confortamos en los momentos de tempestad. La fidelidad comporta perseverancia, paciencia, sufrimiento y aguante en las tribulaciones. Creer es, para el cristiano, algo más que depositar toda su confianza en Dios. Es obedecerle, escucharle, aceptar su voluntad, atenerse a ella, cumplir tal voluntad. La obediencia debe ser fiel. Desobedecer a Dios es una infidelidad. Esta fidelidad obediente ha de manifestarse no sólo en las grandes pruebas; debe tomar también cuerpo en las pequeñas obligaciones de cada día.
San Juan nos descubre que el amor es como el alma de la fidelidad, y la prueba de nuestro amor a Dios es guardar sus mandamientos constantemente. “Sólo permaneceréis en mi amor si obedecéis mis mandamientos como yo he observado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor” (Jn 15, 10). Nuestra fidelidad no es proeza de nuestro esfuerzo generoso sino, ante todo, don de Dios. Nosotros somos demasiado frágiles para ser fieles. Nuestra fidelidad es posible únicamente cuando está bañada e impregnada de la fidelidad de Dios. El es quien nos capacita para vivir como auténticos creyentes a fin de que todo nuestro ser se conserve irreprochable para la venida de Nuestro Señor Jesucristo. El que nos llama es fiel y cumplirá su palabra. Nuestra fidelidad a Dios se prolonga en la fidelidad a los demás, en especial a los pobres.
El Señor nos llama no sólo a ser cristianos, sino a serlo de una manera determinada, en la vocación particular de cada uno: en el matrimonio, en la vida religiosa, en el mundo, en el ministerio sacerdotal.
Al recordar hoy a nuestros antepasados mozárabes pidamos a Dios, por la intercesión de María, la gracia de recuperar la memoria de nuestro camino personal, memoria de nuestras familias cristianas y la memoria de nuestro pueblo cristiano fiel para crecer en fidelidad a nuestra fe y a nuestra propia vocación. Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón.