Homilía en la fiesta de San Juan de Ávila
Castellón de la Plana, Capilla del Seminario Diocesano Mater Dei
10 de mayo de 2024
(Hech 13,46-49; Sal 22; Mt 5,13-19)
Queridos sacerdotes, diáconos y seminaristas, hermanos todos en el Señor!
1. Con la alegría propia del tiempo pascual celebramos un año más a nuestro santo Patrono, San Juan de Ávila. La Jornada Sacerdotal de hoy nos invita, en primer rlugar, a la acción de gracias. Damos gracias a Dios por el don de San Juan de Ávila, “maestro ejemplar por la santidad de su vida y por su celo apostólico, como hemos rezado en la oración colecta.
Y damos gracias a Dios por vuestro ministerio, queridos sacerdotes, que celebráis este año bodas sacerdotales: de diamante: José A. Gaya Ballester, Nicolás Pesudo Llácer, Vicent Gimeno Estornell, Vicente Agut Beltrán, Víctor Artero Barberá y David Solsona Montón; de oro: Guillem J, Badenes Franch, Miguel Díaz Pla y Francisco Viciano Flors; y de plata: Vicente Borja Dosdá, Luis Oliver Xuclá, Juan Ángel Tapiador Navas y Rafael Martínez Navarro. Muchísimas felicidades y gracias de corazón a todos. ¡Cuántos años de entrega admirable y abnegada! Si cada uno pudiera contar estos años de intimidad con el Buen Pastor y el bien que habéis hecho a tantas personas de las comunidades por las que habéis pasado… Sí: habéis sido y sois sal que ha dado sabor y alegría a la vida de muchas personas, familias, parroquias, comunidades y movimientos; habéis sido y sois la luz que ha iluminado con la luz de Cristo tantas situaciones de oscuridad en las personas que el Señor ha puesto en vuestro camino.
Si cada día, hemos de dar gracias a Dios por nuestro ministerio o por nuestra vocación sacerdotal, hoy todos sentimos más vivamente esta necesidad. Demos gracias a Dios por el don de nuestra vocación sacerdotal y de nuestro ministerio. Cantemos una vez más la misericordia del Señor para con cada uno de nosotros. En los años de formación y en los de ministerio sacerdotal todos hemos experimentado que el Señor nos enriquece en nuestra pobreza y fortalece nuestra fragilidad. No olvidemos nunca que nuestra vocación y nuestro ministerio son un don gratuito y amoroso del Señor. El nos precede siempre con su amor y su gracia. “Soy yo quien os ha elegido” (Jn 15,16). Semejante a las palabras del Primer anuncio, cada uno puede escuchar hoy de nuevo interiorizar las palabras: Jesús te ama, te cura, te sana, te ha elegido, consagrado y enviado a ser su sacerdote, según su corazón. Cantemos con el salmista: “El Señor es mi pastor, nada me falta” (Sal 22). Hoy es un día para redescubrir el amor de Dios en nuestra existencia, para saborear la belleza de nuestra vocación y ministerio. A pesar de las dificultades, conflictos, sufrimientos y cruces en nuestro ministerio, sabemos muy bien de Quien nos hemos fiado y en Quien confiamos. El Señor resucitado camina con nosotros con la fuerza de su Espíritu. Unidos en la oración suplicamos a Dios Padre que nos conceda la gracia de la santidad a todos siguiendo las huellas de su Hijo, el Buen Pastor, y el ejemplo de nuestro Patrono, San Juan de Ávila.
2. Sí, hermanos: La fiesta de San Juan de Ávila nos invita a dejar que el Espíritu de Dios reavive en nosotros la frescura de nuestra unción sacerdotal y la alegría por el don recibido; que el mismo Espíritu infunda en nosotros el deseo de imitar a nuestro Patrono en nuestra existencia sacerdotal y en nuestro ministerio pastoral.
Juan de Ávila es “maestro ejemplar por la santidad de su vida y por su celo apostólico”. Él fue un hombre de estilo austero y de oración sosegada; son proverbiales la sabiduría de sus escritos y la prudencia de sus consejos, tanto a los principiantes como a los más adelantados en los caminos del Espíritu, como lo fueron Teresa de Jesús o Juan de Dios. La recia personalidad del Maestro de Ávila, su amor entrañable a Jesucristo, su pasión por la Iglesia del Señor, su ardor pastoral y su entrega apostólica son estímulos permanentes para nosotros: para vivir con ardor creciente y fidelidad evangélica nuestro ministerio, y para ser discípulos misioneros de Jesucristo y pastores santos del pueblo de Dios.
También a nosotros, los sacerdotes de hoy, Jesucristo nos llama a seguirle con la fidelidad de Juan de Ávila. En los momentos recios y convulsos, que nos toca vivir, “son menester amigos fuertes de Dios para sustentar a los flacos” (Santa Teresa de Jesús, Libro de la Vida 15,5). Hoy como entonces, hemos de mantener vivo el fuego del don del Espíritu de nuestra ordenación para ser amigos fuertes y hombres de Dios; así nos iremos configurando cada día más con Jesucristo, el Buen Pastor y creciendo en nuestra caridad pastoral, en el servitium amoris. Nuestra sociedad está necesitada de maestros del espíritu, de testigos gozosos de su experiencia de fe en el Señor Resucitado. Nuestro mundo está falto de amor, del amor que es Dios y viene de Dios. Los sacerdotes jóvenes, los seminaristas, las futuras vocaciones, los niños y los jóvenes necesitan tener en nosotros, los sacerdotes mayores, referentes claros de personas enamoradas de Cristo y de pastores entregados, necesitan del acompañamiento de sacerdotes santos. Nuestra Iglesia, esta porción del Pueblo de Dios en Segorbe-Castellón, está llamada a una conversión pastoral y misionera; nuestra Iglesia está llamada a dejarse renovar por el Espíritu del Señor para seguir con nuevo ardor en la tarea de la evangelización: y para ello es necesario el acompañamiento de sacerdotes santos.
“Para conseguir sus fines pastorales de renovación interna de la Iglesia, de difusión del evangelio en todo el mundo y de diálogo con el mundo moderno”, el Concilio Vaticano II nos “exhorta vehementemente a todos los sacerdotes a que, empleando los medios recomendados por la Iglesia”, nos esforcemos “por alcanzar una santidad cada día mayor, que (nos) haga instrumentos cada vez más aptos al servicio de todo el Pueblo de Dios” (PO 12).
También a Juan de Ávila le tocó vivir tiempos difíciles, incluso dramáticos: por todas partes se respiraba un ambiente de reforma, y las nuevas corrientes humanistas y de espiritualidad o la apertura a nuevos mundos interpelaban y cuestionaban a la Iglesia y su misión salvadora. El sabía que de la reforma de los sacerdotes y demás clérigos, dependía en gran medida la necesaria renovación de la Iglesia. En su memorial al Concilio de Trento decía: “Éste es el punto principal del negocio y que toca en lo interior de él; sin lo cual todo trabajo que se tome cerca de la reformación será de muy poco provecho, porque será o cerca de cosas exteriores o, no habiendo virtud para cumplir las interiores, no dura la dicha reformación por no tener fundamento”.
Pido a Dios en este día que nos conceda ese espíritu de entrega gozosa del Maestro Ávila que, en los tiempos recios del siglo XVI, supo vivir firme en la fe, alegre en la esperanza y apasionado en su caridad pastoral, sin arredrarse ante las dificultades. Que valoremos como un tesoro y vivamos con gozo nuestro sacerdocio, tantas veces atormentado por la indiferencia religiosa, el alejamiento progresivo de nuestros cristianos, la cancelación del cristianismo y el relativismo. Nuestro tiempo, tan necesitado de una nueva y renovada evangelización, nos pide una fe adhesión total y confiada a Cristo, un amor apasionado por nuestra Iglesia, el testimonio de una existencia entregada al ministerio, una fraternidad sacerdotal viva y sincera, y una comunión en la fe, en la disciplina y en la misión. No valen solo los maestros; se necesitan ante todo testigos. O mejor, maestros porque son testigos de una vida entregada a Cristo en el servicio a los hermanos en el seno de la comunión de la Iglesia.
3. Nuestro ministerio sacerdotal tiene su fuente permanente en el amor de Cristo hacia nosotros, que se traduce en un amor entregado totalmente a Él y, en Él, a quienes nos han sido confiados. El corazón de nuestra existencia sacerdotal es amar al Buen Pastor de las ovejas y a las ovejas del Buen Pastor, hasta entregar la vida como El. Este amor se basa en la iniciativa misteriosa y gratuita del Señor, que llamó a los discípulos antes de nada “para que estuvieran con él” (Mc 3,14). Él los hizo sus amigos amándolos con el amor que recibe del Padre (cf. Jn 15,9-15), que les capacita para amar. Amar a Jesucristo es corresponder a su amor.
En medio de su trabajo apostólico, Juan de Ávila era un hombre de estudio de la Sagrada Escritura, de los Padres de la Iglesia, de los teólogos y de los autores de su tiempo. Su Biblioteca era abundante, actualizada y selecta; dedicaba al estudio, con proyección pastoral, varias horas al día. Sin embargo, la fuente principal de su ciencia era la oración y contemplación del misterio de Cristo, el encuentro personal con el Señor. Su libro más leído y mejor asimilado era la cruz del Señor, vivida como la gran señal de amor de Dios al hombre. Y la Eucaristía era el horno donde se encendía el celo ardiente de su corazón.
La intimidad del sacerdote con Jesucristo se manifiesta y se alimenta en la oración y particularmente en la Eucaristía. La oración es para Juan de Ávila, condición imprescindible para ser sacerdote, porque ella en sí misma es apostólica: “que no tome oficio de abogar si no sabe hablar”, decía (Plática 2ª). Y en relación con la Eucaristía recordaba: “el trato familiar de su sacratísimo Cuerpo es sobre toda manera amigable… al cual ha de corresponder, de parte de Cristo con el sacerdote y del sacerdote con Cristo, una amistad interior tan estrecha y una semejanza de costumbres y un amar y aborrecer de la misma manera y, en fin, un amor tan entrañable, que de dos haga uno” (Tratado del Sacerdocio, 12).
Instados por tantas demandas y preocupados por tantas cosas, queridos sacerdotes, necesitamos cuidar nuestra vida de oración y de contemplación, donde vayamos adquiriendo los mismos sentimientos de Cristo, donde vayamos aprendiendo a amar como el Señor. Junto al apoyo fraterno mutuo y la amistad sacerdotal, tenemos necesidad, hermanos, de entrar “en la escuela de la Eucaristía” y encontrar en ella el secreto contra la soledad, el apoyo contra el desaliento y la energía interior para nuestra fidelidad.
El santo Maestro de Ávila nos ha dejado ejemplo de ello. Hizo de su vida una ofrenda eucarística, signo de la caridad de Cristo que se da a los demás, siempre en comunión con la Iglesia y pendiente de las necesidades de los hombres. Su afán evangelizador, sus sermones caldeados de fuego apostólico, sus muchas horas de confesionario, su tiempo programado dedicado al estudio, su preocupación por la vida espiritual y la formación permanente de los sacerdotes, la fundación y mantenimiento de colegios, sus iniciativas catequéticas, la dirección espiritual, su cartas: todo ello son muestras de esa entrega hasta el final de su vida, ya lleno de achaques. Una vida gastada y desgastada por el Evangelio. Todo ello hizo de él “luz del mundo y sal de la tierra” de que habla el Evangelio.
4. Que el Señor nos conceda la gracia, queridos amigos, de ser pastores según su corazón siguiendo el ejemplo de Juan de Ávila: pastores que conocen muy bien a sus fieles y se desviven por ellos, que conviven con ellos en sus penas y en sus alegrías, que oran con intensidad y dedican un tiempo adecuado al estudio. Por lo demás, pido a Dios que esta fiesta tan nuestra, tan sacerdotal, nos sirva para ganar en confianza de unos con otros, en trato sencillo y fraterno, en ser apoyo los unos de los otros y consuelo de los que más lo puedan necesitar. Así se lo pido al Señor por intercesión de la Virgen María, madre de la Iglesia y Madre de los sacerdotes. Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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