Homilía en la Santa Misa Crismal
S. I. Catedral-Basílica de Segorbe, 29 de marzo de 2021
(Is 61,1-3ª.6ª.8b-9; Sal 88; Ap 1,5-8; Lc 4,16-21)
Acción de gracias por la misericordia de Dios.
1. “Cantaré eternamente las misericordias del Señor” (Ps 88). Con el salmista cantamos la misericordia del Señor y le damos gracias, en primer lugar, porque a pesar de la pandemia y de las restricciones de aforo, nos permite reunirnos presencialmente en esta Iglesia Madre para celebrar la Misa crismal. Y cantamos sus misericordias porque su Espíritu desciende hoy de nuevo sobre toda nuestra Iglesia diocesana, aquí representada, como descendió sobre Cristo, el Ungido de Dios, para fortalecerla en nuestra tarea de evangelizar y de santificar a los hombres. Somos ‘la estirpe que bendijo el Señor’ (cfr. Is 61,9), para que todos los hombres y mujeres de nuestro tiempo reciban la buena nueva del Evangelio. El poder del Espíritu fecunda hoy de nuevo a esta Iglesia nuestra para que llevemos el Evangelio a todos, en especial a los pobres, para que llevemos consuelo a los afligidos a causa de la pandemia, para que seamos signo de Esperanza y de la plenitud de la vida divina por la fuerza de los sacramentos pascuales.
Los santos óleos que vamos a bendecir y el crisma que vamos a consagrar serán instrumentos de salvación en los sacramentos del bautismo, de la confirmación, del orden sagrado y de la unción de enfermos. La eficacia salvífica de estos signos deriva del misterio pascual, que disponemos a celebrar un año más.
La Misa Crismal: preludio de la celebración de la Última Cena del Señor.
2. La Misa Crismal, aunque la celebramos el lunes santo, hemos de verla en íntima relación con la Misa ‘En la Cena del Señor’ del Jueves Santo. Jesús parte y reparte el pan a sus apóstoles y les ofrece el cáliz lleno de vino. El pan es su Cuerpo que va a ser entregado, y el cáliz es la copa de su Sangre que va a ser derramada para el perdón de los pecados. Jesús anticipa sacramentalmente lo que poco después iba a suceder en el Gólgota: su Sacrificio, la oblación de su Cuerpo y de su Sangre al Padre en la Cruz por la salvación del mundo; es el Sacrificio por el que se instaura una nueva y eterna Alianza, la Pascua nueva y definitiva. Y Jesús manda a los Doce que lo hagan siempre en conmemoración suya. De este modo instituía el Sacrificio Eucarístico como “fuente y cima de toda la vida cristiana” (LG 11), y el sacerdocio ministerial para actuar “in persona Christi” en la Iglesia, un ministerio necesario e insustituible a la hora de renovar su gesto sacramental de la Última Cena y de hacer su Iglesia.
Por eso hoy recordamos, de modo especial, el ministerio sacerdotal, en el que obispo y sacerdotes estamos íntimamente unidos; por eso hoy renovaremos también nuestras promesas sacerdotales. El mandato y misión que recibían Pedro y los Doce se nos transmitiría a cada uno de nosotros el día de nuestra ordenación sacerdotal; no era la única razón y tarea, pero constituía su primera razón de ser. Hoy es un día para la acción de gracias a Dios por los dones recibidos, pero también de petición por la renovación espiritual y pastoral de nuestra Iglesia y de nosotros, los sacerdotes.
Cristo es el Ungido del Señor.
3. La palabra de Dios que acabamos de proclamar centra nuestra mirada en Cristo Jesús. “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido y me ha enviado a dar la buena noticia a los pobres” (Is 61, 1,3). Estas palabras del profeta Isaías se refieren, ante todo y en primer lugar, a Jesús y su misión mesiánica. “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír” (Lc 4, 21). Así comenta Jesús, en la sinagoga de Nazaret, el anuncio profético de Isaías, que él mismo acaba de leer. Jesús es el Cristo, el Ungido del Señor: es el enviado por el Padre y el ungido por el Espíritu para anunciar la buena nueva a los pobres y a los afligidos, para traer a los hombres la liberación de sus pecados. Él ha venido para proclamar el tiempo de la gracia y de la misericordia de Dios. Acogiendo la llamada del Padre a asumir la condición humana, Jesús trae consigo el soplo de la vida nueva y da la salvación a todos los que creen en Él. Enviado por el Padre y consagrado por virtud del Espíritu Santo queda convertido en sumo y eterno Sacerdote de la nueva y definitiva Alianza, que sella con su sangre.
Todos los bautizados estamos ungidos y enviados a evangelizar.
4. El mismo Señor Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, ha hecho de todos los bautizados, un reino de sacerdotes. Por el bautismo hemos sido ungidos por el Señor y consagrados por su Espíritu como casa espiritual y sacerdocio santo para ofrecer, a través de las obras propias del cristiano, sacrificios espirituales. Como ungidos y consagrados, todos los cristianos estamos llamados a dejar que el don de la nueva vida de la gracia, se desarrolle en nosotros mediante la fe en Cristo. La fe y la unción bautismal se mantienen vivas y frescas en la oración y en la participación frecuente en los sacramentos de la Eucaristía y de la Reconciliación; se mantienen vivas en una caridad activa que nos empuja a todos a salir a la misión para que el evangelio y la salvación de Cristo llegue a todos y a todos los rincones y periferias del mundo.
Los óleos y el crisma nos recuerdan especialmente el misterio de la unción de nuestro bautismo y de nuestra confirmación; una unción, que marca para siempre la persona y la vida de todo cristiano desde el día de nuestro bautismo: de sacerdotes y diáconos, de consagrados y de los fieles laicos.
Los sacerdotes, ungidos por una unción especial y enviados.
4. En otro nivel, el Señor ha hecho un reino de sacerdotes de nosotros, queridos presbíteros, mediante una unción especial. Hemos sido ungidos y enviados para ser sus ministros, es decir, servidores de Dios y de su Pueblo, para anunciar la buena nueva, para ofrecer ‘in persona Christi’ el sacrificio eucarístico a Dios y administrar los sacramentos, para guiar al pueblo sacerdotal a ejemplo del Buen Pastor (cf. LG 10).
Cada uno de nosotros puede decir en verdad: “El Espíritu del Señor está sobre mí, él me ha ungido, y me enviado”. Estas palabras nos recuerdan nuestra ordenación sacerdotal y episcopal. Así lo manifiestan los signos mediante los cuales fuimos ordenados sacerdotes y obispo (cf. Benedicto XVI, Homilía en la Misa Crismal de 13 de abril de 2006).
El Espíritu del Señor descendió sobre nosotros en nuestra ordenación. El obispo impuso sus manos sobre nuestra cabeza y pidió a Dios la efusión de su Espíritu y de sus dones para nuestro ministerio. En la persona del obispo era el mismo Señor quien nos imponía sus manos. Con este gesto, Cristo tomó posesión de cada uno de nosotros. Ya no nos pertenecemos, pertenecemos al Señor, somos propiedad suya. Somos hombres de Cristo, somos “otros Cristos”. Estamos ungidos para actuar en su nombre y ‘in persona Christi capitis’. La nuestra es la misión de Cristo por la fuerza del Espíritu. ¡Cuánto bien nos hace recordar que somos sólo sencillos colaboradores en la viña del Señor. Así contaremos siempre con Él. No es nuestra obra, sino la obra del Señor la que llevamos entre manos. No es nuestra viña, sino la viña del Señor.
Pero con el gesto de la imposición de las manos, Jesús también nos dijo y nos dice a cada uno: “Tú estás bajo la protección de mis manos. Tú quedas custodiado en el hueco de mis manos y así te encuentras dentro de la inmensidad de mi amor. Permanece en el hueco de mis manos y dame las tuyas”. ¡Qué saludable es recordarlo en momentos de desolación espiritual y de abatimiento pastoral ante un ambiente adverso o indiferente a Cristo! ¡Cuánto bien hace meditarlo en nuestro cansancio apostólico, en los momentos de tentación, en nuestras angustias pastorales, en nuestro día a día!
Nuestras manos fueron ungidas con el crisma, que es el signo del Espíritu Santo y de su fuerza. El Señor nos impuso las manos y ahora quiere las nuestras para que se transformen en las suyas. Quiere que no sean instrumentos para tomar las cosas o las personas para nosotros, sino que se pongan al servicio de su amor entregado: para bendecir, para perdonar, para consagrar, para mostrar su cercanía, para dar y para darse. Nuestras manos ungidas deben ser un signo de donación y de entrega, de creatividad para modelar nuestras comunidades y nuestro mundo con el amor del Buen Pastor. Y para eso, sin duda, tenemos necesidad del Espíritu Santo. Pongamos hoy de nuevo nuestras manos a su disposición y pidámosle que nos vuelva a tomar siempre de la mano y nos guíe.
La imposición de manos y unción sacerdotal: un itinerario existencial.
5. La imposición de las manos y la unción marcan todo un itinerario existencial. El Señor nos impuso sus manos. El significado de ese gesto lo explicó con las palabras: “Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15, 15). El Señor nos hace sus amigos. Nos encomienda todo. Nos encomienda a sí mismo, de forma que podamos hablar con su ‘yo, ‘in persona Christi capitis’. ¡Qué confianza se ha puesto en nuestras manos! Dejemos que su mano nos aferre; así no nos hundiremos, sino que nos pondremos al servicio de la vida que es más fuerte que la muerte, y al servicio del amor que es más fuerte que el odio. La fe en Jesús, Hijo del Dios vivo, es el medio por el cual volvemos a aferrar siempre la mano de Jesús.
Hemos sido ungidos por el Señor. La unción se mantiene fresca en una relación viva con Jesucristo, nos recuerda el Papa Francisco. Esta relación nos salva de la tentación de la tristeza y de la amargura, de la mundanidad, de las ideologías, de la mediocridad, de la vanidad y del dinero, del individualismo y del aislamiento. Podemos perder todo pero no nuestro vínculo con el Señor, de otro modo no tendríamos nada más que dar a la gente.
Esta relación con Cristo se mantiene viva en el encuentro personal con Cristo permanentemente renovado. Como en el caso de los primeros discípulos pide ser un encuentro real con el Resucitado; un encuentro que nos sobrecoja y nos lleve a pasar del miedo a la alegría, de la decepción a la esperanza, del fracaso al ardor pastoral. Este encuentro nos movilizará e impulsará a contar lo que hemos vivido y experimentado, y a hacerlo con temple y aguante, sabiendo que los discípulos del Señor estamos llamados a compartir su destino, su cruz. Este encuentro con el Señor nos llevará a la comunidad y hará de nosotros una comunidad de hermanos, que viven la fraternidad sacerdotal y que nada ni nadie podrán parar en la misión que el Señor nos encomienda.
Sabemos bien, queridos sacerdotes, donde tiene lugar este encuentro personal con el Señor. Nos encontramos con Él en la escucha atenta y orante de la Palabra de Dios, en la oración personal diaria y en la comunitaria, en la oración de intercesión por nuestro pueblo, en el rezo pausado y atento de la Liturgia de las Horas, en la celebración diaria de la Eucaristía, en la recepción frecuente del sacramento de la Penitencia, en la adoración frecuente del Señor en el Sagrario, en la devoción a la Virgen, en los pobres y en tantas personas que el Señor va poniendo en nuestros caminos, y en nuestra propia comunidad de presbíteros.
Para pastorear a nuestro Pueblo de Dios
6. Somos ungidos para ungir a nuestro Pueblo de Dios. Seamos siempre mediadores generosos de la gracia de Dios, siempre disponibles para ofrecer nuestro servicio pastoral a quien nos lo reclame. Acojamos en nuestro corazón el programa esbozado por Jesús en la sinagoga de Nazaret. Amemos a todos, pero especialmente a los más pobres, a los cautivos por tantas cadenas, a los enfermos y a los marginados por la soledad y el abandono, a los parados y a los que han pedido toda esperanza. Aceptemos también el sufrimiento pastoral, que significa, en palabras del Papa, “sufrir con y por las personas, como un padre y una madre sufren por sus hijos”. Oremos ante el Sagrario por nuestro pueblo, teniendo muy presentes la vida, problemas y sufrimientos de nuestros fieles.
Queridos hermanos sacerdotes: Redescubramos la alegría, la belleza y la grandeza de nuestra misión y renovemos nuestras promesas sacerdotales con la confianza puesta en el Señor.
Recuerdo de los enfermos y fallecidos
7. No quiero terminar sin tener un recuerdo en nuestra oración y afecto a nuestros sacerdotes ancianos y enfermos, en especial a D. Joaquín Esteve, y a todos los que padecen algún tipo de dificultad. Al mismo tiempo encomendamos a la misericordia de Dios a los hermanos fallecidos en el último año: D. José Blasco, D. Roque Herero, D. José Burgos, D. José Porcar, D. Vicente Mestre y D. Manuel López Agui. ¡Que el Señor les conceda su paz y su gloria para siempre!
Sintamos en todo momento la presencia amorosa y maternal de la Madre del Señor y Madre nuestra. Que ella, la Virgen de la Cueva Santa, nos lleve siempre al Señor, que nos proteja, tutele, guíe y llene de fecundidad nuestro ministerio para la gloria de Dios. Así sea.
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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