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Ordenación de cuatro presbíteros

5 de julio de 2008/0 Comentarios/en Homilías 2008/por obsegorbecastellon

 

Castellón, S.I. Con-catedral de Sta. María, 3 de Julio de 2008

  

Amados hermanos y hermanas en el Señor

“Cantaré eternamente, tus misericordias, Señor” (Sal 88). En esta mañana nos unimos a vuestra alegría, queridos Telesforo, Marc, Angel y Juan Carlos, y con vosotros cantamos al Señor por su gran amor hacia vosotros, y, en vuestras personas, para vuestras familias y para nuestra Iglesia diocesana. Las palabras del Salmista nos invitan una vez más a la alabanza y a la acción de gracias a Dios: hoy lo hacemos por vuestra vocación y por vuestra ordenación sacerdotal. Ambas son una gracia de Dios para vosotros; sí, pero también y ante todo para nuestra Iglesia, que en estos tiempos de escasez vocacional, se ve una vez más agraciada en vuestras personas.

Gracias sean dadas a Dios, que te os llamado, cuidado y enriquecido con sus dones a lo largo de estos años de Seminario en que habéis sabido acoger, discernir y madurar su llamada. Bien sabéis, que, como en tantos otros casos, en todo este proceso vuestro no hay aparentemente nada de extraordinario, salvo la acción amorosa de Dios, su amor misericordioso. Gracias le sean dadas por vuestro corazón disponible, generoso y agradecido a su vocación; gracias por vuestra fe confiada en el Señor, que os ha ayudado a superar miedos y temores.

Sí, hermanos, cantemos eternamente las misericordias del Señor: Dios muestra de nuevo su benevolencia para con nosotros, para con esta Iglesia suya, que peregrina en Segorbe-Castellón y, en ella, para toda la Iglesia. Quiero también expresar mi profunda gratitud y felicitación a todos cuantos han cuidado de vuestra formación, así como a vuestros padres, familiares y a todos los que os han ayudado a discernir, acoger y madurar la llamada del Señor al sacerdocio; a todos cuantos os han animado a corresponder a ella con alegría, confianza y generosidad con que lo hacéis. Estoy seguro de que seguirán estando cerca de vosotros, para que perseveréis en el ministerio sacerdotal y podáis cumplir la misión que el Señor os confía hoy.

En la primera lectura hemos proclamado la elección del profeta Jeremías: “Antes de formarte en el vientre, te escogí; ante de que salieras del seno materno, te consagré: te nombré profeta de los gentiles” (Jer 1, 4-5). Jeremías es elegido y llamado por pura gracia de Dios. El Señor le llama; no por mérito alguno por su parte, sino por puro don y gracia. Jeremías, por su parte, se siente indigno e incapaz para la misión que Dios le encomienda; tiene miedo ante la misión. Es la elección de Dios, es su llamada y es su fuerza las que hacen de Jeremías profeta del Señor.

Vosotros también, queridos hijos y hermanos, habéis ido descubriendo poco a poco que era Dios quien os había elegido desde antes de ser concebidos para ser sus presbíteros de la Iglesia del Señor; no por vuestros méritos ciertamente, sino por pura gracia. Vosotros también habéis escuchado la llamada certera del Señor a su seguimiento.

Como en el caso de Jeremías, puede que al inicio de vuestro ministerio os embargue también el miedo: miedo ante vosotros mismos por vuestras limitaciones y debilidades, miedo ante la misión en un mundo secularizado y la debilidad de nuestra iglesia en muchos de sus miembros y comunidades; miedo ante un ambiente cada vez más hostil frente a la Iglesia; miedo ante las amenazas cada vez más fuertes del laicismo excluyente y anticristiano, que nos aparece todopoderoso. En estas circunstancias resuenan hoy de nuevo las palabras del Señor a Jeremías: “No les tengas miedo, que yo estaré contigo para librarte” (Jer 1, 30). La iniciativa divina y la fuerza de Dios rompen siempre los débiles razonamientos humanos.

¡No tengáis miedo! El mismo Señor Jesús tendrá que repetir estas palabras a los Apóstoles cuando dudan en su fe o cuando desconfían de la fuerza de palabra de Jesús: es una llamada a que sientan de cerca la fuerza sobrenatural y a que superen el miedo de poder responder al gran don de Dios. ¡No tengáis miedo! os dice el Señor hoy a vosotros. Dios que os concede el don del ministerio sacerdotal, os concede también la fuerza para vivirlo. Es bueno, sin embargo, acoger y vivir el ministerio con el temor de Dios, para sentirse hoy y siempre pequeños y pobres ante Dios, para ser conscientes hoy y siempre de nuestra flaqueza y debilidad ante la grandeza de Dios, para experimentar nuestra poquedad frente a la riqueza del Omnipotente. El Papa san León Magno se pregunta: “¿Quién no verá en Cristo mismo la propia debilidad?”. Jeremías se ve indigno e incapaz, es la fuerza de Dios lo que le hace superar sus miedos. También María, la humilde doncella del pueblo, se ve tan poca cosa… ¡pero en Dios se siente fuerte y desaparece el miedo!

Siendo conscientes de nuestra debilidad, comprendemos con San Pablo que Dios “ha escogido lo débil del mundo, para confundir lo fuerte” (1Cor 1,26). Siguiendo el ejemplo de Jeremías, de Pablo y de tantos otros, podéis hacer vuestras  las Palabras de Jesús, el Buen Pastor, con quien hoy seréis configurados: “Aquí estoy, Señor para hacer tu voluntad”.

“Yo soy el Buen Pastor” (Jn 10, 11), dice Jesús de sí mismo, en el Evangelio que hemos proclamado. Jesús es el Buen Pastor, porque da la vida por las ovejas; porque las conoce bien y vive entre ellas participando de sus problemas, porque se preocupa especialmente de las que están fuera del redil.

Vosotros, queridos hijos, vais a ser ungidos, consagrados y enviados para ser pastores y guías al servicio del pueblo de Dios, en nombre y en representación de Cristo Jesús, el Buen Pastor. Jesús, el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas, ejemplo sublime de entrega amorosa, invita ‘a quienes el constituye pastores, según su corazón’ a seguir sus mismas huellas.

La primera y principal característica del buen pastor es dar, gastar y desgastar la propia vida por las ovejas. Es la suprema muestra del amor, del celo apostólico, de la caridad pastoral. De lo contrario se vivirá no para el ministerio, sino del ministerio; se servirá uno de él en beneficio y provecho propio, en lugar de vivirlo como servicio desinteresado a los hermanos.

San Pedro nos exhorta: «Sed pastores del rebaño de Dios a vuestro cargo, gobernándolo no a la fuerza, sino de buena gana, como Dios quiere; no por sórdida ganancia, sino con generosidad; no como déspotas sobre la heredad de Dios, sino convirtiéndoos en modelos del rebaño” (1 Pt 5,2-3). No es el despotismo autoritario, sino el amor entrañable y el servicio fraterno, lo que caracteriza al buen pastor. Ser buen pastor exige entrega incondicional y amor entrañable a los co-presbiteros, a la comunidad y a cada persona. Nuestra motivación sólo puede ser el servicio y el testimonio de una entrega total y desinteresada a la comunidad y a los hermanos: nuestro único interés ha de ser Jesucristo, su Evangelio y llevar a las personas al encuentro con Cristo y su salvación.

Para ser buen reflejo de Cristo, el Buen Pastor, es preciso que os identifiquéis más y más con El. Vivid de tal modo que la identificación con Cristo se refleje cada día más y mejor en toda vuestra existencia para ser para los demás una imagen lo más transparente posible del Buen Pastor.

Por ello no puede caer en el olvido vuestra referencia permanente y dinámica de vuestras personas y de vuestro ministerio a Cristo, el Buen Pastor y al lugar central que le corresponde. No podréis ser buenos pastores, tras las huellas del buen Pastor, sin una profunda relación de amor con Dios Padre, buscando siempre su voluntad, como Cristo Jesús. Y no podréis tampoco ser buenos pastores, sin cultivar una profunda relación de amor y amistad con Cristo Jesús, el Buen Pastor. Nadie da lo que no tiene. Nadie puede transmitir a Cristo, si no está unido vital y existencialmente a Él por el amor. Si estamos desnutridos, si estamos alejados de la fuente de la  Vida, no podremos transmitir vida. Sólo desde nuestro amor a Cristo, podremos amar, cuidar y apacentar a aquellos que El nos encomienda, con respeto, con comprensión y, sobre todo, con verdadero amor. Nuestra caridad pastoral será la prueba de nuestro amor a Cristo.

Como sacerdotes seréis hombres de la Palabra: os corresponderá la tarea de llevar en nombre de Cristo y de su Iglesia el anuncio del Evangelio a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo, a los niños y adolescentes, a los jóvenes y a los adultos. Deberéis hacerlo con gran sentido de responsabilidad, comprometiéndote a estar siempre en plena sintonía y comunión con la fe de la Iglesia.

Seréis también hombres de la Eucaristía, mediante la cual entréis cada vez más en el corazón del misterio pascual. En la Eucaristía se actualiza la sacrificio redentor del Señor, la oblación de su cuerpo, una vez para siempre, por la que todos quedamos santificados (cf. Heb 1, 10). Al entregaros la patena y el cáliz, os diré: “Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras,  conforma tu vida con el misterio de la Cruz”. La celebración de la Eucaristía pide la entrega total de tu persona como Cristo Jesús hasta dar la vida. ¡Haced de vosotros y de vuestra existencia un don generoso y creativo de ti mismo a Cristo, a su Evangelio y a los hermanos! No cedáis nunca a la tentación de replegaros en vosotros mismos, o de conformaros con lo ya hecho, o de caer en el pesimismo o en el cansancio.

¡Que María, la virgen, que os ha acompañado en vuestro proceso vocacional os aliente y proteja en la nueva etapa que hoy comenzáis con alegría y esperanza como presbíteros de la Iglesia del Señor! Amén

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Inauguración de la capilla de la casa de las Siervas de Jesús

22 de junio de 2008/0 Comentarios/en Homilías 2008/por obsegorbecastellon

 

Castellón, 22 de junio de 2008

 (Jr 20,10-13; Sal 68; Rm 5,12-15; Mt 10,26-33)

 

Amados hermanos y hermanas en el Señor. Saludo cordialmente los Sres. Gerentes de Porcelanosa y con especial afecto a todas las Siervas de Jesús, y, en especial, a la Madre General y a la Madre Provincial.

En este Domingo, día del Señor Resucitado, la pascua semanal, el Señor Jesús nos convoca una vez más para celebrar la Eucaristía, la acción de gracias por excelencia. Dirigimos nuestra mirada a Dios, Uno y Trino, fuente y origen de todo bien y de todo don, y entonamos nuestra más sincera acción de gracias por el misterio pascual, por la muerte y resurrección, fuente de vida y de amor para el mundo, que nos permite actualizar en cada Eucaristía. En la Eucaristía, sacramento de la Caridad, tenemos la manifestación suprema del amor de Dios hacia la humanidad, manantial del amor de Dios y del amor a los hermanos.

A nuestra acción de gracias eucarística unimos en este día nuestra acción de gracias por el don de vuestra Santa Madre, Mª. Josefa del Corazón de Jesús, elegida y enriquecida con el don de Espíritu para hacer presente el “Amor Misericordioso” en el mundo del dolor mediante vuestra Congregación de las Siervas de Jesús de la Caridad: alabemos y demos gracias por la entrega, por la entereza, por la fortaleza, por la caridad y santidad de vuestra Fundadora y por vuestra Congregación. Le damos gracias por el pasado y por el presente de vuestra Congregación; le alabamos por todos los dones que a través de vosotras ha ido derramando a lo largo de estos 112 años sobre tantos enfermos, sus familias y nuestra sociedad, en especial en esta Diócesis y en la Ciudad de Castellón.

Gracias le damos a Dios por nuestras hermanas, Sor Elena Capa e Inocencia Alonso que celebran este año sus bodas de oro de profesión religiosa y que hoy renovarán sus votos. Y gracias le damos finalmente por el don de esta nueva capilla, lugar de oración y de celebración para vuestra comunidad, lugar de la presencia permanente del Señor Eucaristía entre vosotras, en el que encontraréis la fuente de vuestra comunión Dios y con las hermanas, y el aliento para vuestra misión siguiendo el carisma de vuestra Madre.

“De la comunión plena con Cristo resucitado, presente en la Eucaristía, brota cada uno de los elementos de la vida de nuestra Iglesia: en primer lugar la comunión entre todos los fieles, el compromiso de anuncio y testimonio del Evangelio, el ardor de la caridad hacia todos, especialmente hacia los pobres y los pequeños” (Benedicto XVI). En la celebración y adoración de la Eucaristía, alimentaréis vuestra devoción al Corazón de Jesús, y acrecentaréis los sentimientos de bondad y de amor para cuidar a los enfermos en sus domicilios, hospitales, clínicas y sanatorios; y a los ancianos en las residencias.

En el Evangelio de hoy, Jesús nos dice: “Lo que os digo de noche, decidlo en pleno día, y lo que escuchéis al oído pregonadlo desde la azotea” (Mt 10, 27). Sí, hermanos y hermanas: todo cristiano esta llamado a ser testigo de Jesucristo y de su Evangelio; vosotras, queridas Siervas, lo estáis para dar testimonio de Dios Amor, del Señor resucitado, Vida para el mundo, y la Buena Nueva del Evangelio esperanza para la humanidad entera.

“Estuve enfermo y me visitasteis”. Estas palabras de Jesús expresan el carisma, recibido y vivido hasta el extremo por Santa Mª Josefa; en ellas se condensa su herencia espiritual para vosotras, Siervas de Jesús; estas palabras son el resumen de lo que debe ser la vida de una Sierva de Jesús, viendo y amando en la persona del enfermo al mismo Cristo. Este será el mejor testimonio de Dios-Amor y de Jesucristo que puede dar una sierva. Los enfermos están ahí del amor de Cristo, manifestación del amor de Dios. Vosotras Siervas de Jesús salís cada noche al encuentro de Cristo, le encontráis en los hombres y mujeres, que sufren, y le amáis con vuestra asistencia personal a cada enfermo en sus domicilios, en las clínicas y en los hospitales, en dispensarios y ambulatorios, en centros para enfermos crónicos y convalecientes, sin distinción de raza, condición, enfermedad o religión.

Como Santa Mª Josefa, vuestra Fundadora, mostráis a este mundo que sufre, que el único que importa en esta vida es Él, y que por Él y por amor a Él, hay que tener, como el Buen Samaritano del Evangelio, entrañas de misericordia para con el que sufre y para con el enfermo, que hay que padecer con él –que esto es lo que significa compasión-. Vuestra atención y servicio a los enfermos se basa en el amor –amor recibido y amor compartido-, siguiendo las huellas de María, que acogió con amor el amor gratuito de Dios, le correspondió con fe y lo compartió con el necesitado.

El amor, la caridad, es el mayor de los dones recibidos, la virtud más grande de un cristiano nos recuerda San Pablo. Vuestra vida religiosa de Siervas de Jesús se basa en la fe, la esperanza y el amor vividos en la obediencia, la castidad y la pobreza; pero es el amor al enfermo lo que le da sentido y lo que constituye su finalidad de vuestra vida de Siervas de Jesús. San Pablo nos recuerda también cómo ha de ser la caridad, el amor cristiano, y cómo debe ser vuestro amor a los enfermos. “La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma nunca en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra siempre con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta” (1 Cor 13, 4-7).

Con vuestra vida, entregada al servicio del enfermo en su domicilio, sois, queridas hermanas, testigos vivos de Jesucristo y de su Buena Nueva, eficazmente presente en su Iglesia. Contribuís así a manifestar y realizar el misterio y la misión de nuestra Iglesia, sacramento del amor de Dios a los hombres en el amor de los cristianos hacia sus hermanos, especialmente hacia los más pobres y necesitados. La evangelización a que nos llama la Iglesia necesita antes de nada testigos vivos del Evangelio, de la Buena Nueva, del Amor de Dios a los hombres. El Evangelio vivido por amor entregado y desinteresado es el mejor camino para llevar a Cristo a los hombres; es el mejor camino para que los hombres se abran al amor de Dios manifestado en Cristo y dejen que éste penetre profundamente en su corazón y transforme su existencia.

El recuerdo agradecido de vuestra Santa Madre os exhortan a ser y a permanecer fieles a vuestro carisma fundacional; es una inspiración del Espíritu Santo, un don a nuestra Iglesia y a nuestra sociedad. A él habéis de recurrir constantemente para reconocer el don de Dios y recibir el agua viva. Cristo sigue manifestándose también hoy en tantos rostros que nos hablan de indigencia, de soledad y de dolor. Es necesario, pues, mantener un gran espíritu de oración y de intimidad con Dios, de adoración de la Eucaristía, que dé vida a los gestos del servicio específico que desempeñáis, pues “el Cristo descubierto en la contemplación es el mismo que vive y sufre en los pobres” (Vita consecrata, 82).

En nuestros días se intenta ocultar muchas veces la realidad de la enfermedad o de la muerte. Con vuestra atención a los enfermos en su propio domicilio, proclamáis muy elocuentemente que la enfermedad ni es una carga insoportable para el ser humano ni priva al paciente de su plena dignidad como persona. Por el contrario, puede transformarse en una experiencia enriquecedora para el enfermo y para toda la familia. Al tender una mano al desvalido, vuestra misión se convierte también en una ayuda a la entereza de los familiares y en un sutil apoyo a la cohesión en los hogares, en los que nadie debe sentirse un estorbo. «Cuanto más íntima sea la entrega al Señor Jesús, más fraterna la vida comunitaria y más ardiente el compromiso en la misión específica del Instituto» (Vita consecrata, 72), mejor viviréis el carisma recibido.

La Eucaristía os envía a la misión: porque como nos ha dicho Benedicto XVI “no podemos guardar para nosotros el amor que celebramos en el Sacramento. Éste exige por su naturaleza que sea comunicado a todos. Lo que el mundo necesita es el amor de Dios, encontrar a Cristo y creer en Él. … También nosotros podemos decir a nuestros hermanos con convicción: “Eso que hemos visto y oído os lo anunciamos para que estéis unidos con nosotros” (1 Jn 1,3). Verdaderamente, nada hay más hermoso que encontrar a Cristo y comunicarlo a los demás. No podemos acercarnos a la Mesa eucarística, no podemos adorar a Cristo Eucaristía sin dejarnos llevar por ese movimiento de la misión que, partiendo del corazón mismo de Dios, tiende a llegar a todos los hombres”.

“No tengáis miedo” dice Jesús a los apóstoles, cuando los envía a predicar el evangelio, a pregonarlo desde las azoteas y a plena luz del día. Y por tres veces, les dice que no tengan miedo. ¿Por qué habían de tenerlo?; ¿acaso predicar el evangelio es una misión peligrosa? Pues, sí: lo es. Lo era entonces y lo es ahora, en nuestros días, incluso en aquellas sociedades en las que se proclaman los derechos humanos y se defiende formalmente la libertad religiosa y la libertad de expresión. Nunca ha habido verdadera libertad de expresión para los auténticos profetas de Dios y de su amor. Jesús fue detenido, juzgado, sentenciado a muerte por el sanedrín y ejecutado en una cruz por los romanos…., sólo por hablar y anunciar a los pobres el evangelio del Reino de Dios. Y lo mismo pasó antes con todos los profetas; así sucedió con Jeremías, que fue denigrado y perseguido por alzar su voz contra el templo y los señores del templo. Y así también tenía que suceder y sucedió después con los apóstoles. Por eso les dijo Jesús que no tuvieran miedo.

Dios, Jesucristo y el Evangelio son una palabra pública. No sólo porque hay que decirla en público y va dirigida a todo el mundo, sino porque atañe, quiérase o no, a la vida pública. Es el anuncio de la buena noticia de Salvación de Dios; pero molesta a los enemigos de la verdad, a los endiosados, a los opresores, a los satisfechos, a los que detentan el poder.

Queridos hermanos: Demos gracias a Dios por tantos dones recibidos: hoy en especial por esta nueva capilla y por nuestra hermanas en sus bodas de oro de profesión religiosa. Pidamos por las vocaciones a la vida consagrada, y hoy de un modo muy especial por las vocaciones a esta Congregación de las Siervas de Jesús, para que este carisma siga presente y vivo en nuestra Iglesia. Y a la Virgen María, la Virgen dolorosa y Salud de los enfermos, le rogamos que os acompañe en vuestra misión, y que con vosotras María entre en los hogares para mostrar a Jesús, el verdadero Salvador y Redentor de cada ser humano.

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segobre-Castellón

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Vigilia en el 50º aniversario de A.N.E. y 25º de A.N.F.E.

7 de junio de 2008/0 Comentarios/en Homilías 2008/por obsegorbecastellon

 

Iglesia Parroquial de Las Alquerías del Niño Perdido, 7 de Junio de 2008

 (Os 6,3-9; Sal 49; Rm 4,18-25; Mt 9,9-13)

 

Amados hermanos y hermanas en el Señor Jesús.

Sed bienvenidos todos cuantos habéis secundado la llamada del Señor a esta celebración, en la que conmemoramos el 50º Aniversario de la Sección de Adoración Nocturna Española y el 25º Aniversario de la Sección de Adoración Nocturna Femenina en esta querida parroquia de Las Alquerías del Niño Perdido; os saludo de corazón a todos cuantos de cerca y de lejos habéis venido a esta Vigilia Eucarística. Procedemos de distintos lugares, pero estamos todos hermanados en Cristo Eucaristía; a todos nos une un mismo ideal: el de la Adoración Nocturna a Cristo Sacramentado.

En esta noche cantamos y damos gracias, alabanza y gloria a Dios por el don de la Eucaristía, sacramento memorial de su pasión, alimento sacramental de su Iglesia, sacramento de su presencia real y permanente entre nosotros, vínculo y fermento de unidad. Y en nuestra acción de gracias por la Eucaristía, le damos gracias al Padre en el Hijo por Espíritu por tantos dones recibidos, del Dios Uno y Trino, fuente y origen de todo bien; esta noche le damos gracias de modo especial por las secciones de ANE y ANFE de Las Alquerías en su 50º y 25º Aniversario.

En el Evangelio de este X Domingo del tiempo ordinario hemos proclamado la llamada de Mateo por Jesús a seguirle. Nos puede sorprender la forma directa, escueta y tajante, sin remilgos y sin titubeos, con que Jesús llama a Mateo: “Sígueme”. Nos puede sorprender que Jesús llame a su seguimiento, a formar parte del grupo de sus discípulos y amigos a un publicano, a un pecador público, a alguien que, como ‘publicano’, a los ojos de un judío piadoso vivía al margen de la ley mosaica y, por tanto, era una persona impura. Jesús, sin embargo, se acerca a él y le llama. Y también nos puede sorprender la prontitud, con que Mateo responde a la llamada del Señor: “El se levantó y lo siguió”.

Después Jesús va a comer a casa de Mateo. El sentarse a la mesa evoca la institución y la celebración de la Eucaristía, a la que también somos llamados, especialmente el Domingo, con independencia de nuestro pasado. Pero también indica que Jesús sana al hombre hasta el fondo más recóndito. Se introduce en la casa de Mateo, como hizo en el caso de Zaqueo, porque viene a sanar toda la existencia del antiguo cobrador de impuestos. Mateo dejó su anti­gua vida y Jesús se sentó junto a él en la mesa de la nueva vida que le era propuesta. Jesús propone a Mateo una relación íntima de amistad. Lo salva uniéndose a él para siempre en una relación que Dios no va a abandonar nunca.

El Papa, Benedicto XVI, señala que “con la figura de Mateo, los Evangelios nos presentan una auténtica paradoja: quien se encuentra aparentemente más lejos de la santidad puede convertirse incluso en un modelo de acogida de la misericordia de Dios, permitiéndole mostrar sus maravillosos efectos en su existencia”. Aquel pecador ha pasado a ser un discípulo, un apóstol y un santo y, por tanto, un modelo que nos es dado a imitar.

¡Cómo no vernos reflejados también nosotros en este pasaje del Evangelio! Como cristianos y como adoradores nos dice Jesús: “Sígueme”. De un cristiano, el Señor espera un seguimiento pronto, incondicional, radical. El quiere entrar en nuestra casa, hasta el fondo de nuestra alma para sanarnos de nuestros pecados y darnos vida. El nos invita a la mesa de la Eucaristía, para unirse con nosotros, para intimar con nosotros, para darnos su amor, para transformar nuestras vidas, para ser alimento de nuestras almas, para enviarnos a anunciar y testimoniar el Amor celebrado.

Todo cristiano y, en especial, todo adorador eucarístico está llamado a creer el misterio de la Eucaristía, a celebrarla con frecuencia, a comulgar el Cuerpo del Señor, dejándose transformar por él, y a vivir la Eucaristía en el día a día en una existencia eucarística. “El Señor Jesús, -nos recuerda el Papa Benedicto-, que por nosotros se ha hecho alimento de verdad y de amor, hablando del don de su vida nos asegura que ‘quien coma de este pan vivirá para siempre’ (Jn 6,51). Pero esta ‘vida eterna’ se inicia en nosotros ya en este tiempo por el cambio que el don eucarístico realiza en nosotros: ‘El que come vivirá por mí’ (Jn 6,57). Estas palabras de Jesús nos permiten comprender cómo el misterio creído, celebrado y adorado contiene el principio de vida nueva en nosotros y la forma de la existencia cristiana. Comulgando el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo se nos hace partícipes de la vida divina de un modo cada vez más adulto y consciente. … No es el alimento eucarístico el que se transforma en nosotros, sino que somos nosotros los que gracias a él acabamos por ser cambiados misteriosamente. Cristo nos alimenta uniéndonos a él; nos atrae hacia sí” (Sacramentum Caritatis, 70)

La Eucarística, si es celebrada y adorada con verdadera piedad, se convierte en verdadera fuente y cima de la existencia de todo adorador: es el inicio y el cumplimiento del nuevo y definitivo culto. Porque la Eucaristía ha de transformar toda nuestra vida en culto espiritual agradable a Dios: “Os exhorto, por la misericordia de Dios, -nos dice San Pablo-, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios; éste es vuestro culto razonable” (Rm 12,1). El nuevo culto, el verdadero culto de todo cristiano, de todo adorador es la ofrenda total de la propia persona en comunión con toda la Iglesia. La insistencia del Apóstol sobre la ofrenda de nuestros cuerpos subraya la concreción humana de un culto que no es para nada desencarnado.

Glosando las palabras del Profeta Oseas en este Domingo podemos decir: ¡Que no sea nuestra piedad y adoración eucarística “como nube mañanera” o “como rocío de madrugada que se evapora” una vez pasada la adoración”! El culto eucarístico no puede quedar relegado a un momento particular y privado, sino que, por su naturaleza, tiende a impregnar cualquier aspecto de nuestra existencia. La adoración eucarística, si es auténtica se convierte en un nuevo modo de vivir todas las circunstancias de la existencia, en la que cada detalle ha de ser vivido dentro de la relación con Cristo y como ofrenda a Dios.

Participar en la Eucaristía, comulgar el Cuerpo de Cristo y la adoración significan, al mismo, hacer cada vez más íntima y profunda la propia pertenencia al Señor, que ha muerto por nosotros (cf. 1 Co 6,19 s.; 7,23). La comunión de Cristo es siempre comunión con Dios y comunión con los hermanos y hermanas. Ambas, no lo olvidemos, son inseparables. Porque “donde se destruye la comunión con Dios, que es comunión con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo, se destruye también la raíz y el manantial de la comunión con nosotros. Y donde no se vive la comunión entre nosotros, tampoco es viva y verdadera la comunión con el Dios Trinitario” (Benedicto XVI).

El pan eucarístico es fruto de muchos granos de trigo, que, molidos, forman un único pan; el vino es fruto de muchos granos de uva, que, prensados, forman una unidad; así también los que participamos de la Eucaristía: siendo muchos formamos una unidad al participar de un único Pan y un único Vino, que son el Cuerpo y la Sangre del Señor; por ello debemos ser también un solo corazón y una sola alma.

La Eucaristía es y debe ser signo eficaz de la unidad de la Iglesia, cuya unidad se significa y se construye en la Eucaristía; y es y debe ser signo y fermento de unidad de cuantos participan en ella y de ella, y de cuantos adoran a Jesús Sacramentado. Traicionaríamos el sentido más profundo de la Eucaristía y, consecuentemente, de la adoración eucarística si ellas no fueran fuente y motor de unidad en nuestra comunidad parroquial, si ellas no fuesen fermento de reconciliación en nuestro pueblo. Eucaristía y personas divididas, Eucaristía y comunidad divida no son compatibles; Eucaristía y grupos cerrados, se excluyen mutuamente. La Eucaristía nos hace un solo cuerpo, una sola comunidad, una sola Iglesia, en la que no cuenta ser hombre o mujer, joven o adulto, rico o pobre, ni tampoco las afinidades políticas. Lo que cuenta son los efectos de la Eucaristía: ser una sola familia en la que reina siempre el amor, la comprensión, el perdón, la misericordia entrañable, la comunión. El grupo de adoradores o adoradoras debe ser considerado por vosotros como vuestra propia casa, como vuestra propia familia. A la vez, el grupo y cada adorador auténtico deben ser promotores de unidad en la Iglesia, en la parroquia, en el pueblo y en el mundo.

No podemos guardar para nosotros el amor que celebramos en la Eucaristía. Éste exige por su naturaleza que sea comunicado a todos. Lo que el mundo necesita es el amor de Dios, encontrar a Cristo y creer en Él. Por eso la Eucaristía es también fuente y cima de la misión de la Iglesia y de toda comunidad parroquial. Una Iglesia, una parroquia, auténticamente eucarísticas son misioneras. También nosotros podemos decir a nuestros hermanos con convicción: “Eso que hemos visto y oído os lo anunciamos para que estéis unidos con nosotros” (1 Jn 1,3). Nada hay más hermoso que encontrar a Cristo y comunicarlo a los demás. No podemos acercarnos a la Mesa eucarística sin dejarnos llevar por ese movimiento de la misión que, partiendo del corazón mismo de Dios, tiende a llegar a todos los hombres.

La misión primera y fundamental que surge de la Eucaristía es la de dar testimonio con nuestra vida. Celebrar, participar y adorar la Eucaristía nos compromete a ser testigos del Amor de Dios celebrado, participado y adorado. Nos convertimos en testigos cuando, por nuestras acciones, palabras y modo de ser, aparece Cristo y se comunica a los demás. Nuestro testimonio de vida, coherente con la fe y el misterio de amor celebrado en la Eucaristía,  será el medio con el que la verdad del amor de Dios llega al hombre en la historia, invitándolo a acoger libremente esta novedad radical.

Volviendo al Evangelio de hoy, adentrándonos en el corazón de Mateo, viendo la prontitud de su respuesta y su paso de llevar una vida de pecado a la nueva vida que Jesucristo le propone, surge una pregunta: ¿cuántas personas en una situación similar a la de Mateo no cambiarían de vida si alguien, con la misma mirada amorosa del Señor, no se acercara a ellos? Pro­bablemente en la contemplación de estos gestos y palabras del Señor aprendamos mucho sobre el modo de proponer el Evangelio a los alejados,  y a no condenar a quienes no consideramos de los nuestros.

A aquella mesa acudieron muchos publicanos y pecadores. Se anticipa aquí lo que será la misión de Mateo como apóstol y evangelista. Salvado por el Señor de su anterior vida de pecado, a partir de enton­ces se dedicará totalmente a comunicar esa buena noti­cia a los demás. Todos los que hemos sido redimidos por Jesús pasamos a ser colaboradores suyos. Y así se expresa la misericordia de Dios hacia el pecador y se nos indica que, como ocurre en los torrentes de agua, para los demás hombres, noso­tros somos transmisores del amor que hemos recibido de Dios. Comunicamos el amor que Dios ha tenido con nosotros y que nos hace capaces de amar como Jesús nos ha amado.

La Virgen María, la Madre de Jesús, peregrina de la fe, signo de esperanza y del consuelo del pueblo peregrino, nos ha dado a Cristo, Pan verdadero. ¡Que Ella nos ayude a descubrir la riqueza de este sacramento, a adorarlo con humildad de corazón y, recibiéndolo con frecuencia, a hacer presente a Cristo en medio del mundo con nuestras obras y palabras! Amén.

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Consagración de virgen de Juana Ángel Grima

31 de mayo de 2008/0 Comentarios/en Homilías 2008/por obsegorbecastellon

Castellón, Sto. Tomás de Villanueva, 31 de mayo de 2008

Domingo IX del tiempo Ordinario A

(Dt 11, 18.26-28.32; Sal 30, 2-4.17.25; Rm 3, 21-25a.28; Mt 7, 21-27)

 

 

Queridos hermanos y hermanas en el Señor:

El Señor Jesús nos ha reunido en torno a la mesa de su Palabra y de su Eucaristía para la consagración como virgen de esta hermana nuestra. Nuestra Iglesia diocesana da gracias a Dios, por la vocación de Juana a la virginidad consagrada: es un don de Dios para Juana y un nuevo carisma del Espíritu Santo para nuestra Iglesia diocesana. Nuestra celebración es motivo de alegría y esperanza al ver que también entre nosotros hoy vuelve a florecer el antiguo orden de las vírgenes (cf. VC 7). Cuando siguiendo las palabras del Salmista nos acogemos a Dios, nunca quedamos defraudados. Alabemos a Dios que hace brillar su rostro misericordioso una vez más entre medio de nosotros.

La vocación a la vida cristiana y a la consagración virginidad de nuestra hermana es obra de la gracia de Dios en ella. San Pablo, en la segunda lectura de este Domingo, nos recuerda que no nos sal­van las obras de la ley, nuestras propias obras sino la sola gracia. “Pues todos pecaron y todos están privados de la gloria de Dios, y son justificados gratuitamente por su gracia” (Rom 3, 23). Estas palabras de San Pablo sobre la justificación y la salvación se aplican también a tu vocación a la virginidad consagrada. El amor de Dios, su gracia nos precede siempre; nuestra entrada en la vida de la gracia parte totalmente de la iniciativa de Dios; nosotros con nuestras solas fuerzas no somos capaces de salir de la situación de pecado.

¡Cómo has sentido tú, querida Juana, la gracia de Dios en tu vida! Desde tu situación de alejamiento de Dios y de la Iglesia, Él fue abriendo tu oído y tu corazón a su Palabra, a la Eucaristía, la madre Iglesia, a tu comunidad de hermanos; en una palabra, Dios te ha llevado a descubrir su rostro amoroso, a sentirte querida y amada por Él, hasta llevarte hasta donde él te quería.

Pero la gracia de Dios siempre respeta la libertad del hombre, como ha respetado la tuya, en todo el largo proceso de búsqueda y de discernimiento de la llamada de Dios, de maduración de tu vida cristiana, de tu afectividad y de tu enamoramiento de Cristo Jesús, el Esposo. ¡Que bien lo pone de manifiesto la primera lectura! “Hoy os pongo delante bendición y maldición” (Dt 11,26). Cada día has tenido la posibilidad de elegir colaborar o no con la llamada amorosa de Dios. Y has tenido la gracia y la fuerza de elegir la bendición de Dios, la consagración virginal.

Dios te ha llamado al amor pleno y esponsal con Jesucristo. El Señor te ha llamado porque desea atraerte más íntimamente a sí, para desposarse místicamente contigo y dedicarte al servicio de la Iglesia y de todos los hombres. Tu consagración a Dios te obligará a entregarte con más ahínco a la extensión del Reino de Dios y a trabajar para que el Evangelio penetre más profunda­mente en el mundo. Pensemos pues, hermanos, en el bien que esta hermana nuestra está llamada a realizar y en las abundantes bendiciones que puede obtener con su vida y su oración, tanto en bien de la Iglesia como en provecho de la sociedad y de vuestras familias.

Amada hija: El Espíritu Santo, que te engendró ya por medio del agua del bautismo, haciendo de tu corazón templo del Altísimo, va a en­riquecerte hoy por mi ministerio con una nueva unción espiritual. Este mismo Espíritu te consagrará a Dios con un nuevo título, al elevarte a la digni­dad de esposa de Cristo, uniéndote con vínculo indisoluble al mismo Hijo de Dios.

El fundamento y modelo de tu virginidad está en la vida y en las palabras de Jesús. Jesús fue y vivió virgen. El fue así la traducción humana de Dios, que es amor: amor universal, sacrificado, benevolente, enteramente desprendido. El, su vida y su palabra, es la encarnación máxima del amor de Dios y del amor a los hermanos, de la nueva vida, que Él vivió y mostró.

Tú has acogido la llamada de Dios para seguir más de cerca a Cristo. En el camino de la virginidad encontrarás una forma de existencia que te permitirá vivir más y mejor un estilo de vida como el de Jesús, para estar más disponible para amar a Dios y a los hermanos, para una entera y exclusiva dedicación a las “cosas del Señor”.

Ser virgen y renunciar por el Reino de los cielos al matrimonio, no es una renuncia al amor: al contrario, es una forma de vida de sobreabundancia de amor. Quien acoge la llamada y el don a la virginidad lo hace por radicalizarse en el amor. Es decir, siente el amor con tal fuerza que llega a sospechar que su pasión de amar a Dios y, en él, a los hombres se ahogaría en un proyecto como el del matrimonio. Cierto es que ningún célibe es mejor que ningún casado simplemente por haber optado por la virginidad, ni viceversa. Se trata de acoger la vocación a que Dios llama a cada uno, y vivir con radicalidad y fidelidad esa llamada. Pero que haya en la Iglesia hombres y mujeres que por esta sobreabundancia de amor permanezcan vírgenes para radicalizarse en el servicio a Dios y a los hermanos es un gran don al servicio de la comunidad. La virginidad no es algo que se pueda minusvalorar, o equiparar a cualquier otro proyecto. No es algo que haya que ocultar, ignorar o silenciar  al pueblo cristiano por más que no se entienda en un mundo que trivializa, comercializa, desestructura y deshumaniza la sexualidad.

Los Padres de la Iglesia llaman Esposas de Cristo, propio de la misma Iglesia, a las vírgenes consa­gradas a Cristo. Y con razón, pues ellas prefiguran el Reino futuro de Dios, en donde nadie tomará marido ni mujer, sino que todos serán como los ángeles de Dios.

“La virginidad por el Reino de los Cielos, a que hoy vas a ser consagrada y consagrarte, es un desarrollo de la gracia bautismal, un signo poderoso de la preeminencia del vínculo con Cristo, de la ardiente espera de su retorno, un signo que recuerda también que el matrimonio es una realidad que manifiesta el carácter pasajero de este mundo” (CaIC 1619).

Jesús nos exhorta en el Evangelio de hoy con duras palabras a escuchar su palabra y ponerla en práctica, a cumplir la voluntad de Dios, el Padre que esta en el cielo.

Procura, pues, hija amada, que toda tu vida concuerde con la vocación y la dignidad a la que has sido llamada. La Iglesia te considera como la porción más escogida de la grey de Cristo, pues por ti se manifiesta y crece su fecundidad. A ejemplo de María, la Virgen Madre de Dios, gusta de llamarte y ser esclava del Señor. Guarda íntegra la fe, mantén firme la esperanza, crece siempre en la caridad. Sé sensata y vigila, no sea que el orgullo corrompa el don de tu virginidad. Que el Cuerpo de Cristo alimente tu corazón consagrado a Dios, que el ayuno te fortalezca, y que te nutra el amor a la Palabra de Dios, la asiduidad en la oración, y las obras de misericordia. Preocúpate siempre de las cosas del Señor; que tu vida esté escondida con Cristo en Dios. Ora constantemente por la propagación de la fe cristiana y por la uni­dad de los cristianos, recuerda también a los que, olvidando la bondad de Dios Padre, han dejado ya de amarlo, para que la divina misericordia salve a aquellos que no pueden ser salvados por su jus­ticia.

Recuerda siempre que te has consagrado al servicio de la Iglesia y de todos los hombres. En el ejercicio de tu apostolado, tanto en la Iglesia como en el mundo, así en el orden espiri­tual como en el temporal, procura que tu vida sea luz que alumbre siempre a los hombres, de tal manera que, al ver tus buenas obras glorifiquen al Padre que está en el cielo y así llegue a ser reali­dad el designio de Dios de recapitular todas las cosas en Cristo. Ama a todos, pero es­pecialmente a los pobres; ayuda a los necesitados, siempre que te sea posible; cuida con especial dedicación y amor a los enfer­mos, enseña a los ignorantes, preocúpate de los niños, sé apoyo para los ancianos, consuelo para las viudas y los que están tristes.

Tú, que por amor a Cristo has renun­ciado al gozo de la maternidad, serás madre espiritual, por el fiel cumplimiento de la voluntad divina, cooperando con Dios por el amor, para que sea engendrada o devuelta a la vida de la gracia una muchedumbre de hijos.

Cristo, el Hijo de la Virgen y esposo de las vírgenes, será, ya en la tierra, tu gozo. El será también tu corona cuando te introduzca en el tálamo nupcial de su Reino, donde, siguiendo al Cordero dondequiera que vaya, cantarás eter­namente un cántico nuevo por los siglos de los siglos. Amén

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Fiesta de San Pascual Baylón

17 de mayo de 2008/0 Comentarios/en Homilías 2008/por obsegorbecastellon

Iglesia Basílica de San Pascual, Villarreal – 17.05.2008

(Ecco 2, 7-13; 1 Cor 1, 26-31; Mt 11, 25-30)

 

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor

A los pies de los restos de San Pascual, el Señor Jesús nos ha convocado en este día de Fiesta en torno a la mesa de su Palabra y de su Eucaristía para honrar y venerar a nuestro santo patrono, al Patrono de Villarreal y al Patrono de nuestra Diócesis de Segorbe-Castellón. Os saludo de todo corazón a todos cuantos os habéis unido a esta celebración de la Eucaristía, aquí en la Basílica o desde vuestros hogares a través de la radio o de la televisión.

Al celebrar la Fiesta de San Pascual, nuestro Patrono, vienen a nuestra memoria su vida sencilla de pastor y hermano lego; vienen también a nuestro recuerdo sus virtudes de humildad y de confianza en Dios, de entrega y servicio a los hermanos, a los pobres y a los más necesitados, y, sobre todo, recordamos su gran amor a la Eucaristía y su profunda devoción a la Virgen.

Al mirar a Pascual se aviva en nosotros la historia de nuestro pueblo y de nuestra Iglesia diocesana; es una historia entretejida por tantas personas sencillas, que, como Pascual, supieron acoger a Dios en su vida y confiar en él, que se dejaron transformar por el amor Dios y lo hicieron vida en el amor y el servicio a los hermanos; personas que, unidas a Cristo, fueron en su vida ordinaria testigos elocuentes del Evangelio de Jesucristo.

No nos limitemos a mirar con nostalgia el pasado, ni a quedarnos en el recuerdo frío de la tradición. Celebremos con verdadera fe y devoción a San Pascual. Hacerlo así implica mirar el presente y dejarnos interpelar por nuestro Patrono en nuestra condición de cristianos hoy; significa preguntarnos por el grado de nuestro seguimiento de Jesucristo, de nuestra fe y vida cristiana, por la transmisión de la fe a nuestros niños y jóvenes, por la vida cristiana de de nuestras familias y por la fuerza evangelizadora de nuestras comunidades parroquiales, eclesiales y de nuestras cofradías. Mirando el ejemplo de santidad de Pascual en su vida ordinaria pidamos por su intercesión que se avive nuestra fe, que se fortalezca nuestra esperanza y que se acreciente nuestra caridad.

En la sencilla y conmovedora historia de San Pascual, en todo aquello que configuró su existencia, se refleja bien cómo el pastor y fraile no se separó nunca de Cristo Jesús “hecho para nosotros sabiduría y justicia, santificación y redención” (1 Cor 1, 30). Pascual vivió unido a la verdadera vid que es Cristo, alimentó su vida en una profunda vivencia de la Eucaristía, siguiendo la estela de María, la Virgen, la humilde doncella de Nazaret. Su unión a Cristo y su amor a la Eucaristía fueron la fuente de su práctica diaria del amor cristiano. De él se puede decir que “confió en el Señor y no fue defraudado, que perseveró en su temor y no fue abandonado, que lo invocó y no fue despreciado” (Ecco 2, 10). Como dice San Pablo a los Corintios, Pascual no supo “gloriarse sino en el Señor” (1 Cor 1,31).

San Pascual, hombre sencillo y humilde, supo intuir que es bueno confiar en Dios y dar gracias al Señor, buscar su gloria y descubrir la grandeza de sus obras y la profundidad de sus designios (cf. Sal 92,6). El Evangelio de hoy nos ha recordado que las realidades profundas de Dios sólo pueden ser entendidas no por los sabios y entendidos de este mundo sino “por la gente sencilla” (Mt 11,27). Las cosas de Dios y a Dios mismo sólo se les puede amar y comprender desde la humildad confiada. Cuando el ser humano da rienda al orgullo, a la soberbia, a la auto-suficiencia, se cierra a Dios y aparecen sus dioses, a los que dedica todo: atención, tiempo y energías; esos dioses ante los cuales sacrifica su vida y la de los demás; son los ídolos del dinero, del negocio, del poder y del placer.

Como cristianos nos hemos de preguntar: ¿a qué dios adoramos? ¿en qué dios creemos? Cuando no se cree en el Dios único y verdadero, el Dios amor que nos muestra  y ofrece Jesucristo, se cree en muchos dioses, que no salvan, sino que esclavizan. Pascual nos ayuda a volver nuestra mirada a Dios, al Dios que es Uno y Trino, al Dios que es Amor, que sale de sí mismo para darse, que ama al mundo y al ser humano; se comunica y dialoga con él. Un Dios cercano, que viene al encuentro del hombre en su Hijo, Jesucristo. Es un Dios que nos envuelve en su misterio, que quiere ser conocido, amado y adorado. Pascual supo en todo momento vivir en unión íntima de amor con el Dios que le amaba, un amor que alimentó constantemente en su presencia permanente y en su fuente inagotable que es la Eucaristía, el Sacramento de la caridad.

San Pascual nos invita esta mañana a entrar en el corazón del misterio de la Eucaristía, el sacramento de la caridad y el vínculo de la unidad; un misterio que se ha de creer, celebrar y vivir, como nos ha recordado Benedicto XVI (Exh. Postsinodal Sacramentum Charitatis). La Eucaristía es el bien más precioso que tenemos los cristianos. Es el don que Jesús hace de sí mismo, revelándonos el amor infinito de Dios por cada hombre. Por esto, la Eucaristía es una fuente de esperanza para toda la humanidad y, de manera muy especial, para los más pobres y necesitados.

Sí, hermanos. Nos urge avivar nuestra fe en la Eucaristía, en la presencia real de Cristo en la Eucaristía, y, en él, nuestra fe en Dios, Uno y Trino, el Dios que es amor. “En la Eucaristía, Jesús no da ‘algo’, sino a sí mismo; ofrece su cuerpo y derrama su sangre. Entrega así toda su vida, manifestando la fuente originaria de este amor divino. Él es el Hijo eterno que el Padre ha entregado por nosotros” (Benedicto XVI, 7). “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo” (Jn 6,51). Jesús es el Pan de vida, que el Padre eterno da a los hombres.

En la Eucaristía nos llega toda la vida divina y se comparte con nosotros en la forma del Sacramento. En el don eucarístico, Jesucristo nos comunica la misma vida divina. Se trata de un don absolutamente gratuito, que se debe sólo a las promesas de Dios, cumplidas más allá de toda medida.

Si creemos de verdad en la Eucaristía, esta fe nos llevará a su celebración frecuente, a una participación activa, plena y fructuosa, para lo que debemos estar debidamente dispuestos. Conscientes de que la Eucaristía es un principio de vida para el cristiano, hemos de recuperar la participación en la Eucaristía dominical, y hacerlo en familia. Que bien los entendieron aquellos cristianos de Bitinia, que, pese a la prohibición de reunirse para la Eucaristía bajo pena de muerte, fueron sorprendidos por los emisarios del emperador. ‘Sine Eucharistia esse non posssumus”, contestaron. Sí. Sin Eucaristía no podemos existir. “La vida de fe peligra cuando ya no se siente el deseo de participar en la Celebración eucarística, en que se hace memoria de la victoria pascual. Participar en la asamblea litúrgica dominical, junto con todos los hermanos y hermanas con los que se forma un solo cuerpo en Jesucristo, es algo que la conciencia cristiana reclama y que al mismo tiempo la forma. Perder el sentido del domingo, como día del Señor para santificar, es síntoma de una pérdida del sentido auténtico de la libertad cristiana, la libertad de los hijos de Dios” (Benedicto XVI, 73).

Pero la Eucaristía no es sólo un misterio que hemos de creer y celebrar, sino que es un misterio que hemos de vivir. “El que come vivirá por mí” (Jn 6,57). La Eucaristía contiene en sí un dinamismo que hace de él principio de vida nueva en nosotros y forma de la existencia cristiana. El alimento eucarístico nos transforma; gracias a él acabamos por ser cambiados misteriosamente. Cristo nos alimenta uniéndonos a él; el Señor nos atrae hacia sí.

Por ello, la Eucaristía ha de ir transformando toda nuestra vida en culto espiritual agradable a Dios. El nuevo culto cristiano abarca todos los aspectos de la vida, privada y pública, transfigurándola: “Cuando comáis o bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios” (1 Cor 10, 31). El cristiano está llamado a expresar en cada acto de su vida el verdadero culto a Dios. La vida cristiana se convierte en una existencia eucarística, ofrecida a Dios y entregada a los hermanos.

Al celebrar la Eucaristía y adorar a Cristo presente en ella se aviva en nosotros el amor y también la esperanza. Donde el ser humano experimenta el amor se abren puertas y caminos de esperanza. No es la ciencia, sino el amor lo que redime al hombre, nos ha recordado el Papa Benedicto XVI. Y porque el amor es lo que salva, salva tanto más cuanto más grande y fuerte es. No basta el amor frágil que nosotros podemos ofrecer. El hombre, todo hombre, necesita un amor absoluto e incondicionado para encontrar sentido a la vida y vivirla con esperanza. Y este amor es el amor de Dios, que se ha manifestado y se nos ofrece en Cristo y que tiene su máxima expresión sacramental en la Eucaristía.

Si se cree, celebra y vive la Eucaristía como el gran sacramento del amor, esto se traduce necesariamente en gestos de amor y en obras de caridad que se convierten en signos de esperanza. Amor y caridad en la vida personal hacia todos, especialmente hacia los más necesitados, de acogida de los emigrantes y sus familias, de compromiso por la dignidad de toda persona humana desde su concepción hasta su muerte natural; amor entre los esposos y hacia los hijos, que se convierte en compromiso con la transmisión de la fe y una educación integral que no margine a Dios; amor comprometido en la sociedad y en nuestra ciudad a favor del bien común, de la justicia y de la paz.

San Pascual Bailón, por ser nuestro patrono, es guía en nuestra caminar cristiano. Que de sus manos y por su intercesión se avive en nosotros la fe y la confianza en Dios, que se avive en nosotros la fe y la participación en la Eucaristía, que haga de nuestras vidas testigos del amor de Dios en el amor a los hermanos. Y como él, pedimos la protección de la Virgen María. Que la Mare de Déu de Gracia, bendiga a todos los ciudadanos y la Ciudad de Villarreal, a nuestra Iglesia diocesana, de modo especial a los que más necesitan de su protección de Madre. Amén.

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Fiesta de San Juan de Ávila

9 de mayo de 2008/0 Comentarios/en Homilías 2008/por obsegorbecastellon

 

Castellón, Seminario Mater Dei, 9 de Mayo de 2008

(1 Pt 5,2-3, Sal 88; Jn 10, 11-16)

 

 

Amados sacerdotes, diáconos y seminaristas.

Con alegría celebramos hoy la Fiesta de San Juan Avila, el Patrono de clero español. Esta Jornada Sacerdotal es un día para la acción de gracias, para la alabanza y para la petición, hecha compromiso de vida.

Damos gracias a Dios por el don de San Juan de Avila, “maestro ejemplar por la santidad de su vida y por su celo apostólico” (oración colecta). Animados por el Apóstol de Andalucía, por su espíritu, ejemplo y enseñanzas, manifestamos nuestra gratitud por el don de nuestro ministerio y nuestra alegría en nuestro seguimiento del Señor. Con las palabras del Salmo (88), cantamos las misericordias del Señor, proclamamos su grandeza por las maravillas que ha obrado en nosotros. Unidos en la oración suplicamos a Dios Padre que nos conceda la gracia de la santidad y de la fidelidad creciente a todos los sacerdotes, siguiendo las huellas de su Hijo, el Buen Pastor, y el ejemplo de nuestro Patrono, San Juan de Avila.

“Yo soy el Buen Pastor” (Jn 10, 11), dice Jesús de sí mismo, en el Evangelio que hemos proclamado. Así es como Jesús se presenta a sus discípulos. El Señor usa repetidas veces la imagen del pastor y de las ovejas. Pero en el Evangelio de hoy (Jn 10, 11-16) nos propone con meridiana claridad la figura del Buen Pastor. El Buen Pastor es aquel que cuida de sus ovejas, que busca a la extraviada, que cura a la herida y que carga sobre sus hombros a la extenuada. Después de afirmar con solemnidad que Él es el Buen Pastor, nos dice que “el buen pastor da su vida por las ovejas” (Jn 10, 11). El Señor se refiere a su muerte por amor en la Cruz, una muerte aceptada voluntaria y libremente para la salvación del mundo. Jesús da su vida por los suyos. Y lo hace por amor a los suyos y por amor al Padre, en obediencia a la misión que le había encomendado, para que se forme un solo rebaño bajo un solo pastor.

A la imagen del Buen Pastor, que -conforme al término griego usado- debería decirse el Pastor bueno, perfecto en todos sus aspectos y, en este sentido, único, Jesús contrapone la imagen del pastor mercenario que ve venir al lobo y huye. El falso pastor sólo piensa en si mismo. El pastor mercenario no tiene interés alguno por sus ovejas. Es incapaz de arriesgar su vida ante el peligro. En contraste con los falsos pastores, y con los maestros de la ley, Jesús se declara el buen Pastor, el Pastor modelo, que entregó su vida por cada uno de nosotros.

Los presbíteros y los obispos hemos sido ungidos, consagrados y enviados para ser pastores y guías al servicio del pueblo de Dios. Pero somos pastores del pueblo de Dios en nombre y en representación de Cristo Jesús, el Buen Pastor. Al afirmar, pues, nuestro ser y nuestra función de pastores de la comunidad eclesial, no puede en caer en olvido el lugar central de Cristo en el Pueblo de Dios y la referencia permanente de nuestro ministerio a El; la centralidad de Jesucristo siempre debe quedar resaltada en la vida y misión de la Iglesia, en el ejercicio y vivencia de nuestro ministerio.

Por ello, el evangelio del Buen Pastor nos debe llevar a una honda reflexión a todos los pastores en la Iglesia. Con los demás cristianos, somos ovejas, cuyo único Pastor es Cristo; para los demás somos pastores en nombre y en representación de Cristo, Cabeza y Pastor. Llamados a representarle, hemos de trasparentarle existencialmente. San Juan de Avila, que tantas veces glosó esta parábola, dice al respecto: “!Oh eclesiásticos, si os mirásedes en el fuego de vuestro pastor principal, Cristo, en aquellos que os precedieron, apóstoles y discípulos, obispos mártires y pontífices santos” (Plática 7º, 92ss).

No podremos ser buenos pastores, tras las huellas del buen Pastor, sin una profunda relación de amor con Dios Padre, buscando siempre su voluntad, como Cristo Jesús. Y no podremos tampoco ser buenos pastores, sin cultivar una profunda relación de amor y amistad con Cristo Jesús, el Buen Pastor. Recordemos la triple pregunta de Jesús a Pedro, antes de encomendarle el pastoreo de la Iglesia: “Pedro ¿me amas?”(cf. Jn 21, 15-17). Nadie da lo que no tiene. Nadie puede transmitir a Cristo, si no está unido vital y existencialmente a Él por el amor. Si estamos desnutridos, si estamos alejados de la fuente de la  Vida, no podremos transmitir vida. Sólo desde nuestro amor a Cristo, podremos amar, cuidar y apacentar a aquellos que El nos encomienda, con respeto, con comprensión y, sobre todo, con verdadero amor. Nuestra caridad pastoral será la prueba de nuestro amor a Cristo.

Jesús señala las condiciones del Buen Pastor, que son: dar la vida por las ovejas; conocerlas bien, vivir entre ellas participando de sus problemas; y preocuparse especialmente de las que están fuera del redil. Son tres grandes principios para todo pastor en la Iglesia.

“El buen pastor da la vida por sus ovejas …. El asalariado, en  cambio, el que no es pastor y al que no pertenecen las ovejas, cuando ve venir al lobo, las  abandona y huye, y el lobo las arrebata y las dispersa” (Jn 10, 11). Esta es la primera y principal característica del buen pastor: Dar, gastar y desgastar la propia vida por las ovejas. Es la suprema muestra del amor, del celo apostólico, de la caridad pastoral. De lo contrario se vivirá no para el ministerio, sino del ministerio; se servirá uno de él en beneficio y provecho propio, en lugar de vivirlo como servicio desinteresado a los hermanos.

San Pedro nos exhorta: «Sed pastores del rebaño de Dios a vuestro cargo, gobernándolo no a la fuerza, sino de buena gana, como Dios quiere; no por sórdida ganancia, sino con generosidad; no como déspotas sobre la heredad de Dios, sino convirtiéndoos en modelos del rebaño” (1 Pt 5,2-3). No es el despotismo autoritario, el ‘aquí mando yo’, o ‘el aquí el párroco soy yo’, sino el amor entrañable y el servicio fraterno, lo que caracterizan al buen pastor. Ser buen pastor exige entrega incondicional y amor entrañable a los co-presbiteros, a la comunidad y a cada persona. Nuestra motivación no puede nunca ser el título o el puesto, la rentabilidad o el medrar sino vivir una permanente actitud de servicio y el testimonio de una entrega total y desinteresada a la comunidad y a los hermanos: nuestro único interés ha de ser Jesucristo, su Evangelio y llevar a las personas al encuentro con Cristo y su salvación.

Jesús, el Buen Pastor, conoce a sus ovejas, y pide que quienes les representan sigan sus huellas. Para Juan, ‘conocer a alguien’ es mucho más que saber su nombre y apellidos. Se trata de un conocimiento personal, surgido del diálogo y encuentro con el otro, del compartir sus alegrías y sus penas, su dolor y su gozo. Es el conocimiento que implica una comunidad de vida con los fieles, vivir entre ellos y con ellos, salir en su búsqueda y a su encuentro, como hizo Jesús. De lo contrario es imposible conocer sus problemas, sus gozos y sus angustias, sus necesidades e inquietudes y ofrecerles a Cristo, la Palabra y el Alimento de Vida. Existen muchas formas, y a veces muy sutiles, de vivir aparte, al margen o por encima de los fieles. Nadie puede cuidar la comunidad desde casa, desde el despacho, desde la iglesia y al resguardo del frío en tiempos de invierno pastoral por comodidad o por miedo al rechazo. El pastor bueno sale y se acerca, acorta las distancias, dialoga con su gente con cercanía y sencillez.

Así va surgiendo también un nuevo tipo de comunidad cristiana: se trata de un grupo integrado, donde se acoge y se respeta, y donde todos trabajan por el mismo objetivo: el encuentro salvífico con Cristo Jesús. Deberían bastarnos estas pocas líneas de Juan para afrontar una profunda reforma de nuestras comunidades, para que sean menos masa pasiva, para que cada uno pueda ocupar el lugar, que le corresponde.

Condición previa para conocer las ovejas, es estar con ellas. Sabemos muy bien, que cada día son más los alejados de la Iglesia, sobre todo entre los jóvenes y los matrimonios y familias jóvenes, en el mundo del trabajo, de la ciencia y en tantos otros más: esto nos está pidiendo un esfuerzo nada común. Nos hace falta crecer en celo apostólico, en caridad pastoral, para acercarnos y afrontar estos ambientes. Aquí es donde se conoce al buen pastor. El estilo pastoral, que nos pide Jesús, el Buen Pastor, es el de una pastoral misionera y propositiva, personal y personalizada. Jesús sabe acoger a las personas en un encuentro personal. En Jesús se da un respeto profundo a las personas en su intimidad más honda. Y ahí empieza la cura más profunda, su método de salvación. Es un camino delicado que trastoca nuestra forma de vivir el ministerio pastoral. Pero es el camino del buen pastor.

“Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a  ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño y un solo pastor” (Jn, 10, 16).  El auténtico pastor no se cierra en su grupo, ni piensa sólo en los de dentro ni se contenta con los que vienen. El buen pastor tiene, por el contrario, un corazón amplio, abierto, universal; se siente el servidor de todos aquellos hombres que buscan la verdad. Jesús distingue entre redil y rebaño. El rebaño es la comunidad universal de los hombres que está invitada a escuchar, acoger y vivir el Evangelio; el redil es la pequeña comunidad local integrada por un limitado número de personas. Jesús no se cierra a los que no le conocen, a los de fuera, ni les cierra las puertas; busca caminos para llegar a ellos. A menudo olvidamos esta característica del buen pastor. Seguir las huellas del Buen Pastor es aceptar este espíritu amplio, que no puede ser encerrado en las fronteras de una parroquia, diócesis, nación, cultura o raza, ni quedar reducido por la afinidad política, ideológica o de simpatía. Jesús no habla de la ‘conquista’ de los de fuera, ni menos de imponer su anuncio del Reino por la fuerza. Sí que habla por el contrario de los ‘oirán su voz’: esa voz que arroja luz en la vida, que insinúa esperanza, que tiende la mano, perdona y reconcilia.

Queridos sacerdotes, necesitamos fortalecer y mejorar nuestra vida de oración y contemplación donde vayamos adquiriendo los mismos sentimientos, actitudes y comportamientos de Cristo, el Buen Pastor. Hemos de entrar “en la escuela de la Eucaristía” y encontrar en ella el secreto para vencer el conformismo, la comodidad y el desaliento, y encontrar la energía interior que alimente nuestra caridad pastoral. En este día de fiesta el Buen Pastor nos invita de nuevo a seguir sus huellas con la radical fidelidad con que Juan de Ávila lo siguió.

El santo Maestro Avila fue un enamorado de la Eucaristía, hizo de su vida una ofrenda eucarística, signo de la caridad de Cristo que se da a los demás, siempre en comunión con la Iglesia y pendiente de las necesidades de los hombres. El es ejemplo de una vida gastada y desgastada por el Evangelio.

En esta Jornada Sacerdotal le pedimos al Señor especialmente, por los pastores de su Pueblo, los obispos y los sacerdotes, para que nos conceda ser fieles reflejos de Cristo, el Buen Pastor. Le rogamos también que nos enseñe a saber cuidar con amor entregado de la pequeña parte de ese rebaño del Señor, que nos ha encomendado. Que esta Eucaristía sea semilla fecunda de unas vidas sacerdotales cada vez más entregadas y de nuevas vocaciones al ministerio ordenado.

¡Que María, la mujer eucarística, nos acompañe a todos y cuide de nosotros para que sigamos siendo fieles a su Hijo Jesucristo, el Buen Pastor! Amen.

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Año Mariano del Lledó – Antes del retorno de la imagen

8 de mayo de 2008/0 Comentarios/en Homilías 2008/por obsegorbecastellon

HOMILIA EN LA MISA ANTES DE RETORNO DE LA MARE DE DÉU AL SANTUARIO DE LLEDÓ

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Castellón, S. I. Con-catedral, 8 de mayo de 2008

(Hech 1, 13-14; Jn 19, 26-27)

 

 

Amados hermanos y hermanas en el Señor:

“Todos (los apóstoles) hacían constantemente oración en común con las mujeres, con María, la Madre de Jesús, y con sus hermanos” (Act 1, 14). Siguiendo el ejemplo de la iglesia naciente, también esta tarde todas las parroquias de Castellón, la Iglesia del Señor en la Ciudad, nos hemos reunido con María, la Mare de Deú, para la Eucaristía, la oración por excelencia de la Iglesia. Antes del retorno de la Mare de Déu al santuario queremos dar gracias a Dios, fuente de todo don, por la gracias recibidas a través de la Mare en estos días de su gozosa presencia en esta S.I. Con-Catedral. Lo he experimentado personalmente, lo he visto en vuestros rostros y lo he oído de vuestros labios. Sí: han sido de verdad días de gozo y de gracia para niños, adolescentes y jóvenes; para matrimonios y familias; para los mayores y para los enfermos: los numerosas personas que con fe y devoción se han acercado a la Mare de Déu para rezarla, para celebrar la Eucaristía y el sacramento de la Penitencia, para pedirla en su necesidad no se han visto defraudadas.

Con la Mare de Déu y a ella queremos rezar esta tarde de modo especial por nuestras comunidades parroquiales, por sus sacerdotes y por todos sus fieles. Próxima ya celebración de Pentecostés, unidos como los Apóstoles a la Mare y en ella a su Hijo, al Hijo de Dios, pedimos que nuestras parroquias se dejen fortalecer por el Espíritu Santo, para ser en verdad comunidades vivas y evangelizadoras, para que -como San Pablo- pese a la adversidad y la hostilidad sigan dando testimonio de Jesucristo y de su Evangelio-, en el barrio y en la ciudad.

Alentados por la protección amorosa de la Mare de Déu miramos esta tarde con fe y esperanza al futuro. Sabemos que el Señor Jesús está por su Espíritu siempre en medio de nosotros.

En el seno de la Iglesia diocesana, vuestras parroquias son y están llamadas a ser ámbito de comunión y de misión. Formadas por piedras vivas, cuya piedra angular es Cristo, son en los barrios signo de la presencia divina, ámbito donde Dios sale al encuentro de los hombres y mujeres, para comunicarles su vida de amor que crea lazos de comunión fraterna entre ellos. “Que todos sean uno, como tú, Padre y yo somos uno, para que el mundo crea que tu me has enviado”. Es Dios Padre quien, habitando entre los suyos y en su corazón, hace de ellos su santuario vivo por la acción del Espíritu Santo.

La parroquia será viva y estará unida en la medida en que viva fundamentada y ensamblada en Cristo, piedra angular; la comunidad parroquial será iglesia viva si por sus miembros corre la savia de la Vid que es Cristo, que genera comunión de vida y de amor con Dios y con los hermanos. En la parroquia, el Espíritu actúa especialmente a través de los signos de la nueva alianza, que ella ofrece: la Palabra de Dios y los sacramentos, especialmente la Eucaristía.

La Palabra de Dios, proclamada y explicada con fidelidad a la fe de la Iglesia y acogida con fe y con corazón disponible, nos llevará al encuentro gozoso con el Señor, Camino, Verdad y Vida. Él es la luz, que ilumina el camino de nuestra existencia, que nos fortalece, nos consuela y nos une. La proclamación y explicación de la Palabra en la fe de la Iglesia, la catequesis y la formación que se imparte en los distintos grupos no sólo deben conducir a conocer más y mejor a Cristo y su Evangelio, las verdades de la fe y de la moral cristianas; siguiendo el ejemplo de María nos han de llevar ayudar a todos y a cada uno a la adhesión personal a Cristo y a su seguimiento gozoso en el seno de la comunidad eclesial.

Seguir a Jesucristo nos impulsa a vivir unidos en su persona y su mensaje evangélico en la tradición viva de la Iglesia. La Palabra de Dios, además de ser escuchada y acogida con docilidad, ha de ser puesta en práctica (cf. Sant 1, 21-ss). Ella hace posible, por la acción de Dios, hombres nuevos con valentía y entrega generosa.

En la comunidad parroquial, Dios se nos da también a través de los Sacramentos. Al celebrar y recibir los sacramentos participamos de la vida de Dios; por los Sacramentos se alimenta y reaviva nuestra existencia cristiana, personal y comunitaria; por los Sacramentos se crea o se acrecienta y se fortalece la comunión con la parroquia, con la Iglesia diocesana y con la Iglesia Universal.

Entre los sacramentos destaca la Eucaristía. Es preciso recordar una y otra vez que la Eucaristía es el centro y el corazón de toda la vida de la comunidad y de todo cristiano. Toda la parroquia y cada cristiano han de vivir desde Eucaristía: “Sería un engaño pernicioso querer tener un comportamiento de acuerdo con el Evangelio sin recibir su fuerza de Cristo en la Eucaristía, sacramento que él instituyó para este fin. … La Eucaristía da al cristiano más fuerza para vivir las exigencias del evangelio…”. (Juan Pablo II, Aud. Gen., 12.5.1993).

Sin participar asiduamente en la Eucaristía es imposible permanecer fieles en la fe y en la vida cristiana. Como un peregrino necesita la comida para resistir hasta la meta, de la misma forma quien pretenda ser cristiano necesita el alimento de la Eucaristía. El domingo es el momento más hermoso para ir, en familia, a celebrar la Eucaristía unidos en el Señor con la comunidad parroquial. Los frutos serán muy abundantes: de paz y de unión familiar, de alegría y de fortaleza en la fe, de comunidad viva y evangelizadora.

La participación sincera, activa y fructuosa en la Eucaristía nos lleva necesariamente a vivir la fraternidad con los hermanos, nos lleva a la solidaridad con los necesitados. “Si nuestro culto eucarístico es auténtico, debe hacer aumentar en nosotros la conciencia de la dignidad de todo hombre. La conciencia de esta dignidad se convierte en el motivo más profundo de nuestra relación con el prójimo” (Juan Pablo II, Domenicae Cenae, 15). Los pobres y los enfermos, los marginados y los desfavorecidos han de tener un lugar privilegiado en la Parroquia. A ellos se ha de atender con gestos que demuestren, por parte de la comunidad parroquial, la fe y el amor en Cristo.

El Sacramento de la Penitencia será aliento y esperanza en vuestra experiencia cristiana. La humildad y la fe van muy unidas. Sólo cuando sabemos ponernos de rodillas ante Dios por el sacramento de la confesión y reconocemos nuestras debilidades y pecados podemos decir que estamos en sintonía con el Padre “rico en misericordia” (Ef 2,4). En el sacramento de la Penitencia se recupera y se fortalece nuestra comunión con Dios y con la comunidad eclesial; la experiencia del perdón de Dios, fruto de su amor misericordioso, nos da fuerza para la misión, nos empuja a ser testigos de su amor, testigos del perdón.

La vida cristiana, personal y comunitaria, se debilita cuando estos dos sacramentos decaen. Si queremos ser evangelizadores auténticos en este momento no podemos anunciar a Jesucristo sin la experiencia profunda de estos dos sacramentos. Un creyente que no se confiesa con cierta frecuencia y no participa en la Misa dominical, pronto se apartará de Cristo y con el tiempo se convierte en un cristiano amorfo. Su fe se esfuma, se queda sin consistencia.

Regenerados por la Palabra y los Sacramentos os convertiréis en ‘piedras vivas’ del edificio espiritual, que forma una comunidad cristiana, una comunidad entroncada en Cristo. Es decir: una comunidad que acoge y vive a Cristo y su Evangelio; una comunidad que proclama y celebra la alianza amorosa de Dios; una comunidad que aprende y ayuda a vivir la fraternidad cristiana conforme al espíritu de las bienaventuranzas; una comunidad que ora y ayuda a la oración; una comunidad en la que todos sus miembros se sienten y son corresponsables en su vida y su misión al servicio de la evangelización en una sociedad cada vez más descristianizada; una comunidad que es fermento de nueva humanidad, de transformación del mundo, de una cultura de la vida y del amor, de la justicia y de la paz.

Miremos a María, la Mare de Déu del Lledó. Desde la Cruz, Jesús nos la da, en la persona de Juan, como Madre de todos los creyentes. ‘Mujer ahí tienes a tu hijo‘, dice a María. Y a Juan ‘Ahí tienes a tu Madre’ (cf. Jn 19, 26-27). María es la Madre de la Iglesia, ella es nuestra madre, ella es la madre de cada comunidad parroquial. La Virgen Madre nos une en Cristo, nos protege, nos acompaña y nos alienta en nuestro caminar. Ella nos enseña a acoger a Jesús y su Palabra, ella nos muestra el camino de la adhesión personal y del seguimiento fiel, ella nos enseña a ofrecer a Cristo a todos los hombres.

 ¡Acerquémonos, hermanos, con corazón bien dispuesto a la mesa de la Eucaristía! ¡De manos de Mare de Deú, la mujer eucarística, acojamos a Cristo, alimento de vida cristiana y fuente de comunión con Dios y con los hermanos! Él nos fortalece y nos envía a ser testigos de su amor, constructores de fraternidad, de justicia y de paz. Amén.

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Año Mariano del Lledó – Día del enfermo

6 de mayo de 2008/0 Comentarios/en Homilías 2008/por obsegorbecastellon

HOMILIA EN EL DÍA DEDICADO AL ENFERMO
CON MOTIVO DEL AÑO MARIANO DEL LLEDÓ

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Castellón, S. I. Con-catedral – 6 de mayo de 2008

(Is 53, 1-5. 7-10; Lc 1, 39-56)

 

 

Amados hermanos y hermanas en Señor, mis queridos enfermos.

Con la dicha y el gozo de la visita y compañía de la Mare del Déu del Lledó celebramos esta Eucaristía, dedicada de modo especial a los enfermos. Como en su primera visita después de la Encarnación a su prima Isabel, María nos trae y nos ofrece a su Hijo, el Hijo de Dios, muerto y resucitado para la vida del mundo. El Señor resucitado, que se hace presente en esta Eucaristía, es la razón de nuestra fe, de nuestro aliento y de nuestra esperanza en la salud y en la enfermedad, en la alegría y en el gozo; en Cristo muerto y resucitado está nuestra salvación, nuestra salud integral.

La Maré de Deú nos ofrece al Salvador del mundo y, en Él, la “salvación de Dios”, una salvación que abarca al hombre entero, cuerpo, alma y espíritu. Y no sólo mientras peregrinamos aquí en la tierra, sino también, y, principalmente, cuando nos convertimos en ciudadanos del cielo. Por eso, al comienzo de la Misa hemos rezado por intercesión de la Mare de Déu: “Te pedimos, Señor, que nosotros, tus siervos, gocemos siempre de salud de alma y cuerpo, y por la intercesión de santa María, la Virgen, líbranos de las tristezas de este mundo y concédenos las alegrías del cielo”.

La salva­ción de Cristo, que María nos ofrece, cambia radicalmente nuestra condición humana: la opresión se convierte en libertad, la ignorancia en conocimiento de la verdad, la enfermedad en salud, la tristeza en alegría, la muerte en vida, la esclavitud del pecado en participación de la naturale­za divina. En este mundo no podemos alcanzar la salvación total y perfecta, ya que nuestra vida está sujeta al dolor, a la enfermedad, a la muerte. La “salvación de Dios” es Jesucristo en persona, a quien el Padre envió al mundo como Salvador del hombre y médico de los cuerpos y de las almas. El es el “Siervo del Señor” (Is 53, 1-5. 7-10), que “soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores” y cuyas “cicatrices nos curaron”; Jesús, durante los días de su vida terrena, movido por su misericor­dia, curó a muchos enfermos, librándolos también con frecuencia de las heridas del pecado.

También la santísima Virgen, la Mare de Déu, por ser madre de Cristo, Salvador de los hombres, y madre de los fieles, nos socorre con amor a nosotros, sus hijos, cuando nos ha­llamos en necesidad. Por esto, es bueno que los enfermos acudáis, para recibir, por su intercesión, la salud.

María nos remite a Dios, nos remite a su Hijo y en él a los hermanos. En el Evangelio hemos proclamado el fragmento de san Lucas sobre la visitación de María a su parienta Isabel (Lc 1, 39-56). Es una invitación a contemplar a la santísima Virgen, que, llena de fe, alaba la misericordia de Dios, y, a la vez, se apresura a visitar a la madre del Precursor, para que de su mano nos sin­tamos impelidos a imitar su solicitud en la atención a los hermanos y hermanas enfermos.

María, la llena de gracia, la amada de Dios, nos invita a proclamar la misericordia de Dios. “Proclama mi alma la grandeza del Señor” (Lc 1, 46). María nos muestra que Dios es amor, que Dios nos ama, y que Dios pide que nos amemos; la consigna del amor es el programa principal y prioritario de los cristianos.

Antes de nada y ante todo, nos dice San Juan: Dios es amor (1 Jn 4,16). Éste es el Dios que Cristo Jesús nos ha revelado, el Dios que nos muestra la Mare de Déu, el Dios en quien hemos de creer los cristianos. El Dios Uno y Trino de nuestra fe, es comunión de vida y de amor: El amor del Padre engrendra al Hijo, y del amor del Padre y del Hijo, procede el Espíritu Santo. Y por amor, el Hijo es enviado al mundo, y se hace hombre en el seno virginal de María. Hemos de preguntarnos si éste es el modo como cada uno de nosotros entendemos y vivimos a Dios. Sobre todo en nuestra vida diaria, personal y familiar, comunitaria y eclesial, en la alegría y en el dolor, en la dificultad y en el gozo, o en el modo de vivir a Dios, cuando nos dirigimos a él, cuando oramos y rezamos.

Dios es amor. Este es y debe ser nuestro modo de conocer y de vivir a Dios, de relacionarnos con El. Todo lo que no sea entender y vivir nuestra fe como una adhesión al Dios que es Amor y como una relación con el Dios que es Amor, será un modo erróneo y deformado de entender y vivir nuestra fe cristiana. Y la Iglesia, nuestra Iglesia diocesana y su concreción en cada comunidad parroquial, debe ser la comunidad donde esto se afirme, donde esto se viva, donde esto se predique y comunique.

Dios no sólo es amor, sino que nos ama. “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo” (Jn 15, 9). No somos nosotros los que amamos primero. Es él el que nos ha amado, anticipándose a nosotros. Y lo ha demostrado en toda la historia, en la Mare de Déu, en nuestra historia personal, sobre todo en su momento central, cuando envió a Cristo Jesús, su Hijo.

Cristo Jesús es rostro de Dios amor: “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo”. En Cristo vemos el amor de Dios. Cristo nos muestra su amor: “Ya no os llamo siervos, os llamo amigos”. Y lo puede decir en verdad, porque es el que mejor ha hecho realidad esa palabra: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”. El Cristo de la Pascua, el  Cristo entregado a la muerte y resucitado a la vida, es el que puede hablar de amor. La mejor prueba del amor de Dios la tenemos precisamente en la Pascua de Resurrección: ha resucitado a Jesús y en él a todos nosotros, comunicándonos su propia vida, una vida que va más allá del dolor y del umbral de la muerte. Una vida que plenifica. Por amor, Dios nos llama a la vida, y vida en plenitud.

Como consecuencia del amor que Dios nos tiene en su Hijo, Jesús nos pide: “Amaos unos a otros como yo os he amado” (Jn 15, 12). Una conclusión que parece que rompe la lógica, porque se podría suponer que acabara de otro modo: si Dios os ama, si yo os he demostrado mi amor, responded vosotros con vuestro amor a Dios y a mí. Y sin embargo, la conclusión de Jesús es otra: “Amaos unos a otros”. Porque sólo el que ama a los demás “ha nacido de Dios”, sólo el que ama “conoce a Dios”. El amor entregado y recibido de Dios en su Hijo Jesucristo nos implica en su dinamismo a cada uno de nosotros. Debe convertirse en nuestra entrega: “Amaos unos a  otros como yo os he amado”, con una atención activa y constante para no dejar prevalecer la naturaleza egoísta en nuestro modo de sentir, pensar, hablar y obrar. No es fácil pero para eso se nos ha dado el Espíritu.

Al final de nuestros días nos examinará del amor, especialmente de nuestro amor a los enfermos. “Venid benditos de mi Padre,.. porque estuve enfermo y me visitasteis”. Es lo que hemos de vivir en todos los aspectos de nuestra vida personal y comunitaria. Un aspecto primordial en la vida del cristiano y de toda comunidad cristina es la atención, el cuidado, la ayuda, en una palabra, el amor para con los enfermos. El mandamiento del amor tiene una aplicación peculiar, primordial, con aquellos de nuestros hermanos y hermanas que sufren por la enfermedad. Son los que más necesitan nuestra compañía, ayuda y amor pero también con quien más nos cuesta. Por eso, hoy, pedimos especialmente por los enfermos. Por ellos y por nosotros: para que sepamos darles siempre y cada vez más todo nuestro amor.

Este día nos invita de nuevo a dirigir nuestra mirada a Cristo, para que, escuchando su palabra, nos sintamos impulsados hacia un renovado testimonio de amor en tantas situaciones de sufrimiento físico y moral del mundo de hoy. Hemos de hacer de los enfermos una prioridad de la acción pastoral y de la vida de cada parroquia. El servicio a los enfermos y a los que sufren ha sido siempre una parte integrante de la misión de la Iglesia, ya que forma parte de su entraña salvífica y evangelizadora; los enfermos han de ocupar, por tanto, un lugar prioritario en la vida y misión de todas nuestras comunidades cristianas. Es en el territorio de la parroquia donde viven la mayor parte de los enfermos y aquellas otras personas que, junto con ellos, son los principales destinatarios y agentes de la acción pastoral. Toda comunidad cristiana está llamada a encarnar el modelo de salud ofrecido por Cristo a los hombres y mujeres de su tiempo. Esto pide de la comunidad cristiana sentirse salvada y sanada en su interior, experimentar el gozo de la salvación y comprobar que la fe, la esperanza y el amor son saludables. Toda comunidad cristiana ha de acoger y no excluir, porque abre a todos la mesa del Pan y de la Palabra, y ser creativa en el servicio a los enfermos, como lo es el amor.

El dolor y la enfermedad forman parte del misterio del hombre en la tierra. Es justo luchar contra la enfermedad, porque la salud es un don de Dios. Pero es importante también saber leer el designio de Dios cuando el sufrimiento llama a nuestra puerta. Y es cristiano dirigirse a El en la ancianidad y en la enfermedad para pedirle la salud integral, espiritual y corporal si así son los planes del Señor, como lo vamos a hacer esta tarde con el sacramento de la unción. Miremos la cruz del Señor. El Verbo encarnado acogió nuestra debilidad, asumiéndola sobre sí en el misterio de la cruz. Desde entonces, el sufrimiento tiene una posibilidad de sentido, que lo hace singularmente valioso. Desde hace dos mil años, desde el día de la pasión, la cruz brilla como suprema manifestación del amor que Dios siente por nosotros. Quien sabe acogerla en su vida, experimenta cómo el dolor, iluminado por la fe, se transforma en fuente de gracia, de esperanza y de salvación.

A María, Salud de los enfermos y Consuelo de los afligidos, le encomendamos hoy, a todos los que sufren la falta de salud; ella es la Madre solícita y compasiva de la humanidad que sufre. Bajo su protección maternal ponemos a todos cuantos trabajan en el mundo de la salud. Bajo su manto protector ponemos también el servicio desinteresado de tantos sacerdotes, religiosos y laicos comprometidos en el campo de la salud, que atienden generosamente a los enfermos, a los que sufren y a los moribundos.

¡Acerquémonos, hermanos, con corazón bien dispuesto al sacramento de la Unción y a la mesa de la Eucaristía! ¡Acojamos a Cristo, nuestro Salvador, alimento de vida cristiana y fuente de comunión con Dios y con los hermanos! Él nos fortalece y nos envía a ser testigos de su amor y de la esperanza que no defrauda. Amén.

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Apertura del Año Mariano del Lledó

1 de mayo de 2008/0 Comentarios/en Homilías 2008/por obsegorbecastellon

Basílica de Nuestra Señora, la Mare de Déu del Lledó, Castellón – 1 de mayo de 2008

(1 Re 8, 1.3-7.9-11; Ap 21, 1-5ª; Lc 1, 26-38)

 

Siempre es gozoso celebrar la memoria de la Mare de Déu del Lledó, nuestra Reina y Señora, la Patrona de Castellón. Pero es aún más gozoso, si cabe, iniciar todo un año dedicado especialmente a la Mare de Déu del Lledó. Así queremos celebrar la coronación de su imagen en 1924 por coincidir este año el día de su coronación, el 4 de mayo, en Domingo. A lo largo de este año queremos mostrar nuestro amor y cariño a nuestra Reina y Señora. Al contemplarla coronada cantamos la grandeza de la Mare de Déu; y en su grandeza no cantamos otra cosa que la grandeza inmensa de Dios en ella. María es grande porque Dios es grande, porque ella ha dejado a Dios ser grande en su persona y en su vida. María es la ‘llena de gracia’, la llena de Dios y de su amor; de su mano queremos ir a Dios en su Hijo Jesucristo

Saludo de todo corazón a cuantos habéis secundado la llamada de la Madre: al Ilmo. Sr. Prior de esta singular Basílica, que nos acoge esta tarde; al Ilmo. Sr. Prior, Presidente, Junta Directiva y Cofrades de la Real Cofradía de la Mare de Dèu del Lledó, a la Sra. Presidenta y Camareras de la Virgen, así como a quienes ocupaban estos cargos en 1983, año de la declaración del basilicato de este santuario. Saludo también con todo afecto a las muy dignas autoridades, en especial, al Ilmo. Sr. Alcalde y Miembros de la Corporación Municipal de Castellón, Diputados provinciales y regionales. Mi saludo cordial también a mis hermanos sacerdotes concelebrantes, al Ilmo. Cabildo Con-catedral, a los Sres. Arciprestes y Párrocos de Castellón, a los diáconos y seminaristas, y a cuantos, recordando nuestra condición de peregrinos en la vida, habéis venido hasta esta Basílica del Lledó para participar en esta solemne Misa estacional.

El recuerdo de la coronación de la imagen de Nuestra Señora de Lledó en el 25º Aniversario de la declaración del basilicato de este santuario mariano ha de acrecentar nuestra devoción a la Madre, para avivar a través de Ella nuestra fe en el misterio del Dios vivo que, por su infinita misericordia, ha coronado a la Madre de su Hijo haciendo en Ella y por Ella obras grandes, llenándola de la plenitud de su gracia, de su amor y de su vida.

Al contemplar coronada esta entrañable imagen, venerada en nuestra tierra desde hace más de 600 años, proclamamos y reconocemos que la Virgen María es testimonio vivo de Dios. María, la Mare de Déu del Lledó, es “la morada de Dios entre los hombres” (Ap 21,3). María es “templo santo” porque lleva en sus entrañas virginales al mismo Hijo de Dios; ella es el Arca de la nueva Alianza, por ser la Madre de Dios, Jesucristo, la Alianza definitiva de Dios con la humanidad. María, toda ella, es presencia y manifestación de Dios. Toda su persona y su vida son transparencia de Dios. Con sus palabras “he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38), María nos muestra que Dios es lo único necesario, que sólo Él basta.

Antes y más allá de nuestros deseos y esperanzas, de nuestras necesidades y exigencias, de nuestros intereses y preferencias, Dios es Dios y hemos de dejar a Dios ser Dios en nuestra vida personal y comunitaria, en nuestra vida familiar y social. Así nos lo muestra la Virgen María. Su persona y su vida, su palabra y su oración, su humildad y su disponibilidad, su entrega y su obediencia, sus gestos y su comportamiento: todo en ella está marcado por una referencia radical a Dios. María ha hecho de su vida una entrega sin reserva al querer de Dios, al amor de Dios y a la misión que Dios le ha confiado. María ha hecho de su vida un servicio incondicional a Dios y, en Él, a los hermanos, a toda la humanidad. “Hágase en mí según tu palabra”: Con estas palabras, María pone en Dios su persona, su vida, su aliento, su destino; y así proclama la soberanía absoluta del Dios vivo.

Dios es el centro de la Vida. En María todo converge en Dios. Es su confianza sin condiciones en Dios lo que nos muestra a Dios tal cual es y desenmascara los falsos dioses que no son más que hechura del hombre, ídolos que esclavizan y que no liberan ni salvan.

Cuando María se entrega a Dios, actualiza totalmente el amor expresado en aquella confesión de fe que ella como buena israelita repetía diariamente: “Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es el único Señor” (Dt 6,4). María nos muestra el señorío del Dios único, en el que todo hombre encuentra su luz y su sentido. Toda la humanidad está necesitada de la luz y de la verdad de Dios; esta necesidad es un verdadero clamor en nuestros días. La Mare de Déu del Lledó “coronada” es faro en la oscuridad de nuestra noche, faro que nos conduce hacia la Luz, que es Dios: porque ella es la esclava del Señor, la llena de gracia, la dichosa porque acoge la Palabra de Dios y la cumple, la bienaventurada porque ha creído, la que es grande porque ha dejado a Dios ser grande en su vida. La Virgen María nos enseña a vivir con la confianza puesta enteramente en Dios. María nos muestra que el reconocimiento de Dios reclama la acogida y la obediencia fiel, la disponibilidad plena, el amor total y desinteresado, la apertura ilimitada a la voluntad de Dios, la fidelidad inquebrantable por encima de todo al encargo recibido de Él. Y esto es fuente de dicha, gozo del don y de la gracia, generación de vida y libertad, raíz y cumplimiento de la esperanza.

Por todo ello, María, la mujer creyente, puede escuchar aquella bienaventuranza de su prima Isabel: “Dichosa tú que has creído” (Lc 1, 45). A este saludo de Isabel, María responde con el canto del Magníficat. Las palabras de María proclaman la grandeza, la soberanía y el señorío de Dios; le reconocen como el que está en el principio y en el fin de todas las cosas y le confiesa como Aquel que tiene la iniciativa de la creación y de la salvación. María proclama gozosa que Dios es el único al que debemos someter nuestra vida y del que podemos esperar la salvación definitiva. María se confía en el Señor y no será confundida para siempre. Ella sabe bien de quién se ha fiado.

En el Magníficat María nos canta la verdad de Dios, que no es otra sino su misericordia infinita, su obra que engrandece, levanta, libera y salva al hombre, las maravillas que Él ha hecho, hace y hará en favor de los hombres. Esta es la verdad de Dios, que ha hecho en ella maravillas en María.

Y ésta es también la verdad del hombre. Esta es la grandeza de todo ser humano: ser de Dios, ser criatura suya, amada por Él, imagen y semejanza suya. Ser de Dios y vivir para Dios, mostrar a Dios y dejar que aparezca su grandeza en el hombre, vivir la obediencia a Dios y cumplir su voluntad, ésta es la más genuina verdad del ser humano.

El verdadero problema de nuestro tiempo es la quiebra de humanidad, o sea, la falta de una visión verdadera del hombre, que es inseparable de Dios. El error fundamental del hombre actual es querer prescindir de Dios en su vida, erigirse a sí mismo en el centro de su existencia, suplantar a Dios, querer ser dios sin Dios. Es el drama del hombre moderno, que ha pensado que apartando a Dios de su vida, siendo autónomo, siguiendo las propias ideas y voluntad, llegaría a ser realmente libre para hacer lo que le apetezca sin tener que obedecer a nadie. Pero cuando Dios desaparece, el hombre no llega a ser más grande; al contrario, pierde la dignidad divina, pierde el esplendor de Dios en su rostro. Al final se convierte sólo en el producto de una evolución ciega, del que se puede usar y abusar (Benedicto XVI).

Todo cambia si hay Dios o si, por el contrario, no hay Dios en la vida. El hombre es grande sólo si Dios es Dios, si Dios es grande, todopoderoso, creador y señor de todo. El olvido de Dios o su rechazo trae el tiempo de indigencia y pequeñez humana que nos toca vivir, a pesar de todas las apariencias. No tener a Dios es la mayor de las pobrezas humanas: al hombre le falta todo cuando le falta Dios, porque le falta cuanto de verdad puede llenar su corazón grande, su alma sedienta de bien, de amor, de verdad, de hermosura, de felicidad, de grandeza; cuando al hombre le falta Dios pierde el esplendor y la grandeza de Dios en su rostro. Eso es lo que ha confirmado la experiencia de nuestra época. Sólo desde Dios, sólo a partir de Él, la tierra llegará a ser humana, la tierra será habitable a la luz de Dios.

Allí donde se deja a Dios ser Dios, donde se deja y se busca que se muestre su grandeza y se cumple la voluntad de Dios, allí está Dios, están los nuevos cielos y la nueva tierra.

Entre nosotros hay voces y movimientos empeñados en hacer desaparecer a Dios de nuestra vida, de nuestras familias, de la educación de niños, adolescentes y jóvenes, de la cultura y de la vida pública. A esto conduce el laicismo esencial al que parece que se quiere llevar a nuestra sociedad. Pero la historia, incluso la historia muy reciente, demuestra que no puede haber una sociedad libre, en progreso de humanidad, fraterna y solidaria, al margen de Dios. Quien no conoce a Dios, no conoce al hombre, y quien olvida a Dios acaba ignorando la verdadera grandeza y dignidad de todo hombre.

El Año Mariano, que hoy iniciamos, es un tiempo de gracia de Dios para convertirnos a Dios de manos de María; un tiempo de gracia para dejar a Dios ser Dios, para que Él ocupe de verdad el lugar central que le corresponde en nuestra existencia; un tiempo de gracia que nos ayuda a dejar que Dios sea grande en nuestra vida, en nuestras familias, en nuestra sociedad, para que no se pierdan las raíces cristianas de nuestra nuestro pueblo y de nuestra ciudad de Castellón.

De manos de Maria hemos de redescubrir a Dios, no a un Dios cualquiera, sino al Dios con el rostro humano, que vemos en Jesucristo, Hijo de Dios e Hijo de María.. Los caminos hacia el futuro no los encontraremos si no recibimos la luz que viene desde lo alto, la luz de Dios y que es Dios mismo. No propugnamos una sociedad confesional, aunque ojalá que todos conociesen y creyesen, porque es ahí donde está la vida eterna. La fe, lo sabemos, se propone, no se impone.

La Iglesia y los cristianos tenemos el deber de afirmar y proclamar a Dios, como María, con la palabra y con los hechos, con la certeza de que así afirmamos y servimos al hombre. Tarea principal de nuestra Iglesia diocesana y de nuestras parroquias de Castellón es avivar y alimentar de manos de María la experiencia de Dios en Cristo hoy, para abrirse como Ella al amor de Dios, a su gracia, a su presencia; y desde ahí dar testimonio de Cristo y de su Evangelio, abrir las ventanas cerradas que no dejan pasar la claridad, para que su luz pueda brillar entre nosotros, para que haya espacio para su presencia pues allí donde está Dios nuestra vida resulta luminosa, incluso en la fatiga de nuestra existencia. Nuestra Iglesia -no lo olvidemos- existe para que Dios, el Dios vivo, que se nos ha manifestado en Jesucristo, sea dado a conocer, para que el hombre pueda vivir ante su mirada, en su presencia. La Iglesia existe, como María, para dar testimonio de Dios, de su Hijo Jesucristo y de su Evangelio y llevar a los hombres a Dios en Cristo, fuente de su libertad, fundamento de la verdad, razón última de nuestro ser y de nuestra esperanza.

Miremos a María, la Mare de Déu del Lledó. Ella fue enteramente de Dios y vivió para Dios; Ella fue la fiel esclava del Señor que se plegó enteramente a la voluntad, a la palabra de Dios. ¡Que la Mare de Déu nos ayude a vivir como Ella, de tal manera que toda nuestra vida sea una proclamación y una alabanza de la grandeza de Dios! Amén.

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Pascua de Resurrección

23 de marzo de 2008/0 Comentarios/en Homilías 2008/por obsegorbecastellon

Segorbe, S. I. Catedral, 23 de marzo 2008

 

“Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo, Aleluya!” Celebramos la Pascua de Resurrección. Hoy es el día más grande y más gozoso del año, porque “muerte y vida trabaron duelo y, muerto el dueño de la vida, gobierna, vivo, tierra y cielo”. Cristo vive, porque ha resucitado. Jesús no es una figura del pasado, que vivió en un tiempo y se fue, dejándonos su recuerdo y su ejemplo. No, hermanos, Cristo, a quien acompañábamos en su dolor y en su muerte el Viernes Santo, vive, porque ha resucitado. Este es el grito con que nos despierta la Liturgia de este Domingo de Resurrección.

Jesucristo murió verdaderamente y fue sepultado. Pero el último episodio de su historia no es el sepulcro excavado en la roca, sino la Resurrección de la mañana de Pascua. El autor de la vida no podía ser vencido por la muerte “¿Dónde está muerte tu victoria? ¿Dónde está muerte tu aguijón?”. Alegrémonos, hermanos: Cristo ha resucitado; y su Resurrección es la prueba de que Dios Padre ha aceptado la ofrenda de su Hijo y en él hemos sido salvados. “Muriendo destruyo nuestra muerte, y resucitando restauró la vida” (SC 6)

El anuncio de la resurrección produjo en un primer momento desconcierto. María Magdalena, fue al amanecer al sepulcro, vio la losa quitada y corrió enseguida a comunicar la noticia a Pedro y a Juan: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto” (Jn 20,1-2). Los dos van corriendo hacia el sepulcro y Pedro, entrando en la tumba ve “las vendas en el suelo y el sudario… en un sitio aparte” (Jn 6-7); después entra Juan, y “vio y creyó”. Es el primer acto de fe de la Iglesia naciente en Cristo resucitado, provocado por la solicitud de una mujer y por la señal de las vendas encontradas en el sepulcro vacío.

Si se hubiera tratado de un robo, ¿quien se hubiera preocupado de desnudar el cadáver y de colocar los lienzos con tanto cuidado? Dios se sirve de cosas sencillas para iluminar a los discípulos que “pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: qué él había de resucitar de entre los muertos” (Jn 6,9), ni comprendían todavía lo que Jesús mismo les había anunciado acerca de su Resurrección. Pedro, cabeza de la Iglesia, y Juan “el otro discípulo a quien Jesús amaba” tuvieron el mérito de recoger las ‘señales’ del resucitado: la noticia traída por la mujer, el sepulcro vacío, el sudario enrollado.

La fe en la resurrección se basa no en pruebas directas, sino en signos, en ‘señales’. Como nos recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica: “Nadie fue testigo ocular del acontecimiento mismo de la Resurrección y ningún evangelista lo describe. Nadie puede decir cómo sucedió físicamente. Menos aún, su esencia más íntima –el paso a la otra vida- fue percibido por los sentidos” (nº 647). Esto no quiere decir que la resurrección no sea una hecho real, o un hecho histórico. Así lo documentan la señal del sepulcro vacío y la realidad de las apariciones del resucitado a los Apóstoles.

Cuando las piadosas mujeres van al sepulcro para embalsamar el cuerpo de Jesús, lo encuentran vacío. Un ángel les dice: “¿Porqué buscar entre los muertos al que vive? No está aquí ha resucitado” (Lc 24, 5-4). El sepulcro vacío no es una prueba directa de que Cristo ha resucitado, pero constituye para todos un signo esencial de la Resurrección. Para los discípulos de Jesús fue el primer paso reconocer que Cristo ha resucitado.

Las mujeres piadosas y María Magdalena, cuando van al sepulcro y lo encuentran vacío, constatan simplemente: “Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde lo han puesto”. Después será Pedro, quien entra en el sepulcro y ve tan sólo las vendas de lino y el sudario que habían colocado sobre su cabeza. El Evangelista no nos dice que María o Pedro, al ver el sepulcro vacío, creyeran que Jesucristo había resucitado. Será Juan, él discípulo que Jesús amaba, quien de sí mismo afirma que, al entrar en el sepulcro vacío y al descubrir las vendas por el suelo, “vio y creyó”, porque el sepulcro vacío le llevó a entender la Escritura, según la cual Jesús tenía que resucitar de entre los muertos. “Esto supone, nos enseña el catecismo, que constató en el estado del sepulcro vacío que la ausencia del cuerpo de Jesús no había podido ser obra humana”. (nº 640). El conocimiento que, hasta entonces, Juan tenía de la Escritura se limitaba a la esfera del conocimiento, afectaba solamente sus ideas; ahora, al entrar en el sepulcro vacío y ver las vendas y el sudario, el conocimiento de la Escritura se convierte en experiencia de vida. A ello le lleva su amor y su fe en Cristo Jesús.

Después del sepulcro vació vienen las apariciones a los discípulos: a María Magdalena y a las piadosas mujeres: ellas que iban a embalsamar  el cuerpo de Jesús  (cf. Mc 16,1; Lc 24, 1), enterrado aprisa la tarde del Viernes santo por la llegada del Sábado (cf. Jn 19, 31) fueron las primeras en encontrar al Resucitado (cf. Mt 28, 9-10). Después se aparecerá a los Apóstoles: a Pedro, a los Doce –primero sin Tomás, y luego con él, y a más de quinientos hermanos. Desde este momento, cada uno de los Apóstoles, y Pedro en particular, comprometió su vida con la nueva era que comenzó precisamente la mañana de Pascua.

¿No será todo ello una invención de los discípulos o de los Apóstoles, ante el fracaso humano de la Cruz?, preguntan algunos. No, hermanos: Los Apóstoles no eran propensos a las ilusiones. Lo acredita su condición de hombres rudos, curtidos en las tareas del campo y de la pesca. En un primer momento estuvieron en contra de la Resurrección: no creyeron a las piadosas mujeres y cuando Jesús  está delante de ellos, creen ver un espíritu (Lc 24, 41). Tomás incluso dudó,  y en su última aparición en Galilea, “algunos dudaron” (Mt 28, 17). Por eso, “la hipótesis según la cual la resurrección habría sido un ‘producto’ de la comunidad (o de la credibilidad) de los Apóstoles no tiene consistencia. Muy al contrario, su fe en la Resurrección nació –bajo la acción de la gracia divina- de la experiencia directa de Jesús Resucitado” (CaIC 644).

Cuando alguien tiene una experiencia profunda, no la puede silenciar, por más que sus palabras no lograrán nunca expresar la intensidad, viveza y plenitud de la experiencia. La experiencia de Cristo resucitado marcó de tal manera el alma de los apóstoles y discípulos de Jesús, que tenían que hablar de ella, a quienes no la habían tenido. Y no sólo hablar de ella, sino también testimoniarla, es decir, proclamar su verdad, incluso, llegado el caso, dando la propia vida. Callar esa experiencia, hubiese sido una muestra de egoísmo imperdonable. Por eso, la fe de los primeros cristianos y su anuncio principal, casi exclusivo, era que Cristo ha resucitado. “Lo mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos que él había designado” (Hech 10, ). Todo lo demás gira en torno a este gran mensaje. Los apóstoles no proclaman ideas, por muy bellas que puedan ser, sino acontecimientos vividos en primera persona.

La experiencia de Cristo resucitado no fue pasajera; ellos se convierten de por vida en testigos de la resurrección del Señor. Por este motivo, nunca cesaron de proclamar con sus labios y con su vida la resurrección de Jesucristo. La Resurrección de Jesucristo es la roca que fundamenta la fe y existencia de todo cristiano, nuestra propia fe y existencia. “Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe, vana nuestra predicación”. Y yo añadiría y vana la manifestación religiosamente sentida de la pasión y muerte del Señor durante las procesiones de Semana Santa.

Cristo ha resucitado y nosotros hemos sido incorporados a Él y a su resurrección por el Bautismo. San Pablo en la primera Carta a los Corintios, refiriéndose al rito que mandaba comer el cordero pascual con pan ácimo- exhorta a los cristianos a eliminar “la vieja levadura de la corrupción y de la maldad, para celebrar la Pascua con los panes ácimos de la sinceridad y de la verdad” (1 Cor 5, 7-8).

La “levadura vieja de la maldad y la corrupción” a la que hay que morir para vivir la Resurrección del Señor, para caminar como bautizados, es el pecado y la  muerte, es el odio y el rencor, es el desprecio de la vida y dignidad humanas, son la mentira y el terrorismo, la injusticia y la insolidaridad, son el egoísmo y la impureza, el cansancio y la desesperanza, son la rutina, la tibieza y el conformismo. Todo lo viejo ya pasó, queda atrás, en la cruz de Jesucristo. Ahora toca los ‘panes ácimos de la sinceridad y del amor’ hacia Dios y hacia el hermano, los panes ácimos del amor y de la verdad, los panes nuevos de la entrega y la solidaridad, los panes limpios de la justicia, de la libertad y de la paz, los panes recientes del servicio y de la acogida.

A la mesa de Cristo, verdadero Cordero inmolado por la salvación de los hombres, hemos de acercarnos con corazón limpio de resucitados. La resurrección del Señor, su ‘paso’ de la muerte a la vida, debe reflejarse en la resurrección de los creyentes, desde el hombre viejo a la vida nueva en Cristo. Esta resurrección se manifiesta en el anhelo profundo por las cosas del cielo (cf. Col 3,-12).

En la Vigilia Pascual pedíamos anoche: “Mira con bondad a tu Iglesia, sacramento de la nueva Alianza… Que todo el mundo experimente y vea como lo abatido se levanta, lo viejo se renueva y vuelve a su integridad primera”.  Esto es la Pascua de la Resurrección, levantar lo abatido y renovar lo viejo, purificar lo manchado y embellecer lo feo, liberar lo cautivo y alegrar lo triste, alentar al desanimado y curar al enfermo.

Lo pedimos para nosotros. Siempre quedará algo que limpiar, algo que curar o liberar, algo que renovar o al menos algo que embellecer y santificar. La Pascua pide revestirse del hombre nuevo, que es Jesucristo. La Pascua nos llama a todos a hacer la experiencia de Cristo resucitado. Una experiencia decisiva para todo cristiano; quien la tiene, no podrá seguir viviendo de la misma manera. Esa experiencia viva e intensa toca y cambia la mentalidad, las costumbres, el estilo de vida, el modo de relacionarse con los demás, los criterios de acción, las mismas obras, hasta el mismo carácter.

Celebrar la Pascua de la resurrección nos pide también anunciar y contagiar la Pascua. Esto ocurre cuando nos acerquemos al caído y ayudamos al levantarse al abatido. Celebrar la Pascua exige limpiar lo manchado y renovar lo viejo: las rivalidades y odios, las  desigualdades y egoísmos, las tiranías y los vicios. Celebrar la Pascua exige alegrar al triste y alentar al desanimado.

Celebremos con fe la Pascua de la Resurrección del Señor. Acojamos con alegría a Cristo Resucitado. Vivamos con gozo la Resurrección de Jesús en nuestra vida. Dejémonos transformar por Cristo resucitado por la participación en esta Eucaristía, memorial de la muerte y de la resurrección. Seamos testigos de su resurrección en nuestra vida. ¡Feliz Pascua de Resurrección¡  Amén.

 

+ Casimiro López Llorente

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