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Solemnidad de la Santísima Trinidad

30 de mayo de 2010/0 Comentarios/en Homilías 2010/por obsegorbecastellon
50º Aniversario de la elevación de Sta. María de Castellón al grado de Concatedral
CONCATEDRAL, 30 de mayo de de 2010

(Pr 8, 22-31; Sal 8; Rom 1, 1-5; Jn 16, 12-15)

****

 

Hermanas y Hermanos muy amados en el Señor:

“Señor, dueño nuestro, ¡que admirable es tu nombre en toda la tierra!” (Sal 8). Así cantamos hoy, con toda la Iglesia al celebrar la Solemnidad de la Santísima Trinidad. Y, con estas mismas palabras alabamos, cantamos a Dios y damos gracias a Dios, Uno y Trino, fuente y origen de todo bien, por el don de la elevación de esta Iglesia de Santa María a la dignidad de Concatedral hace cincuenta años. Así lo hizo el papa Juan XXIII, mediante Bula de 31 de mayo de 1960 con las palabras: “Conservada además la dignidad de la Catedral de Segorbe, elevamos al grado de Concatedral el templo consagrado a Dios en honor de la Santísima Virgen María que está en la ciudad de Castellón, con todos los derechos y honores, cargas y obligaciones que son propias de estas Iglesias”.

Desde entonces a esta Iglesia de Santa María se le llama Concatedral porque, junto con la Catedral de Segorbe, el Obispo diocesano tiene aquí también su cátedra o su sede. La catedral se llama así porque es el templo donde tiene su cátedra el Obispo diocesano. La presencia de la cátedra del Obispo en ella, hace de la Iglesia Catedral el centro material y espiritual de unidad y de comunión para todo el pueblo santo de Dios. Porque es desde la sede o cátedra episcopal, desde donde el obispo preside y guía a su grey, enseña la Palabra de Dios, educa y hace crecer en la fe a su iglesia diocesana por la predicación, y preside las celebraciones principales del año litúrgico y de los sacramentos como servicio a la comunidad y a la santificación de los fieles. Precisamente cuando el Obispo está sentado en su cátedra, se muestra ante sus fieles como quien preside en lugar de Dios Padre, como dijo el venerable Juan Pablo II. Lo que se afirma de la Catedral se puede decir también de la Concatedral pero siempre con referencia a la Catedral, a la cátedra y sede episcopal, allí presente. No habría Concatedral, si no hubiera Catedral. Pero lo más importante no es el rango o el honor, sino su significado teológico profundo.

Para comprender la Catedral y, a su modo, la Concatedral como templos materiales es preciso comprender previamente la Iglesia diocesana que en ella se reúne y celebra. La Iglesia no tiene su razón de ser en sí misma ni su naturaleza se encuentra fuera del misterio del Dios Uno y Trino, que hoy celebramos, ni fuera del misterio de Cristo sobre el que se edifica. Juan Pablo II, sintetizando la enseñanza conciliar, nos dice que la Iglesia es misterio, comunión y misión: la Iglesia “es misterio porque el amor y la vida del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo son el don absolutamente gratuito que se ofrece a cuantos han nacido del agua y del Espíritu (cf. 3, 5), llamados a revivir la comunión misma de Dios y a manifestarla y comunicarla en la historia (misión)” (ChL, 8).

La Iglesia,  también nuestra Iglesia diocesana, tiene su origen y su meta en el misterio mismo de Dios, Uno y Trino, cuya Solemnidad hoy celebramos. Dios es comunidad de personas y comunión perfecta de vida y de amor. Gracias a lo que Dios mismo nos ha revelado, sobre todo, en el Hijo, sabemos que Dios es Amor, comunión de vida y de amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Dios es ante todo Vida divina del Padre comunicada en el Hijo y revelada en Él en plenitud: “Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiere revelar” (Mc 11,27). Dios es Amor, un Amor en tres Personas. El Padre-Dios es el que ama; el Hijo-Dios es el amado y el Espíritu Santo-Dios es el amor con que el Padre ama y el Hijo es amado. Una sola realidad, comunión de vida íntima y dichosa en el amor. El Padre origen, fuente del Hijo y del Espíritu Santo, creador, sabiduría creadora de todo, se expresa en el Hijo y se contempla en Él con una complacencia infinita, eterna. El Hijo es el Verbo, la Palabra, la Imagen del Padre, su Hijo único nacido antes del tiempo, Dios de Dios, eterno como el Padre. El Hijo es Imagen del Dios invisible, Sabiduría, Verdad, Belleza de Dios; es el Redentor, “que por nosotros los hombres y por nuestra salvación…”

Este Dios, Uno y Trino, que es Amor, se revela para hacer partícipe de esta misma vida de amor al hombre, creado a su imagen y semejanza. Estamos creados para el Amor que tiene su fuente en el Dios, Trino en personas y Uno en esencia. Desde que la Palabra de Dios, el Hijo de Dios, se hizo carne y puso su morada entre nosotros, el cuerpo mismo de Jesús es el templo o la morada de Dios entre los hombres, el ‘lugar’ del encuentro con Dios: Jesucristo mismo es el primer templo de los cristianos. Jesús, resucitado y ascendido a los cielos, sigue presente en medio de los que se reúnen en su nombre, en su Iglesia, que es su Cuerpo. Nuestra Iglesia es así la prolongación en el tiempo de Jesús mismo, de su palabra y obra salvadora entre los hombres, el signo visible y la morada de Dios entre los hombres. Nuestra Iglesia es el templo santo en el Señor, templo edificado sobre la piedra angular, que es Cristo (cf. Ef 2,20).

Desde aquí entendemos que los templos materiales de la Catedral y la Concatedral son signos de una realidad más profunda y rica: son lugares sagrados para construir el verdadero templo y la verdadera morada de Dios entre nosotros, nuestra Iglesia diocesana. Junto con la Catedral de Segorbe, la Concatedral ha de ser signo concreto y visible de nuestra Iglesia diocesana, lugar donde los fieles cristianos, como pueblo de Dios, nos reunamos en torno al Obispo, que la preside y pastorea en nombre de Cristo, para escuchar la Palabra, para celebrar la Eucaristía y otros sacramentos, y para ofrecer al Señor el sacrificio espiritual de nuestras vidas.

Nuestra Iglesia tiene en Jesucristo, su Fundador, su esperanza, la esperanza que no defrauda (cf. Rom 5,4); y vuelve siempre su mirada a Él. Nuestra Iglesia es convocada por el Padre para ser enviada por el Hijo a anunciar el Evangelio, para celebrar la salvación como comunidad orante en su liturgia y en sus sacramentos, para servir al hombre en la caridad de Cristo, proclamar el Evangelio de la vida y promover siempre la cultura a la luz de una humanidad plena en Cristo. Nuestra Iglesia se siente humilde caminante pero acompañada siempre por el Espíritu de su Señor Resucitado, en quien tiene su verdadera fuerza. Así comprendida, nuestra Iglesia es una realidad totalmente vinculada al misterio de salvación realizado por Jesucristo: nace de la misión de Jesucristo y es enviada por Él. La Iglesia manifiesta y, al mismo tiempo, realiza el misterio de amor de Dios al hombre; ella misma es misterio por decisión de su Salvador. Es comunión con Dios y entre nosotros los hombres en Jesucristo; éste es el contenido central del misterio de nuestra Iglesia. Esta consideración de la misma nos libera y nos lleva a superar visiones reducidas de la Esposa de Jesús, la Iglesia (cf Ef 5,25-32). La Iglesia es misión, porque prolonga en la historia la misma misión de salvación de Jesús a favor de los hombres; ella hace presente, contemporáneo, a Jesús, con su Palabra, sus Sacramentos y su Guía pastoral. Misión grande y modesta de la Iglesia, la de ser el cuerpo vivo en el que Dios en Cristo por el Espíritu Santo se hace cercano a cada hombre y a cada época. La Iglesia no es y no puede ser una realidad replegada sobre sí misma; nace para anunciar y testimoniar a Jesús Resucitado.

Para entender debidamente la Catedral y, a su modo, la Concatedral no podemos olvidar que nuestra Iglesia Diocesana es una porción del Pueblo de Dios que la apacienta el Obispo con la cooperación de un presbiterio; adherida a su pastor y congregada por él en el Espíritu Santo por medio del Evangelio y la Eucaristía constituye una Iglesia Particular, donde se realiza la Iglesia del señor. Más todavía: Nuestra Iglesia diocesana es el ca­mino de nuestra inserción en la Iglesia universal; es el espacio histórico en el que una voca­ción se expresa realmente y realiza su tarea apostólica. Nuestra diócesis es, por tanto, una comunidad en la que se descubre, se profundiza, se celebra y se vive la fe de Cristo y en Cristo; está convocada a realizar en su seno la comunión para ser y aparecer como sacramento que refleje y realice el misterio de salvación del Señor Jesús, estando en permanente actitud de misión. En definitiva, la Iglesia Diocesana misma es templo vivo de Dios edificado con las vidas de todos, cuerpo místico de Cristo único y operante.

Con palabras del papa Pablo VI podemos decir: “Cada uno debe sentirse feliz de pertenecer a la propia Diócesis. Cada uno puede decir de la propia Iglesia local: aquí Cristo me ha esperado y me ha amado; aquí lo he encontrado y aquí pertenezco a su Cuerpo Místico. Aquí me encuentro dentro de su unidad”. Estas palabras nos invitan a considerar como valor espiritual esencial del cristiano su pertenencia y su dedicación a la Iglesia particular. Pertenecer a la Iglesia particular no se debe solamente a razones organizativas y disciplinares; al contrario, la relación con el Obispo en el único presbiterio, la coparticipación en su preocupación eclesial, la dedicación al cuidado evangélico del Pueblo de Dios en las condiciones concretas históricas y ambientales de la Iglesia particular, son elementos de los que no se puede prescindir al dibujar la configuración propia de un verdadero discípulo del Señor. Hay otros motivos más hondos: la ‘incardinación’, de hecho, a una diócesis no se agota en un vínculo puramente jurídico, sino que comporta también una serie de actitudes y de opciones espirituales y pastorales, que contribuyen a dar una fiso­nomía específica a la vida espiritual y apostólica de todo presbítero e incluso de todo fiel cristiano. Vivir la diocesanidad, la Iglesia Diocesana, como ‘evento de salvación’ requiere una acertada y sana altura espiritual.

Por estar la sede del Obispo en ella, la Iglesia Catedral y la Concatedral en referencia a ella es centro de unidad y comunión para todo el pueblo de Dios. Son casa y hogar de la comunidad diocesana, dedicadas a acoger como centro de unidad a toda la comunidad diocesana. Debemos tenerla como morada de toda la familia diocesana. Son asimismo el centro de la vida litúrgica de la diócesis. En ella celebra el Obispo, el gran sacerdote de su grey, de quien deriva y depende, en cierto modo, la vida en Cristo de sus fieles.

La Catedral y la Concatedral adquieren su más alto significado en la celebra­ción de la Eucaristía celebrada por el Obispo, que en las fiestas más importantes se llama Misa estacional. Si toda Eucaristía pone de manifiesto el misterio de la Iglesia, la Eucaristía presidida por el Obispo, primer dispensador de los misterios de Dios, es la mani­festación más evidente del misterio de la Iglesia. Por esta razón, participar de la Misa que celebra el Obispo, concelebrar con él en su altar, es también la forma más expresiva de reafirmar y confirmar la comunión eclesial. La memoria del Obispo, presente en todas las celebraciones eucarísticas, es testimonio de esta comu­nión con él.

Para la edificación de la comunidad eclesial y para que la comunidad de discípulos de Jesús viva la comunión con la Trinidad, el mismo Señor ha esta­blecido al Obispo como principio visible y fundamento de la unidad de la Iglesia particular al Obispo (Juan Pablo II, Pastores gregis 34). Desde la Cátedra, el Obispo es foco de unidad, de orden, de potestad y de auténtico magisterio, ejercido en unión con el sucesor de Pedro. La Cátedra es el lugar donde el Obispo proclama la fe de la Iglesia, de la que es su garante como sucesor de los Apóstoles, en comunión con el Santo Padre y el Colegio de los Obispos. Todas las demás sedes que existen en cada comunidad cristiana adquieren valor simbólico a partir de la Cátedra episcopal: son el testimonio local de la comunión católica y apostólica, fundada en la comunión de la fe que el Obispo garantiza desde su Cátedra. Desde ella predica el Obispo la Palabra de Dios y preside las celebraciones principales del año litúrgico y de los sacramentos. En su Cátedra, el Pastor diocesano hace las veces del mismo Cristo, Maestro, Pastor y Pontífice, y actúa en nombre suyo. La Cátedra episcopal hace que la Iglesia Catedral y la Concatedral sean el centro de proclamación de la Palabra de Dios y de celebración de los sacramentos.

Demos gracias a Dios esta tarde por el don de nuestra Concatedral. Encomendémonos a la protección de Santa María Virgen y bajo su guía dejémonos regenerar por la Palabra y el Sacrament de la Eucaristía para que nos convirtamos en ‘piedras vivas’ del edificio espiritual, que es nuestra Iglesia diocesana. Pidamos que nuestra Iglesia diocesana sea cada día más una comunidad entroncada en Cristo; una comunidad que acoja y viva a Cristo y su Evangelio en la comunión con la tradición viva de la Iglesia, con el Santo Padre y el Colegio de los Obispo; una comunidad que viva cada día más unida en torno a su Obispo; una comunidad que proclame y celebre la alianza amorosa de Dios; una comunidad que viva y ayude a vivir la fraternidad cristiana conforme al espíritu de las bienaventuranzas; una comunidad que ore y ayude a la oración; una comunidad en la que todos sus miembros se sientan y sean corresponsables en su vida y su misión al servicio de la evangelización en una sociedad cada vez más alejada de Dios; una comunidad que sea fermento de nueva humanidad, de transformación del mundo, de una cultura de la vida y del amor, de la justicia y de la paz. Amén.

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

 

 

 

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Fiesta de San Pascual Baylón

17 de mayo de 2010/0 Comentarios/en Homilías 2010/por obsegorbecastellon
Patrono de la Diócesis y de la Ciudad de Villarreal
Iglesia Basílica de San Pascual, Villarreal – 17.05.2010

(Sof, 2,3; 3, 12-13; Sal 33: 1 Cor 1, 26-31; Mt 11, 25-30)

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Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

A los pies de los restos de San Pascual, el Señor Jesús nos convoca en este día de Fiesta para recordar y honrar a nuestro santo Patrono, al Patrono de Villarreal y Patrono de nuestra Diócesis de Segorbe-Castellón. Os saludo de corazón a todos cuantos os habéis unido a esta celebración de la Eucaristía, aquí en la Basílica o desde vuestros hogares a través de la radio o de la televisión.

Los Santos son siempre actualidad. Sus biografías reflejan modelos de vida, conformados según el Evangelio y a la medida del Corazón de Cristo y, a la vez, cercanos y concretos para el hombre de su tiempo y, en último término, para el hombre de todos los tiempos. Son modelos extraordinariamente humanos, precisamente porque surgen del seguimiento y de la imitación de Cristo. Es como si a través de ellos la presencia de Jesucristo Resucitado en el corazón de la Iglesia y en medio del mundo mostrase la extraordinaria fuerza y la insuperable virtualidad de la Vida Nueva, que viene del Señor Resucitado, una Vida Nueva que es capaz de renovar y transformar todo: la existencia de cada persona, la misma realidad de la sociedad, de los pueblos y naciones e, incluso, de toda la Creación.

Los santos son las grandes figuras de los períodos más renovadores de su época y de su entorno social y cultural. Su forma de estar y de actuar en el mundo no suele ser espectacular sino que, con frecuencia, pasa desapercibida. Rehuyen los halagos y aplausos. Son humildes y sencillos. Su alimento es la oración, la escucha de Dios, la unión y la amistad con Cristo. En la entrega sencilla de sus vidas a Dios y  a los hermanos cifran todos sus ideales personales.

San Pascual Bailón, nuestro Patrono, es uno de esos Santos cuya actualidad permanece sin marchitarse en nuestra historia, en la historia de Villarreal y de nuestra Iglesia diocesana. El estilo de vivir San Pascual el Evangelio de Jesucristo, el Salvador del hombre, ha iluminado nuestra historia siempre: fuesen cuales fuesen las encrucijadas históricas, sobre todo, las más dramáticas por las que han atravesado nuestra Iglesia y nuestro pueblo. Evocándole y siguiendo su ejemplo se despejaba la esperanza y el camino de la recuperación personal, familiar y social en cada momento. También hoy, Pascual nos muestra la vía inequívoca por donde ha de dirigirse la reflexión sobre la situación del actual momento de nuestra Iglesia y de nuestra España y, consiguientemente, cómo han de orientarse y conducirse los proyectos de renovación de la vida cristiana en la Iglesia y en la sociedad. Tarea para las personas responsables y para las instituciones, que no admite demora.

Al celebrar un año más la Fiesta de San Pascual Patrono, vienen a nuestra memoria su vida sencilla de pastor y hermano lego; vienen también a nuestro recuerdo sus virtudes de humildad y de confianza en Dios, de entrega y servicio a los hermanos, a los pobres y a los más necesitados, y, sobre todo, recordamos su gran amor a la Eucaristía y su profunda devoción a la Virgen.

En la biografía de San Pascual se ha destacado siempre un rasgo de extraordinario valor evangélico: su amor al prójimo y, en especial, a los pobres, que alimentaba en su gran amor a la Eucaristía, sacramento de la caridad. Servía a todos con alegría. Sus hermanos de comunidad no sabían qué admirar más, si su austeridad o su caridad. Toda su persona emanaba cordialidad. Pascual “tenía especial don de Dios para consolar a los afligidos y ablandar los ánimos más endurecidos”, dicen muchos testigos. Su deseo era ajustar su vida al Evangelio según la Regla de San Francisco, desgastándose por Dios y por sus hermanos. Sus oficios de portero y limosnero favorecieron el ejercicio de su caridad, impregnada siempre de humildad y sencillez. Su caridad era tanta que algunos hermanos de comunidad le reprochaban que los dejaba sin subsistencias; y los superiores tenían que ponerle límite, pero siempre terminaba venciendo la caridad. Para los pobres se privaba hasta de la propia comida. Decía que no podía despedir de vacío a ninguno, pues sería despe­dir a Jesucristo.

Servir al hombre hermano y sentarlo a la mesa diaria de la familia –de la nuestra, de la familia que es la Iglesia, y de la familia que debe ser la humanidad– se nos ha convertido en la actual coyuntura histórica en una urgencia moral y espiritual que compromete gravemente nuestra conciencia. No se trata de un imperativo ético cualquiera; se trata de una exigencia moral fundamental que nace del Evangelio y que brota de la Eucaristía: de su cumplimiento o no depende el bien integral de la persona humana y el futuro de la sociedad. Incluye, en primer lugar y como condición previa, el que se permita, facilite y favorezca el que haya “comensales”. Si se impide que nazcan los niños, la mesa común de la familia humana se irá quedando sin hijos, hasta terminar vacía. ¡Que no se le niegue a ningún concebido de mujer el derecho a nacer! Dejar nacer a los hijos es el primer y fundamental deber del amor al prójimo, del amor al más necesitado. Más aún, es grave obligación de conciencia de todos los implicados –familiares, amigos, instituciones privadas y públicas– que se ayude generosa y eficazmente a las madres que los conciben, no para que sean eliminados, sino para que puedan darles a luz.

Si no se respeta escrupulosamente el derecho de todo ser humano a la vida, desde su concepción hasta su muerte natural, nos quedaremos sin el fundamento ético imprescindible para poder edificar un orden social y jurídico, digno de ser llamado y considerado, humano, justo y solidario. El verdadero progreso humano no se puede construir sobre una cultura de la muerte.

La secuencia necesaria de ese gesto y actitud es la de sentar fraternalmente a la mesa común a todo hombre necesitado de sustento, de casa, de atención sanitaria, de educación, de cultura y de trabajo: en cada ciudad y en cualquier lugar del mundo. Sí: amar al prójimo exige hacerlos partícipes del bien común de la sociedad y de la comunidad política, dentro y fuera de la propia tierra.

La oración es un segundo rasgo que brilla en la personalidad de San Pascual; un rasgo también igualmente de extraordinaria actualidad para la Villarreal y para nuestra Iglesia diocesana del año 2010, al celebrar el 50º Aniversario de su configuración actual. Pascual era un hombre de oración: ¡un hombre de Dios! Sus versos manuscritos son pequeños destellos de su vida de intimidad con Dios. Pascual había recibido el don de la oración continua. Oraba en todo momento libre, sacrificando a veces el descanso nocturno; más aún, el trabajo y la relación con los demás no le impe­dían su contacto con Dios. Escribió que sin oración “no po­demos vivir para Dios”. Cuando se creía solo, desahogaba el fuego de su corazón con alabanzas, cantos y hasta con dan­zas. De la oración, dicen sus hermanos, sacaba fortaleza y ca­ridad. Hablaba de Dios, inflamado e inflamando a los demás. De la oración sacaba la caridad para con los hermanos. La verdad de la Eu­caristía, que le arrebataba, la vivió en la oración y atendiendo a todos los necesitados. El amor de Dios que le llenaba ma­naba como de sus manos sin poder ser contenido.

El cristiano, desde el principio de la historia cristiana y siempre, es paciente y constante en la prosecución del bien, en el cumplimiento de la ley de Dios y de las exigencias de la auténtica justicia. Su caridad va hasta el heroísmo. Cuida y practica la oración, pase lo que pase, cueste lo que cueste. Ese permanecer en la oración, y más en concreto, en la oración eucarística, es la clave certera para descubrir el secreto interior de la vida de San Pascual: vida entregada al amor incondicional de sus hermanos de orden, de los pobres… de cualquier hombre hermano. ¡Amor sin medida humana! Amor que viene de permanecer en el amor de Cristo, ofrecido en la Cruz por nosotros y por nuestra salvación. “Permaneced en mi amor”, dice el Señor, “el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante” (Jn 15,9b.5b). El permanecer en Él, con esa íntima dependencia vital como la que se da entre la vid y los sarmientos, explica lo más hermoso de la biografía de nuestro Santo: el fruto abundante de su vida para su tiempo y su fecundidad espiritual y humana para el nuestro (cf. Jn 15, 1-7).

Ante la imagen de este humilde pastor y lego, hombre de Dios y fiel seguidor de Cristo, se alza para nosotros, que hoy, en el día de su fiesta, le recordamos e invocamos con sincera devoción, una pregunta: ¿de dónde nos va a venir la luz interior para nuestra inteligencia y nuestro corazón, que nos permita descubrir el origen y la naturaleza de nuestras crisis actuales –ecónomicas, sociales, culturales, morales, espirituales? ¿Y de dónde vamos a extraer la fuerza humana y espiritual para un decidido impulso personal y colectivo para superarlas? ¿Creemos de verdad que se pueden resolver las situaciones críticas, que tanto nos angustian, al margen de Dios, de su ley y de su gracia, de espaldas al Evangelio de Jesucristo, en quien han creído firmemente San Pascual y nuestros padres, generación tras generación?

San Pascual, hombre sencillo y humilde, supo intuir que es bueno confiar en Dios (cf. Sal 92,6). El Evangelio de hoy nos ha recordado que las realidades profundas de Dios – y en consecuencia del hombre- sólo pueden ser entendidas no por los sabios y entendidos de este mundo sino “por la gente sencilla” (Mt 11,27). Las cosas de Dios y a Dios mismo y, en Él, al hombre y a la mujer, sólo se les puede amar y comprender desde la humildad confiada. Cuando el ser humano da rienda al orgullo, a la soberbia, a la auto-suficiencia, se cierra a Dios y aparecen sus dioses, a los que dedica su atención, tiempo y energías; esos dioses ante los cuales sacrifica su vida y la de los demás; son los ídolos del dinero, del negocio, del poder y del placer.

Al mirar a Pascual se aviva en nosotros la historia de nuestro pueblo y de nuestra Iglesia diocesana; es una historia entretejida por tantas personas sencillas, que, como Pascual, supieron acoger a Dios en su vida y confiar en él, que se dejaron transformar por el amor Dios y lo hicieron vida en el amor y el servicio a los hermanos; personas que, unidas a Cristo, fueron en su vida ordinaria testigos elocuentes del Evangelio de Jesucristo. No nos limitemos a mirar con nostalgia el pasado, ni a quedarnos en el recuerdo de la tradición, que sea mero pretexto para unas fiestas de San Pascual sin San Pascual y sin Dios. Celebremos con verdadera fe y devoción a San Pascual. Hacerlo así implica mirar el presente y dejarnos interpelar por nuestro Patrono en nuestra condición de cristianos hoy; significa preguntarnos por el grado de nuestra fe y de nuestro seguimiento de Jesucristo, de nuestra fe y vida cristiana, por la transmisión de la fe a nuestros niños y jóvenes, por la vida cristiana de de nuestras familias y por la fuerza evangelizadora de nuestras comunidades eclesiales y de nuestras cofradías.

San Pascual Bailón, por ser nuestro patrono, es guía en nuestra caminar cristiano. Que de sus manos y por su intercesión se avive en nosotros la fe y la confianza en Dios, que se avive en nosotros el espíritu de oración y la participación en la Eucaristía, que haga de nosotros testigos del amor de Dios en el amor a los hermanos. Y como él, pedimos la protección de la Virgen María. ¡Que la Mare de Déu de Gracia, bendiga a todos los ciudadanos y la Ciudad de Villarreal, a nuestra Iglesia diocesana, en el 50º Aniversario de su configuración actual, y, de modo especial, a los que más necesitan de su protección de Madre!. Amén.

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Fiesta de San Juan de Ávila

10 de mayo de 2010/0 Comentarios/en Homilías 2010/por obsegorbecastellon
Castellón, Seminario ‘Mater dei’, 10 de Mayo de 2010

 (1 Cor 4,1-5; Sal 88; Jn 21,15-17)

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¡Amados hermanos en el Señor!

Con gozo celebramos un año más la Fiesta de San Juan Ávila, el Patrono del clero secular español. En torno a la mesa de la Eucaristía damos gracias a Dios por el don a la Iglesia en España de este “maestro ejemplar por la santidad de su vida y por su celo apostólico”; damos gracias a Dios también por el don de nuestro ministerio presbiteral, por la entrega y la fidelidad de estos hermanos nuestros, que hoy celebran su jubileo sacerdotal de oro, y por los neopresbíteros. Unidos en la oración suplicamos a Dios que nos conceda a todos la gracia de la santidad y de la fidelidad al don y ministerio que hemos recibido a todos los sacerdotes, viviendo tras las huellas del Buen Pastor y siguiendo el ejemplo de nuestro Patrono, San Juan de Avila, y, en este Año sacerdotal, también el del Santo Cura Ars, Juan Mª Vianney, “verdadero ejemplo de pastor al servicio del rebaño de Cristo”.

El recuerdo de ambos santos ha de suscitar en nosotros el deseo de imitarles. Su recia personalidad, su amor entrañable a Jesucristo, su pasión por la Iglesia, su ardor y entrega apostólica son estímulos permanentes para que todos nosotros vivamos fieles a la vocación, al don y ministerio recibidos de Dios.

Nuestro ministerio sacerdotal tiene su fuente permanente en el amor de Cristo, que espera un amor de entrega total a Cristo y, en El, a quienes nos han sido confiados. En el evangelio hemos recordado el diálogo de Jesús resucitado con Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?… Apacienta mis ovejas” (Jn 21,15-17). Este es el núcleo y la fuente de nuestra espiritualidad sacerdotal: un amor sin fisuras al Buen Pastor.

“¿Me amas?”, pregunta Jesús; y Pedro responde: “Señor, tu sabes que te quiero”. Es el Señor quien toma la iniciativa y llama a sus discípulos “para que estén con él” (Mc 3,14); el Señor les hace sus amigos amándolos con el amor que recibe del Padre (cf. Jn 15,9-15). Amar a Jesucristo es una correspondencia a su amor. Mal puede amar quien no conoce al Amado, quien no intima con él, quien no se deja conformar su mente y su corazón por él. Es en la intimidad con Jesucristo en la oración y en la Eucaristía donde se aviva en nosotros la necesidad interior de predicar a Jesucristo, hasta poder decir con San Pablo: “No tengo más remedio y ¡ay de mi si no anuncio el Evangelio” (1 Cor 9, 16). Instados por tantas demandas y preocupados por tantas cosas, queridos sacerdotes, necesitamos fortalecer y mejorar nuestra vida de oración y la celebración de la Eucaristía, para adquirir los mismos sentimientos de Cristo. Ahí encontraremos el secreto para vencer la soledad, el apoyo contra el desaliento, la energía interior que reafirme nuestra fidelidad y nuestro celo pastoral.

Hoy resuena en todos nosotros la llamada del Señor a seguirle en todo momento con una fidelidad creciente. Para afrontar los momentos recios, que nos ha tocado vivir, necesitamos reavivar el don, que hemos recibido por la imposición de las manos, es necesario que nos dejemos configurar existencialmente con Jesucristo, el Buen Pastor, para vivir nuestro ser y nuestro obrar con verdadera y apasionada caridad pastoral. Nuestra Iglesia y nuestro mundo necesitan maestros del espíritu y testigos creyentes, verdaderos místicos y mistagogos que les hablen de Dios, les lleven al encuentro con Jesucristo y que les anuncien su Evangelio. Nuestras comunidades, nuestros niños, adolescentes y jóvenes, nuestras familias, nuestros sacerdotes jóvenes y seminaristas necesitan que nosotros los sacerdotes seamos referentes claros de Jesucristo y de su Evangelio; en una palabra necesitan pastores santos. La urgente renovación interna de la Iglesia, la difusión del evangelio en todo el mundo y diálogo con el mundo moderno, piden de todos los sacerdotes que, empleando los medios recomendados por la Iglesia, nos esforcemos por alcanzar una santidad cada día mayor, que nos haga instrumentos cada vez más aptos al servicio de todo el Pueblo de Dios (cf. PO 12)

Durante este Año sacerdotal estamos viviendo un verdadero tiempo de gracia de Dios para valorar la belleza del don que hemos recibido; está siendo una inigualable oportunidad para la renovación interior y para vivir con gozo, esperanza y fidelidad creciente la propia identidad y ministerio. Dios mismo, a través de la Iglesia, nos está ofreciendo con más abundancia su Palabra, la gracia del Sacramento de la Reconciliación y de la Eucaristía.

El Señor nos llama a entrar en un proceso de constante conversión al don que hemos recibido. No sólo hemos recibido una vocación ‘al’ sacerdocio, sino ‘en’ el sacerdocio”. “Como en el caso del apóstol Pedro, llamado a seguir a Jesús incluso después de que el Resucitado le ha confiado su grey, -“Dicho esto, añadió: ‘Sígueme’ (Jn 21, 17-19), continua el evangelio que hemos proclamado- hay un ‘sígueme’ que acompaña toda la vida y misión del apóstol. Hay un “sígueme” que atestigua la llamada y la exigencia de fidelidad hasta la muerte (cf. Jn 21,22), un ‘sígueme’ que puede significar ‘sequela Christi’ con el don total de sí en el martirio” (PDV 70)

La inclinación a la autosuficiencia nos llevan con frecuencia a construirnos nuestro propio reino de espaldas a Dios, a Cristo y a lo que somos: prolongación visible y signo sacramental de Cristo, Cabeza, Pastor y Esposo. Hemos de dejarnos encontrar por el amor de Dios en Cristo, abrazar por El, cambiar hasta la identificación de nuestra persona con el don que hemos recibido, con el apoyo de la gracia de Dios.

En este camino de conversión se nos pide vivir la fidelidad evangélica a Jesucristo. La actitud básica a recuperar, purificar o acrecentar para que se avive en nosotros el don de nuestra configuración y vinculación con Cristo, Cabeza, Pastor y Esposo, es la fidelidad. “Que se nos considere, por tanto, como ministros de Cristo y administradores de los misterios de Dios. Ahora bien: lo que se exige a los administradores es que sean fieles” (1 Co 4, 1-2). La fidelidad reclama no sólo perdurar, sino mantener el espíritu fino y atento para crecer en fidelidad. La fidelidad al ministerio, siempre delicada, se ha tornado más delicada y problemática en nuestros días; y, sobre todo, hacerlo con frescura y finura.

Nuestra fidelidad al ministerio recibido pide desechar todo tipo de “doble vida” en la que, bajo una apariencia de fidelidad, se vive en realidad y a escondidas gravemente infiel en aspectos morales importantes. Pero también pide que desalojemos la rutina, que mata toda clase de amor, o la mediocridad y la tibieza de la oración escasa y desalentada, del trabajo pastoral realizado sin ardor, de las concesiones en materia de celibato, de la falta de alegría interior, del aislamiento; pide superar la fidelidad intermitente

El Señor espera de nosotros la fidelidad evangélica. Son numerosos los presbíteros que la viven. El Espíritu Santo extrae del fondo evangélico de estas personas, nuevas y crecientes respuestas de fidelidad. No son impecables, tienen sus defectos y debilidades, pero quieren empezar cada día. Están totalmente identificados con el don recibido, y con su ministerio. En pastoral, quieren aprender y actualizarse. En teología, quieren renovarse. Oran intensa y largamente. Buscan días de retiro. Tratan a los feligreses con respeto, con cariño, conscientes de que es el Señor quien, a través de ellos, se encuentra con la gente. Viven en total entrega a su ministerio. No han perdido su ‘juventud apostólica’. Su fidelidad es modesta, progresiva, concreta, realista y agradecida.

No olvidemos que Dios es siempre fiel con aquellos a quienes ha llamado. Hemos sido llamados, consagrados y enviados en la Ordenación por una Palabra que no se arrepiente. La fidelidad que debemos a Jesucristo tiene su modelo máximo en la fidelidad de Jesús al Padre. Identificarnos con el Señor equivale a impregnarnos, por la acción del Espíritu, de sus actitudes básicas, entre las cuales ocupa lugar relevante y único la fidelidad a Dios. La fidelidad que le ofrecemos al Señor, antes y mas íntimamente que respuesta nuestra a Dios, es fruto de la fidelidad de Dios a nosotros. No es tanto fruto de nuestra perseverancia como regalo de la gracia (S. Agustín). Cuando hablamos de fidelidad hablamos, ante todo, de amor. Nuestra fidelidad no es fruto de nuestra obstinación, ni siquiera de nuestra coherencia o de nuestra lealtad. Tenemos que implorar la fidelidad.

La situación de nuestra Iglesia en el presente puede llevarnos al abatimiento. Pero la podemos vivir como ocasión y punto de partida de una renovación de nuestro ministerio. Nada justifica nuestra desesperanza. Los tiempos actuales no son menos favorables para el anuncio del Evangelio que los tiempos de nuestra historia pasada. Esta fase de nuestra historia es para nosotros, pese a todo, un tiempo de gracia y de conversión.

Los ataques a la Iglesia, los pecados de algunos de sus miembros cualificados y el descrédito nos han de preocupar, pero pueden conducirnos a un amor a la Iglesia mayor y más purificado, y a una vivencia mayor de la fidelidad evangélica nuestro don y ministerio. La fuerte disminución de los sacerdotes es un gran mal, pero puede acrecentar nuestra necesaria implicación en la pastoral vocacional, la formación y promoción del laicado y ‘curar’ a nuestra Iglesia del clericalismo. La apatía religiosa de los creyentes puede desanimar a muchos, pero puede motivar en otros creyentes una entrega más auténtica al Evangelio. La extensión de la increencia nos aflige, pero puede conducirnos a purificar la imagen que tenemos de Dios. La misma experiencia de despojo y de impotencia que sentimos en la Iglesia puede abatirnos, pero puede también llevarnos a poner nuestro apoyo existencial básico sólo en Él, a mirar la Cruz, a comprender mejor que sólo Dios salva y a respetar sus caminos misteriosos para acercarse a los humanos. En suma, nuestra experiencia humana de desvalimiento puede y debe ser el espacio en el que, por el Espíritu, acontezca una experiencia de Dios.

En tiempos como los nuestros resuenan y confortan especialmente palabras como éstas del Apóstol: “Nos acosan por todas partes, pero no estamos abatidos; nos encontramos en apuros, pero no desesperados; somos perseguidos, pero no quedamos a merced del peligro; nos derriban, pero no llegan a rematarnos. Por todas partes vamos llevando en el cuerpo la muerte de Jesús… para que en vosotros en cambio, actúe la vida”. (2 Co 4,8-12).).

Confiemos en la presencia del Espíritu en el mundo y en la Iglesia. La desafección religiosa y la debilidad de nuestra fe y de nuestras comunidades pueden y suelen despertar en nosotros un movimiento espontáneo de responsabilidad desmedida e impaciente. Debajo de esta reacción subyace un déficit de nuestra fe. Parecemos olvidar que el Protagonista de la salvación y el Guía de la Iglesia es el Espíritu Santo que está activamente presente entre los hilos de la historia y los entresijos de la Iglesia.

La historia humana está escrita por dos libertades: la de Dios y la de los hombres. Pero, por la Muerte y Resurrección del Señor, la suerte de la historia está echada. Dios Padre no ha desistido de su voluntad salvadora universal y eficaz. Por caminos que no conocemos, Él continúa actualizando su salvación. Es necesario que esta convicción de nuestra fe se convierta en persuasión profunda, sentida, capaz de pacificar nuestras alarmas excesivas y de devolvernos la alegría de ser lo que somos. El Espíritu Santo conduce a su Iglesia, espacio y camino para la salvación. Él nos precede. No somos conquistadores ni salvadores, sino sus colaboradores”. Reconocer al Espíritu, descubrir los signos de su presencia y colaborar con Él con docilidad, fidelidad y humildad es mucho más saludable que agobiarnos y responsabilizarnos en exceso.

Queridos hermanos: En este día de fiesta pido a Dios que vivamos y crezcamos en el amor y celo apostólico, en la fidelidad a Cristo de San Juan Avila y del santo Cura de Ars. Que esta Eucaristía sea semilla fecunda de unas vidas sacerdotales cada vez más entregadas y de nuevas vocaciones para nuestros presbiterios. Amén.

Felicito de todo corazón a D. Ángel Cervera Cervera, D. Salvador Martínez Soriano, D. Francisco Tormo Llopis y D. Roque Herrero Marzo en sus bodas de oro sacerdotales. Que sigáis manifestando al mundo la alegría de vuestra entrega y fidelidad al Señor y al ministerio recibido. Que la seducción del amor de Cristo siga tan viva como el primer día. Felicito también a los neopresbíteros: D. Enrique Martínez Fernández, D. Lucio Rodrigues Martins-Reis, D. Alejandro (Alex) Díaz Ventura, D. Oriol Genius Pascual y D. Raúl López Ramos.

Encomendemos en nuestra oración a D. Salvador Pastor Pastor, D. Jesús Miralles Porcar, D. Rafael Vaquer Miravet, así como a D. Narciso Jordán, fallecido a principios de este año.

A la alegría por vuestro jubileo sacerdotal, se une hoy nuestro gozo porque en esta celebración van a recibir el ministerio del acolitado dos de nuestros seminaristas: Manolo y Pablo. Por el ministerio de acólito se os confía la misión de ayudar a los presbíteros y diáconos en su ministerio y de distribuir como ministros extraordinarios la Sagrada Comunión a los fieles y llevarla a los enfermos. Creced en amor a la Eucaristía y en el amor a los hermanos, para que un día no lejano podáis recibir el orden del diaconado.

Que María nos acompañe a todos y cuide de nosotros para que sigamos siendo fieles a su Hijo Jesucristo, según la vocación y el ministerio que cada uno hemos recibido del Señor. A Ella os encomiendo especialmente a vosotros los que celebráis vuestro jubileo. Ella sabrá guiaros, día a día, para que seáis uno con el buen Pastor. Amén

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Fiesta de María, la Mare de Déu del Lledó

2 de mayo de 2010/0 Comentarios/en Homilías 2010/por obsegorbecastellon
Basílica de Lledó, 2 de mayo de 2010
V Domingo de Pascua

 (Hech 14, 21b-27; Sal 144; Ap 21, 1-5ª; Jn 13, 31-33.a.34-35)

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Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

Os saludo de corazón a cuantos habéis secundado la llamada del Señor para honrar y venerar a su madre y madre nuestra, la Mare de Déu del Lledó. Saludo al Sr. Prior de esta singular Basílica, que nos acoge esta mañana; al Sr. Prior, al Presidente, Directiva y Hermanos de la Real Cofradía de la Mare de Dèu del Lledó, a la Sra. Presidenta y Camareras de la Virgen, a los Sres. Regidor y a los Clavario y Perot de este año. Expreso mi saludo y respeto a las autoridades, en especial, al Ilmo. Sr. Alcalde y Miembros de la Corporación Municipal de Castellón, en este día en que celebramos a la patrona de la Ciudad. Mi saludo cordial también a mis Vicarios General y Episcopal de Pastoral y a todos mis hermanos sacerdotes concelebrantes; así como a cuantos, recordando nuestra condición de peregrinos en la vida, habéis venido hasta Lidón, para participar en esta solemne celebración eucarística y a cuantos desde sus casas están unidos a nosotros por la tv.

Un año más, en el primer Domingo de Mayo, el Señor nos reúne en este Santuario para honrar a nuestra Madre y Señora, la Patrona de Castellón. Y antes de nada, con las palabras del salmista alabamos a Dios diciendo: “Bendeciré tu nombre por siempre jamás, Dios mío, mi rey” (Sal 144), porque nos has dado a la Mare de Déu del Lledó, por Madre y Señora, por Patrona y Reina de Castellón. Como hemos proclamado en la segunda lectura, la Mare de Déu es ante todo “morada de Dios para los hombres”: a través de ella y en ella, Dios ha acampado entre nosotros; gracias a ella quienes formamos esta Iglesia diocesana de Segorbe-Castellón somos pueblo de Dios: Dios está con nosotros y entre nosotros; y gracias a nuestra profunda devoción a la Mare de Deu, Dios es y seguirá siendo nuestro Dios (cf. Ap 21,4).

María es presencia de Dios y de su amor en nuestras vidas, en nuestra Ciudad y en nuestros hogares: porque ella nos ha dado al Hijo de Dios, al Mesías y Salvador. Hoy nos acogemos de nuevo a su especial protección de Madre: a sus pies podemos acallar nuestras penas, en su regazo encontramos consuelo maternal, y bajo su protección y tras sus huellas encontramos el aliento necesario para caminar fieles en la fe, firmes en la esperanza y activos en la caridad.

María nos lleva siempre al encuentro con su Hijo y su Palabra para que se afiance nuestra fe y se renueve nuestra vida cristiana. Si honramos a María con amor sincero acogeremos de sus manos al Hijo de Dios para encontrarnos con El, conocerle, amarle, imitarle y seguirle con una adhesión personal en estrecha unión con nuestros Pastores. Como Pablo y Bernabé lo hicieron con aquellos primeros cristianos, también María nos anima y exhorta a la perseverancia en la fe en su Hijo (cf. Hech 14, 22).

 De manos de María, acogemos el evangelio, que hoy nos recuerda el mandamiento nuevo de Jesús. En el umbral de su pasión, Jesús dice a a sus discípulos: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn 33, 34). Hoy hablamos mucho de amor, pero la mayoría de las veces su significado está muy lejos de lo que Jesús enseña sobre el amor y nos muestra entregando su vida; muy lejos también del amor que nos pide a sus discípulos. Con sus palabras y con su vida, y, más concretamente con su pasión y muerte, Jesús nos muestra la verdadera naturaleza del amor cristiano. El Papa Benedicto XVI ha escrito: “Es (allí,) en la cruz, donde puede con­templarse esta verdad. Y a partir de allí se debe definir ahora qué es el amor. Y, desde esa mirada, el cristiano encuentra la orientación de su vivir y de su amar”.

Jesús ama entregando su vida: amor a Dios y amor a los hombres hasta el final, hasta el extremo. En un amor obediente y generoso, un amor bienhechor y desprendido, un amor universal, sacrificado y misericordioso. Incluso a los enemigos. Y, sobre todo, a los más pobres. Por ello, el amor cristiano será amar hasta entregar la vida, enterrarla generosa y anónimamente entre las piedras que construyen los cimientos de la Jerusalén nueva, la nueva sociedad, el mundo nuevo, el Reino de Dios. Y se trata de dar la vida radicalmente, con el mismo estilo con que Jesús lo hizo, incluso a los enemigos. Porque si amamos sólo a los que nos aman, si saludamos sólo a los que nos saludan, si damos sólo a los que nos devuelven.., ¿qué haríamos de más, qué novedad y qué señal aportaríamos los cristianos?

Juan resume el evangelio en el amor. El amor es el mandato nuevo. Es nuevo porque introduce una gran novedad, que será la señal de los cristianos. La “identidad cristiana” está en el amor, un amor nuevo que hace nuevas todas las cosas. El amor es la nueva ley del Reino de Dios, del nuevo mundo que Jesús inicia y quiere lograr. No se trata de escaparse a un mundo de sentimientos intimistas. Se trata de transformar radicalmente nuestro mundo. Dios es amor, que nos ama y nos llama al amor. Tenemos un Padre, nosotros somos sus hijos y, por tanto, hemos de vivir como hermanos. Jesús pide de sus discípulos un nuevo tipo de relación humana, basada en la justicia, en el amor y en la verdad, y no en el odio y la venganza, en la explotación y en la insolidaridad, en la mentira y en la falsa apariencia.

La tarea de transformar el mundo por el amor es lo central de nuestra misión cristiana. Ser cristiano es transformar el mundo por el amor, hacer un mundo nuevo. A través de nuestra vida comprometida es como Dios sigue diciendo hoy: “Yo hago nuevas todas las cosas”, en todas las esferas de la vida: personal, social, económica, laboral, política, familiar, nacional o internacional. A nosotros nos está encomendado hacer creíble a Dios en nuestro mundo, manifestar su gloria.

Amar no es una tarea fácil. Es preciso hacerse violencia, dominar los poderes del pecado en nosotros, el ansia de poder, de dominio y de egoísmo. El Reino de Dios sufre violencia, y sólo los que se hacen violencia entrarán en él. Muchas tribulaciones hay que pasar también para conseguir el Reino de Dios. Anunciar y construir el mundo nuevo del Reino de Dios no puede hacerse sin denunciar el mundo viejo, el reino de un mundo sin Dios, el reino del pecado, el reino del egoísmo, el reino del odio, el reino de la cultura de la muerte. Y los poderes del pecado se defienden, se revuelven contra Dios y su Reino. Y surge la persecución, la calumnia, las campañas de desprestigio cuando se intenta construir y extender el Reino de Dios. Hoy también, como Pablo y Bernabé entonces, tantos y tantos misioneros y cristianos en los países más dispares del ancho mundo sufren tribulación, persecución y muerte por el Reino de Dios. Las noticias sobre la Iglesia, las noticias sobre el santo Padre nos dan últimamente también noticias semejantes. A esto podríamos añadir nuestro capítulo personal cuando hacemos en privado o en público profesión de nuestra fe cristiana, cuando de palabra o por obra manifestamos que somos cristianos.

Ante ello, Juan ve proféticamente en su Apocalipsis ya hecho realidad el futuro prometido, el Reino de Dios ya consumado: la morada de Dios con los hombres donde ya no habrá dolor, ni lágrimas, ni injusticia, ni insolidaridad, ni explotación, ni muerte… El viejo mundo pasará y el Reino de Dios triunfará. Es la profesión de esperanza, que traspasa la dificultad, las tribulaciones, la cruz. Creemos en el triunfo de Dios y, con él, en el triunfo de la humanidad según Dios.

Pero la nueva Jerusalén viene de lo alto. No viene sólo por nuestros esfuerzos. No la lograríamos si no nos fuese dada. Es don gratuito y generoso por parte de Dios. Hemos de facilitar a Dios el hacer nuevas todas las cosas, comprometiéndonos nosotros en renovar cada uno la pequeña parcela del mismo que nos ha sido encomendada, haciéndola nueva por el amor.

Ese amor es y ha de ser también la medida de la vida de nuestra Iglesia en este mundo. La primera lectura nos habla de la fuerza misionera de los primeros cristianos. Hay que anunciar a Jesucristo a todos los hombres. Ése es el deseo de Dios que, con su gracia, abre a los gentiles la puerta de la fe. Sólo el amor a Dios y a los hombres justifica el afán de aquellos primeros cristianos y de los misioneros de todos los tiempos. Con el anuncio de la fe y la con­versión de los pueblos crece la Iglesia, que es y debe ser el lugar donde vivimos el amor de Dios y a los hermanos. En ella se derrama la gracia de Dios hacia su amada, que nos salva de nuestros peca­dos. En ella, también nos hacemos capaces de amar a Dios y aprendemos a amar a los demás.

El amor, que se nos da como gracia y como mandamiento, es el que permite perseverar en la fe. La glorificación de la que habla Jesús refiriéndose a su pasión se revive tam­bién, de alguna manera, en la Iglesia. Buscar la gloria de Dios es amarle por encima de todo: La gloria que Dios nos dará es estar junto a él para siempre.

María es la predilecta del amor de Dios, elegida por puro amor divino para ser la Madre del Salvador, supo responder a este amor de Dios con su amor entregado, con un ejercicio activo y constante de caridad. Ella entrega su persona totalmente a Dios. El mérito de María es saber responder con amor entregado y fiel a los dones recibidos de Dios. “He aquí la Esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra”. La voluntad divina, a veces oscura y misteriosa, la encuentra siempre pronta para una perfecta adhesión. El fiat pronunciado en la Anunciación es la actitud constante de su corazón consagrado del todo al Amor.

La caridad a Dios, de que María estaba llena, la llevaba a darse a Cristo y a los hombres. El mismo amor que la une al Hijo le impulsa a amar a los hermanos. Esta es la característica del verdadero amor de Dios: quien lo posee, se abre para que el amor de Dios pueda llegar a los otros. Por amor se pone María de camino para visitar a su prima Isabel; el amor le lleva a percibir y atender con prontitud la necesidad de los novios de Caná. Por amor se entrega como madre de los discípulos y de la Iglesia al pie de la cruz.

Maria, hermanos, nos enseña a creer en nuestra vocación cristiana, en nuestra llamada a participar de la vida más plena: la vida misma de Dios en el amor. María nos enseña a acoger con fe el don de Dios y a seguir creyendo, incluso en los momentos de oscuridad, en la dificultad, en nuestros miedos. Dios es fiel a su palabra: nos podemos fiar de él. La Santísima Virgen María fue dichosa por haber creído.

Con Ella nos hemos de sentir dichosos por nuestra fe cristiana. ¡Qué dicha tan grande la de la fe cristiana! ¡Qué don tan grande formar parte de la Iglesia! ¿Qué sería de nosotros, qué sería de nuestro pueblo sin la fe cristiana? ¿Qué sería de nosotros sin la Mare de Déu? No sabemos bien lo que tenemos con la fe cristiana: fuente de civilización y cultura, fuente de vida y de progreso. Seríamos, con toda certeza, otra cosa sin la fe cristiana; seríamos otra cosa sin la Mare de Déu. ¡Cómo lleva Castellón en su corazón el amor a María, la Mare de Déu del Lledó!. A pesar de la secularización reinante y del laicismo anticristiano, la fe cristiana sigue viva en la mayoría del noble pueblo de Castellón. Gracias a la Mare de Déu existe vivo un profundo sentido religioso en nuestro pueblo: alimentemos y trasmitamos la devoción a la Virgen. Acudamos a Ella porque la Mare de Déu brilla en nuestro camino, como signo de consuelo, como modelo de nuestra fe, como aliento de esperanza y como motor de nuestro amor. Ella es la Madre de Jesús, y todo su gozo, gozo de madre, está en que perseveremos en la fe en su Hijo. Cuando le cantamos o le rezamos la popular Salve le pedimos que nos muestre a Jesús, el fruto de su vientre: porque sólo en Él esta nuestra dicha, está la salvación.

Al celebrar el 50º Aniversario de su configuración actual, nuestra Iglesia diocesana de Segorbe-Castellón y cuantos la formamos estamos llamados a anunciar con renovado ardor a Jesucristo: para que su mensaje de salvación penetre en las conciencias y en la vida de todos, para convierta los corazones y para renueve las estructuras de nuestra sociedad. Estamos llamados a anunciar y trabajar por el Reino de Cristo, “Reino de la verdad y de la vida, de la santidad y la gracia, de la justicia, del amor y de la paz”.

¡Que la participación en esta Eucaristía sirva, hermanos, a nuestra renovación personal y comunitaria en la fe, en la esperanza y en la caridad!. Pido a la Mare de Déu que nos enseñe y ayude a acoger a Dios y a Cristo Jesús. Acudamos, pues, a la Virgen para que abra nuestros corazones a Dios, a Cristo y al Evangelio. A Ella nos encomendamos y le rezamos: Ayúdanos a mantenernos perseverantes en la fe, firmes en la esperanza y fuertes en el amor. Ayúdanos a ser pacientes y humildes, pero también libres y valientes, como lo fuiste tú. ¡Protégenos y protege nuestra Ciudad! ¡Muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre! Amén.

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Pascua de Resurrección

4 de abril de 2010/0 Comentarios/en Homilías 2010/por obsegorbecastellon
S.I. Catedral-Basílica de Segorbe, 4 de abril de 2010

(Hch 10, 34a.37-43; Sal 117; Col 3,1-4; Jn 20,1-9)

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Hermanas y hermanos amados en el Señor:

¡Verdaderamente ha resucitado el Señor, Aleluya! Después de escuchar la pasada noche el anuncio pascual, hoy celebramos con toda solemnidad el hecho central de nuestra fe: Cristo Jesús ha resucitado. Tal como proclamamos en el Símbolo de la fe, Jesús, después de su crucifixión, muerte y sepultura, “resucitó al tercer día”. “¿Por qué buscáis entre los muertos, al que está vivo?” (Lc 24, 5), dirá el ángel a las mujeres: una premonición a los escépticos e incrédulos que se afanan en buscar todavía hoy los restos de Jesús.

El evangelio de hoy nos invita a dejarnos penetrar por la luz de la fe ante el hecho del sepulcro vacío de Jesús. Este hecho desconcertó en un primer momento a las mujeres y a los mismos Apóstoles; pero más tarde entendieron su sentido: y aceptaron que la resurrección del Señor es un hecho real; es más: comprendieron su sentido de salvación a la luz de las Escrituras. El cuerpo de Jesús, muerto en la cruz, ya no estaba allí; no porque hubiera sido robado, sino porque había resucitado. Aquel Cristo a quien habían seguido, vive, porque ha resucitado; en Él ha triunfado la vida sobre la muerte, el bien sobre el mal, el amor de Dios sobre el odio del mundo. En Cristo Resucitado se anticipa el “Día del Señor”, en el que los mejores israelitas esperaban la resurrección de los muertos. Cristo es el vencedor del pecado y de la muerte.

No nos encontramos ante una reacción psicológica de María Magdalena y de los Apóstoles, que, por su inten­sidad, aún perdurara en la Iglesia. Verdaderamente Jesús, que había muerto y fue enterrado, vive. No se trata de que su memoria o su espíritu permanezcan entre nosotros, sino de que la tumba está vacía, porque ha resucitado y su carne ha sido glorificada. El que murió bajo Poncio Pilato, éste y no otro, es el Señor resucitado de entre los muertos, Jesús vive ya glorioso y para siempre. Por eso Jesús se aparece a sus discípulos.

¡Cristo ha resucitado! Para aceptarlo es necesaria le fe, es necesario el encuentro personal con el Resucitado, y hay que admitir la posibilidad de la acción omnipotente de Dios y dejarse sorprender por ella. Como en el caso de los discípulos, la Pascua pide de nosotros un acto de fe, basado en el sepulcro vacío y en el testimonio de los Apóstoles. También nosotros podemos encontramos con él, por­que está vivo y sale nuestro encuentro.

La resurrección de Jesús, no tuvo otro testigo que el silencio de la noche pascual. Ninguno de los evangelistas describe el paso de la muerte a la vida de Jesús, sino solamente lo que pasó después. El hecho mismo de la resurrección no fue visto por nadie, ni pudo serlo. La resurrección fue un acontecimiento que sobrepasa las nuestras categorías y las dimensiones del tiempo y del espacio. No se puede constatar por los sentidos de nuestro cuerpo mortal, ya que no fue un simple levantarse de la tumba para seguir viviendo como antes. No. La resurrección es el paso a otra forma de vida, a la Vida gloriosa.

Nuestra fe se basa en el testimonio unánime y veraz de aquellos que lo pudieron ver, que trataron con él, que comieron y bebieron con él en los cuarenta días que permaneció resucitado en la tierra, y que, como Tomás, incluso lo pudieron palpar con su manos. Entre otros tenemos el testimonio de Pedro, que hemos proclamado en la primera lectura: “Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en Judea y en Jerusalén. Lo mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos que Él había designado: a nosotros, que hemos comido y bebido con Él después de su resurrección” (Hech 10,39-41).

La resurrección de Jesús es tan importante que los Apóstoles son, ante todo, testigos de la resurrección. Anuncian que Cristo vive, y este es el núcleo de toda su predicación. A los testigos se les cree, según la confianza que merecen, según el índice de credibilidad que se les reconoce. Los Apóstoles confiesan y proclaman que el Señor ha resucitado y se les manifestado con numerosas pruebas; y no sólo esto: muchos de ellos hombres padecieron persecución y murieron testificando esta verdad. ¿Hay mayor credibilidad para un testigo que está dispuesto a entregar su vida para mantener su testimonio?

¡Cristo ha resucitado! Y lo ha hecho por todos nosotros. El es la primicia y la plenitud de una humanidad renovada. En Cristo todo adquiere un sentido nuevo. En palabras de Benedicto XVI, la creación entera se ha visto sometida a una ‘mutación’ insospechada. Por esto en la Pascua, como nos recuerdan los Padres de la Iglesia, se alegran a la vez el cielo y la tierra; los ángeles, los hombres y la creación entera: porque todo está llamado a ser transfigurado, a ser liberado de la esclavitud del pecado y de la muerte, y a compartir la gloria del Señor Resucitado. Si nuestra fe es sincera, nuestra alegría pascual tiene que ser profunda y contagiosa. Pascua nos pide amar la vida más que a nadie.

La vida gloriosa del Señor Resucitado es como un inagotable tesoro, del que ya participamos por nuestro bautismo, que nos ha insertado en el misterio pascual del Señor; un don que debe ser acogido y vivido personalmente ya desde ahora. Mediante el bautismo, su presencia se ha compenetrado con nuestro ser y nos da la gracia de nuestra futura resurrección. El pasaje de la Carta a los Colosenses nos lo recuerda: “Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios…” (Col 3,1).

Al confesar la resurrección del Señor, nuestro corazón se ensan­cha y comprende mejor todo lo que puede esperar. Buscando los bienes de allá arriba, aprendemos a tratar mejor la creación y a poner amor y vida en nuestra relación con los demás. La resurrección del Señor nos coloca ante lo más grande y por eso toda nuestra existencia cobra una nueva densidad. La resurrección del Señor explica toda la transformación personal, social y cultural que sucedió a la predicación del Evangelio.

Jesús está vivo y actúa; pero, además, como dice el Apóstol, nuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Ya no nos amenaza la muerte ni necesitamos buscar falsas seguridades por el temor a morir, porque sabemos que la muerte ya no tiene la última palabra. Al mismo tiempo percibimos que podemos vivir de una manera nueva, porque nuestra existencia no está obligada a vivir bajo las reglas del pecado. Jesús nos ha liberado y, resucitado, camina junto a nosotros haciendo que sea posible vivir de un modo distinto, que como Él pasemos haciendo el bien. Todos los sig­nos de alegría y de fiesta de este Día, en que actúo el Señor, son signo también de la cari­dad que ha de inundar nuestros corazones. Jesús victorioso nos comunica su vida para que podamos seguir su camino. El nos hace posible la entrega generosa y desinteresada, el verdadero amor en el matrimonio y en la familia, la amistad desinteresada y benevolente, el trabajo justo, porque la ley de la muerte ya no es la decisiva.

Hoy resplandece la vida: la del Resucitado y la nues­tra, que se ilumina con su presencia. En la resurrec­ción de Jesús todas las inquietudes del corazón tienen una respuesta. Porque la tumba está vacía el mundo no es absurdo. Ni las injusticias, ni el pecado, ni el mal, ni la muerte, ni la prepotencia de los poderosos de este mundo tendrán la última palabra, porque el Señor ha resucitado. Él está vivo y podemos encontrar­nos con Él. Ahí está todo el sentido de nuestra vida y la posibilidad de llevarla a su plenitud en el amor. Ale­grémonos en este día que disipa todas las tinieblas y dudas, y hace crecer en nosotros la esperanza.

Los Apóstoles fueron, ante todo, testigos de la resurrección del Señor Jesús. Aquel mismo testimonio, que, como un fuego, ha ido dando calor a las almas de los creyentes, llega hoy hasta nosotros. Acojamos y transmitamos este mensaje a las nuevas generaciones. Sean cuales sean las dificultades, éste es nuestro deber más sagrado: transmitir de palabra y por el testimonio de las buenas obras esta Buena Noticia de Dios para humanidad: En Cristo, la Vida ha vencido a la muerte, el bien al pecado, el amor al egoísmo, la luz a la oscuridad, el sentido de la historia y del cosmos al sinsentido del nihilismo, la esperanza a toda desesperanza.

Celebremos, hermanos, a Cristo resucitado. Celebremos la Pascua y reavivemos nuestro propio Bautismo; por él hemos sido transformados en nuevas Criaturas. Nuestra alegría será verdadera si nos encontramos en verdad con el Resucitado en lo más profundo de nuestra persona, en ese reducto que nadie ni nada puede llenar; si nos dejamos llenar de su vida y amor:  esa vida y ese amor de Dios que generan vida y amor entre los hombres. El  encuentro personal con el Resucitado teñirá toda nuestra vida, nuestra relación con los demás y con toda la creación.

Ofrezcamos a todos la alegría de nuestro encuentro con el Resucitado con la misma sencillez y convicción que los primeros discípulos. Proclamemos a Cristo resucitado e invitemos a la Pascua de la Resurrección a todos los hombres y mujeres que están en la lucha y en los afanes de la vida. Proclamemos y vivamos la Vida nueva del Resucitado allá donde los hombres y mujeres son heridos mortalmente en su intimidad, en su dignidad, en su vida y en su verdad.

La Pascua nos llama a ser promotores de la Vida y de la Paz, del Amor y de la Verdad.  ¡Feliz Pascua a todos! ¡Cristo nuestra Pascua ha resucitado¡ ¡Aleluya!

 

+ Casimiro Lopez Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Vigilia Pascual

3 de abril de 2010/0 Comentarios/en Homilías 2010/por obsegorbecastellon
I. Catedral-Basílica de Segorbe, 3 de abril de 2010

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¡Cristo ha resucitado, Aleluya! Esta es, hermanas y hermanos amados, la gran noticia de esta Noche Santa: Cristo ha resucitado. Este es el mensaje pascual que despierta en todos nosotros la alegría y nos alienta en la esperanza. Nuestra fe y nuestra caridad se avivan de nuevo en lo más profundo de nuestro corazón. Hemos velado en oración, hemos contemplado, al paso de las lecturas, las acciones admirables de Dios con su Pueblo y con toda la humanidad. Y finalmente con un gozo sin igual hemos escuchado el mensaje del cielo: “¿Porqué buscáis entre los muertos al que está vivo? No está aquí. Ha resucitado” (Lc 24, 5)

Esta es la noche de la Luz Santa. La claridad del Cirio Pascual, la Luz de Cristo, Rey eterno, irradia sobre la faz de la tierra y disipa las tinieblas de la noche, del pecado y de la muerte. Cantemos, hermanos, a la Luz recién nacida en medio de las tinieblas de la noche. Esta es “la noche clara como el día, la noche iluminada por el gozo de Dios”. En esta noche, la Luz de Cristo resucitado, ilumina la temerosa oscuridad del pecado y de la muerte, e inaugura una esperanza nueva e insospechada en la rutina de la naturaleza, de nuestra historia y de la humanidad.

Esta es la noche de la Historia Santa. En esta noche la Iglesia contempla y proclama la gran trayectoria de la Historia santa de Dios y su voluntad de salvación universal, la liberación de la esclavitud del pecado y de la muerte. Es la historia del amor de Dios con el ser humano: una historia nacida del corazón del Padre, iniciada con el Pueblo de Israel y destinada a toda la humanidad: una historia que hoy llega a su término en Cristo Jesús. “Esta es la noche, en que rotas las cadenas de la muerte, Cristo asciende victorioso del abismo”. “Esta es la noche en que los que confiesan a Cristo son arrancados de los vicios del mundo y de la oscuridad del pecado, y son restituidos a la gracia y agregados a los santos”. Cantemos con las palabras del Pregón pascual: “¡Feliz la culpa que mereció tal redentor!”.

Al dar la gozosa noticia de la resurrección de Jesús, aquellos dos hombres con vestidos refulgentes dijeron a las mujeres: “Acordaos de lo que os dijo, estando todavía en Galilea: El Hijo del hombre tiene que ser entregado en manos de los pecadores, ser crucificado y al tercer día resucitar. Ellas recordaron sus palabras, volvieron del sepulcro y anunciaron todo esto a los Once y a los demás” (Lc 24, 6-9).

También los Once eran ‘torpes para entender las Escrituras’. También ellos se resistían a aceptar las palabras del Maestro, cuando les anunció su pasión, su cruz y su resurrección. Y se quedaron dormidos en el huerto, mientras Jesús oraba. Antes que todos ellos, durante los siglos, los hombres, esclavos del pecado, dormían un sueño de muerte. El mismo Israel, el pueblo de la Alianza y de las predilecciones, había olvidado las maravillas de Dios para con su Pueblo, y, terco en su infidelidad, había vuelto las espalda a su Dios.

Pero el Amor de Dios velaba sobre la creación entera. En su eterno designio, Dios preparaba la redención del mundo. Ya “nos bendecía con toda suerte de bendiciones espirituales en Cristo. Nos había elegido antes de la creación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el Amor” (Ef 1,3-5).

San Pablo, a propósito del ejercicio de la vida cristiana, nos ha conservado unas palabras de un antiguo himno cristiano. Es una exhortación a todos nosotros: “¡Despierta tú que duermes y levántate de entre los muertos, y te iluminará Cristo” (Ef 5,14).

Por la misericordia de Dios, todos nosotros hemos recibido en nuestro bautismo la acción de su gracia y de su luz, que son verdad y vida, como también el pequeño Ángel hoy la va recibir. Y, sin embargo, no es vana la invitación que nos hace Pablo. Quizá estábamos dormidos; acaso marchábamos soñolientos y olvidados del Señor como los discípulos. ¿No es verdad que, con frecuencia, dormimos en vez de esforzarnos por acoger y vivir la nueva vida que Dios nos ha infundido en nuestro bautismo? ¿Acaso nuestra fe débil no necesita ser espoleada? A veces caminamos perezosos y tristes en el seguimiento de Cristo, con frecuencia le damos la espalda como si Cristo no hubiera resucitado ya en nosotros: nos olvidamos del Señor, de su gracia, de su Evangelio y de su camino.

La Vigilia pascual nos recuerda que, por la gracia de nuestro bautismo, todos los bautizados hemos sido incorporados a la muerte de Cristo y participamos ya vitalmente de esa misma nueva vida de Cristo resucitado. Así lo acabamos de proclamar en la epístola de San Pablo a los Romanos: “Los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo fuimos incorporados a su muerte. Por el bautismo fuimos sepultados con El en la muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva. Porque si nuestra existencia está unida a Él en una muerte semejante a la suya, lo estará también en una resurrección como la suya” (Rom 6, 3-4).

Por ello, ¿qué mejor ocasión que la Vigilia pascual para ser incorporados al misterio pascual de Cristo y para hacer memoria de nuestra incorporación a él por el Bautismo? Esta noche tenemos la dicha de celebrar el bautismo de este niño, de recordar nuestro propio bautismo y de renovar con corazón agradecido las promesas bautismales. Y lo haréis con una fuerza y gozo renovados, vosotros, los miembros de la comunidad segunda de Sto. Tomás de Villanueva de Castellón y de la comunidad tercera de Ntra. Señora de la Merced de Burriana, que tras largos años de recorrido, habéis concluido el Camino Neocatecumenal.

La mejor explicación que se puede dar de todo bautismo y del bautismo que este niño va a recibir, son las palabras de San Pablo. El nos enseña que ser bautizados significa pasar con Cristo de la muerte del pecado a la vida en Dios. Como este niño en esta noche Santa, como nosotros un día, por el bautismo renacemos a la nueva vida de la familia de Dios: lavados de todo vínculo de pecado, signo y causa de muerte y de alejamiento de Dios, Dios Padre nos acoge amorosamente como a sus hijos en el Hijo y nos inserta en la nueva vida resucitada de Jesús.

Como nosotros un día, así también, vuestro hijo, queridos Josune y Jorge, quedará esta noche vitalmente y para siempre unido al Padre Dios en su Hijo Jesús por el don del Espíritu Santo en el seno de la familia de Dios. A partir de hoy será hijo de Dios en el Hijo, y, a la vez, hermano de cuantos formamos la familia de Dios, es decir, la Iglesia.

Como al resto de los bautizados, esta familia, en que hoy queda insertado, no lo abandonará nunca ni en la vida ni en la muerte, porque esta familia es la familia de Dios, que lleva en sí la promesa de eternidad. Esta familia no lo abandonará incluso en los días de sufrimiento, en las noches oscuras de su vida. Esta familia le brindará siempre consuelo, fortaleza y luz; le dará palabras de vida eterna, palabras de luz que responden a los grandes desafíos de la vida e indican el camino exacto a seguir hasta la casa del Padre.

Vuestro hijo recibe hoy una nueva vida: es la vida eterna, germen de felicidad plena y eterna, porque es comunión con Aquel que ha vencido la muerte y tiene en sus manos las llaves de la vida. La comunión con Cristo es vida y amor eternos, más allá de la muerte, y, por ello, es motivo de esperanza. Esta vida nueva y eterna, que hoy recibe vuestro hijo y que hemos recibido todos los bautizados, es un don que ha de ser acogido, vivido y testimoniado personalmente. Los padres y padrinos, haciendo las promesas bautismales diréis, en su nombre, un triple ‘no’: a Satanás, el padre y príncipe del pecado, a sus obras que es el pecado, y a sus seducciones al mal, para vivir en la libertad de los hijos de Dios; es decir, en su nombre renunciaréis y diréis ‘no’ a lo que no es compatible con esta amistad que Cristo le da y ofrece, a lo que no es compatible con la vida verdadera en Cristo. Pero, ante todo, en la profesión de fe, diréis un ‘sí’ a la amistad con Cristo Jesús, muerto y resucitado, que se articula en tres adhesiones: un ‘sí’ al Dios vivo, es decir a Dios creador, que sostiene todo y da sentido al universo y a nuestra vida; un ‘sí’ a Cristo, el Hijo de Dios que nos da la vida y nos muestra el camino de la vida; y un ‘sí’ a la comunión de la Iglesia, en la que Cristo es el Dios vivo, que entra en nuestro tiempo y en nuestra vida.

¡Que el amor por vuestro hijo, que mostráis al presentarlo para que reciba el don del bautismo, permanezca en vosotros a lo largo de los días! ¡Enseñadle y ayudadle con vuestra palabra y, sobre todo, con vuestro testimonio de vida a vivir y proclamar la nueva vida que hoy recibe! ¡Enseñadle y ayudadle a conocer, amar, imitar y vivir a Cristo Jesús! ¡Enseñadle y ayudadle a vivir en la comunión de la familia de Dios, como hijo de la Iglesia, a la que hoy queda incorporado, para que participe de su vida y su misión!

También nosotros, los ya bautizados, recordamos hoy el don de nuestro propio bautismo renovando las promesas bautismales, por las que decimos ‘no’ a Satanás, a sus obras y seducciones para vivir la libertad de los hijos de Dios, y haciendo la profesión de fe en Dios Padre, creador de todo, en Cristo Jesús, muerto y resucitado para la vida del mundo, y en el espíritu Santo que nos une y mantiene en la comunión de la Iglesia. Es una nueva oportunidad para dejar que se reavive en nosotros la nueva vida del bautismo. San Pablo nos exhorta a que “andemos en una vida nueva”. Si hemos muerto con Cristo, ya no podemos pecar más. ¡Vivamos la nueva vida: la vida de hijos de Dios en el seguimiento del Hijo por la fuerza del Espíritu Santo en el seno de la Iglesia!.

El Espíritu Santo es el que clama en nuestro corazón y nos mueve a dirigirnos a Dios para decirle: “!Abba¡ ¡Padre¡”. Porque somos en realidad hijos adoptivos de Dios en Cristo Jesús, “muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación” (Rom 4,25). Con espíritu filial, dispongámonos, hermanos, ahora a celebrar el bautismo de este niño. Movidos por este mismo espíritu filial renovemos nuestras promesas bautismales y participemos luego en la mesa eucarística. Hacedlo vosotros, queridos hermanos y hermanas, que concluís el Camino Neocatumenal y os habéis preparado de modo especial para renovarlas solemnemente en esta S.I. Catedral-Basílica ante mi, sucesor de los Apóstoles. Vuestras túnicas blancas de lino son signo de vuestra nueva vida bautismal que os acompañarán también en el tránsito hacia la casa del Padre. En vuestros escrutinios habéis visto de dónde procedías: de un mundo de destrucción, alejados del amor de Cristo por el pecado; pero también habéis experimentado el amor de Dios en Cristo, que os ha re-creado haciendo de vuestra propia historia una historia de salvación.

Renovados así en el amor de Jesucristo podremos segur todos nuestro camino en el mundo bajo la mirada del Padre y con la fuerza del Espíritu. Fortalecidos así en la fe y vida cristianas estaremos prontos para dar razón de nuestra esperanza y a llevar a nuestros hermanos el mensaje de la resurrección. “!El no está aquí. Ha resucitado. Aleluya!”. Amén.

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Celebración Litúrgica del Viernes Santo

2 de abril de 2010/0 Comentarios/en Homilías 2010/por obsegorbecastellon
Segorbe, S.I. Catedral-Basílica, 2 de abril de 2010

(Is 52,13 – 53,12; Sal 30; Hb 4,14-16; 5,7-9; Jn 18,1 – 19,42)

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“Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos, que por tu santa Cruz redimiste al mundo”. Esta invocación expresa el sentido del Viernes Santo, el misterio de nuestra salvación. En la Cruz, Cristo Jesús nos ha arrancado del poder del pecado y de la muerte; con su Cruz nos ha redimido y nos ha abierto de nuevo las puertas de la dicha eterna. Al conmemorar hoy la pasión y muerte de Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, contemplamos con fe el misterio de la pasión y muerte en cruz del Hijo de Dios: la Cruz es misterio de redención y salvación, misterio de amor. Contemplamos a Dios que ha entregado a su Hijo, su único Hijo, por la salvación del mundo: “Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna” (Jn 3,16). Contemplemos a Cristo, el Hijo de Dios, que, obediente a la voluntad amorosa del Padre, entrega su vida por amor hasta la muerte, y una muerte en cruz.

El Poema del Siervo doliente de Isaías nos ha ayudado a revivir los momentos de la pasión de Cristo en su vía dolorosa hasta la Cruz. Hemos contemplado de nuevo el ‘rostro doliente’ del Señor: El es el ‘siervo paciente’, el ‘varón de dolores’, humillado y ultrajado por su pueblo. El mismo Dios, que asumió el rostro de hombre, se muestra ahora cargado de dolor. No es un héroe glorioso, sino el siervo desfigurado. No parece un Dios, ni siquiera un hombre, sin belleza, sin aspecto humano. Es despreciado, insultado y condenado injustamente por lo hombres. Como un cordero llevado al matadero, no responde a los insultos y a las torturas. No abre la boca sino para orar y perdonar. Todos se mofan de él y lo insultan; y Él no deja de mirarlos con amor y compasión.

Lo que más impresiona es la profundidad del sacrificio de Cristo. Él, aunque inocente y libre de todo pecado, carga voluntariamente con los sufrimientos de todos los hombres, porque se carga con los pecados de todos. “El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por la multitud” (Mc 10,45). En la Cruz, Cristo sufre y muere no por otra razón sino “por nuestros pecados” (1Co 15,3) y “por nosotros”: a causa de nosotros, en favor y en lugar de nosotros. El carga con el dolor provocado por nuestros pecados, por la tragedia de nuestros egoísmos, mentiras, envidias, traiciones y maldades, que se echaron sobre él, para condenarlo a una muerte injusta. El carga hasta el final con el pecado humano y se hace cargo de todo sufrimiento e injusticia humana.

El pecado no es sino el rechazo del amor de Dios. Todo el pecado del hombre en su extensión y profundidad es la verdadera causa del sufrimiento del Redentor. Su mayor dolor es sentirse abandonado por Dios; es decir, sufrir la experiencia espantosa de soledad que sigue al pecado. En sus últimos momentos grita: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27, 46). Si el sufrimiento ‘es medido’ con el mal sufrido, entonces podemos entrever la medida de este mal y de este sufrimiento, con el que Cristo se cargó. Ahora bien: el sufrimiento de Jesús, el Hijo de Dios, es ‘sustitutivo’; pero es, sobre todo, redentor. El Varón de dolores es verdaderamente el ‘cordero de Dios, que quita el pecado del mundo’. Su sufrimiento borra los pecados porque únicamente Él, como Hijo unigénito de Dios, pudo cargarlos sobre sí, asumirlos con aquel amor hacia el Padre que supera el mal de todo pecado. A la experiencia de abandono doloroso, él responde con su ofrenda: “Padre en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46). La experiencia de abandono se convierte en oblación amorosa y confiada al Padre por amor del mundo. Entregando, en obediencia de amor, el espíritu al Padre (cf. Jn 1.9,30), el Crucificado restablece la comunión de amor con Dios y entra en la solidaridad con los sin Dios, es decir, con todos aquellos que por su culpa padecen el exilio de la patria del amor. El aniquila el mal en el ámbito espiritual de las relaciones entre Dios y la humanidad, y llena este espacio con el bien.

En la oscuridad de la Cruz rompe así la luz de la esperanza. “Mirad, mi siervo tendrá éxito, subirá y crecerá mucho” (Is 52, 13) El Siervo de Yahvé, aceptando su papel de víctima expiatoria y redentora, trae la paz, la salvación y la justificación de muchos. En la Cruz, “Dios estaba reconciliando consigo al mundo” (2 Cor 5, 19). La Cruz manifiesta la grandeza del amor de Dios, que libra del pecado y de la muerte. Desde la Cruz, el Hijo de Dios muestra la grandeza del corazón de Dios, y su generosa misericordia; y exclama: “!Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen!” (Lc 23, 34). En la Cruz se encuentran la miseria del hombre y la misericordia de Dios.

La Cruz muestra el verdadero rostro de Dios, su dolor activo, libremente elegido, perfecto con la perfección del amor: “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13). En Cristo, Dios no está fuera del sufrimiento del mundo: Él lo asume y lo redime viviéndolo como don y ofrenda de los que brota la vida nueva para el mundo. Desde el Viernes Santo sabemos que la historia de los sufrimientos humanos es también historia del Dios con nosotros: El está presente en la misma para sufrir con el hombre y para contagiarle el valor inmenso del sufrimiento ofrecido por amor. La “patria” del Amor ha entrado en el “exilio” del pecado, del dolor y de la muerte para hacerlo suyo y reconciliar la historia con él: Dios ha hecho suya la muerte para que el mundo hiciese suya la vida. En la Cruz, el Hijo de Dios se entrega a la muerte para darnos la vida.

Apenas el hombre, en Cristo Jesús, dio su respuesta al amor de Dios, este amor eterno invadió al mundo con toda su fuerza para salvarlo. “Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mi” (Jn 12 32). La Cruz es el «árbol de la vida» para el mundo: en ella se puede descubrir el sentido último y pleno de cada existencia y de toda la historia humana: el amor de Dios. En Viernes Santo, Jesús convierte la cruz en instrumento de bendición y salvación universal. Al hombre atormentado por la duda y el pecado, la cruz le revela que “Dios amó tanto al  mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16). En una palabra, la cruz es el símbolo supremo del amor.

Contemplemos y adoremos con fe la Cruz de Cristo. Miremos al que atravesaron, y al que atravesamos. Miremos a Cristo: contemplemos su sufrimiento causado por el pecado, por la crueldad y la injusticia de los hombres. Contemplemos en la Cruz a lo que hoy están crucificados, a todas la victimas de la maldad humana, a los que sufren y tienen cargar con su cruz. Miremos el pecado del mundo, reconozcamos nuestros propios pecados, con los que Cristo hoy tiene que cargar.

Contemplemos y adoremos la Cruz: Es la manifestación de la gloria de Dios, la expresión del amor más grande, que da la vida para librarnos de muerte. Unámonos a Cristo en su Cruz para dar la vida por amor. Si abrimos nuestro corazón a la Cruz, sinceramente convertidos, el amor de Dios nos alcanzará. Y el Espíritu de Dios derramará en nosotros el amor de Dios.

Al pie de la cruz, la Virgen María, unida a su Hijo, pudo compartir de modo singular la profundidad de dolor y de amor de su sacrificio. Nadie mejor que ella nos puede enseñar a amar la Cruz. La Cruz gloriosa de Cristo sea, para todos, prenda de esperanza, de amor y de paz. “Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos, que por tu santa Cruz redimiste al mundo”. Amén.

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

 

 

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Jueves Santo, Misa en la Cena del Señor

1 de abril de 2010/0 Comentarios/en Homilías 2010/por obsegorbecastellon
S.I.Catedral-Basílica de Segorbe, 1 de abril de 2010

(Ex 12,1-8.11-14; Sal 115; 1 Co 11,3-26; Jn 13,1-15)

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¡Amados todos en el Señor!

Con esta Eucaristía ‘en la Cena del Señor’ comenzamos el Triduo Pascual, el centro del año litúrgico. Jueves, Viernes y Sábado Santo son los tres días santos, en que conmemoramos los acontecimientos centrales de nuestra fe cristiana y de la historia de la humanidad. Tres días, en que celebramos el misterio pascual del Señor: su pasión, muerte y resurrección, fuente de Vida para el mundo y fuente inagotable del Amor para la humanidad.

En la tarde de Jueves Santo traemos a nuestra memoria y corazón, las palabras y los gestos de Jesús en la Ultima Cena. Como asamblea reunida por el Señor celebramos el solemne Memorial de la Última Cena.

Recordemos: En la tarde de aquel primer Jueves Santo, Jesús y los suyos –sus amigos, su familia- se han reunido para celebrar la Pascua en una casa de Jerusalén, en el Cenáculo. “Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer”  (Lc 22, 15), les dice Jesús, indicando también el significado profético de aquella cena pascual.

La Pascua de Jesús se inscribe en el contexto de la Pascua de la antigua Alianza. Así nos lo ha recordado la primera lectura, tomada del libro del Éxodo. Al celebrar la Pascua, los israelitas conmemoraban la cena que celebraron sus antepasados al salir de Egipto, cuando Dios los liberó de la esclavitud del Faraón. Siguiendo las prescripciones del texto sagrado habían de untar con la sangre del cordero las dos jambas y el dintel de las casas. Y añadía cómo había que comer el cordero: “la cintura ceñida, las sandalias en los pies, un bastón en la mano; … a toda prisa, porque es la Pascua, el Paso del Señor. Yo pasaré esa noche por  la  tierra de Egipto y heriré a todos  los primogénitos. (…) La sangre será vuestra señal en las casas donde habitáis. Cuando yo vea la sangre, pasaré de largo ante vosotros, y no habrá entre vosotros plaga exterminadora” (Ex 12, 11-13).

Por la señal de la sangre del cordero, los hijos de Israel obtienen la protección divina y la liberación de la esclavitud de Egipto, bajo la guía de Moisés. El recuerdo de un acontecimiento tan grande se convirtió en la fiesta de acción de gracias a Dios por la libertad recuperada: era un don maravilloso de Dios, que el pueblo ha de recordar con gratitud para siempre. “Este será un día memorable para vosotros, y lo celebraréis como fiesta en honor del Señor” (Ex 12, 14). ¡Es la Pascua, el paso del Señor! Es la Pascua de la antigua Alianza.

En el Cenáculo, Jesús celebra también la cena pascual con los Apóstoles, pero le da un significado y un contenido totalmente nuevo. Lo hemos escuchado en la segunda lectura, tomada de la primera carta a los Corintios. San Pablo nos transmite ‘una tradición que procede del Señor’, según la cual Jesús, “la noche en que iban a entregarlo, tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: ‘Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía’. Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: ‘Este cáliz es la nueva Alianza sellada con mi sangre; haced esto cada vez que bebáis, en memoria mía’” (1 Co 11, 23-26).

En la última Cena de Jesús con sus Apóstoles sólo hay pan y vino, no hay cordero pascual: porque Jesús mismo es el cordero. Jesús tampoco mira hacia el pasado para dar gracias por la liberación de la esclavitud de Egipto, sino que mira al futuro y anticipa los acontecimientos del día siguiente, cuando su cuerpo, cuerpo inmaculado del Cordero de Dios, será inmolado, y su sangre será derramada para la redención del mundo. Él es el Cordero pascual, el cuerpo inmolado y la sangre derramada, simbolizados en el pan y en el vino, que realizan la liberación más radical de la humanidad: la liberación del pecado y de la muerte. Así se establece la Alianza Nueva y definitiva de Dios con los hombres. ¡Es la Pascua de Cristo, la Pascua de la nueva Alianza!

“Haced esto en memoria mía”, les manda Jesús a sus Apóstoles. Con estas solemnes palabras, Jesús instituye aquella noche los sacramentos de la Eucaristía y del Orden sacerdotal. En la Cena de aquel atardecer, Jesús nos dejó la Eucaristía como don del amor y fuente inagotable de amor; el sacramento que perpetúa por todos los siglos la ofrenda libre, total y amorosa Cristo en la Cruz para la vida del mundo. En la Eucaristía, los creyentes recibimos el efecto salvador de la Cruz y el alimento para el camino; el alimento que da firmeza a nuestra fe, a nuestra a esperanza y fuerza a nuestro amor. En la comunión eucarística, Cristo mismo se une a cada uno de nosotros, creando comunión fraterna entre nosotros y nos hace germen de unidad de todos los pueblos. Al encargar a sus Apóstoles ‘hacerlo en memoria suya’, Jesús les hace partícipes de su mismo sacerdocio, el sacerdocio de la Alianza nueva y eterna, en virtud de la cual Éll, y sólo Él, es siempre y por doquier artífice y ministro de la Eucaristía. Los Apóstoles, sus sucesores y los presbíteros, a su vez, se convierten en ministros de este excelso misterio de la fe, destinado a perpetuarse hasta el fin del mundo.

En este Año especial Sacerdotal, que estamos celebrando, demos gracias a Dios por el don del ministerio ordenado y por cada uno de nuestros sacerdotes, ministros de la Eucaristía. Oremos por ellos para que sean santos. Oremos por todos ellos, para que se mantengan firmes y fieles al don que han recibido de Cristo ante la sospecha injustificada a la que se quiere someter a todos por los pecados, abusos y delitos de unos pocos. Hemos de condenar con fuerza y hemos de perseguir con firmeza estos abusos;  pedimos y hemos de pedir perdón a las víctimas de abusos y resarcirles en sus daños;. Pero con la misma firmeza y fuerza debemos todos defender a la gran mayoría de los sacerdotes, que viven con fidelidad y entrega su ministerio. Esta tarde mostramos como Iglesia diocesana también nuestro afecto y nuestra plena adhesión al Santo Padre, Benedicto XVI; y pedimos especialmente por él para que el Señor le conceda paz y energía ante tantas calumnias y difamaciones a que se ve sometido, él, que siempre ha pedido transparencia y ha mostrado firmeza y severidad en estos casos. No nos dejemos confundir: hay intentos claros de minar su autoridad y de debilitar a la Iglesia y la fuerza salvadora del Evangelio de Jesucristo.

“Cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva” (1 Co 11, 26). Con estas palabras, el apóstol Pablo nos exhorta a participar en la Eucaristía; pero al mismo tiempo a llevar una existencia eucarística, a ser en nuestra vida diaria testigos y heraldos del amor del Crucificado, en espera de su vuelta gloriosa. Por ello, unido indisolublemente al don de la Eucaristía, fuente inagotable del amor, Cristo nos ha dado su nuevo mandato. “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn 13,34). Eucaristía, comunión con Cristo y con los hermanos, y existencia cristiana basada en el amor son inseparables. Desde aquella Cena, Jesús nos enseña que participar de su amor y que amar es darse, entregarse y gastarse como Él. El amor alcanza su cima en el don que la persona hace de sí misma, sin reservas, a Dios y al prójimo.

Y, para decir cómo ha de ser el amor de sus discípulos, Jesús, antes de instituir el sacramento de su Cuerpo y su Sangre, les sorprende ciñéndose una toalla para lavarles los pies. Era la tarea reservada a los siervos. Al lavarles los pies, el Maestro les muestra que sus discípulos han de amar sirviendo. “Vosotros me llamáis ‘el Maestro’ y ‘el Señor’; y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros” (Jn 13,12-14). Sólo es verdadero discípulo de Jesús, quien se deja lavar los pies en el sacramento de la Penitencia, quien sabe perdonar como él ha sido perdonado, quien participa del amor de Cristo en la Eucaristía, quien lo imita en su vida y, como Él, se hace solícito en el servicio a los demás. Porque, en el amor, en el perdón, en el servicio, en la solicitud por las necesidades del prójimo está la esencia del vivir cristiano.

Estas palabras valen de un modo especial para el sacerdocio ministerial. Los sacerdotes son servidores de Cristo y del pueblo santo de Dios. El ministerio sacerdotal implica una actitud de disponibilidad humilde. Los sacerdotes debemos ser los primeros testigos de Jesús, el Siervo de Dios.

Es Jueves Santo: el Día del Amor fraterno. Para amar y servir no tendremos que ir muy lejos. El prójimo está a nuestro lado: en nuestra propia familia, entre nuestros vecinos, en el lugar de trabajo, en el pobre, enfermo o necesitado, en el parado, en el drogadicto, en el forastero o en el inmigrante. Para amar hemos de salir de nosotros mismos y dejar la comodidad, el egoísmo, la insensibilidad o los prejuicios. Si lo hacemos, seremos discípulos de Cristo, imitaremos al mismo Dios que por amor supo salir de sí mismo para acercarse a nosotros, entregarse por nosotros y permanecer con nosotros.

En la Eucaristía, la Cena que recrea y enamora, encontramos, hermanos, el alimento y la fuerza para salir a los caminos de la vida. Participemos en esta Eucaristía y seamos testigos del amor, signo de unidad y fermento de fraternidad.

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellóm

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Misa Crismal

29 de marzo de 2010/0 Comentarios/en Homilías 2010/por obsegorbecastellon
Castellón, S. I. Concatedral, 29 de marzo de 2010

(Is 61,1-3ª.6ª.8b-9; Sal 88; Ap 1,5-8; Lc 4,16-21)

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“Gracia y paz de parte de Jesucristo, el testigo fiel” (Ap 1,5) a todos vosotros -sacerdotes, diáconos y seminaristas, religiosos y religiosas, y fieles laicos-, venidos de toda la Diócesis hasta esta Concatedral de Santa María para la Misa Crismal. Al inicio de la Semana Santa en que celebramos los misterios centrales de la salvación, el Señor nos reúne como Iglesia diocesana en torno a su pastor, el Obispo, para consagrar el Crisma y bendecir los Óleos; ellos serán instrumentos de la salvación en los sacramentos del bautismo, confirmación, orden sagrado y unción de los enfermos. Su significado y eficacia salvífica derivan del misterio pascual, de la muerte y resurrección de Cristo, que se renueva en cada celebración eucarística. Por eso celebramos esta Misa Crismal pocos días antes del Triduo Sacro, en que, con el supremo acto sacerdotal, el Hijo de Dios hecho hombre se ofreció al Padre como rescate por toda la humanidad. Y por esta misma razón, próximo ya el Jueves Santo, día del amor de Cristo llevado hasta el extremo, día de la Eucaristía y día de nuestro sacerdocio ordenado, en esta Misa renovaremos, queridos sacerdotes, nuestras promesas sacerdotales.

La Palabra de Dios de la Misa Crismal centra nuestra mirada, en primer lugar, en Jesucristo. Él es el Sumo y Eterno Sacerdote de la nueva y eterna alianza. Él es nuestro Mediador y Sumo Sacerdote ante Dios, anunciado por el profeta; Él es el Mesías prometido, el “Ungido del Señor” (Lc 4, 16), que llevará a cabo en la cruz la liberación definitiva de los hombres de la antigua esclavitud del maligno y del pecado. Y, resucitando al tercer día, inaugurará la vida que ya no conoce la muerte.

Cristo Jesús, “nos amó, nos ha librado de nuestros pecados, nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre” (Ap 1, 5-6). Así hemos proclamado en la segunda lectura. El mismo Señor, Sumo y Eterno Sacerdote, ha hecho de todos nosotros, los bautizados, un reino de sacerdotes. Todo sacerdocio en la Iglesia es una participación del sacerdocio único de Cristo. En un primer nivel estamos todos los bautizados, liberados de nuestro pecado, ungidos y consagrados en nuestro bautismo como casa espiritual y sacerdocio santo para ofrecer sacrificios espirituales, a través de las obras propias del cristiano. Todos los cristianos estamos llamados por la gracia bautismal a ser santos; es decir, a vivir nuestra existencia como una existencia eucarística, como oblación a Dios mediante la oración, la participación en la Eucaristía y demás sacramentos, en el testimonio de una vida santa, en la abnegación y en la caridad activa, que se hace obra (cf. LG 10).

En otro nivel, cualitativamente distinto, el Señor ha hecho un reino de sacerdotes de nosotros, los sacerdotes, ordenados para ser ministros; es decir, servidores y pastores del pueblo sacerdotal y ofrecer en su nombre y en la persona de Cristo el sacrificio eucarístico a Dios (cf. LG 10); somos servidores del sacerdocio bautismal de todo el pueblo de Dios.

Por todo ello, en la Misa Crismal hacemos cada año memoria solemne del único sacerdocio de Cristo y expresamos la vocación sacerdotal de toda la Iglesia; pero hacemos especial memoria del sacerdocio ministerial del Obispo y de los presbíteros unidos a él.

“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido” (Lc 4, 18). Queridos sacerdotes, estas palabras nos conciernen de modo directo. Por una unción singular que afecta a toda nuestra persona hemos quedado configurados con Cristo Sacerdote, Cabeza y Pastor. “En efecto, el presbítero –dice la Exhortación Pastores dabo vobis n.12-, en virtud de la consagración que recibe en el sacramento del Orden, es enviado por el Padre, por medio de Cristo, con el cual, como Cabeza y Pastor de su pueblo se configura de un modo especial para vivir y actuar con la fuerza del Espíritu al servicio de la Iglesia y por la salvación del mundo”. Configurados así con Cristo Sacerdote, Cabeza, y Pastor, quedamos capacitados para hablar en su nombre, para poder realizar como representantes suyos el sacrificio eucarístico y de ofrecerlo a Dios en nombre de todo el pueblo (cf. LG 10); y somos los instrumentos del amor misericordioso de Dios y de la gracia redentora de Cristo. Por el sacramento del orden, compartimos de una forma especial el sacerdocio mismo de Cristo. En su nombre y persona, somos pastores y maestros en su Iglesia, renovamos el sacrificio de la redención, preparamos para el banquete pascual, presidimos al pueblo santo en el amor, lo alimentamos con la Palabra y lo fortalecemos con los sacramentos, lo guiamos por los caminos de este mundo hacia la casa del Padre.

Esta es nuestra identidad sacerdotal, esto es lo que nos define como sacerdotes, lo que ha determinar también el ejercicio de nuestro sacerdocio ministerial hoy y siempre. Nuestro actuar deriva de nuestro ser. No tengamos miedo de afirmar, de vivir y de manifestar lo que nos define. El Papa, Benedicto XVI, acaba de afirmar que “en un contexto de secularización generalizada, que excluye progresivamente a Dios del ámbito público, y tiende a excluirlo también de la conciencia social compartida, con frecuencia el sacerdote parece “extraño” al sentir común, precisamente por los aspectos más fundamentales de su ministerio, como los de ser un hombre de lo sagrado, tomado del mundo para interceder en favor del mundo, y constituido en esa misión por Dios y no por los hombres (cf. Hb 5, 1)” (Cf. Discurso de 12.03.2010 a los participantes en el Congreso teológico organizado por la Congregación para el Clero). No podemos reducir al sacerdote a un “agente social” o entendernos como tales,  con el riesgo de traicionar incluso el sacerdocio de Cristo.

Hemos sido ungidos para ser enviados. La primera misión que se nos ha confiado, queridos sacerdotes, es “dar la buena noticia a los que sufren” (Is 61,1).

Benedicto XVI ha resaltado que hoy es especialmente importante que la llamada a participar en el único sacerdocio de Cristo en el ministerio ordenado florezca en el “carisma de la profecía”: nuestro mundo tiene una gran necesidad de sacerdotes que hablen de Dios y que presenten el mundo a Dios. La profecía más necesaria hoy es la de la fidelidad que parte de la fidelidad de Cristo a la humanidad y nos lleva a nuestra propia fidelidad creciente en la adhesión total a Cristo y a la Iglesia. Como sacerdotes ya no nos pertenecemos a nosotros mismos, sino que somos ‘propiedad’ de Dios. Este ‘ser de Otro’ deben poder reconocerlo todos, gracias a un testimonio límpido. Nuestra fidelidad a Cristo y a nuestro ser sacerdotes es la mejor respuesta a la pasión que sufrimos por los pecados, delitos y crímenes de unos pocos; nuestra fidelidad es nuestra mejor respuesta a las críticas en algunos casos justas, pero en otros muchos injustas. Nuestra fidelidad fortalece a nuestra Iglesia, la comunión y la misión; nuestras infidelidades y pecados, por el contrario, las debilitan y dificultan la expansión del Evangelio y de la obra salvífica de Cristo.

Nuestra pertenencia sacramental, nuestra configuración con Cristo, debe determinar nuestro modo de pensar, de hablar, de juzgar los hechos del mundo, de servir y de amar, de relacionarnos con las personas, incluso nuestro vestir. Es decir: nuestras personas y nuestras vidas han de mostrar la obra de Dios en nosotros. Desde ahí entenderemos, viviremos y mostraremos, también en nuestros días, el valor del celibato, un verdadero don de Dios y una auténtica profecía del Reino,  que es signo de la consagración con corazón indiviso al Señor y a las ‘cosas del Señor’ (1 Co 7, 32) y expresión de la entrega sin componendas de uno mismo a Dios y a los demás.

Nuestro ministerio ordenado es un gran don y un gran misterio, que llevamos en vasijas de barro. Nuestra condición frágil y débil, nuestras muchas limitaciones nos han de llevar a vivir y a custodiar con profunda fe este don precioso. La unión vital con Cristo en una vida espiritual profunda, alimentada por la oración, por la celebración diaria de la Eucaristía y la recepción frecuente del sacramento de la Penitencia, los ejercicios espirituales anuales, el ejercicio del ministerio basado en una verdadera caridad pastoral y la necesaria ascesis y austeridad de vida son los medios para vivir en fidelidad al Señor y a nuestro ser sacerdotal: una fidelidad siempre nueva, fresca y creciente. Una fidelidad sin componendas, anunciando el Evangelio y celebrando los sacramentos, favorecerá la venida del reino de Dios ya presente y el crecimiento del pueblo de Dios en la fe.

El Señor, ‘el testigo fiel’, espera que seamos testigos fieles del don que hemos recibido. “Los hombres y las mujeres de nuestro tiempo sólo nos piden que seamos sacerdotes de verdad y nada más. Sólo en el sacerdote podrán encontrar la Palabra de Dios que siempre deben tener en los labios; la misericordia del Padre, abundante y gratuitamente dada en el sacramento de la Reconciliación; y el Pan de vida nueva, alimento verdadero dado a los hombres” (Benedicto XVI).

Al recordar hoy nuestra ordenación presbiteral renovamos juntos y con el frescor y alegría del primer día, nuestras promesas sacerdotales. Una renovación, que tiene una especial resonancia en este Año Sacerdotal, que nos llama a todos los sacerdotes a un compromiso de renovación interior, para que nuestro testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo. ¡Avivemos nuestra conciencia y gratitud por la inmensa riqueza del don de nuestro sacerdocio! ¡Renovemos nuestro compromiso de amor contraído con Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote y con los hermanos! ¡Reconozcamos la inigualable novedad del ministerio y misión a la que servimos! Somos los ministros de la gracia del Espíritu Santo que Cristo ha enviado al mundo para la salvación de todos desde la Cruz.

¿Estaremos dispuestos a vivir nuestro sacerdocio, participando con toda nuestra existencia personal en la ofrenda sacerdotal de Cristo, el Sumo y Eterno Sacerdote? Merece la pena, queridos hermanos sacerdotes. Reanudemos de nuevo el camino emprendido en nuestra ordenación. Merece la pena; es posible, es bello procurar y vivir sin desmayo esa íntima y plena identificación con Cristo en la comunión de la Iglesia. Confiemos nuestro ministerio y nuestra fidelidad a la Santísima Virgen, su Madre Inmaculada, la Madre de la Iglesia, nuestra Madre.

En este día damos gracias a Dios por todos los sacerdotes de nuestro presbiterio que nos han precedido en el Señor. Oramos en especial por nuestro hermano presbítero D. Narciso Jordán Zuriaga, que el pasado 5 de diciembre fallecía a la edad de 75  años en su pueblo natal, La Yesa (Valencia). D. Narciso había cursado los estudios eclesiásticos en el Seminario de Segorbe y, allí, en la Catedral, recibió el orden del presbiterado el 3 de agosto de 1958. Ejerció su ministerio pastoral en las parroquias de Pavías, Higueras, Villanueva de Viver, Fuente la Reina, Toga, Espadilla y Torrechiva; y más tarde en la Diócesis de Valencia y como capellán de Marina. ¡Que Dios le conceda la paz eterna y le premie todos sus desvelos pastorales!.

Hermanos y hermanas en el Señor: demos gracias a Dios por el don de la Eucaristía y del Sacerdocio; oremos por nuestros sacerdotes para que sean santos y valoremos a cada unos ellos como un don de Dios. Roguemos a Dios para que no falten nunca buenos y santos sacerdotes en nuestra Iglesia. Amén.

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Domingo de Ramos en la Pasión del Señor

28 de marzo de 2010/0 Comentarios/en Homilías 2010/por obsegorbecastellon
Catedral de Segorbe y Concatedral de Castellón – 28 de marzo de 2010

(Is 50,4-7; Sal 21; Flp 2,6-11; Lc 22,14-23.56)

****

 

Hermanas y hermanos amados en el Señor:

Con toda la Iglesia celebramos hoy el Domingo de Ramos: como por una puerta entramos en la Semana Santa. Nuestro itinerario cuaresmal iniciado el Miércoles de Ceniza llega a su meta: durante cuarenta días mediante la oración, el ayuno corporal y espiritual, y las obras de caridad nos hemos venido preparando para la celebración de la Semana Santa, la Semana más importante del año para los cristianos.

A esta Semana la llamamos Santa y es la más importante del año, porque en estos días –en especial en el Triduo Sacro, del Jueves Santo al Domingo de Resurrección- no sólo recordamos, sino que celebramos y actualizamos los acontecimientos más santos y centrales de nuestra fe: la pasión, la muerte y la resurrección del Señor. Entramos así en el corazón del plan de Salvación de Dios para toda la humanidad: Cristo padece, muere y resucita por todos y cada uno de los hombres, por nosotros, por nuestros pecados, por nuestra salvación.

Por eso, los acontecimientos que celebramos esta Semana son el centro de la historia de la humanidad entera. Dios mismo, el Dios creador no abandona al hombre en su pecado, sino que en su Hijo se abaja hasta la humanidad, carga con todos sus pecados, la redime y reconcilia, y le da vida y salvación.

El Domingo de Ramos comprende, a la vez, el presagio del triunfo real de Cristo y el anuncio de la Pasión. La procesión y la misa de este día son dos elementos de un todo. En la procesión hemos rendido homenaje a Cristo, el Mesías y Rey, imitando a quienes lo aclamaron aquel día como Redentor de la humanidad. Nuestra procesión quedaría incompleta, si no desembocara en la Misa, porque en la Misa actualizamos el sacrificio redentor de Cristo, proclamado en la Pasión. La entrada de Cristo en Jerusalén tenía la finalidad de consumar su misterio Pascual.

La entrada de Jesús en Jerusalén es una entrada jubilosa, triunfal, pero con matices. Jesús, que huyó siempre cuando el pueblo quiso proclamarlo rey, hoy se deja llamar Rey. Sólo ahora, próximo el día en será llevado a la muerte, acepta ser aclamado como Mesías, precisamente porque muriendo en la Cruz será en sentido pleno el Mesías, el Redentor, el Rey y el Vencedor. Acepta ser reconocido como Rey, pero como un Rey humilde y manso, compasivo y misericordioso. Entra en la ciudad santa montado en una borriquilla con la paz en sus manos y ofreciendo a todos la salvación. Para ser rey, Cristo no necesita de las fuerzas humanas, sino sólo de la fuerza del Espíritu. El proclamará su realeza sólo ante los tribunales y aceptará que se ponga la inscripción de su título de rey solamente en la Cruz. La Cruz, la expresión de su entrega hasta el final por amor, es y será su trono.

La entrada jubilosa en Jerusalén es el homenaje espontáneo del pueblo llano y humilde a Jesús, que se encamina, a través de la pasión y de la muerte, a la plena manifestación de su Realeza divina. Aquella muchedumbre no podía abarcar todo el alcance de su gesto, pero nosotros sí podemos comprender todo el alcance de este gesto. “Tú eres el Rey de Israel y el noble hijo de David, tú, que vienes, Rey bendito, en nombre del Señor. Ellos te aclamaban jubilosamente cuando ibas a morir, nosotros celebramos tu gloria, ¡oh Rey eterno!” (MS).

Fijemos la mirada en la gloria de Cristo, Rey eterno, para comprender mejor el valor de su pasión, camino necesario para la exaltación suprema. No se trata, por tanto, de acompañar a Cristo en el triunfo de una hora, sino de seguirle al Calvario, donde, muriendo en la Cruz, triunfará para siempre del pecado y de la muerte. No hay modo más bello de honrar la pasión de Cristo que conformándose a ella para triunfar con Cristo del enemigo que es el pecado.

La lectura del profeta Isaías y el Salmo de hoy anticipan algunos de los detalles de la Pasión: “Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que mesaban mi barba. No oculté mi rostro a insultos y salibazos” (Is 50,6). ¿Por qué tanta sumisión? Porque Cristo, anunciado en el Siervo de Dios del profeta, está totalmente orientado hacia la voluntad del Padre y con él acepta el sacrificio de sí mismo por la salvación de los hombres. Por esta misma razón lo vemos llevado a los tribunales y al Calvario, y allí tendido sobre la Cruz: “me taladran las manos y los pies, puedo contar mis huesos” (Sal 22, 17-18). A todo ello se somete el Hijo de Dios por un solo motivo: por el amor, por su amor al Padre, cuya gloria quiere resarcir, y por amor a los hombres, a los que quiere reconciliar con el Padre.

Sólo un amor infinito, el amor de Dios, puede explicar las desconcertantes humillaciones del Hijo de Dios. “Cristo a pesar de su condición divina, no hizo alarde su categoría de Dios: al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo” (Flp  2,6-7). Cristo lleva hasta el límite extremo la renuncia a su divinidad; no sólo la esconde bajo las apariencias de la naturaleza humana, sino que se despoja de ella hasta el suplicio de la cruz, hasta exponerse a los más amargos insultos. “A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si es el Mesías de Dios, el Elegido” (Lc 22, 35).

La Iglesia pone ante nuestros ojos la pasión de Cristo en toda su cruda realidad, para mostrarnos que Cristo, siendo verdadero Dios, es también verdadero hombre, y como tal sufrió; y anonadando en su humanidad doliente todo vestigio de su naturaleza divina, se hizo hermano de los hombres hasta compartir con ellos la muerte, vencerla y así hacernos partícipes de su divinidad. Del mayor anonadamiento se deriva la máxima exaltación; hasta como hombre, Cristo es nombrado Señor de todas las criaturas y ejerce su señorío reconciliándonos con Dios, rescatándonos del pecado y comunicándonos la vida divina.

El ramo que hoy hemos llevado en nuestras manos y que después llevaremos a nuestras casas es el signo exterior de que queremos seguir a Jesús en el camino hacia el Padre. La presencia de los ramos en nuestros hogares es un recordatorio de que hemos vitoreado a Jesús, como nuestro Rey, y le hemos seguido hasta la Cruz: Seamos consecuentes con nuestra fe, y sigamos y aclamemos al Salvador durante toda nuestra vida. La entrada triunfal de Jesús en Jerusalén nos pide a cada uno de nosotros fidelidad, coherencia y perseverancia a nuestra fe y vida cristiana, para que nuestros propósitos no sean luces fugaces que pronto se apagan.

Celebremos la Semana Santa con devoción y fervor. Vivamos la Semana Santa con fe profunda. Acompañemos a Jesús desde la entrada a Jerusalén hasta la resurrección. Cristo muere por nosotros, por nuestros pecados y por nuestra salvación. Descubramos qué pecados hay en nuestra vida y busquemos el perdón generoso de Dios en el Sacramento de la Reconciliación. Propongamos estar junto a Jesús no sólo en estos días propicios, sino seguirle todos los días del año, practicando la oración, los sacramentos, la caridad. Abramos el corazón a Dios, que nos sigue esperando; y abramos el corazón a los hermanos, especialmente a los más necesitados. Muramos con Cristo y resucitemos con Él, muramos a nuestro egoísmo y resucitemos al amor. Amén.

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Castellón ha vivido un fin de semana repleto de fervor y tradición en honor a su patrona, la Mare de Déu del Lledó, con motivo de su fiesta principal. Los actos litúrgicos y festivos han contado con una alta participación de fieles, entidades sociales, culturales y representantes institucionales de la ciudad, en un ambiente marcado por la devoción mariana y la alegría pascual.
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📄✍️ Hoy se celebra la 58º Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales. «#InteligenciaArtificial y sabiduría del corazón: para una comunicación plenamente humana» es el tema que propone @Pontifex_es 💻❤️

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12 May 2024

#CartaDelObispo #MayoMesDeMaria

💐🙏 El Obispo nos exhorta, en su carta semanal, a contemplar a la Virgen e imitarla en su fe, esperanza y caridad, porque ella dirige siempre nuestra mirada hacia Jesús; y nos ofrece y nos lleva a Cristo ✝️

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✝️Ha fallecido el Rvdo. D. Miguel Antolí Guarch, a los 91 años.🕯️La Misa exequial será mañana, jueves 15 de mayo, a las 11:00 h en la Concatedral de Santa María (Castellón), presidida por nuestro Obispo D. Casimiro.🙏 Que descanse en la paz de Cristo. ... Ver másVer menos

Fallece el Rvdo. D. Miguel Antolí Guarch - Obispado Segorbe-Castellón

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El Reverendo D. Miguel Antolí Guarch falleció esta pasada noche a los 91 años, tras una vida marcada por su profundo amor a Dios, su vocación sacerdotal y su
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