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Celebración Litúrgica del Viernes Santo

18 de abril de 2014/0 Comentarios/en Homilías, Homilías 2014/por obsegorbecastellon

 

Segorbe, S.I. Catedral-Basílica, 18 de abril de 2014

(Is 52,13 – 53,12; Sal 30; Hb 4,14-16; 5,7-9; Jn 18,1 – 19,42)

****

 

  1. “Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos, que por tu santa Cruz redimiste al mundo”. Esta invocación expresa el sentido del Viernes Santo, el misterio de nuestra salvación. En la Cruz, Cristo Jesús nos ha arrancado del poder del pecado y de la muerte; con su Cruz nos ha redimido y nos ha abierto de nuevo las puertas de la dicha eterna. Al conmemorar hoy la pasión y muerte de Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, contemplamos con fe el misterio de la pasión y muerte en cruz del Hijo de Dios: la Cruz es misterio de redención y salvación, misterio de amor. Contemplamos a Dios que ha entregado a su Hijo, su único Hijo, por la salvación del mundo: “Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna” (Jn 3,16). Contemplemos a Cristo, el Hijo de Dios, que, obediente a la voluntad amorosa del Padre, entrega su vida por amor hasta la muerte, y una muerte en cruz.

 

  1. El Poema del Siervo doliente de Isaías nos ha ayudado a revivir los momentos de la pasión de Cristo en su vía dolorosa hasta la Cruz. Hemos contemplado de nuevo el ‘rostro doliente’ del Señor: El es el ‘siervo paciente’, el ‘varón de dolores’, humillado y ultrajado por su pueblo. El mismo Dios, que asumió el rostro de hombre, se muestra ahora cargado de dolor. No es un héroe glorioso, sino el siervo desfigurado. No parece un Dios, ni siquiera un hombre, sin belleza, sin aspecto humano. Es despreciado, insultado y condenado injustamente por lo hombres. Como un cordero llevado al matadero, no responde a los insultos y a las torturas. No abre la boca sino para orar y perdonar. Todos se mofan de él y lo insultan; y Él no deja de mirarlos con amor y compasión.

 

  1. Lo que más impresiona es la profundidad del sacrificio de Cristo. Aunque inocente y libre de todo pecado, Jesús carga voluntariamente con los sufrimientos de todos los hombres, porque se carga con los pecados de todos. “El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por la multitud” (Mc 10,45). En la Cruz, Cristo sufre y muere no por otra razón sino “por nuestros pecados” (1Co 15,3) y “por nosotros”: a causa de nosotros, en favor y en lugar de nosotros. Él carga con el dolor provocado por nuestros pecados, por la tragedia de nuestros egoísmos, de nuestras mentiras, envidias, traiciones y maldades, que se echaron sobre él para condenarlo a una muerte injusta. El carga hasta el final con el pecado humano y se hace cargo de todo sufrimiento e injusticia humana.

 

El pecado no es otra cosas que el rechazo del amor de Dios. Todo el pecado del hombre, todos los pecados de los hombres del pasado y del presente, en su extensión y profundidad es la verdadera causa del sufrimiento del Redentor. Su mayor dolor es sentirse abandonado por Dios; es decir, sufrir la experiencia espantosa de soledad que produce el pecado, que sigue a todos pecado. En sus últimos momentos grita: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27, 46). Si el sufrimiento ‘es medido’ con el mal sufrido, entonces podemos entrever la medida de este mal y de este sufrimiento, que Cristo cargó sobre sí. El sufrimiento de Jesús, el Hijo de Dios, es ‘sustitutivo’, ‘en lugar de nosotros’ y ‘por nuestros pecados; pero el sufrimiento de Jesús es, sobre todo, redentor. El Varón de dolores es verdaderamente el ‘cordero de Dios, que quita el pecado del mundo’. Su sufrimiento borra los pecados porque únicamente Él, como Hijo unigénito de Dios, los pudo cargar sobre sí, y asumirlos con aquel amor hacia el Padre que supera el mal de todo pecado.

 

A la experiencia de abandono doloroso, Él responde con su ofrenda: “Padre en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46). La experiencia de abandono se convierte en oblación amorosa y confiada al Padre por amor del mundo. Entregando, en obediencia de amor, su espíritu al Padre (cf. Jn 1.9,30), el Crucificado restablece la comunión de amor con Dios y se solidariza con los sin Dios, es decir, con todos aquellos que por su culpa padecen el exilio de la patria del amor. El aniquila el mal en el ámbito espiritual de las relaciones entre Dios y la humanidad, y llena este espacio con el bien.

 

  1. En la oscuridad de la Cruz rompe así la luz de la esperanza. “Mirad, mi siervo tendrá éxito, subirá y crecerá mucho” (Is 52, 13) El Siervo de Yahvé, aceptando su papel de víctima expiatoria y redentora, trae la paz, la salvación y la justificación de muchos. En la Cruz, “Dios estaba reconciliando consigo al mundo” (2 Cor 5, 19). La Cruz manifiesta la grandeza del amor de Dios, que libra del pecado y de la muerte. Desde la Cruz, el Hijo de Dios muestra la grandeza del corazón de Dios, y su generosa e infinita misericordia, y exclama:“!Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen!” (Lc 23, 34). En la Cruz se encuentran la miseria del hombre y la misericordia de Dios.

 

La Cruz muestra así el verdadero rostro de Dios, su dolor activo, libremente elegido, perfecto con la perfección del amor: “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13). Dios no es un espectador del mundo: En Jesús, su Hijo, Él asume el dolor y el sufrimiento humano y lo redime viviéndolo como don y ofrenda de los que brota la vida nueva para el mundo. Desde el Viernes Santo sabemos que la historia de los sufrimientos humanos es también historia del Dios con nosotros: El está presente en el dolor humano para sufrir con el hombre y para contagiarle el valor inmenso del sufrimiento ofrecido por amor. La “patria” del Amor ha entrado en el “exilio” del pecado, del dolor y de la muerte para hacerlo suyo y reconciliar la historia con él: Dios ha hecho suya la muerte para que el mundo hiciese suya la Vida. En la Cruz, el Hijo de Dios se entrega a la muerte para darnos la vida.

 

Apenas el hombre, en Cristo Jesús, dio su respuesta al amor de Dios, este amor eterno invadió al mundo con toda su fuerza para salvarlo. “Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mi” (Jn 12 32). La Cruz es el «árbol de la vida» para el mundo: en ella se puede descubrir el sentido último y pleno de cada existencia y de toda la historia humana: el amor de Dios. En Viernes Santo, Jesús convierte la cruz en instrumento de bendición y salvación universal. Al hombre atormentado por la duda y el pecado, la Cruz le revela que “Dios amó tanto al  mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16). La Cruz de Cristo es el símbolo supremo del amor.

 

  1. Contemplemos y adoremos con fe la Cruz de Cristo. Miremos al que atravesaron, y al que atravesamos. Miremos a Cristo: contemplemos su sufrimiento causado por el pecado, por la crueldad y la injusticia de los hombres. Contemplemos en la Cruz a los que hoy están crucificados, a todas la victimas de la maldad humana, a los que sufren y tienen que cargar con su cruz. Miremos el pecado del mundo, reconozcamos nuestros propios pecados, con los que Cristo hoy tiene que cargar.

 

Contemplemos y adoremos la Cruz: Es la manifestación de la gloria de Dios, la expresión del amor más grande, que da la vida para librarnos de muerte. Unámonos a Cristo en su Cruz para dar la vida por amor. Si abrimos nuestro corazón a la Cruz, sinceramente convertidos, el amor de Dios nos alcanzará. Y el Espíritu de Dios derramará en nosotros el amor de Dios.

 

Al pié de la cruz, la Virgen María, unida a su Hijo, pudo compartir de modo singular la profundidad de dolor y de amor de su sacrificio. Nadie mejor que ella nos puede enseñar a amar la Cruz. La Cruz gloriosa de Cristo sea, para todos, prenda de esperanza, de amor y de paz. “Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos, que por tu santa Cruz redimiste al mundo”. Amén.

 

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

 

 

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Misa de la Cena del Señor en el Jueves Santo

17 de abril de 2014/0 Comentarios/en Homilías, Homilías 2014/por obsegorbecastellon

 

Segorbe, S.I. Catedral-Basílica, 17 de abril de 2014

 (Ex 12,1-8.11-14; Sal 115; 1 Co 11,23-26; Jn 13,1-15)

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¡Amados todos en el Señor!

 

  1. En la tarde de Jueves Santo conmemoramos la última Cena de Jesús con sus Apóstoles. Nuestra mente y nuestro espíritu se traslada al Cenáculo, donde Jesús se ha reunido con los suyos para celebrar la Pascua. «Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer» (Lc 22,15), les dice, al comenzar la celebración de su última Cena y de la institución de la santa Eucaristía. Jesús tuvo grandes deseos de ir al encuentro de aquella hora. Jesús anhelaba en su interior ese momento en el que se iba a dar a los suyos bajo las especies del pan y del vino. Esperaba aquel momento que tendría que ser en cierto modo el de las verdaderas bodas mesiánicas: la transformación de los dones de esta tierra y el llegar a ser uno con los suyos, para transformarlos y comenzar así la transformación del mundo. En el deseo de Jesús podemos reconocer el deseo de Dios mismo, su amor por los hombres, por su creación, un amor que espera. Jesús nos espera. Y nosotros, ¿tenemos verdaderamente deseo de él? ¿Sentimos en nuestro interior el impulso de ir a su encuentro? ¿Anhelamos su cercanía, ese ser uno con él, que se nos regala en la Eucaristía? ¿O somos, más bien, indiferentes, distraídos, ocupados totalmente en otras cosas?

 

Es bueno que reflexionemos un año más sobre el contenido de esta tarde memorable.

 

  1. La primera lectura (Ex 12, 1-8; 11-14) nos ha relatado la institución de la Pascua de los judíos. Pascua significa «paso». Es el paso de Dios que libera a los hijos de los hebreos de la esclavitud de Egipto mientras exterminaba a los primogénitos de los egipcios. La contraseña liberadora es una mancha de sangre del cordero en las puertas de los hebreos. Los hebreos debían inmolar en cada familia “un animal sin defecto (de un año, cordero o cabrito)”, y rociar con la sangre las dos jambas y el dintel de las casas para librarse del exterminio de los primogénitos al paso del ángel.

 

En aquella misma noche, preservados por la sangre del cordero y alimentados con su carne, iniciarían la marcha hacia la tierra prometida. El rito había de repetirse cada año en recuerdo y en acción de gracias por la acción liberadora de Yahvé. “Es la Pascua en honor del Señor” (Ex 12, 11), que conmemora ‘el paso del Señor’ para liberarlo de la esclavitud de Egipto.

 

La Pascua de los judíos era una sombra y prefiguración de la Pascua de Cristo, la pascua cristiana. En ella no hay cordero; o mejor Cristo mismo es el ‘verdadero cordero sin defecto’, que se inmola para liberarnos de la esclavitud del pecado y de la muerte. Cristo es el nuevo Cordero, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, el Cordero que con su sangre libremente derramada en la cruz establece la nueva y definitiva Alianza.

Desde el momento mismo en que Jesús se sienta a la mesa con sus discípulos, inicia el rito de su Pascua. En lugar de un cordero, Jesús toma pan y vino. “El Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo tomó un pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: ‘Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros”. Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: “Este es el cáliz de la nueva alianza sellada con mi sangre”. Aquel pan milagrosamente transformado en el Cuerpo de Cristo, y aquel cáliz que ya no contiene vino, sino la sangre de Cristo, fueron ofrecidos  aquella noche, como anuncio y anticipo de la muerte del Señor, de la entrega de su cuerpo y el derramamiento de su sangre en la Cruz.

 

  1. “Haced esto en memoria mía”, dice Jesús a los apóstoles; Él quiere perpetuar así a través de ellos y de sus sucesores aquel gesto de la cena y, con él, su sacrificio en la Cruz para la remisión de las culpas. Agradezcamos esta tarde al Señor el don del sacerdocio que perpetúa la presencia de Cristo y su acción salvadora entre nosotros; oremos por el don de nuevas vocaciones.

 

“Haced esto en memoria mía”. Con estas palabras solemnes instituye Jesús la Eucaristía y la entrega a su Iglesia para todos los siglos. Cada año, en la tarde de Jueves Santo, recordamos que en la Cena del primer Jueves Santo, Jesús nos ha regalado a sus discípulos la Eucaristía como don de su amor llevado hasta el extremo y fuente inagotable de su amor, que es el amor mismo de Dios. En la Eucaristía se perpetúa por todos los siglos el amor hasta el extremo de Jesús, su ofrenda libre y total en la Cruz para la vida del mundo. Cada santa Misa rememora  la última Cena, actualiza el sacrificio redentor en la Cruz; el pan y el vino eucarísticos son presencia real del Señor y banquete para entrar en comunión con Él y con los hermanos en la espera de su venida al final de los tiempos.

 

Cuando comulgamos, los creyentes recibimos el efecto salvador del sacrificio en la Cruz y el alimento para nuestro caminar hacia la tierra de promisión.  Alimentados con el Cuerpo del Señor y lavados con su Sangre, los cristianos podemos soportar las asperezas del peregrinaje de esta vida, pasar de la esclavitud del pecado a la libertad de los hijos de Dios, caminar con esperanza hacia la tierra prometida: la casa del Padre. ¿No nos ha de preocupar el alejamiento de tantos cristianos de la participación en la Eucaristía? ¿Valoramos nosotros mismos el inmenso don de la Eucaristía?

 

  1. Unido al don de la Eucaristía, Cristo nos ha dado su nuevo mandato. «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado». Eucaristía, comunión con Cristo y con los hermanos, y existencia cristiana basada en el amor, son inseparables. Desde aquella Cena, Jesús nos enseña que participar de su amor es entregarse y gastarse como Él. El amor alcanza su cima en el don que la persona hace de sí misma, sin reservas, a Dios y al prójimo.

 

Y para enseñarnos cómo ha de ser el amor de sus discípulos, Jesús, antes de instituir el sacramento de su Cuerpo y Sangre, les sorprende ciñéndose una toalla y abajándose para lavarles los pies; se despoja de las vestiduras de su gloria, se ciñe el «vestido» de la humanidad y se hace esclavo. Lava los pies sucios de los discípulos, les purifica de sus impurezas y pecados, y así los capacita para acceder al banquete divino al que los invita. En el lavatorio de los pies, Jesús les da el don de la pureza, les hace capaces de entrar en comunión con Dios y los hermanos en el banquete divino. Pero el don se transforma después en un ejemplo, en la tarea de hacer lo mismo unos con otros. «Vosotros me llamáis «el Maestro» y «el Señor», y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros» (Jn 13, 12-14). Sólo podremos ser verdaderos discípulos de Jesús, si nos dejamos lavar los pies y purificar de nuestras impurezas y pecados en el sacramento de la Penitencia, y, si participando así de su amor en la Eucaristía, nos dejamos trasformar por su amor. Eso y sólo nos hace capaces y nos da fuerzas para amar, perdonar y servir como el Señor, para imitarlo en nuestra vida en el servicio a los demás, especialmente a los pobres, a los necesitados y abatidos, a los heridos de la vida. Porque, en el amor servicial, en la solicitud por el prójimo está la esencia del vivir cristiano.

 

El «mandamiento nuevo» que nos da el Señor no consiste en una norma nueva y difícil, que hasta entonces no existía. Lo nuevo es el don de si mismo que nos transforma y nos introduce en la mentalidad y en el camino de Cristo. El lavatorio de los pies, la institución de la eucaristía, la muerte de Jesús en la cruz, nos indican que la humildad, el perdón acogido y ofrecido y la disponibilidad para servir hasta la entrega total al prójimo son el camino para realizar y hacer verdad el precepto del Señor, para transformar el mundo con el amor de Dios.

 

¡Tarde de Jueves Santo! ¡Muchos sentimientos se agolparon entonces en el corazón de Jesús y de sus discípulos¡ !Muchos sentimientos invaden ahora nuestro corazón! Demos gracias a Dios que, en su Hijo Jesucristo, nos legó la Eucaristía, el don de amor más grande que pensarse pueda. Jesús se va, pero se queda presente entre nosotros en la Eucaristía.

 

Que María, ‘la mujer eucarística’ nos ayude a valorar la presencia de Cristo en la Eucaristía, a participar en ella y a adorarle con gratitud. Amén

 

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Misa Crismal

14 de abril de 2014/0 Comentarios/en Homilías, Homilías 2014/por obsegorbecastellon
Castellón de la Plana, S. I. Concatedral, 14 de abril de 2014

(Is 61,1-3ª.6ª.8b-9; Sal 88; Ap 1,5-8; Lc 4,16-21)

****

1. «Gracia y paz de parte de Jesucristo, el testigo fiel, (Apoc. 1,5) a todos vosotros -sacerdotes, diáconos, seminaristas, religiosos, religiosas y fieles laicos-, venidos de toda la Diócesis hasta esta Concatedral de Santa María para la Misa Crismal. En ella consagraremos el Crisma y bendeciremos los Óleos con que serán ungidos quienes reciban este año el bautismo, la confirmación, el orden sagrado o la unción de los enfermos.

 

Próximo ya el Jueves Santo, día de la Eucaristía y del Sacerdocio, esta mañana los sacerdotes renovaremos las promesas sacerdotales recordando nuestra ordenación y unción sacerdotal por el Santo Crisma. Por ello, queridos hermanos sacerdotes, estos días he pensado de modo especial en vosotros: habéis venido a mi mente y a mi corazón con vuestro rostro concreto, más jóvenes, unos, y más avanzados en años, otros; he pensado ante el Señor en vuestros posibles estados de ánimo: en unos serán de alegría y de ardor misionero y en otros tal vez de dolor pastoral o de cansancio, de desaliento o quizá de desconcierto en la tarea.

 

Y me he preguntado: ¿cómo os puedo -o mejor cómo nos podemos-  ayudar en esta situación?. Se trata de una ayuda, no de una acusación. ¿Cómo podremos, en efecto, mantener viva o fortalecer la alegría y el ardor misionero en unos casos, o cómo podremos, en otros casos, afrontar el dolor pastoral, recuperar la alegría y la fuerzas para la misión, superar el desaliento o el desconcierto?  Sé que ésta no es sólo una tarea mía; es una tarea de todos; algo que sólo juntos, unidos y cercanos los unos a los otros podremos acometer. Es importante, nos decía el papa Francisco a los Obispos en la Visita ad limina, que el obispo no se sienta solo, ni crea estar solo, sino que sea consciente de que también la grey que le ha sido encomendada tiene olfato para las cosas de Dios, especialmente vosotros los sacerdotes, mis colaboradores más directos, y también las personas consagradas y los laicos (Discurso en la Audiencia a los Obispos españoles, de 1 de marzo de 2014) .

 

Vivimos tiempos recios en nuestra misión pastoral. Por ello el mismo Papa Francisco nos decía que «ante la dura experiencia de la indiferencia de muchos bautizados y frente a una cultura, que arrincona a Dios en la vida privada y lo excluye del ámbito público, conviene que no olvidemos nuestra historia. De ella aprendemos que la gracia divina nunca se extingue y que el Espíritu Santo continúa obrando en la realidad actual con generosidad. Fiémonos siempre de Él y de lo mucho que siembra en los corazones de quienes están encomendados a nuestros cuidados pastorales» (Idem) .

 

En su hermosa Exhortación Evangelii gaudium, el Papa Francisco nos invita a experimentar la alegría del Evangelio y de su anuncio mediante el encuentro o el reencuentro personal con Jesucristo (EG 1), que nos lleve a una conversión personal y pastoral (EG 25). Y nos dice que «para mantener vivo el ardor misionero hace falta una decidida confianza en el Espíritu Santo, porque «él viene en ayuda de nuestra debilidad» (Rom 8, 26)» (EG 280).

 

Centremos, pues, esta mañana nuestra mirada en Jesucristo, el testigo fiel, el primogénito de entre los muertos, que nos ama y nos ha librados de nuestros pecados por su sangre (cf. Ap , 5-6). !Abramos una vez más nuestro corazón a Cristo! !Dejémonos encontrar por Él y su palabra, por su amor de predilección!. Él es la verdadera fuente de nuestra alegría y de nuestro ardor misionero. Hagamos memoria y descubramos también la acción generosa del Espíritu Santo en el pasado y en el presente de nuestras comunidades, de nuestra Iglesia y de nuestra propia historia personal.

 

Con estas actitudes, detengámonos unos momentos en la Palabra que acabamos de proclamar.

 

  1. “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido” (Is 61, 1). Estas palabras de Isaías, valen en primer lugar y ante todo para Jesús. El es el Cristo el Ungido del Señor, lleno del Espíritu Santo (cf. Lc 4, 21). Y desde Él y gracias a Él, estas palabras valen para todo bautizado y confirmado, y valen de un modo especial y por título particular para cada uno de nosotros, sacerdotes y obispo. El crisma, que vamos a consagrar, nos recuerda el misterio de la unción sagrada de nuestro Bautismo y nuestra Confirmación, así como la de nuestra Ordenación; una unción, que marca para siempre la persona y la vida de todo cristiano, una unción que marca para siempre especialmente nuestra persona y nuestra vida de presbíteros y de obispo. Cada uno de nosotros puede decir de sí: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido” (Is 61, 1).

 

Queridos sacerdotes, estas palabras nos conciernen de modo directo y especial. Por una unción singular que afecta a todo nuestro ser, hemos quedado configurados con Cristo, Pastor y Cabeza de su Iglesia, el Siervo de Dios. El Espíritu del Señor está en nosotros y con nosotros: con su aliento y con su fuerza podemos y debemos contar siempre y en todo momento y, sobre todo, en nuestra debilidad. Gracias al don del Espíritu en nosotros somos pastores y maestros en nombre del Señor en su Iglesia, renovamos el sacrificio de la redención, preparamos para el banquete pascual, presidimos al pueblo santo en el amor, lo alimentamos con la Palabra y lo fortalecemos con los sacramentos (cf. Prefacio de la Misa Crismal), y tenemos la fuerza para salir por los nuevos caminos que nos pide nuestra misión. !Fiémonos de la acción silenciosa, pero real y eficaz del Espíritu Santo en nosotros y a través de nosotros!.

 

Al recordar hoy nuestra ordenación presbiteral renovemos juntos y con el frescor y alegría del primer día, nuestras promesas sacerdotales. Hagamos memoria agradecida del don recibido de Cristo y de la presencia permanente del Espíritu en nosotros. Renovemos nuestro compromiso de amor contraído con Jesucristo y con los hermanos. Reconozcamos la inigualable novedad del ministerio y misión a la que servimos. Somos los ministros de la gracia del Espíritu Santo que Cristo ha enviado al mundo para la sanación y la salvación de todos desde la Cruz.  Esta es la fuente de la que surgirá una renovada alegría y un renovado impulso apostólico, el bálsamo que sanará nuestras heridas y la luz que nos guiará en la tarea pastoral. Dios es fiel a su don y a sus promesas. Su Espíritu es la fuerza que nos sustenta y alienta en nuestras luchas y dificultades, ante la tentación de la tibieza, de la acedia y del desaliento.

 

La presencia del Espíritu y nuestra unción están íntimamente unidos a nuestra misión. Hemos sido ungidos para ser enviados; en el servicio fiel y entregado a nuestro ministerio encontraremos el camino de la alegría y de nuestro ardor, y también de nuestra santificación.

 

  1. La primera misión que Dios nos ha confiado, queridos sacerdotes, es la de anunciar el Evangelio a todos. “El Espíritu del Señor me ha ungido para dar la buena noticia a los que sufren” (Is 61,1). Los pastores somos ministros, servidores, de la Palabra, el Verbo de Dios hecho carne, y de su Evangelio. Sí, queridos sacerdotes: Hemos sido ungidos para entregar nuestra vida al anuncio de la Palabra de Dios a los que sufren, siguiendo el ejemplo de Cristo, que dedicó toda su vida “a enseñar” (Act 1,1). San Pablo, en la segunda carta a los Corintios, nos recuerda que “no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor” (2 Co 4,5). Y a los mismos fieles de Corinto, en una carta precedente, les había escrito: “Nosotros predicamos a Cristo crucificado” (1 Co 1,23). Y hemos de hacerlo en todo momento, a tiempo y a destiempo, con ocasión y sin ella, con humildad, con respeto y con paciencia, buscando y transitando juntos los nuevos caminos de la evangelización, sin avergonzarnos nunca de Cristo, sabiendo que Dios tiene sus tiempos. Y sabiendo que, como Cristo Jesús, no estamos solos en el anuncio de la Palabra. Dejémonos llevar por la fuerza y la sabiduría del Espíritu; fiémonos de la eficacia inherente a la Palabra de Dios, que es viva y eficaz.

 

Nuestro anuncio de la Palabra ha de ir refrendada por nuestro actuar sincero y coherente. A Jesús le escuchaban con admiración no porque dijera palabras deslumbrantes, sino porque era la Palabra encarnada. El hacía vida lo que predicaba. Ese debe ser nuestro estilo. La Palabra tiene fuerza de convicción cuando anida en nuestro interior mediante la oración y brilla con pulcritud en nuestra vida. Seamos dóciles a las mociones del Espíritu Santo.

 

  1. «El Espíritu me ha enviado para proclamar el año de gracia del Señor» (Is 61,2). Somos ministros de la gracia del Señor, que es vida divina y llega a nosotros a través de los sacramentos gracias a la presencia eficaz del Espíritu Santo. A los viandantes, la gracia nos llega, sobre todo, a través de la Eucaristía y de la Penitencia. El sacerdote, cuando administra los sacramentos, lo hace «in persona Christi capitis». Por eso, cuando celebramos la Eucaristía es Cristo quien se ofrece al Padre por la salvación de los hombres. Cuando administramos el Sacramento de la Penitencia, es Cristo quien perdona los pecados. Para que nuestros fieles aprecien y acudan a los sacramentos, han de percibir en nosotros otros cristos, que valoran y viven lo que celebran.

 

«Celebremos siempre con fervor la Santa Eucaristía. Postrémonos con frecuencia y prolongadamente en adoración delante de Cristo Eucaristía.  Entremos, de algún modo, en la ‘escuela de la Eucaristía’. Muchos sacerdotes, a través de los siglos, han encontrado en ella el consuelo prometido por Jesús la noche de la última cena, el secreto para vencer su soledad, el apoyo para soportar sus sufrimientos, el alimento para retomar el camino después de cada desaliento, la energía interior para confirmar la propia elección de fidelidad. El testimonio que daremos al pueblo de Dios en la celebración eucarística depende mucho de nuestra relación personal con la Eucaristía» (Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes, Jueves Santo de 2000, n. 14).

 

Cuidemos con esmero esta relación con Cristo que nos ayudará a vivir con alegría y pasión nuestro ministerio sacerdotal. La nueva etapa de la Evangelización nos urge a centrar nuestra vida en Cristo. Animemos a los niños, a los jóvenes y a las familias a que tengan momentos de encuentro con Cristo Eucaristía. Las vocaciones nacerán y se fortalecerán al calor de su amor.

 

Respecto al Sacramento de la Penitencia os pediría que facilitéis lo más posible a los fieles el acercarse a recibir el perdón de Dios. Seamos ministros de la misericordia. Observo buena disposición en todos vosotros y os lo agradezco. Pero seremos mejores ministros de la misericordia de Dios si nosotros mismos somos asiduos receptores de la misma. Acudamos con frecuencia a recibir el abrazo del perdón misericordioso del Padre en el sacramento de la Penitencia.

 

  1. «El Espíritu del Señor me ha enviado para consolar a los afligidos, … para cambiar su ceniza en corona, su traje de luto en traje de fiesta, su abatimiento en cánticos»(Is 61,3). Los sacerdotes, como Jesucristo, hemos de reconocer que nuestra vida es don y entrega a los hermanos, en especial a los más pobres: a los desheredados, a los afligidos y a los abatidos. Hemos de ejercitar nuestro ministerio desde el servicio y desde el amor oblativo que libera, que levanta, que sana, que da consuelo, que aporta motivos para vivir y para esperar, que reconforta y alegra el espíritu. Seremos guías auténticos y regiremos bien la comunidad cristiana si servimos con generosidad a todos los miembros del Pueblo de Dios, ayudándolos a crecer, saliendo a buscar las ovejas perdidas y desorientadas, y llevando a todos a Jesucristo.

 

Ese es el sentido de las promesas que hoy vais a renovar.  Es necesario recordar y testimoniar de modo creíble que sólo Dios en Cristo es la verdadera riqueza que llena de alegría nuestro corazón y de sentido nuestra existencia. En Él está la alegría profunda que las promesas del mundo no pueden dar. El amor entregado a Cristo y la caridad pastoral apasionada  a quienes nos han sido confiados es nuestra respuesta agradecida al don permanente de Dios en nosotros. No nos dejemos llevar por el desaliento. Dejémonos encontrar y renovar por la gracia misericordiosa de Dios. Hoy queremos recordar y testimoniar ante el Pueblo de Dios que sólo Dios, su don y nuestro ministerio, son la verdadera riqueza que llena de sentido nuestra existencia. En Dios está la alegría profunda que las promesas del mundo no pueden dar.

 

Recordemos en esta santa Misa a los sacerdotes que a lo largo de este año han partido hacia la Casa del Padre: P. Miguel Llamazares Martínez, OSA; P. Eliseo Gil, Carmelita Descalzo; Rvdo. D. Salvador Martínez y Rvdo. D. Rafael Reig Armiñana, de la Archidiócesis de Valencia. Que el Señor les conceda su Paz y su Gloria para siempre.

 

Y que María, Madre de los sacerdotes, nos aliente a todos para cumplir bien y fielmente el ministerio que su Hijo, nos ha encomendado. Amén.

 

 

+Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Domingo de Ramos en la Pasión del Señor

13 de abril de 2014/0 Comentarios/en Homilías, Homilías 2014/por obsegorbecastellon

14 de abril de 2014

(Is 50,4-7; Sal 21; Filp 2,6-11; Mt26, 14-27, 66)

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¡Hermanas y hermanos, amados todos en el Señor!

 

  1. Con el Domingo de Ramos en la Pasión del Señor comienza la Semana Santa, en la que un año más celebramos los misterios santos de nuestra redención: la pasión, muerte y resurrección del Señor. “!Hosanna¡” y “!Crucifícalo¡” son las dos palabras, que sintetizan la celebración de este Domingo; palabras de aclamación, de una parte, y palabras de condena, por otra. Son las dos caras inseparables de la Semana Santa.

 

En la procesión hemos salido al encuentro del Señor con cantos y con palmas en nuestras manos. Hemos revivido lo que sucedió aquel día, en que Jesús, en medio de una multitud que le aclama como Mesías y Rey, entra triunfante en Jerusalén montado en un pollino. Tras la procesión de palmas nos hemos adentrado en la celebración de la Eucaristía, en que se actualiza la pasión y muerte en cruz de Cristo, proclamada en el relato de la Pasión según san mateo

 

Las lecturas de hoy fijan nuestra atención en Aquel que va a ser el centro de cuanto vamos a celebrar en estos días. Cristo Jesús, el Mesías e Hijo de Dios, fiel a la voluntad del Padre y por amor infinito hacia la humanidad, sigue el camino que le llevará a la cruz con el fin de abrirnos las puertas de la Vida.

 

  1. Jesús se entrega voluntariamente a su pasión y muerte; no va a la cruz obligado por fuerzas superiores a él. “Cristo se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Flp 2, 8). Obediente a la voluntad del Padre, Jesús comprende que ha llegado su hora; acoge la voluntad del Padre con la obediencia libre del Hijo y con infinito amor a los hombres. Jesús va a la cruz por nosotros; lleva nuestros pecados a la cruz, y nuestros pecados le llevan a la cruz: fue triturado por nuestras culpas, nos dice Isaías (cf. Is 53, 5). El proceso y la pasión de Jesús continúan en nuestro mundo; los renueva cada persona que, pecando, lo rechaza y prolonga el grito: “No a éste, sino a Barrabás. ¡Crucifícalo!”.

 

Al contemplar a Jesús en su pasión, vemos los sufrimientos de toda la humanidad. Cristo, aunque no tenía pecado, tomó sobre sí lo que el hombre no podía soportar: la injusticia, el mal, el pecado, el odio, el sufrimiento y, por último, la muerte. En Cristo, Hijo del hombre humillado y sufriente, Dios ama, perdona y acoge a todos. En la cruz, Dios restablece la comunión con los hombres y da el sentido último a la existencia humana. Dios nos ha creado por amor y para el amor. Dios ama al hombre con un amor infinito. La cruz es el abrazo definitivo de Dios a los hombres. Desde ese abrazo de Cristo en la cruz lo más hondo del misterio del hombre ya no es la muerte, sino la Vida. La cruz ha roto las cadenas de nuestra soledad y de nuestro pecado, y ha destruido el poderío de la muerte. Desde la pasión del Hijo de Dios, la pasión del hombre ya no es la hora de la derrota, sino la hora del triunfo: el triunfo del amor infinito de Dios sobre el pecado y sobre la muerte. La Semana Santa nos invita a acoger este mensaje de la cruz. Al contemplar a Jesús, el Padre quiere que aceptemos seguirlo en su pasión, para que, acogiendo su amor y reconciliados con El en Cristo, compartamos con El la resurrección.

  1. “Cristo por nosotros se sometió incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo, y le concedió el nombre que está sobre todo nombre” (Flp 2,9). Estas palabras del apóstol san Pablo expresan nuestra fe: la fe de nuestra Iglesia. La Semana Santa nos sitúa de nuevo ante Cristo, vivo en su Iglesia. El misterio pascual, la pasión, muerte y resurrección, que revivimos durante estos días, es siempre actual. Todos los años, durante la Semana Santa, se renueva la gran escena en la que se decide el drama definitivo, no sólo para una generación, sino para toda la humanidad y para cada persona. Nosotros somos hoy contemporáneos del Señor. Y, como la gente de Jerusalén, como los discípulos y las mujeres, estamos llamados a decidir si lo acogemos y creemos en él o lo rechazamos, si estamos con él o contra él, si somos simples espectadores de su pasión y muerte o, incluso, si le negamos con nuestras palabras, actitudes y comportamientos.

 

Como cada año, estos días santos quieren conducirnos a la celebración del centro de nuestra fe: Cristo Jesús y su misterio Pascual. Este es el centro de todas las celebraciones de esta Semana Santa, en la liturgia, las procesiones y representaciones de la pasión. Dejémonos encontrar por Cristo Jesús, que sale una vez más a nuestro encuentro. Recorramos con él el vía crucis para llegar a la vía lucis. Dejemos que se avive nuestra fe  en El y en su obra de Salvación. Ayudemos a otros a acercarse a Jesús y a encontrarse o reencontrarse con él para dejarse amar, sanar, perdonar y salvar por Dios, para recuperar la alegría del Evangelio, la alegría que da el saberse amados por Dios. Este es el núcleo central de nuestra fe, éste es el núcleo esencial de nuestra Semana Santa, que no puede quedar olvidado, desdibujado o diluido.

 

  1. En la pasión se pone de relieve la fidelidad de Cristo, en contraste con la infidelidad humana. En la hora de la prueba, mientras todos, también los discípulos, incluido Pedro, abandonan a Jesús (cf. Mt 26, 56), él permanece fiel, dispuesto a derramar su sangre para cumplir la misión que el Padre le ha confiado. Junto a él permanece María, silenciosa y sufriente. Aprendamos de Jesús y de su Madre, que es también nuestra madre. La verdadera fuerza del cristiano se ve en la fidelidad y la alegría con la que es capaz de vivir su fe y en la alegría de compartir con otros la experiencia del amor de Dios en Cristo, resistiendo a las corrientes contrarias, a la incomprensiones y a los hostigamientos. Es el camino por el que el Nazareno nos propone en su seguimiento.

 

Su muerte tan llena de fidelidad y de amor ha abierto un camino en el bosque, lleno de tropiezos, de nuestra realidad. Jesucristo, el Hijo de Dios, ha abierto un camino para que todos podamos seguirle, con la certeza de que, por difícil que nos parezca, el que quiera podrá encontrar en El la vida, la salvación y la gracia. Os invito a vivir estos días acercando nuestras vidas al Sacramento de la Confesión y, purificado el pasado, seguir dejando que Cristo brille en nosotros. ¡Abramos las puertas de nuestro corazón a Cristo que nos ama!.

 

  1. Celebremos estos días en contemplación meditativa. En ellos se va a hacer presente lo más grande y profundo que tenemos y creemos los cristianos. Que nuestra participación en las celebraciones nos adentren en un renovado despertar de nuestra fe, de nuestra esperanza y de nuestro amor. Así se lo pido a María que supo estar al lado de su Hijo Jesucristo. Que Ella, como buena Madre, nos ayude a ser fieles seguidores de su Hijo. Amén.

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Ordenación diaconal de Alipio Bibang

9 de febrero de 2014/0 Comentarios/en Homilías, Homilías 2014/por obsegorbecastellon

 

S.I. Catedral-Basílica de Segorbe, 9 de febrero de 2014

V Domingo del Tiempo ordinario 

(Is 58, 7-10; Sal 111; 1Cor 2,1-5; Mt 5, 13-16)

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¡Hermanas y hermanos, muy amados en el Señor!

 

Alegría y acción de gracias

  1. “Yo soy la luz del mundo -dice el Señor-; el que me sigue tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12). Estas palabras de Jesús, previas al Evangelio de este domingo, adquieren esta tarde una especial resonancia. Porque, ¿cómo no ver, queridos hermanos y hermanas en el Señor Jesús en esta ordenación de diácono una realización concreta de la llamada del Señor a seguirle? Dentro de breves momentos, querido Alipio, vas a ser llamado por la Iglesia para recibir el orden del diaconado en tu camino hacia el sacerdocio ordenado.

 

Bien sabes que en tu proceso vocacional no hay nada excepcional, salvo una cosa: la presencia del amor del Señor en tu vida que comenzó el día de tu bautismo. Ya de pequeño sentiste la vocación al sacerdocio a través de aquel sacerdote, cuya entrega te hizo sentir que querías ser como él. Las circunstancias te impidieron responder entonces a la llamada del Señor. Pero has sabido dejarte llevar por la mano de Dios hasta poder decir hoy, a tus 43 años, que lo más importante en tu vida es seguir a Jesucristo. Sí, queridos hermanos: quien descubre que el Señor se ha fijado en Él, quien le escucha y le sigue, encuentra en su seguimiento la razón de su existencia, que sólo puede generar una gran alegría. Contigo quiero en esta tarde decir: Señor, gracias por el don de la vocación de nuestro hermano Alipio. Gracias porque supiste vencer tus resistencias y dejarte llevar de su mano.

 

Tu alegría, querido Alipio, es nuestra alegría y es motivo para la acción de gracias: una acción de gracias, llena de gozo, por tu vocación, por tu familia que supo educarte en la fe cristiana, por los responsables de tu formación en el Seminario y por tus compañeros y amigos, por tus párrocos y por la comunidad parroquial de Alquerías del Niño Perdido. Lo peor que nos puede ocurrir como Iglesia y como presbiterio es caer en la incapacidad de alegrarnos por el bien, la indiferencia ante  los continuos dones del Señor en medio de nuestra Iglesia, aunque estos nos vengan de una tierra a la que nuestros antepasados llevaron la fe cristiana. Alegrémonos y demos gracias, hermanos, por esta ordenación diaconal.

 

Sí, esta celebración es un motivo de alegría y de esperanza para nuestra Iglesia, que se consuela hoy al ver que Dios sigue llamando y nos sigue enviando vocaciones, no obstante la enorme penuria vocacional que hay entre nosotros; nuestra Iglesia se consuela al constatar que, pese a las circunstancias adversas, hay todavía tierra buena donde la semilla de la vocación al sacerdocio es acogida y va dando sus frutos; nuestra Iglesia se consuela y se alegra al ver que, gracias al don de Dios y su acogida generosa, sigue creciendo en su vitalidad, se refuerza en su fidelidad y se dilata en su capacidad de servir.

 

Al ser ordenado  diácono

  1. Tu ordenación de diácono es una ocasión muy propicia para recordar el significado del diaconado. Como nos dice el Concilio Vaticano II eres ordenado diácono “para realizar un servicio y no para ejercer el sacerdocio” (LG 29). Mediante la imposición de mis manos y la oración consagratoria, el Señor derramará sobre ti su Espíritu Santo y te consagrará diácono. Participarás así de los dones y del ministerio que los Apóstoles recibieron del Señor y serás en la Iglesia y en el mundo signo e instrumento de Cristo, que vino “no para ser servido sino para servir”. Por una marca imborrable, quedarás conformado en tu ser y para siempre diácono, servidor a imagen y tras huellas de Cristo Siervo; la ordenación sacerdotal no borrará esta marca; también como sacerdote deberás seguir siendo servidor; no te sientas nunca dueño, sino servidor; no ocupes el centro como ocurre con cierta frecuencia, el centro le corresponde sólo a Jesucristo; con tu palabra y con tu vida deberás ser para siempre signo de Cristo Siervo, obediente hasta la muerte y muerte de Cruz para la salvación de todos.

 

Recibe pues, Alipio, el orden del diaconado para servir a los hombres, haciéndote portador de la salvación de Cristo. Para ello debes descubrir aún más la belleza de la cruz de Cristo. Pablo nos recuerda hoy (cf. 1 Cor 2,1-5) que el núcleo de nuestra misión está en anunciar el misterio del amor de Dios hacia todos, manifestado en la cruz de Cristo, para dejarse transformar por este amor. Frente a todas las doctrinas de salvación, Pablo sabe que lo único que salva es la cruz de Jesucristo, que ofrece el amor sanador y salvador de Dios. La cruz  es para Pablo el único sentido de su vida; la cruz le ha transformado, al igual que transforma a quien se deja tocar por ella.

 

Jesús mismo resume su propia misión en el mundo: “El Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida para la salvación de todos” (Mt 20, 28). Encarnándose, asumiendo la condición humana, Cristo no pone límites al propio abajamiento, “sino que se despojó a sí mismo (…), se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz”  (Flp 2, 7-8) para elevar a los hombres a la dignidad de hijos de Dios.

 

Como diácono te pones al servicio incondicional de Jesús, para ser sal de la tierra y luz del mundo, como nos recuerda el Evangelio (Mt 5, 13-16). Estas palabras, que valen para todo discípulo del Señor, son válidas también para el diácono por este nuevo título: estás llamado a servir a Cristo y, en él, a su Iglesia y a los hermanos, siguiendo los pasos de Cristo Siervo, para dar sabor al mundo y preservarlo de la corrupción del pecado, y para ser luz que refleje la Luz, que es Cristo, que ilumina la existencia de las personas: como Jesús no puedes poner condiciones de tiempo, de lugar o de tarea, y has de estar siempre disponible para Dios y para los hermanos en total obediencia a la Iglesia y al Obispo. Como Cristo lo hizo, estás llamado  a poner toda tu persona y toda tu vida –tus capacidades, tus energías, tu tiempo y tus deseos- al servicio de Cristo, de su Evangelio y de la Iglesia para la salvación del mundo.

 

Morir a sí mismos para dar mucho fruto como el grano trigo ha de morir en la tierra para desplegar toda su fecundidad: este es el camino indicado por Cristo y que se simboliza plásticamente en el rito de la postración. Al postrarte con todo tu cuerpo y apoyar la frente sobre el suelo, manifiestas tu completa disponibilidad para tomar el ministerio que se te confía. En ese yacer en tierra en forma de cruz antes de la Ordenación muestras que acoges en tu propia vida la cruz de Cristo, que es entrega total por amor. No se genera vida sin entregar la propia. Amar como Cristo es darse sin escatimar, hasta desaparecer. El amor entregado genera vida, el apego a sí mismo, por  contra, lleva a la autodestrucción. Se trata de una verdad que el mundo actual rechaza y desprecia, porque hace del amor hacia sí mismo el criterio supremo de la existencia. El discípulo de Cristo no considera su interés personal, su bienestar o la propia supervivencia; al contrario, sabe que despreciar la propia vida por amor a Cristo y a los hermanos es conservarse para una vida definitiva y eterna. Ser discípulo de Cristo significa encontrarse con Él, la Luz del Mundo, para dejarse transformar por él, acoger la luz que de él procede,  para vivir como Él, aun en medio de la oscuridad, de la hostilidad y de la persecución; quien así vive se encuentra, como Jesús, en la esfera del Espíritu, en el hogar del Padre, y es sal de la tierra y luz del mundo.

 

La gracia divina, que recibirás con el sacramento, te hará posible esta entrega total y dedicación plena a los otros por amor de Cristo; y además te ayudará a buscarla con toda la fuerza. Esto será el mejor modo de prepararte para recibir la ordenación sacerdotal: servir es un ejercicio fecundo de caridad. Hoy, todos nosotros pediremos al Señor la gracia que te ayude a transformarte en fiel espejo de su caridad, hecha servicio.

 

Y ejercer la triple diaconía

  1. Al ser ordenado de diácono serás consagrado y enviado para ejercitar un triple servicio, una triple diaconía: la de la Palabra, la de la Eucaristía y la de la caridad. Es tarea del Diácono, entre otras, la proclamación del Evangelio como también la de ayudar a los Presbíteros en la explicación de la Palabra de Dios. Más tarde te entregaré el Evangelio con estas palabras: “Recibe el Evangelio de Cristo, del cual has sido constituido mensajero: convierte en fe viva lo que lees y lo que has hecho fe viva enséñalo, y cumple aquello que has enseñado”.

 

Como diácono serás mensajero del Evangelio de Jesús. Te has de poner en camino, dócil a la moción del Espíritu, para anunciar el Evangelio de Jesús a todos, guiar en su comprensión y acompañar hasta el encuentro personal con el mismo Señor y su salvación. Para que puedas proclamar y anunciar a Jesucristo y su Evangelio has de saber acoger y saborear tú mismo con fe viva el Evangelio que anuncias. El mensajero del Evangelio ha de leer y escuchar, contemplar y asimilar la Palabra de Dios, saborearla y dejarse iluminar, para dejarse él mismo guiar y conducir por la Palabra de Dios. Una de las tareas más urgentes de nuestra Iglesia y el mejor servicio que puede prestar hoy es la diaconía a la Verdad de la Palabra de Dios, la verdad del hombre, del matrimonio y de la familia, de la sociedad y de la historia.

 

Como Diácono serás también el primer colaborador del Obispo y del Sacerdote en la celebración de la Eucaristía, el gran «misterio de la fe». Tendrás también el honor y el gozo de ser el servidor del «Mysterium». A ti se te entregará el Cuerpo y la Sangre del Salvador para que lo reciban y se alimenten los fieles. Trata siempre los santos misterios con íntima adoración, con recogimiento exterior y con devoción de espíritu que sean expresión de un alma que cree y que es consciente de la alta dignidad de su tarea.

 

Como Diácono se te confía, finalmente y de modo particular, el ministerio de la caridad, que se encuentra en el origen de la institución de la diaconía. Si la Eucaristía es efectivamente el centro de nuestra vida, ésta no sólo nos lleva al encuentro de comunión con Cristo, sino que también nos  lleva y da la fuerza para el encuentro de comunión con los hermanos. Atender a las necesidades de los otros, tener en cuenta las penas y sufrimientos de los hermanos, ser capaces de entregarse en bien del prójimo: estos son los signos distintivos del discípulo del Señor, que se alimenta con el Pan Eucarístico. Entonces «romperá la luz como la aurora», cuando partas «el pan con el hambriento», hospedes «a los pobres sin techo», vistas «al que ves desnudo» y no te cierres en tu propia carne» (Is 58, 7-8)

 

Por la ordenación de diácono ya no se perteneces a tí mismo. El Señor te dio ejemplo para que lo que él hizo también tú lo hagas. En tu condición de diácono, es decir, de servidor de Jesucristo, que se mostró servidor de los discípulos, siguiendo gustosamente la voluntad de Dios, sirve con amor y alegría tanto a Dios como a los hombres y así serás sal de la tierra y luz del mundo. Sé compasivo, solidario, acogedor y benigno para con los demás; dedica a los otros tu persona, tus intereses, tu tiempo, tu trabajo y tu vida. El Diácono, colaborador del Obispo y de los Presbíteros, debe ser juntamente con ellos, la viva y operante expresión de la caridad de Cristo y de la Iglesia: es, a la vez, pan para el hambriento, sal de la tierra, luz para el mundo, el desarrollo y el progreso humano y social, palabra y acción para la justicia

 

El don del celibato que acoges libre responsable y conscientemente y que prometes observar durante toda la vida por causa del reino de los cielos, ha de ser para ti símbolo y, al mismo tiempo, estímulo de tu amor servicial y fuente de fecundidad apostólica. Movido por un amor sincero a Jesucristo y viviendo este estado con total entrega, te resultará más fácil consagrarte con corazón indiviso al servicio de Dios y de los hombres.

 

  1. Queridos todos: Dentro de unos momentos suplicaré al Señor para que derrame el Espíritu Santo sobre nuestro hermano, con el fin de que le “fortalezca con los siete dones de su gracia y cumpla fielmente la obra del ministerio”. Unámonos todos en esta oración para que Alipio obtenga esta nueva efusión del Espíritu Santo. Y oremos a Dios, fuente y origen de todo don, que nos conceda nuevas vocaciones al ministerio ordenado. A Él se lo pedimos de las manos de María por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.

 

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Fiesta de la Presentación del Señor. Jornada Mundial de la Vida Consagrada

2 de febrero de 2014/0 Comentarios/en Homilías, Homilías 2014/por obsegorbecastellon
Iglesia Parroquial de El Salvador, Castellón de la Plana, 2 de febrero de 2014

(Ml 3,1-4; Sal 23; Hb 2,14-18; Lc 2,22-40)

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Queridos hermanos y hermanas en el Señor Jesús:

 

Fiesta del encuentro de Jesús

  1. La Fiesta de la Presentación de Jesús en el templo, como nos recordaba esta mañana el Papa Francisco, se llama también la Fiesta del encuentro. Al comienzo de la liturgia de este día se nos dice que Jesús va al encuentro con su pueblo. La ley de Moisés prescribía a los padres, que cuarenta días después del nacimiento del primogénito, subieran al Templo de Jerusalén para ofrecer a su hijo al Señor y para la purificación ritual de la madre (cf. Ex 13, 1-2.11-16; Lv 12, 1-8). También María y José cumplen con este rito, ofreciendo, según la Ley, dos tórtolas o dos pichones. El Hijo de Dios, que, al encarnarse, quiso “parecerse en todo a sus hermanos” menos en el pecado (Hb 2,17), comparte en todo su vida con los hombres, sin excluir la observancia de la ley prescrita para el hombre pecador.

 

Y así, Dios se sirve del cumplimiento de la Ley para se produzca el encuentro entre Jesús y su pueblo. Cuando María y José llevaron al Niño al templo de Jerusalén tiene lugar el primer encuentro entre Jesús y su pueblo, representado por los ancianos Simeón y Ana. Simeón reconoce y proclama que Jesús es la “salvación” de la humanidad, la “luz” de todas las naciones y “signo de contradicción”, porque desvelará las intenciones de los corazones (cf. Lc 2, 29-35).

 

Es la fiesta del encuentro de Jesús con su pueblo, en Simeón y Ana que lo reconocen como el Mesías esperado. Simeón y Ana representan a su pueblo, el pueblo de Dios, y a la humanidad que encuentra a su Señor en la Iglesia. Como Simeón o Ana hemos de tener la mirada y el corazón bien abiertos para ver en Jesús, la respuesta de Dios a la milenaria búsqueda de los hombres: a su espera de salvación, a su búsqueda de luz, de sentido, de amor, de vida y de felicidad, a su deseo del Infinito.

 

Fiesta de la consagración de Jesús a Dios Padre

  1. La Fiesta de la Presentación de Jesús en el templo es también Fiesta de la consagración de Jesús a Dios Padre. María y José presentan a Jesús en el templo, para ofrecerlo, para consagrarlo al Señor (Lc 2, 22). Jesús viene a este mundo para cumplir la voluntad del Padre con una oblación total de sí, con una fidelidad plena y con una obediencia filial al Padre (cf. Hb 10, 5-7). Simeón anuncia con palabra profética la suprema entrega de Jesús y su victoria final (cf. Lc 2, 32-35).

 

El Señor viene para purificar a la humanidad del pecado, para restablecer la alianza definitiva de comunión de Dios con su pueblo y para que así se pueda presentar a Dios “la ofrenda como es debido”. La primera y verdadera ofrenda, la que instaura el culto perfecto y da valor a toda otra oblación y consagración, es la que Cristo hace de sí mismo, de su propia persona y de su propia voluntad, al Padre. Así, Jesús nos muestra cuál es el camino de la verdadera consagración a Dios: este camino es la acogida incondicional del designio de Dios, de su amor y de su voluntad sobre cada uno, es la acogida gozosa de la propia vocación mediante la entrega total y radical de sí mismos a Dios en favor de los demás.

 

En la carta a los Hebreos podemos leer que Cristo por su oblación amorosa y obediente al Padre hasta la muerte, nos libera del pecado y de la muerte que nos esclavizan. En esta oblación total de Jesús al Padre descubrimos el valor de la humildad, de la pobreza y de la obediencia ante Dios, necesarios para que toda persona encuentre su propia verdad, su propio bien, su propia felicidad y alegría y esperanza en su vida. Este camino de Jesús es válido para la consagración a Dios de todo bautizado; y lo es también y de modo especial para todos los llamados a reproducir en la Iglesia y en el mundo, “los rasgos de Jesús virgen, pobre y obediente” (VC 1), mediante los consejos evangélicos.

 

En nuestros intentos de buscar la felicidad, la vida y la propia realización, los humanos vivimos con miedo al fracaso. En la raíz de todos nuestros miedos está nuestro miedo ante Dios y pensar que Dios es un dios celoso de la felicidad humana; está el temor a no alcanzar la vida con Dios siguiendo sus caminos, el temor a poner a Dios en el centro de nuestra existencia, el temor a entregamos totalmente a Él. Eso nos lleva tantas veces a mendigar seguridades fuera de Dios y a buscar vida fuera de El. Así acabamos esclavos de todo lo que pretende darnos una seguridad imposible. Nos cerramos a Dios y a su amor, y ello nos lleva a cerrarnos al otro: así nos aferramos a nuestros horizontes limitados y a nuestros egoísmos, a nuestro afán desordenado de autonomía personal al margen del designio de Dios, al goce efímero de nuestro cuerpo o a la posesión insaciable de bienes materiales. A partir de esta esclavitud se comprenden las demás esclavitudes humanas. Los intentos de liberación que no vayan a esta raíz no harán sino cambiar el sentido de la esclavitud.

 

La Fiesta de la Vida Consagrada

  1. La Fiesta de la Presentación de Jesús en el templo es la Fiesta de la Vida Consagrada. La oblación del Hijo de Dios, en su presentación en el Templo, es un modelo para los hombres y mujeres que consagran toda su vida al Señor. Por esta razón, hoy celebramos la Jornada especial de la vida consagrada. En este día, en primer lugar, alabamos y damos gracias al Señor por el don de la vida consagrada; para que, en segundo lugar, la vida consagrada en su diversidad de carismas sea conocida y estimada por todo el pueblo de Dios. Y este día es, por último, una invitación a todos los consagrados a celebrar las maravillas que el Señor ha realizado en vosotros.

 

El lema escogido para este año es «La alegría del Evangelio en la vida consagrada», en sintonía con la primera exhortación apostólica del Papa Francisco (Evangelii gaudium). «La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvara por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría». Estas son las palabras al inicio de la exhortación apostólica del Papa. Así ocurrió con Simeón y Ana el día de la presentación de Jesús en templo. Así ocuurre con todos los que se dejan encontrar y enamorar por Cristo. Entre los que se encuentran con Jesucristo estáis de modo especial las personas consagradas, cuya vocación (consagración-comunión-misión) se entiende plenamente desde el encuentro personal con Jesucristo pobre, casto y obediente, para seguirle más de cerca y con radicalidad evangélica.

 

Vuestra alegría, querido consagrados, nace de Dios en el encuentro con Jesucristo, que es la fuente de la verdadera alegría, La alegría en la vida consagrada procede de la fe, que a su vez proviene de la acogida de la Palabra de Dios. «El anuncio de la Palabra crea comunión y es fuente de alegría. Una alegría profunda que brota del corazón mismo de la vida trinitaria y que se nos comunica en el Hijo ( … ). Según la Escritura, la alegría es fruto del Espíritu Santo (cf. Gál 5,22), que nos permite entrar en la Palabra y hacer que la Palabra divina entre en nosotros trayendo frutos de vida eterna» (Benedicto XVI, Verbum Domini, 123). Para mantener viva esta alegría es necesario mantener viva la fascinación que os produjo vuestro primer encuentro con Cristo, un encuentro que debe ser cultivado día a día, para que se mantenga fresca vuestra condición de consagrados, para que no se apague vuestro amor primero, para que vuestra fidelidad no sea un mero conservar sino que se mantenga siempre fresca, arraigada junto al río de la vida, que es Cristo, que se nos da en su Palabra, en su Eucaristía, en el Sacramento de la Penitencia, en su Iglesia. El encuentro constante con el amor de Dios en Cristo y la acogida de la llamada amorosa y gratuita de Dios cambian radicalmente la vida de una persona y la mantienen joven. Nada hace ensanchar el corazón humano tanto como la convicción de que Dios es el ‘único bien’, que sólo en El está la Salvación, que sólo en Él está la plenitud (Sal 39, 10).  Pretender dignificar la vida humana de espaldas a Dios devalúa la existencia humana. La vida tiene sentido sólo cuando Dios es reconocido como dueño y como bien.

 

Exhortación final

  1. Así pues, queridos consagrados todos, os invito a que, llenos de confianza, gratitud y gozo, renovéis a continuación vuestros votos, signo de la ofrenda total de vosotros mismos a Dios. Acercaos al Dios tres veces santo, para ofrecer vuestras personas, vuestra vida y vuestra misión, personal y comunitaria, de hombres y mujeres consagrados al Reino de Dios. Hacedlo en íntima comunión espiritual con la Virgen María: ella es la primera y perfecta consagrada, llevada por el Dios que lleva en brazos; Virgen, pobre y obediente, totalmente entregada a nosotros, porque es toda de Dios. Siguiendo su ejemplo, y con su ayuda maternal, renovad vuestro «fiat«. Amén.

 

 

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

 

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Apertura del II Año Mariano de Lledó

26 de enero de 2014/0 Comentarios/en Homilías, Homilías 2014/por obsegorbecastellon
Basílica de Ntra. Señora del Lledó, 26 de Enero de 2014

(Is 8, 23-9, 3; Sal 26; 1 Cor  1, 10-13, 17; Mt 4, 12-23)

****

  

¡Hermanas y hermanos muy amados en el Señor!

 

Saludo

  1. Permitidme que antes de nada salude de corazón a los sacerdotes concelebrantes, y, de modo especial, al Sr. Vicario General, al Sr. Prior de esta Basílica, que nos acoge, al Ilmo. Sr. Prior de la Real Cofradía de la Mare de Dèu del Lledó y a los Sres. Arciprestes de la Ciudad. Saludo con afecto también y agradezco la presencia del Sr. Alcalde de Castellón y al Sr. Regidor de Ermitas, así como al Sr. Presidente de la Cofradía y a la Sra. Presidenta de las Camareras, a la Junta Directiva y al Clavario y al Perot de este año.

 

Sed bienvenidos todos cuantos habéis acudido a esta solemne Eucaristía con la que abrimos oficialmente el II Año Mariano de la fe, que comenzó el día 1 de enero y concluirá, D.m., el día 31 diciembre. Con este II Año Mariano cumplimos con el compromiso adquirido hace seis años de celebrar ‘año mariano’ cuando el día 4 de mayo coincida en domingo, para recordar así el día de la coronación canónica y pontificia de la imagen de la Virgen de Lledó, aquel domingo 4 de mayo de 1924.

 

 

Tiempo especial de gracia

  1. El Año Mariano es un tiempo especial de gracia de Dios, en que vamos a sentir más cerca, si cabe, la presencia de la Virgen en medio de nosotros y, en ella y a través de ella, Mediadora de todas las gracias, podremos experimentar la bondad. el amor y la misericordia de Dios mismo en su Hijo Jesucristo, nuestra «luz y salvación» (Sal 26). A ello se encamina la posibilidad de ganar la indulgencia plenaria, que la Santa Sede nos ha concedido para este año a toda aquel que cumpla las condiciones de costumbre, y en especial acogiendo la misericordia de Dios en el perdón de nuestros pecados en el sacramento de la Penitencia y la participación en la Comunión eucarística.

 

Es nuestro vivo deseo que este año mariano nos ayude a despertar o a profundizar nuestra devoción a la Virgen para que de sus manos nos encontremos con su Hijo, Jesucristo, para ser sus discípulos y testigos vivos del Evangelio. Es lo que nos indica y pide también el Evangelio de este III Domingo del Tiempo Ordinario.

 

Al comienzo de su vida pública, Jesús comienza a predicar diciendo: «Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos» (Mt 4,17). Y pasando poco después junto al lago de Galilea, encuentra a Pedo y a Andrés, y más tarde a Santiago y Juan, y les dice: «Venid y seguidme, y os haré pescadores de hombres» (Mt 4,19). Conversión, seguimiento pronto de Jesus y misión: son tres palabras que nos han de acompañar en este Año Mariano. Hay a quien le puede parecer demasiado espiritual esta finalidad para el Año Mariano; pero es lo que nos pide la Palabra de Dios y la situación de nuestra Iglesia diocesana y la Iglesia en nuestra Ciudad,  y nuestra situación como bautizados; y es también lo que nos piden reiteradamente la Iglesia universal y el Papa Francisco. Los actos de este año deberían ayudarnos a cultivar nuestra vida espiritual mediante una conversión sincera, profunda y radical a Dios en Cristo para seguirle con prontitud y fidelidad y para ser sus testigos y misioneros. Así mismo nos deberían ayudarnos a hacer más fervorosa y límpida nuestra devoción a María, la Mare de Déu del Lledó. De lo contrario, nuestras celebraciones y procesiones quedarán en la superficie y en lo externo sin que la gracia y la vida, la misericordia y la sanación de Dios en Cristo calen en nuestra existencia y la transformen.

 

Conversión

  1. «Convertíos, porque está cerca el Reino de los cielos», nos dice el Señor en el Evangelio de hoy (Mt 4,17). Convertirse es volver la mirada y el corazón a Dios en Cristo, para que Él ocupe el centro de nuestra vida personal, de nuestras familias, de nuestras relaciones sociales o de nuestro trabajo profesional. No tengamos miedo a dejar que Dios ocupe el centro de nuestra vida. Pensamos que Dios nos quita algo. Pero no: Dios no nos quita, sino que nos lo da todo. Dios nos enseña y nos capacita para vivir cada momento con verdadero amor y entrega hacia él y hacia los hermanos, Cristo non enseña y capacita para vivir y crecer en verdadera libertad y responsabilidad, para crecer en felicidad; Él ilumina nuestro camino y nos alienta en la esperanza, nos ayuda a construir un mundo más humano, basado en la justicia, en la verdad, en la caridad y en la paz: este es el Reino de Dios, anunciado e inaugurado por Cristo.

 

Así nos lo muestra la Virgen Maria. Al contemplarla coronada, la cantamos como nuestra Reina y Patrona; a ella acudimos por ser la Mare de Déu. En ella no contemplamos otra cosa sino el amor y la grandeza de Dios para con ella y, a través de ella, para todos nosotros y para la humanidad entera. María es grande porque Dios es grande con ella y porque ella ha dejado a Dios ser grande en su vida, porque ha dejado que Dios ocupara el centro de su existencia, porque ha vivido de Dios, desde Dios y para Dios. Por ello, María canta con gratitud y alegría: «Proclama mi alma la grandeza del Señor …  porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mi» (Lc 1,46.49).

 

Convertidos a Dios en Cristo, teniendo a Dios en Cristo como centro, san Pablo en su primera carta a los Corintios, nos exhorta a vivir «bien unidos con un mismo sentir y un mismo pensar» (1 Cor 1,10) para superar cualquier división. La verdadera conversión implica adquirir los mismos sentimientos y pensamientos de Cristo, vivir todos unidos en Él, a ejemplo de María, que, como nos muestra en su canto del Magnificat, siente con los sentimientos de Dios, piensa con pensamientos de Dios, habla con palabras de Dios: este canto es una biografía de María, como un paño entretejido con hilos de la Palabra de Dios (Benedicto XVI). Nuestra conversión a Cristo nos llevará a dejar de lado los personalismos en la Cofradía y en la Iglesia. No somos de Pedro, Pablo o Apolo, sino que todos somos de Cristo y Cristo es Dios.

 

Seguimiento

  1. El Señor nos llama esta mañana a su seguimiento. Él nos invita a ser sus discípulos, como llamó aquel día junto al lago a Pedro, Andrés, Santiago y Juan: «Venid y seguidme» (Mt 4,19). Él nos llama personalmente, pero no aisladamente, sino junto con otros, con los demás discípulos en el seno de la comunidad de los creyentes, en su Iglesia. Seguir a Jesús es entrar en la escuela del Maestro, estar con Él, escucharle, intimar con Él para conocerle y amarle. Como María hemos de escuchar y contemplar su Palabra y sus obras en la oración, dejar que sus palabras y su vida vayan cambiando nuestro corazón e iluminando nuestro caminar por esta vida. «El Señor es mi luz y mi salvación», hemos cantado con el salmista (Sal 62). El es la luz que ilumina la obscuridad de nuestro mundo. «El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaba en tierra y en sombras de muerte, una luz les brilló» (Mt 4,16). Seguir a Jesús significa también acoger y seguir sus caminos, que son sus mandamientos; vivir el mandamiento del amor según el espíritu de las Bienaventuranzas.

 

El verdadero discípulo de Jesús va con alegría a su encuentro con Él en la Eucaristía, para dejarse atraer por él, para dejarse unir con él y con resto de los que participan en el mismo Pan, que es su Cuerpo, para dejarse enviar a vivir y dar testimonio del amor compartido. Seguir a Jesús dejarse perdonar por su amor misericordioso, cuando, como Pedro, le negamos con nuestros pecados, con nuestras faltas de amor.

 

Misión

  1. Y, finalmente, como a los Apóstoles, nos dice a cada uno: «os haré pescadores de hombres» (Mt 4,19). Cristo Jesús nos envía a la misión. El Papa Francisco nos dice con frecuencia que todos somos ‘discípulos misioneros’. El verdadero discípulo es siempre misionero, anuncia como Pablo el Evangelio, de palabra y, sobre todo, con el testimonio de vida fiel y coherente del verdadero discípulo.

 

Anunciar el Evangelio en toda ocasión y circunstancia es propio no sólo de los Pastores, de los Obispos, sucesores de los Apóstoles, o de los sacerdotes, que participan en el ministerio apostólico. Todo cristiano está llamado a anunciar a otros el Evangelio, a llevar a otros al encuentro con Jesucristo: en la familia, en el trabajo o en el ocio, a los esposos y los hijos, a los vecinos, a los amigos o a aquel que Dios pone en nuestro camino. Así lo hizo María en las bodas de Caná, cuando dijo al Mayordomo: «Haced lo que Él os diga» (Jn 5,2).

 

La mejor forma de anunciar el Evangelio, el mejor modo de ganar a otros para el Señor, de llevar a otros a la Luz en la obscuridad, es un testimonio de vida fiel a Cristo y coherente con la fe. Recordad lo que llamaba la atención a los paganos de los primeros cristianos: «Mirad cómo se aman», decían. El Señor nos pide y la Virgen quiere que seamos una Iglesia que, en las familias y en las comunidades, vive la fraternidad y la caridad para con todos, en especial, con los más necesitados de pan, de cultura y de Dios.

 

Por ello hemos de desterrar de nuestra Iglesia, de sus comunidades, asociaciones y grupos, comenzando por cada uno de nosotros, toda impureza y pecado, las envidias, las murmuraciones o los personalismos, que no unen sino que generan división, y que son un verdadero antitestimonio para niños y  jóvenes, para los alejados y para quienes no han oído hablar de Jesucristo.

 

Exhortación

  1. Vivamos este II Año Mariano de Lledó como un tiempo de gracia que, tras las huellas y de manos de Maria, nos ayude a convertirnos a Dios en Cristo, para ser sus discípulos e ir la misión. Que en este tiempo se avive nuestro amor y nuestra devoción a María, la Mare del Lledó, y que como ella sepamos decir: “He aquí la esclava el Señor; hágase en mi según tu palabra” (Lc 1,38).

 

 

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Fiesta del Bautismo del Señor. Apertura del Año Vocacional de la Consolación

11 de enero de 2014/0 Comentarios/en Homilías, Homilías 2014/por obsegorbecastellon
Capilla del Colegio de la Consolación en Castellón – 11 de enero de 2013

(Is 42,1-4. 6-7; Sal 28; Hech 10,34-38; Mt 3,13-17)

***

¡Hermanas y hermanos, todos en el Señor Jesús!

 

  1. En la víspera de la Fiesta del Bautismo de Jesús, el Señor nos convoca para esta Eucaristía en el inicio del año vocacional de vuestra Congregación de Hermanas de la Consolación. Esta tarde y este año nos une a todos un mismo deseo: agradecer a Dios nuestra propia vocación y ofrecer a otros la posibilidad de vivir el regalo de seguir a Jesús con nuestra vida, en nuestro trabajo, junto a nuestras familias y comunidades.

 

La Fiesta del Bautismo de Jesús nos conduce al núcleo, al meollo, de este año vocacional: centra nuestra mirada en Jesús, que es quien llama, y nos recuerda nuestro propio bautismo, que es una la llamada permanente al seguimiento del Señor. Porque, para un bautizado la vocación no es un mero proceso de comunicación en el que llegamos a descubrir con profundidad nuestra riqueza interior y la de las personas que nos rodean, un proceso que nos interpela constantemente y nos lanza al servicio de los demás. La vocación, antes todo, es un don gratuito de Dios: esa es la riqueza interior que todo bautizado lleva dentro de sí, llamada a ser descubierta, acogida y vivida en fidelidad.

 

Bautismo de Jesús: manifestación de su divinidad

  1. Con la Fiesta del Bautismo de Jesús concluye el tiempo de Navidad. Este día nos brinda la oportunidad de revivir el bautismo de Jesús. Recordemos: A orillas del Jordán, Juan Bautista administra un bautismo de penitencia, exhortando a la conversión de los pecados. Ante el Precursor llega también Jesús, el cual, con su presencia, transforma ese gesto de penitencia en una solemne manifestación de su divinidad. “Apenas se bautizó Jesús, salió del agua; se abrió el cielo y vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre él. Y vino una voz del cielo, que decía: Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto” (Mt 3, 16-17). Son las palabras de Dios-Padre que nos manifiestan a Jesús como su Hijo unigénito, su Hijo amado y predilecto.

 

Esta ‘manifestación’ del Señor sigue a la manifestación de Jesús a los pastores en la humildad del pesebre en Navidad,  y a la manifestación a los Magos de Oriente en Epifanía con los Magos, que en el Niño adoran al Rey anunciado por las Escrituras. En la Navidad hemos contemplado con admiración y alegría la aparición de la ‘gracia salvadora de Dios a todos los hombres’ (Tt 2, 11); una gracia, manifestada en la pobreza y humildad del Niño-Dios, nacido de María virgen por obra del Espíritu Santo. En el tiempo navideño hemos ido descubriendo las primeras manifestaciones de Cristo, ‘luz verdadera que ilumina a todo hombre’ (Jn 1, 9): luz, que brilló primero para los pastores y después para los Magos, primicia de todos los pueblos llamados a la fe, que, siguiendo la luz de la estrella, y llegaron a Belén para adorar al Niño recién nacido (cf. Mt 2, 2).

 

Hoy, en el Jordán se realiza cuanto se ha dicho del Niño-Dios, adorado por los pastores y los Magos. Dios-Padre presenta a Jesús, al inicio de su vida pública como su Hijo unigénito, como el Cordero que toma sobre sí el pecado del mundo. En el Bautismo de Jesús, el Padre manifiesta a los hombres que Jesús es su Hijo y revela su misión de consagrado de Dios y Mesías. Jesús comienza públicamente su misión salvadora; Él es el enviado por Dios para ser portador de justicia, de luz, de libertad y de consuelo. “Ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él” (Hech 10, 38)  Su misión se caracterizará por el estilo del siervo humilde y manso, dispuesto a entregarse totalmente; él hará de su vida un acto de entrega y de servicio a todos, como nos ha dicho Isaías (Is 42, 1-4. 6-7).

 

En el Jordán se abre así una nueva era para toda la humanidad. Este hombre, que aparentemente no es diferente de todos los demás, es Dios mismo, que viene a nosotros para liberarnos del pecado y para dar el poder de “convertirse en hijos de Dios, a los que creen en su nombre; los cuales no nacieron de sangre, ni de deseo de hombre, sino que nacieron de Dios” (Jn 1, 12-13).

 

El bautismo cristiano: don destinado al crecimiento

  1. El Bautismo de Jesús nos remite así a nuestro propio bautismo. En la fuente bautismal, al renacer por el agua y por el Espíritu Santo, la gracia de Cristo transforma nuestra existencia: la libera del pecado y de la muerte, y pasa de ser mortal a ser inmortal. Por el bautismo hemos sido injertados en la vida misma de Dios, hemos quedado convertidos en sus hijos adoptivos en su unigénito “Hijo predilecto”. ¡Cómo no dar gracias a Dios, que nos ha convertido en hijos suyos en Cristo! Esta es nuestra primordial vocación, base de toda otra vocación específica: un don y una tarea que nos acompaña de por vida hasta lograr la estatura de Cristo.

 

Porque, no olvidemos que el don de la nueva vida bautismal pide la acogida y colaboración humana; la primera cooperación de la criatura es la fe, con la que, atraída interiormente por Dios, se abandona libremente en sus manos. Todo bautizado, también los bautizados en la infancia en la fe de la Iglesia, profesada por sus padres, al llegar al despertar religioso y al uso de la  razón, debe recorrer, personal y libremente, un camino espiritual que, con la gracia de Dios, le lleve a vivir y desarrollar el don recibido en el bautismo. Pero ¿podrán abrirse los niños y los adolescentes a la fe y al don recibido si los adultos, especialmente los padres y educadores cristianos, los pastores y los consagrados no les ayudamos a ello? Nuestros niños y adolescentes necesitan que sus padres y educadores, que toda la comunidad cristiana les ayudemos a conocer el rostro de Dios, que es amor misericordioso y compasivo, y a encontrarse personalmente con Jesús para entablar una verdadera amistad con él. A los padres y educadores les corresponde introducirles en este conocimiento y amistad a través de palabra y sobre todo del testimonio de vida cristiana en el día a día, en su forma de vida, en su trabajo y en sus relaciones con ellos y con los demás; unas relaciones que se han de caracterizar por la acogida, la fraternidad, el amor y el perdón. Grande es la responsabilidad de la cooperación de padres y educadores en el crecimiento espiritual de niños y adolescentes y en la trasmisión de la fe, para que se desarrolle en ellos la imagen misma de Jesús, Hombre perfecto!.

 

Padres y educadores nunca deben sentirse solos en esta misión. Toda la Iglesia está comprometida a asistirles en ella para fortalecer la propia fe y la propia vida cristiana o consagrada, alimentándola con la oración y los sacramentos. Pero los padres y educadores cristianos no podrán ayudar a sus hijos y educandos en el crecimiento de la fe y de la vida cristiana, si ellos no lo viven en el día a día.

 

Bautismo como llamada a la escucha y al seguimiento

  1. “Éste es mi Hijo amado; escuchadle” (Mc 9, 7). Este anuncio y esta invitación resuenan hoy particularmente para todos los bautizados. Al participar en el misterio de la muerte y resurrección de Cristo por el bautismo, estamos enriquecidos con el don de la fe e incorporados a la Iglesia, el pueblo de la nueva y definitiva alianza. El Padre nos ha hecho en Cristo hijos adoptivos suyos y nos ha revelado un singular proyecto de vida: escuchar como discípulos a su Hijo para ser realmente sus hijos.

 

La riqueza de la nueva vida bautismal es tan grande que pide de todo bautizado una única tarea; es la que el apóstol Pablo no se cansa de indicar a los primeros cristianos con las palabras: “Caminad según el Espíritu” (Ga 5, 16), es decir, vivid y obrad constantemente en el amor a Dios haciendo el bien a todos como Jesús.

 

Es la llamada al seguimiento de Jesús según la vocación y el carisma, que cada uno haya recibido, para ser testigos valientes del Evangelio. Esto es posible gracias a un empeño constante, para que se desarrolle el germen de la vida nueva y llegue a su plena madurez. El camino es: dejarse encontrar por Jesús, amarle, invocarlo sin cesar e imitarlo con constante adhesión a su llamada. Hemos recibido la llama de la fe: que ha de estar continuamente alimentada, para que cada uno, conociendo y amando a Jesús, obre siempre según la sabiduría evangélica. De este modo, llegaremos a ser verdaderos discípulos del Señor y apóstoles alegres de su Evangelio. Viviendo con fidelidad y alegría en la vocación y el carisma concreto tras las huellas de Jesús, otros se sentirán atraídos a hacer lo propio.

 

El bautismo cristiano hace a todos los creyentes, cada uno según su vocación específica, corresponsables de la gran misión de la Iglesia. Cada uno en su propio campo, con su identidad propia, en comunión con los demás y con la Iglesia, debe sentirse solidario con el único Redentor del género humano. Cada uno debe sentirse llamado a caminar de modo coherente con el bautismo que recibimos un día, conforme a la nueva dignidad de hijos de Dios, siendo durante toda la vida cristianos auténticos y testigos valientes del Evangelio.

 

 

  1. Que María, Nuestra Señora de la Consolación, nos ayude a fijar nuestra morada en Dios para agradecerle la vocación de él recibida, para acogerla y vivirla con fidelidad. Que como ella con nuestra palabra y con nuestro testimonio de vida ayudemos a otros a caminar tras las huellas de su Hijo. Y que Dios os conceda a la Congregación de Hermanas de la Consolación el don de nuevas vocaciones. Amén.

 

 

+Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

 

 

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