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Pascua de Resurrección

4 de abril de 2010/0 Comentarios/en Homilías 2010/por obsegorbecastellon
S.I. Catedral-Basílica de Segorbe, 4 de abril de 2010

(Hch 10, 34a.37-43; Sal 117; Col 3,1-4; Jn 20,1-9)

****

 

Hermanas y hermanos amados en el Señor:

¡Verdaderamente ha resucitado el Señor, Aleluya! Después de escuchar la pasada noche el anuncio pascual, hoy celebramos con toda solemnidad el hecho central de nuestra fe: Cristo Jesús ha resucitado. Tal como proclamamos en el Símbolo de la fe, Jesús, después de su crucifixión, muerte y sepultura, “resucitó al tercer día”. “¿Por qué buscáis entre los muertos, al que está vivo?” (Lc 24, 5), dirá el ángel a las mujeres: una premonición a los escépticos e incrédulos que se afanan en buscar todavía hoy los restos de Jesús.

El evangelio de hoy nos invita a dejarnos penetrar por la luz de la fe ante el hecho del sepulcro vacío de Jesús. Este hecho desconcertó en un primer momento a las mujeres y a los mismos Apóstoles; pero más tarde entendieron su sentido: y aceptaron que la resurrección del Señor es un hecho real; es más: comprendieron su sentido de salvación a la luz de las Escrituras. El cuerpo de Jesús, muerto en la cruz, ya no estaba allí; no porque hubiera sido robado, sino porque había resucitado. Aquel Cristo a quien habían seguido, vive, porque ha resucitado; en Él ha triunfado la vida sobre la muerte, el bien sobre el mal, el amor de Dios sobre el odio del mundo. En Cristo Resucitado se anticipa el “Día del Señor”, en el que los mejores israelitas esperaban la resurrección de los muertos. Cristo es el vencedor del pecado y de la muerte.

No nos encontramos ante una reacción psicológica de María Magdalena y de los Apóstoles, que, por su inten­sidad, aún perdurara en la Iglesia. Verdaderamente Jesús, que había muerto y fue enterrado, vive. No se trata de que su memoria o su espíritu permanezcan entre nosotros, sino de que la tumba está vacía, porque ha resucitado y su carne ha sido glorificada. El que murió bajo Poncio Pilato, éste y no otro, es el Señor resucitado de entre los muertos, Jesús vive ya glorioso y para siempre. Por eso Jesús se aparece a sus discípulos.

¡Cristo ha resucitado! Para aceptarlo es necesaria le fe, es necesario el encuentro personal con el Resucitado, y hay que admitir la posibilidad de la acción omnipotente de Dios y dejarse sorprender por ella. Como en el caso de los discípulos, la Pascua pide de nosotros un acto de fe, basado en el sepulcro vacío y en el testimonio de los Apóstoles. También nosotros podemos encontramos con él, por­que está vivo y sale nuestro encuentro.

La resurrección de Jesús, no tuvo otro testigo que el silencio de la noche pascual. Ninguno de los evangelistas describe el paso de la muerte a la vida de Jesús, sino solamente lo que pasó después. El hecho mismo de la resurrección no fue visto por nadie, ni pudo serlo. La resurrección fue un acontecimiento que sobrepasa las nuestras categorías y las dimensiones del tiempo y del espacio. No se puede constatar por los sentidos de nuestro cuerpo mortal, ya que no fue un simple levantarse de la tumba para seguir viviendo como antes. No. La resurrección es el paso a otra forma de vida, a la Vida gloriosa.

Nuestra fe se basa en el testimonio unánime y veraz de aquellos que lo pudieron ver, que trataron con él, que comieron y bebieron con él en los cuarenta días que permaneció resucitado en la tierra, y que, como Tomás, incluso lo pudieron palpar con su manos. Entre otros tenemos el testimonio de Pedro, que hemos proclamado en la primera lectura: “Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en Judea y en Jerusalén. Lo mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos que Él había designado: a nosotros, que hemos comido y bebido con Él después de su resurrección” (Hech 10,39-41).

La resurrección de Jesús es tan importante que los Apóstoles son, ante todo, testigos de la resurrección. Anuncian que Cristo vive, y este es el núcleo de toda su predicación. A los testigos se les cree, según la confianza que merecen, según el índice de credibilidad que se les reconoce. Los Apóstoles confiesan y proclaman que el Señor ha resucitado y se les manifestado con numerosas pruebas; y no sólo esto: muchos de ellos hombres padecieron persecución y murieron testificando esta verdad. ¿Hay mayor credibilidad para un testigo que está dispuesto a entregar su vida para mantener su testimonio?

¡Cristo ha resucitado! Y lo ha hecho por todos nosotros. El es la primicia y la plenitud de una humanidad renovada. En Cristo todo adquiere un sentido nuevo. En palabras de Benedicto XVI, la creación entera se ha visto sometida a una ‘mutación’ insospechada. Por esto en la Pascua, como nos recuerdan los Padres de la Iglesia, se alegran a la vez el cielo y la tierra; los ángeles, los hombres y la creación entera: porque todo está llamado a ser transfigurado, a ser liberado de la esclavitud del pecado y de la muerte, y a compartir la gloria del Señor Resucitado. Si nuestra fe es sincera, nuestra alegría pascual tiene que ser profunda y contagiosa. Pascua nos pide amar la vida más que a nadie.

La vida gloriosa del Señor Resucitado es como un inagotable tesoro, del que ya participamos por nuestro bautismo, que nos ha insertado en el misterio pascual del Señor; un don que debe ser acogido y vivido personalmente ya desde ahora. Mediante el bautismo, su presencia se ha compenetrado con nuestro ser y nos da la gracia de nuestra futura resurrección. El pasaje de la Carta a los Colosenses nos lo recuerda: “Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios…” (Col 3,1).

Al confesar la resurrección del Señor, nuestro corazón se ensan­cha y comprende mejor todo lo que puede esperar. Buscando los bienes de allá arriba, aprendemos a tratar mejor la creación y a poner amor y vida en nuestra relación con los demás. La resurrección del Señor nos coloca ante lo más grande y por eso toda nuestra existencia cobra una nueva densidad. La resurrección del Señor explica toda la transformación personal, social y cultural que sucedió a la predicación del Evangelio.

Jesús está vivo y actúa; pero, además, como dice el Apóstol, nuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Ya no nos amenaza la muerte ni necesitamos buscar falsas seguridades por el temor a morir, porque sabemos que la muerte ya no tiene la última palabra. Al mismo tiempo percibimos que podemos vivir de una manera nueva, porque nuestra existencia no está obligada a vivir bajo las reglas del pecado. Jesús nos ha liberado y, resucitado, camina junto a nosotros haciendo que sea posible vivir de un modo distinto, que como Él pasemos haciendo el bien. Todos los sig­nos de alegría y de fiesta de este Día, en que actúo el Señor, son signo también de la cari­dad que ha de inundar nuestros corazones. Jesús victorioso nos comunica su vida para que podamos seguir su camino. El nos hace posible la entrega generosa y desinteresada, el verdadero amor en el matrimonio y en la familia, la amistad desinteresada y benevolente, el trabajo justo, porque la ley de la muerte ya no es la decisiva.

Hoy resplandece la vida: la del Resucitado y la nues­tra, que se ilumina con su presencia. En la resurrec­ción de Jesús todas las inquietudes del corazón tienen una respuesta. Porque la tumba está vacía el mundo no es absurdo. Ni las injusticias, ni el pecado, ni el mal, ni la muerte, ni la prepotencia de los poderosos de este mundo tendrán la última palabra, porque el Señor ha resucitado. Él está vivo y podemos encontrar­nos con Él. Ahí está todo el sentido de nuestra vida y la posibilidad de llevarla a su plenitud en el amor. Ale­grémonos en este día que disipa todas las tinieblas y dudas, y hace crecer en nosotros la esperanza.

Los Apóstoles fueron, ante todo, testigos de la resurrección del Señor Jesús. Aquel mismo testimonio, que, como un fuego, ha ido dando calor a las almas de los creyentes, llega hoy hasta nosotros. Acojamos y transmitamos este mensaje a las nuevas generaciones. Sean cuales sean las dificultades, éste es nuestro deber más sagrado: transmitir de palabra y por el testimonio de las buenas obras esta Buena Noticia de Dios para humanidad: En Cristo, la Vida ha vencido a la muerte, el bien al pecado, el amor al egoísmo, la luz a la oscuridad, el sentido de la historia y del cosmos al sinsentido del nihilismo, la esperanza a toda desesperanza.

Celebremos, hermanos, a Cristo resucitado. Celebremos la Pascua y reavivemos nuestro propio Bautismo; por él hemos sido transformados en nuevas Criaturas. Nuestra alegría será verdadera si nos encontramos en verdad con el Resucitado en lo más profundo de nuestra persona, en ese reducto que nadie ni nada puede llenar; si nos dejamos llenar de su vida y amor:  esa vida y ese amor de Dios que generan vida y amor entre los hombres. El  encuentro personal con el Resucitado teñirá toda nuestra vida, nuestra relación con los demás y con toda la creación.

Ofrezcamos a todos la alegría de nuestro encuentro con el Resucitado con la misma sencillez y convicción que los primeros discípulos. Proclamemos a Cristo resucitado e invitemos a la Pascua de la Resurrección a todos los hombres y mujeres que están en la lucha y en los afanes de la vida. Proclamemos y vivamos la Vida nueva del Resucitado allá donde los hombres y mujeres son heridos mortalmente en su intimidad, en su dignidad, en su vida y en su verdad.

La Pascua nos llama a ser promotores de la Vida y de la Paz, del Amor y de la Verdad.  ¡Feliz Pascua a todos! ¡Cristo nuestra Pascua ha resucitado¡ ¡Aleluya!

 

+ Casimiro Lopez Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Vigilia Pascual

3 de abril de 2010/0 Comentarios/en Homilías 2010/por obsegorbecastellon
I. Catedral-Basílica de Segorbe, 3 de abril de 2010

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¡Cristo ha resucitado, Aleluya! Esta es, hermanas y hermanos amados, la gran noticia de esta Noche Santa: Cristo ha resucitado. Este es el mensaje pascual que despierta en todos nosotros la alegría y nos alienta en la esperanza. Nuestra fe y nuestra caridad se avivan de nuevo en lo más profundo de nuestro corazón. Hemos velado en oración, hemos contemplado, al paso de las lecturas, las acciones admirables de Dios con su Pueblo y con toda la humanidad. Y finalmente con un gozo sin igual hemos escuchado el mensaje del cielo: “¿Porqué buscáis entre los muertos al que está vivo? No está aquí. Ha resucitado” (Lc 24, 5)

Esta es la noche de la Luz Santa. La claridad del Cirio Pascual, la Luz de Cristo, Rey eterno, irradia sobre la faz de la tierra y disipa las tinieblas de la noche, del pecado y de la muerte. Cantemos, hermanos, a la Luz recién nacida en medio de las tinieblas de la noche. Esta es “la noche clara como el día, la noche iluminada por el gozo de Dios”. En esta noche, la Luz de Cristo resucitado, ilumina la temerosa oscuridad del pecado y de la muerte, e inaugura una esperanza nueva e insospechada en la rutina de la naturaleza, de nuestra historia y de la humanidad.

Esta es la noche de la Historia Santa. En esta noche la Iglesia contempla y proclama la gran trayectoria de la Historia santa de Dios y su voluntad de salvación universal, la liberación de la esclavitud del pecado y de la muerte. Es la historia del amor de Dios con el ser humano: una historia nacida del corazón del Padre, iniciada con el Pueblo de Israel y destinada a toda la humanidad: una historia que hoy llega a su término en Cristo Jesús. “Esta es la noche, en que rotas las cadenas de la muerte, Cristo asciende victorioso del abismo”. “Esta es la noche en que los que confiesan a Cristo son arrancados de los vicios del mundo y de la oscuridad del pecado, y son restituidos a la gracia y agregados a los santos”. Cantemos con las palabras del Pregón pascual: “¡Feliz la culpa que mereció tal redentor!”.

Al dar la gozosa noticia de la resurrección de Jesús, aquellos dos hombres con vestidos refulgentes dijeron a las mujeres: “Acordaos de lo que os dijo, estando todavía en Galilea: El Hijo del hombre tiene que ser entregado en manos de los pecadores, ser crucificado y al tercer día resucitar. Ellas recordaron sus palabras, volvieron del sepulcro y anunciaron todo esto a los Once y a los demás” (Lc 24, 6-9).

También los Once eran ‘torpes para entender las Escrituras’. También ellos se resistían a aceptar las palabras del Maestro, cuando les anunció su pasión, su cruz y su resurrección. Y se quedaron dormidos en el huerto, mientras Jesús oraba. Antes que todos ellos, durante los siglos, los hombres, esclavos del pecado, dormían un sueño de muerte. El mismo Israel, el pueblo de la Alianza y de las predilecciones, había olvidado las maravillas de Dios para con su Pueblo, y, terco en su infidelidad, había vuelto las espalda a su Dios.

Pero el Amor de Dios velaba sobre la creación entera. En su eterno designio, Dios preparaba la redención del mundo. Ya “nos bendecía con toda suerte de bendiciones espirituales en Cristo. Nos había elegido antes de la creación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el Amor” (Ef 1,3-5).

San Pablo, a propósito del ejercicio de la vida cristiana, nos ha conservado unas palabras de un antiguo himno cristiano. Es una exhortación a todos nosotros: “¡Despierta tú que duermes y levántate de entre los muertos, y te iluminará Cristo” (Ef 5,14).

Por la misericordia de Dios, todos nosotros hemos recibido en nuestro bautismo la acción de su gracia y de su luz, que son verdad y vida, como también el pequeño Ángel hoy la va recibir. Y, sin embargo, no es vana la invitación que nos hace Pablo. Quizá estábamos dormidos; acaso marchábamos soñolientos y olvidados del Señor como los discípulos. ¿No es verdad que, con frecuencia, dormimos en vez de esforzarnos por acoger y vivir la nueva vida que Dios nos ha infundido en nuestro bautismo? ¿Acaso nuestra fe débil no necesita ser espoleada? A veces caminamos perezosos y tristes en el seguimiento de Cristo, con frecuencia le damos la espalda como si Cristo no hubiera resucitado ya en nosotros: nos olvidamos del Señor, de su gracia, de su Evangelio y de su camino.

La Vigilia pascual nos recuerda que, por la gracia de nuestro bautismo, todos los bautizados hemos sido incorporados a la muerte de Cristo y participamos ya vitalmente de esa misma nueva vida de Cristo resucitado. Así lo acabamos de proclamar en la epístola de San Pablo a los Romanos: “Los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo fuimos incorporados a su muerte. Por el bautismo fuimos sepultados con El en la muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva. Porque si nuestra existencia está unida a Él en una muerte semejante a la suya, lo estará también en una resurrección como la suya” (Rom 6, 3-4).

Por ello, ¿qué mejor ocasión que la Vigilia pascual para ser incorporados al misterio pascual de Cristo y para hacer memoria de nuestra incorporación a él por el Bautismo? Esta noche tenemos la dicha de celebrar el bautismo de este niño, de recordar nuestro propio bautismo y de renovar con corazón agradecido las promesas bautismales. Y lo haréis con una fuerza y gozo renovados, vosotros, los miembros de la comunidad segunda de Sto. Tomás de Villanueva de Castellón y de la comunidad tercera de Ntra. Señora de la Merced de Burriana, que tras largos años de recorrido, habéis concluido el Camino Neocatecumenal.

La mejor explicación que se puede dar de todo bautismo y del bautismo que este niño va a recibir, son las palabras de San Pablo. El nos enseña que ser bautizados significa pasar con Cristo de la muerte del pecado a la vida en Dios. Como este niño en esta noche Santa, como nosotros un día, por el bautismo renacemos a la nueva vida de la familia de Dios: lavados de todo vínculo de pecado, signo y causa de muerte y de alejamiento de Dios, Dios Padre nos acoge amorosamente como a sus hijos en el Hijo y nos inserta en la nueva vida resucitada de Jesús.

Como nosotros un día, así también, vuestro hijo, queridos Josune y Jorge, quedará esta noche vitalmente y para siempre unido al Padre Dios en su Hijo Jesús por el don del Espíritu Santo en el seno de la familia de Dios. A partir de hoy será hijo de Dios en el Hijo, y, a la vez, hermano de cuantos formamos la familia de Dios, es decir, la Iglesia.

Como al resto de los bautizados, esta familia, en que hoy queda insertado, no lo abandonará nunca ni en la vida ni en la muerte, porque esta familia es la familia de Dios, que lleva en sí la promesa de eternidad. Esta familia no lo abandonará incluso en los días de sufrimiento, en las noches oscuras de su vida. Esta familia le brindará siempre consuelo, fortaleza y luz; le dará palabras de vida eterna, palabras de luz que responden a los grandes desafíos de la vida e indican el camino exacto a seguir hasta la casa del Padre.

Vuestro hijo recibe hoy una nueva vida: es la vida eterna, germen de felicidad plena y eterna, porque es comunión con Aquel que ha vencido la muerte y tiene en sus manos las llaves de la vida. La comunión con Cristo es vida y amor eternos, más allá de la muerte, y, por ello, es motivo de esperanza. Esta vida nueva y eterna, que hoy recibe vuestro hijo y que hemos recibido todos los bautizados, es un don que ha de ser acogido, vivido y testimoniado personalmente. Los padres y padrinos, haciendo las promesas bautismales diréis, en su nombre, un triple ‘no’: a Satanás, el padre y príncipe del pecado, a sus obras que es el pecado, y a sus seducciones al mal, para vivir en la libertad de los hijos de Dios; es decir, en su nombre renunciaréis y diréis ‘no’ a lo que no es compatible con esta amistad que Cristo le da y ofrece, a lo que no es compatible con la vida verdadera en Cristo. Pero, ante todo, en la profesión de fe, diréis un ‘sí’ a la amistad con Cristo Jesús, muerto y resucitado, que se articula en tres adhesiones: un ‘sí’ al Dios vivo, es decir a Dios creador, que sostiene todo y da sentido al universo y a nuestra vida; un ‘sí’ a Cristo, el Hijo de Dios que nos da la vida y nos muestra el camino de la vida; y un ‘sí’ a la comunión de la Iglesia, en la que Cristo es el Dios vivo, que entra en nuestro tiempo y en nuestra vida.

¡Que el amor por vuestro hijo, que mostráis al presentarlo para que reciba el don del bautismo, permanezca en vosotros a lo largo de los días! ¡Enseñadle y ayudadle con vuestra palabra y, sobre todo, con vuestro testimonio de vida a vivir y proclamar la nueva vida que hoy recibe! ¡Enseñadle y ayudadle a conocer, amar, imitar y vivir a Cristo Jesús! ¡Enseñadle y ayudadle a vivir en la comunión de la familia de Dios, como hijo de la Iglesia, a la que hoy queda incorporado, para que participe de su vida y su misión!

También nosotros, los ya bautizados, recordamos hoy el don de nuestro propio bautismo renovando las promesas bautismales, por las que decimos ‘no’ a Satanás, a sus obras y seducciones para vivir la libertad de los hijos de Dios, y haciendo la profesión de fe en Dios Padre, creador de todo, en Cristo Jesús, muerto y resucitado para la vida del mundo, y en el espíritu Santo que nos une y mantiene en la comunión de la Iglesia. Es una nueva oportunidad para dejar que se reavive en nosotros la nueva vida del bautismo. San Pablo nos exhorta a que “andemos en una vida nueva”. Si hemos muerto con Cristo, ya no podemos pecar más. ¡Vivamos la nueva vida: la vida de hijos de Dios en el seguimiento del Hijo por la fuerza del Espíritu Santo en el seno de la Iglesia!.

El Espíritu Santo es el que clama en nuestro corazón y nos mueve a dirigirnos a Dios para decirle: “!Abba¡ ¡Padre¡”. Porque somos en realidad hijos adoptivos de Dios en Cristo Jesús, “muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación” (Rom 4,25). Con espíritu filial, dispongámonos, hermanos, ahora a celebrar el bautismo de este niño. Movidos por este mismo espíritu filial renovemos nuestras promesas bautismales y participemos luego en la mesa eucarística. Hacedlo vosotros, queridos hermanos y hermanas, que concluís el Camino Neocatumenal y os habéis preparado de modo especial para renovarlas solemnemente en esta S.I. Catedral-Basílica ante mi, sucesor de los Apóstoles. Vuestras túnicas blancas de lino son signo de vuestra nueva vida bautismal que os acompañarán también en el tránsito hacia la casa del Padre. En vuestros escrutinios habéis visto de dónde procedías: de un mundo de destrucción, alejados del amor de Cristo por el pecado; pero también habéis experimentado el amor de Dios en Cristo, que os ha re-creado haciendo de vuestra propia historia una historia de salvación.

Renovados así en el amor de Jesucristo podremos segur todos nuestro camino en el mundo bajo la mirada del Padre y con la fuerza del Espíritu. Fortalecidos así en la fe y vida cristianas estaremos prontos para dar razón de nuestra esperanza y a llevar a nuestros hermanos el mensaje de la resurrección. “!El no está aquí. Ha resucitado. Aleluya!”. Amén.

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Celebración Litúrgica del Viernes Santo

2 de abril de 2010/0 Comentarios/en Homilías 2010/por obsegorbecastellon
Segorbe, S.I. Catedral-Basílica, 2 de abril de 2010

(Is 52,13 – 53,12; Sal 30; Hb 4,14-16; 5,7-9; Jn 18,1 – 19,42)

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“Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos, que por tu santa Cruz redimiste al mundo”. Esta invocación expresa el sentido del Viernes Santo, el misterio de nuestra salvación. En la Cruz, Cristo Jesús nos ha arrancado del poder del pecado y de la muerte; con su Cruz nos ha redimido y nos ha abierto de nuevo las puertas de la dicha eterna. Al conmemorar hoy la pasión y muerte de Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, contemplamos con fe el misterio de la pasión y muerte en cruz del Hijo de Dios: la Cruz es misterio de redención y salvación, misterio de amor. Contemplamos a Dios que ha entregado a su Hijo, su único Hijo, por la salvación del mundo: “Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna” (Jn 3,16). Contemplemos a Cristo, el Hijo de Dios, que, obediente a la voluntad amorosa del Padre, entrega su vida por amor hasta la muerte, y una muerte en cruz.

El Poema del Siervo doliente de Isaías nos ha ayudado a revivir los momentos de la pasión de Cristo en su vía dolorosa hasta la Cruz. Hemos contemplado de nuevo el ‘rostro doliente’ del Señor: El es el ‘siervo paciente’, el ‘varón de dolores’, humillado y ultrajado por su pueblo. El mismo Dios, que asumió el rostro de hombre, se muestra ahora cargado de dolor. No es un héroe glorioso, sino el siervo desfigurado. No parece un Dios, ni siquiera un hombre, sin belleza, sin aspecto humano. Es despreciado, insultado y condenado injustamente por lo hombres. Como un cordero llevado al matadero, no responde a los insultos y a las torturas. No abre la boca sino para orar y perdonar. Todos se mofan de él y lo insultan; y Él no deja de mirarlos con amor y compasión.

Lo que más impresiona es la profundidad del sacrificio de Cristo. Él, aunque inocente y libre de todo pecado, carga voluntariamente con los sufrimientos de todos los hombres, porque se carga con los pecados de todos. “El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por la multitud” (Mc 10,45). En la Cruz, Cristo sufre y muere no por otra razón sino “por nuestros pecados” (1Co 15,3) y “por nosotros”: a causa de nosotros, en favor y en lugar de nosotros. El carga con el dolor provocado por nuestros pecados, por la tragedia de nuestros egoísmos, mentiras, envidias, traiciones y maldades, que se echaron sobre él, para condenarlo a una muerte injusta. El carga hasta el final con el pecado humano y se hace cargo de todo sufrimiento e injusticia humana.

El pecado no es sino el rechazo del amor de Dios. Todo el pecado del hombre en su extensión y profundidad es la verdadera causa del sufrimiento del Redentor. Su mayor dolor es sentirse abandonado por Dios; es decir, sufrir la experiencia espantosa de soledad que sigue al pecado. En sus últimos momentos grita: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27, 46). Si el sufrimiento ‘es medido’ con el mal sufrido, entonces podemos entrever la medida de este mal y de este sufrimiento, con el que Cristo se cargó. Ahora bien: el sufrimiento de Jesús, el Hijo de Dios, es ‘sustitutivo’; pero es, sobre todo, redentor. El Varón de dolores es verdaderamente el ‘cordero de Dios, que quita el pecado del mundo’. Su sufrimiento borra los pecados porque únicamente Él, como Hijo unigénito de Dios, pudo cargarlos sobre sí, asumirlos con aquel amor hacia el Padre que supera el mal de todo pecado. A la experiencia de abandono doloroso, él responde con su ofrenda: “Padre en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46). La experiencia de abandono se convierte en oblación amorosa y confiada al Padre por amor del mundo. Entregando, en obediencia de amor, el espíritu al Padre (cf. Jn 1.9,30), el Crucificado restablece la comunión de amor con Dios y entra en la solidaridad con los sin Dios, es decir, con todos aquellos que por su culpa padecen el exilio de la patria del amor. El aniquila el mal en el ámbito espiritual de las relaciones entre Dios y la humanidad, y llena este espacio con el bien.

En la oscuridad de la Cruz rompe así la luz de la esperanza. “Mirad, mi siervo tendrá éxito, subirá y crecerá mucho” (Is 52, 13) El Siervo de Yahvé, aceptando su papel de víctima expiatoria y redentora, trae la paz, la salvación y la justificación de muchos. En la Cruz, “Dios estaba reconciliando consigo al mundo” (2 Cor 5, 19). La Cruz manifiesta la grandeza del amor de Dios, que libra del pecado y de la muerte. Desde la Cruz, el Hijo de Dios muestra la grandeza del corazón de Dios, y su generosa misericordia; y exclama: “!Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen!” (Lc 23, 34). En la Cruz se encuentran la miseria del hombre y la misericordia de Dios.

La Cruz muestra el verdadero rostro de Dios, su dolor activo, libremente elegido, perfecto con la perfección del amor: “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13). En Cristo, Dios no está fuera del sufrimiento del mundo: Él lo asume y lo redime viviéndolo como don y ofrenda de los que brota la vida nueva para el mundo. Desde el Viernes Santo sabemos que la historia de los sufrimientos humanos es también historia del Dios con nosotros: El está presente en la misma para sufrir con el hombre y para contagiarle el valor inmenso del sufrimiento ofrecido por amor. La “patria” del Amor ha entrado en el “exilio” del pecado, del dolor y de la muerte para hacerlo suyo y reconciliar la historia con él: Dios ha hecho suya la muerte para que el mundo hiciese suya la vida. En la Cruz, el Hijo de Dios se entrega a la muerte para darnos la vida.

Apenas el hombre, en Cristo Jesús, dio su respuesta al amor de Dios, este amor eterno invadió al mundo con toda su fuerza para salvarlo. “Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mi” (Jn 12 32). La Cruz es el «árbol de la vida» para el mundo: en ella se puede descubrir el sentido último y pleno de cada existencia y de toda la historia humana: el amor de Dios. En Viernes Santo, Jesús convierte la cruz en instrumento de bendición y salvación universal. Al hombre atormentado por la duda y el pecado, la cruz le revela que “Dios amó tanto al  mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16). En una palabra, la cruz es el símbolo supremo del amor.

Contemplemos y adoremos con fe la Cruz de Cristo. Miremos al que atravesaron, y al que atravesamos. Miremos a Cristo: contemplemos su sufrimiento causado por el pecado, por la crueldad y la injusticia de los hombres. Contemplemos en la Cruz a lo que hoy están crucificados, a todas la victimas de la maldad humana, a los que sufren y tienen cargar con su cruz. Miremos el pecado del mundo, reconozcamos nuestros propios pecados, con los que Cristo hoy tiene que cargar.

Contemplemos y adoremos la Cruz: Es la manifestación de la gloria de Dios, la expresión del amor más grande, que da la vida para librarnos de muerte. Unámonos a Cristo en su Cruz para dar la vida por amor. Si abrimos nuestro corazón a la Cruz, sinceramente convertidos, el amor de Dios nos alcanzará. Y el Espíritu de Dios derramará en nosotros el amor de Dios.

Al pie de la cruz, la Virgen María, unida a su Hijo, pudo compartir de modo singular la profundidad de dolor y de amor de su sacrificio. Nadie mejor que ella nos puede enseñar a amar la Cruz. La Cruz gloriosa de Cristo sea, para todos, prenda de esperanza, de amor y de paz. “Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos, que por tu santa Cruz redimiste al mundo”. Amén.

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

 

 

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Jueves Santo, Misa en la Cena del Señor

1 de abril de 2010/0 Comentarios/en Homilías 2010/por obsegorbecastellon
S.I.Catedral-Basílica de Segorbe, 1 de abril de 2010

(Ex 12,1-8.11-14; Sal 115; 1 Co 11,3-26; Jn 13,1-15)

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¡Amados todos en el Señor!

Con esta Eucaristía ‘en la Cena del Señor’ comenzamos el Triduo Pascual, el centro del año litúrgico. Jueves, Viernes y Sábado Santo son los tres días santos, en que conmemoramos los acontecimientos centrales de nuestra fe cristiana y de la historia de la humanidad. Tres días, en que celebramos el misterio pascual del Señor: su pasión, muerte y resurrección, fuente de Vida para el mundo y fuente inagotable del Amor para la humanidad.

En la tarde de Jueves Santo traemos a nuestra memoria y corazón, las palabras y los gestos de Jesús en la Ultima Cena. Como asamblea reunida por el Señor celebramos el solemne Memorial de la Última Cena.

Recordemos: En la tarde de aquel primer Jueves Santo, Jesús y los suyos –sus amigos, su familia- se han reunido para celebrar la Pascua en una casa de Jerusalén, en el Cenáculo. “Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer”  (Lc 22, 15), les dice Jesús, indicando también el significado profético de aquella cena pascual.

La Pascua de Jesús se inscribe en el contexto de la Pascua de la antigua Alianza. Así nos lo ha recordado la primera lectura, tomada del libro del Éxodo. Al celebrar la Pascua, los israelitas conmemoraban la cena que celebraron sus antepasados al salir de Egipto, cuando Dios los liberó de la esclavitud del Faraón. Siguiendo las prescripciones del texto sagrado habían de untar con la sangre del cordero las dos jambas y el dintel de las casas. Y añadía cómo había que comer el cordero: “la cintura ceñida, las sandalias en los pies, un bastón en la mano; … a toda prisa, porque es la Pascua, el Paso del Señor. Yo pasaré esa noche por  la  tierra de Egipto y heriré a todos  los primogénitos. (…) La sangre será vuestra señal en las casas donde habitáis. Cuando yo vea la sangre, pasaré de largo ante vosotros, y no habrá entre vosotros plaga exterminadora” (Ex 12, 11-13).

Por la señal de la sangre del cordero, los hijos de Israel obtienen la protección divina y la liberación de la esclavitud de Egipto, bajo la guía de Moisés. El recuerdo de un acontecimiento tan grande se convirtió en la fiesta de acción de gracias a Dios por la libertad recuperada: era un don maravilloso de Dios, que el pueblo ha de recordar con gratitud para siempre. “Este será un día memorable para vosotros, y lo celebraréis como fiesta en honor del Señor” (Ex 12, 14). ¡Es la Pascua, el paso del Señor! Es la Pascua de la antigua Alianza.

En el Cenáculo, Jesús celebra también la cena pascual con los Apóstoles, pero le da un significado y un contenido totalmente nuevo. Lo hemos escuchado en la segunda lectura, tomada de la primera carta a los Corintios. San Pablo nos transmite ‘una tradición que procede del Señor’, según la cual Jesús, “la noche en que iban a entregarlo, tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: ‘Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía’. Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: ‘Este cáliz es la nueva Alianza sellada con mi sangre; haced esto cada vez que bebáis, en memoria mía’” (1 Co 11, 23-26).

En la última Cena de Jesús con sus Apóstoles sólo hay pan y vino, no hay cordero pascual: porque Jesús mismo es el cordero. Jesús tampoco mira hacia el pasado para dar gracias por la liberación de la esclavitud de Egipto, sino que mira al futuro y anticipa los acontecimientos del día siguiente, cuando su cuerpo, cuerpo inmaculado del Cordero de Dios, será inmolado, y su sangre será derramada para la redención del mundo. Él es el Cordero pascual, el cuerpo inmolado y la sangre derramada, simbolizados en el pan y en el vino, que realizan la liberación más radical de la humanidad: la liberación del pecado y de la muerte. Así se establece la Alianza Nueva y definitiva de Dios con los hombres. ¡Es la Pascua de Cristo, la Pascua de la nueva Alianza!

“Haced esto en memoria mía”, les manda Jesús a sus Apóstoles. Con estas solemnes palabras, Jesús instituye aquella noche los sacramentos de la Eucaristía y del Orden sacerdotal. En la Cena de aquel atardecer, Jesús nos dejó la Eucaristía como don del amor y fuente inagotable de amor; el sacramento que perpetúa por todos los siglos la ofrenda libre, total y amorosa Cristo en la Cruz para la vida del mundo. En la Eucaristía, los creyentes recibimos el efecto salvador de la Cruz y el alimento para el camino; el alimento que da firmeza a nuestra fe, a nuestra a esperanza y fuerza a nuestro amor. En la comunión eucarística, Cristo mismo se une a cada uno de nosotros, creando comunión fraterna entre nosotros y nos hace germen de unidad de todos los pueblos. Al encargar a sus Apóstoles ‘hacerlo en memoria suya’, Jesús les hace partícipes de su mismo sacerdocio, el sacerdocio de la Alianza nueva y eterna, en virtud de la cual Éll, y sólo Él, es siempre y por doquier artífice y ministro de la Eucaristía. Los Apóstoles, sus sucesores y los presbíteros, a su vez, se convierten en ministros de este excelso misterio de la fe, destinado a perpetuarse hasta el fin del mundo.

En este Año especial Sacerdotal, que estamos celebrando, demos gracias a Dios por el don del ministerio ordenado y por cada uno de nuestros sacerdotes, ministros de la Eucaristía. Oremos por ellos para que sean santos. Oremos por todos ellos, para que se mantengan firmes y fieles al don que han recibido de Cristo ante la sospecha injustificada a la que se quiere someter a todos por los pecados, abusos y delitos de unos pocos. Hemos de condenar con fuerza y hemos de perseguir con firmeza estos abusos;  pedimos y hemos de pedir perdón a las víctimas de abusos y resarcirles en sus daños;. Pero con la misma firmeza y fuerza debemos todos defender a la gran mayoría de los sacerdotes, que viven con fidelidad y entrega su ministerio. Esta tarde mostramos como Iglesia diocesana también nuestro afecto y nuestra plena adhesión al Santo Padre, Benedicto XVI; y pedimos especialmente por él para que el Señor le conceda paz y energía ante tantas calumnias y difamaciones a que se ve sometido, él, que siempre ha pedido transparencia y ha mostrado firmeza y severidad en estos casos. No nos dejemos confundir: hay intentos claros de minar su autoridad y de debilitar a la Iglesia y la fuerza salvadora del Evangelio de Jesucristo.

“Cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva” (1 Co 11, 26). Con estas palabras, el apóstol Pablo nos exhorta a participar en la Eucaristía; pero al mismo tiempo a llevar una existencia eucarística, a ser en nuestra vida diaria testigos y heraldos del amor del Crucificado, en espera de su vuelta gloriosa. Por ello, unido indisolublemente al don de la Eucaristía, fuente inagotable del amor, Cristo nos ha dado su nuevo mandato. “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn 13,34). Eucaristía, comunión con Cristo y con los hermanos, y existencia cristiana basada en el amor son inseparables. Desde aquella Cena, Jesús nos enseña que participar de su amor y que amar es darse, entregarse y gastarse como Él. El amor alcanza su cima en el don que la persona hace de sí misma, sin reservas, a Dios y al prójimo.

Y, para decir cómo ha de ser el amor de sus discípulos, Jesús, antes de instituir el sacramento de su Cuerpo y su Sangre, les sorprende ciñéndose una toalla para lavarles los pies. Era la tarea reservada a los siervos. Al lavarles los pies, el Maestro les muestra que sus discípulos han de amar sirviendo. “Vosotros me llamáis ‘el Maestro’ y ‘el Señor’; y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros” (Jn 13,12-14). Sólo es verdadero discípulo de Jesús, quien se deja lavar los pies en el sacramento de la Penitencia, quien sabe perdonar como él ha sido perdonado, quien participa del amor de Cristo en la Eucaristía, quien lo imita en su vida y, como Él, se hace solícito en el servicio a los demás. Porque, en el amor, en el perdón, en el servicio, en la solicitud por las necesidades del prójimo está la esencia del vivir cristiano.

Estas palabras valen de un modo especial para el sacerdocio ministerial. Los sacerdotes son servidores de Cristo y del pueblo santo de Dios. El ministerio sacerdotal implica una actitud de disponibilidad humilde. Los sacerdotes debemos ser los primeros testigos de Jesús, el Siervo de Dios.

Es Jueves Santo: el Día del Amor fraterno. Para amar y servir no tendremos que ir muy lejos. El prójimo está a nuestro lado: en nuestra propia familia, entre nuestros vecinos, en el lugar de trabajo, en el pobre, enfermo o necesitado, en el parado, en el drogadicto, en el forastero o en el inmigrante. Para amar hemos de salir de nosotros mismos y dejar la comodidad, el egoísmo, la insensibilidad o los prejuicios. Si lo hacemos, seremos discípulos de Cristo, imitaremos al mismo Dios que por amor supo salir de sí mismo para acercarse a nosotros, entregarse por nosotros y permanecer con nosotros.

En la Eucaristía, la Cena que recrea y enamora, encontramos, hermanos, el alimento y la fuerza para salir a los caminos de la vida. Participemos en esta Eucaristía y seamos testigos del amor, signo de unidad y fermento de fraternidad.

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellóm

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Misa Crismal

29 de marzo de 2010/0 Comentarios/en Homilías 2010/por obsegorbecastellon
Castellón, S. I. Concatedral, 29 de marzo de 2010

(Is 61,1-3ª.6ª.8b-9; Sal 88; Ap 1,5-8; Lc 4,16-21)

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“Gracia y paz de parte de Jesucristo, el testigo fiel” (Ap 1,5) a todos vosotros -sacerdotes, diáconos y seminaristas, religiosos y religiosas, y fieles laicos-, venidos de toda la Diócesis hasta esta Concatedral de Santa María para la Misa Crismal. Al inicio de la Semana Santa en que celebramos los misterios centrales de la salvación, el Señor nos reúne como Iglesia diocesana en torno a su pastor, el Obispo, para consagrar el Crisma y bendecir los Óleos; ellos serán instrumentos de la salvación en los sacramentos del bautismo, confirmación, orden sagrado y unción de los enfermos. Su significado y eficacia salvífica derivan del misterio pascual, de la muerte y resurrección de Cristo, que se renueva en cada celebración eucarística. Por eso celebramos esta Misa Crismal pocos días antes del Triduo Sacro, en que, con el supremo acto sacerdotal, el Hijo de Dios hecho hombre se ofreció al Padre como rescate por toda la humanidad. Y por esta misma razón, próximo ya el Jueves Santo, día del amor de Cristo llevado hasta el extremo, día de la Eucaristía y día de nuestro sacerdocio ordenado, en esta Misa renovaremos, queridos sacerdotes, nuestras promesas sacerdotales.

La Palabra de Dios de la Misa Crismal centra nuestra mirada, en primer lugar, en Jesucristo. Él es el Sumo y Eterno Sacerdote de la nueva y eterna alianza. Él es nuestro Mediador y Sumo Sacerdote ante Dios, anunciado por el profeta; Él es el Mesías prometido, el “Ungido del Señor” (Lc 4, 16), que llevará a cabo en la cruz la liberación definitiva de los hombres de la antigua esclavitud del maligno y del pecado. Y, resucitando al tercer día, inaugurará la vida que ya no conoce la muerte.

Cristo Jesús, “nos amó, nos ha librado de nuestros pecados, nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre” (Ap 1, 5-6). Así hemos proclamado en la segunda lectura. El mismo Señor, Sumo y Eterno Sacerdote, ha hecho de todos nosotros, los bautizados, un reino de sacerdotes. Todo sacerdocio en la Iglesia es una participación del sacerdocio único de Cristo. En un primer nivel estamos todos los bautizados, liberados de nuestro pecado, ungidos y consagrados en nuestro bautismo como casa espiritual y sacerdocio santo para ofrecer sacrificios espirituales, a través de las obras propias del cristiano. Todos los cristianos estamos llamados por la gracia bautismal a ser santos; es decir, a vivir nuestra existencia como una existencia eucarística, como oblación a Dios mediante la oración, la participación en la Eucaristía y demás sacramentos, en el testimonio de una vida santa, en la abnegación y en la caridad activa, que se hace obra (cf. LG 10).

En otro nivel, cualitativamente distinto, el Señor ha hecho un reino de sacerdotes de nosotros, los sacerdotes, ordenados para ser ministros; es decir, servidores y pastores del pueblo sacerdotal y ofrecer en su nombre y en la persona de Cristo el sacrificio eucarístico a Dios (cf. LG 10); somos servidores del sacerdocio bautismal de todo el pueblo de Dios.

Por todo ello, en la Misa Crismal hacemos cada año memoria solemne del único sacerdocio de Cristo y expresamos la vocación sacerdotal de toda la Iglesia; pero hacemos especial memoria del sacerdocio ministerial del Obispo y de los presbíteros unidos a él.

“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido” (Lc 4, 18). Queridos sacerdotes, estas palabras nos conciernen de modo directo. Por una unción singular que afecta a toda nuestra persona hemos quedado configurados con Cristo Sacerdote, Cabeza y Pastor. “En efecto, el presbítero –dice la Exhortación Pastores dabo vobis n.12-, en virtud de la consagración que recibe en el sacramento del Orden, es enviado por el Padre, por medio de Cristo, con el cual, como Cabeza y Pastor de su pueblo se configura de un modo especial para vivir y actuar con la fuerza del Espíritu al servicio de la Iglesia y por la salvación del mundo”. Configurados así con Cristo Sacerdote, Cabeza, y Pastor, quedamos capacitados para hablar en su nombre, para poder realizar como representantes suyos el sacrificio eucarístico y de ofrecerlo a Dios en nombre de todo el pueblo (cf. LG 10); y somos los instrumentos del amor misericordioso de Dios y de la gracia redentora de Cristo. Por el sacramento del orden, compartimos de una forma especial el sacerdocio mismo de Cristo. En su nombre y persona, somos pastores y maestros en su Iglesia, renovamos el sacrificio de la redención, preparamos para el banquete pascual, presidimos al pueblo santo en el amor, lo alimentamos con la Palabra y lo fortalecemos con los sacramentos, lo guiamos por los caminos de este mundo hacia la casa del Padre.

Esta es nuestra identidad sacerdotal, esto es lo que nos define como sacerdotes, lo que ha determinar también el ejercicio de nuestro sacerdocio ministerial hoy y siempre. Nuestro actuar deriva de nuestro ser. No tengamos miedo de afirmar, de vivir y de manifestar lo que nos define. El Papa, Benedicto XVI, acaba de afirmar que “en un contexto de secularización generalizada, que excluye progresivamente a Dios del ámbito público, y tiende a excluirlo también de la conciencia social compartida, con frecuencia el sacerdote parece “extraño” al sentir común, precisamente por los aspectos más fundamentales de su ministerio, como los de ser un hombre de lo sagrado, tomado del mundo para interceder en favor del mundo, y constituido en esa misión por Dios y no por los hombres (cf. Hb 5, 1)” (Cf. Discurso de 12.03.2010 a los participantes en el Congreso teológico organizado por la Congregación para el Clero). No podemos reducir al sacerdote a un “agente social” o entendernos como tales,  con el riesgo de traicionar incluso el sacerdocio de Cristo.

Hemos sido ungidos para ser enviados. La primera misión que se nos ha confiado, queridos sacerdotes, es “dar la buena noticia a los que sufren” (Is 61,1).

Benedicto XVI ha resaltado que hoy es especialmente importante que la llamada a participar en el único sacerdocio de Cristo en el ministerio ordenado florezca en el “carisma de la profecía”: nuestro mundo tiene una gran necesidad de sacerdotes que hablen de Dios y que presenten el mundo a Dios. La profecía más necesaria hoy es la de la fidelidad que parte de la fidelidad de Cristo a la humanidad y nos lleva a nuestra propia fidelidad creciente en la adhesión total a Cristo y a la Iglesia. Como sacerdotes ya no nos pertenecemos a nosotros mismos, sino que somos ‘propiedad’ de Dios. Este ‘ser de Otro’ deben poder reconocerlo todos, gracias a un testimonio límpido. Nuestra fidelidad a Cristo y a nuestro ser sacerdotes es la mejor respuesta a la pasión que sufrimos por los pecados, delitos y crímenes de unos pocos; nuestra fidelidad es nuestra mejor respuesta a las críticas en algunos casos justas, pero en otros muchos injustas. Nuestra fidelidad fortalece a nuestra Iglesia, la comunión y la misión; nuestras infidelidades y pecados, por el contrario, las debilitan y dificultan la expansión del Evangelio y de la obra salvífica de Cristo.

Nuestra pertenencia sacramental, nuestra configuración con Cristo, debe determinar nuestro modo de pensar, de hablar, de juzgar los hechos del mundo, de servir y de amar, de relacionarnos con las personas, incluso nuestro vestir. Es decir: nuestras personas y nuestras vidas han de mostrar la obra de Dios en nosotros. Desde ahí entenderemos, viviremos y mostraremos, también en nuestros días, el valor del celibato, un verdadero don de Dios y una auténtica profecía del Reino,  que es signo de la consagración con corazón indiviso al Señor y a las ‘cosas del Señor’ (1 Co 7, 32) y expresión de la entrega sin componendas de uno mismo a Dios y a los demás.

Nuestro ministerio ordenado es un gran don y un gran misterio, que llevamos en vasijas de barro. Nuestra condición frágil y débil, nuestras muchas limitaciones nos han de llevar a vivir y a custodiar con profunda fe este don precioso. La unión vital con Cristo en una vida espiritual profunda, alimentada por la oración, por la celebración diaria de la Eucaristía y la recepción frecuente del sacramento de la Penitencia, los ejercicios espirituales anuales, el ejercicio del ministerio basado en una verdadera caridad pastoral y la necesaria ascesis y austeridad de vida son los medios para vivir en fidelidad al Señor y a nuestro ser sacerdotal: una fidelidad siempre nueva, fresca y creciente. Una fidelidad sin componendas, anunciando el Evangelio y celebrando los sacramentos, favorecerá la venida del reino de Dios ya presente y el crecimiento del pueblo de Dios en la fe.

El Señor, ‘el testigo fiel’, espera que seamos testigos fieles del don que hemos recibido. “Los hombres y las mujeres de nuestro tiempo sólo nos piden que seamos sacerdotes de verdad y nada más. Sólo en el sacerdote podrán encontrar la Palabra de Dios que siempre deben tener en los labios; la misericordia del Padre, abundante y gratuitamente dada en el sacramento de la Reconciliación; y el Pan de vida nueva, alimento verdadero dado a los hombres” (Benedicto XVI).

Al recordar hoy nuestra ordenación presbiteral renovamos juntos y con el frescor y alegría del primer día, nuestras promesas sacerdotales. Una renovación, que tiene una especial resonancia en este Año Sacerdotal, que nos llama a todos los sacerdotes a un compromiso de renovación interior, para que nuestro testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo. ¡Avivemos nuestra conciencia y gratitud por la inmensa riqueza del don de nuestro sacerdocio! ¡Renovemos nuestro compromiso de amor contraído con Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote y con los hermanos! ¡Reconozcamos la inigualable novedad del ministerio y misión a la que servimos! Somos los ministros de la gracia del Espíritu Santo que Cristo ha enviado al mundo para la salvación de todos desde la Cruz.

¿Estaremos dispuestos a vivir nuestro sacerdocio, participando con toda nuestra existencia personal en la ofrenda sacerdotal de Cristo, el Sumo y Eterno Sacerdote? Merece la pena, queridos hermanos sacerdotes. Reanudemos de nuevo el camino emprendido en nuestra ordenación. Merece la pena; es posible, es bello procurar y vivir sin desmayo esa íntima y plena identificación con Cristo en la comunión de la Iglesia. Confiemos nuestro ministerio y nuestra fidelidad a la Santísima Virgen, su Madre Inmaculada, la Madre de la Iglesia, nuestra Madre.

En este día damos gracias a Dios por todos los sacerdotes de nuestro presbiterio que nos han precedido en el Señor. Oramos en especial por nuestro hermano presbítero D. Narciso Jordán Zuriaga, que el pasado 5 de diciembre fallecía a la edad de 75  años en su pueblo natal, La Yesa (Valencia). D. Narciso había cursado los estudios eclesiásticos en el Seminario de Segorbe y, allí, en la Catedral, recibió el orden del presbiterado el 3 de agosto de 1958. Ejerció su ministerio pastoral en las parroquias de Pavías, Higueras, Villanueva de Viver, Fuente la Reina, Toga, Espadilla y Torrechiva; y más tarde en la Diócesis de Valencia y como capellán de Marina. ¡Que Dios le conceda la paz eterna y le premie todos sus desvelos pastorales!.

Hermanos y hermanas en el Señor: demos gracias a Dios por el don de la Eucaristía y del Sacerdocio; oremos por nuestros sacerdotes para que sean santos y valoremos a cada unos ellos como un don de Dios. Roguemos a Dios para que no falten nunca buenos y santos sacerdotes en nuestra Iglesia. Amén.

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Domingo de Ramos en la Pasión del Señor

28 de marzo de 2010/0 Comentarios/en Homilías 2010/por obsegorbecastellon
Catedral de Segorbe y Concatedral de Castellón – 28 de marzo de 2010

(Is 50,4-7; Sal 21; Flp 2,6-11; Lc 22,14-23.56)

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Hermanas y hermanos amados en el Señor:

Con toda la Iglesia celebramos hoy el Domingo de Ramos: como por una puerta entramos en la Semana Santa. Nuestro itinerario cuaresmal iniciado el Miércoles de Ceniza llega a su meta: durante cuarenta días mediante la oración, el ayuno corporal y espiritual, y las obras de caridad nos hemos venido preparando para la celebración de la Semana Santa, la Semana más importante del año para los cristianos.

A esta Semana la llamamos Santa y es la más importante del año, porque en estos días –en especial en el Triduo Sacro, del Jueves Santo al Domingo de Resurrección- no sólo recordamos, sino que celebramos y actualizamos los acontecimientos más santos y centrales de nuestra fe: la pasión, la muerte y la resurrección del Señor. Entramos así en el corazón del plan de Salvación de Dios para toda la humanidad: Cristo padece, muere y resucita por todos y cada uno de los hombres, por nosotros, por nuestros pecados, por nuestra salvación.

Por eso, los acontecimientos que celebramos esta Semana son el centro de la historia de la humanidad entera. Dios mismo, el Dios creador no abandona al hombre en su pecado, sino que en su Hijo se abaja hasta la humanidad, carga con todos sus pecados, la redime y reconcilia, y le da vida y salvación.

El Domingo de Ramos comprende, a la vez, el presagio del triunfo real de Cristo y el anuncio de la Pasión. La procesión y la misa de este día son dos elementos de un todo. En la procesión hemos rendido homenaje a Cristo, el Mesías y Rey, imitando a quienes lo aclamaron aquel día como Redentor de la humanidad. Nuestra procesión quedaría incompleta, si no desembocara en la Misa, porque en la Misa actualizamos el sacrificio redentor de Cristo, proclamado en la Pasión. La entrada de Cristo en Jerusalén tenía la finalidad de consumar su misterio Pascual.

La entrada de Jesús en Jerusalén es una entrada jubilosa, triunfal, pero con matices. Jesús, que huyó siempre cuando el pueblo quiso proclamarlo rey, hoy se deja llamar Rey. Sólo ahora, próximo el día en será llevado a la muerte, acepta ser aclamado como Mesías, precisamente porque muriendo en la Cruz será en sentido pleno el Mesías, el Redentor, el Rey y el Vencedor. Acepta ser reconocido como Rey, pero como un Rey humilde y manso, compasivo y misericordioso. Entra en la ciudad santa montado en una borriquilla con la paz en sus manos y ofreciendo a todos la salvación. Para ser rey, Cristo no necesita de las fuerzas humanas, sino sólo de la fuerza del Espíritu. El proclamará su realeza sólo ante los tribunales y aceptará que se ponga la inscripción de su título de rey solamente en la Cruz. La Cruz, la expresión de su entrega hasta el final por amor, es y será su trono.

La entrada jubilosa en Jerusalén es el homenaje espontáneo del pueblo llano y humilde a Jesús, que se encamina, a través de la pasión y de la muerte, a la plena manifestación de su Realeza divina. Aquella muchedumbre no podía abarcar todo el alcance de su gesto, pero nosotros sí podemos comprender todo el alcance de este gesto. “Tú eres el Rey de Israel y el noble hijo de David, tú, que vienes, Rey bendito, en nombre del Señor. Ellos te aclamaban jubilosamente cuando ibas a morir, nosotros celebramos tu gloria, ¡oh Rey eterno!” (MS).

Fijemos la mirada en la gloria de Cristo, Rey eterno, para comprender mejor el valor de su pasión, camino necesario para la exaltación suprema. No se trata, por tanto, de acompañar a Cristo en el triunfo de una hora, sino de seguirle al Calvario, donde, muriendo en la Cruz, triunfará para siempre del pecado y de la muerte. No hay modo más bello de honrar la pasión de Cristo que conformándose a ella para triunfar con Cristo del enemigo que es el pecado.

La lectura del profeta Isaías y el Salmo de hoy anticipan algunos de los detalles de la Pasión: “Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que mesaban mi barba. No oculté mi rostro a insultos y salibazos” (Is 50,6). ¿Por qué tanta sumisión? Porque Cristo, anunciado en el Siervo de Dios del profeta, está totalmente orientado hacia la voluntad del Padre y con él acepta el sacrificio de sí mismo por la salvación de los hombres. Por esta misma razón lo vemos llevado a los tribunales y al Calvario, y allí tendido sobre la Cruz: “me taladran las manos y los pies, puedo contar mis huesos” (Sal 22, 17-18). A todo ello se somete el Hijo de Dios por un solo motivo: por el amor, por su amor al Padre, cuya gloria quiere resarcir, y por amor a los hombres, a los que quiere reconciliar con el Padre.

Sólo un amor infinito, el amor de Dios, puede explicar las desconcertantes humillaciones del Hijo de Dios. “Cristo a pesar de su condición divina, no hizo alarde su categoría de Dios: al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo” (Flp  2,6-7). Cristo lleva hasta el límite extremo la renuncia a su divinidad; no sólo la esconde bajo las apariencias de la naturaleza humana, sino que se despoja de ella hasta el suplicio de la cruz, hasta exponerse a los más amargos insultos. “A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si es el Mesías de Dios, el Elegido” (Lc 22, 35).

La Iglesia pone ante nuestros ojos la pasión de Cristo en toda su cruda realidad, para mostrarnos que Cristo, siendo verdadero Dios, es también verdadero hombre, y como tal sufrió; y anonadando en su humanidad doliente todo vestigio de su naturaleza divina, se hizo hermano de los hombres hasta compartir con ellos la muerte, vencerla y así hacernos partícipes de su divinidad. Del mayor anonadamiento se deriva la máxima exaltación; hasta como hombre, Cristo es nombrado Señor de todas las criaturas y ejerce su señorío reconciliándonos con Dios, rescatándonos del pecado y comunicándonos la vida divina.

El ramo que hoy hemos llevado en nuestras manos y que después llevaremos a nuestras casas es el signo exterior de que queremos seguir a Jesús en el camino hacia el Padre. La presencia de los ramos en nuestros hogares es un recordatorio de que hemos vitoreado a Jesús, como nuestro Rey, y le hemos seguido hasta la Cruz: Seamos consecuentes con nuestra fe, y sigamos y aclamemos al Salvador durante toda nuestra vida. La entrada triunfal de Jesús en Jerusalén nos pide a cada uno de nosotros fidelidad, coherencia y perseverancia a nuestra fe y vida cristiana, para que nuestros propósitos no sean luces fugaces que pronto se apagan.

Celebremos la Semana Santa con devoción y fervor. Vivamos la Semana Santa con fe profunda. Acompañemos a Jesús desde la entrada a Jerusalén hasta la resurrección. Cristo muere por nosotros, por nuestros pecados y por nuestra salvación. Descubramos qué pecados hay en nuestra vida y busquemos el perdón generoso de Dios en el Sacramento de la Reconciliación. Propongamos estar junto a Jesús no sólo en estos días propicios, sino seguirle todos los días del año, practicando la oración, los sacramentos, la caridad. Abramos el corazón a Dios, que nos sigue esperando; y abramos el corazón a los hermanos, especialmente a los más necesitados. Muramos con Cristo y resucitemos con Él, muramos a nuestro egoísmo y resucitemos al amor. Amén.

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Ordenación del diácono Óscar Bolumar

19 de marzo de 2010/0 Comentarios/en Homilías 2010/por obsegorbecastellon
S.I. Catedral-Basílica de Segorbe, 19 de marzo de 2010
Solemnidad de San José – Día del Seminario

 (2 Sam 7,4-5a.12-14ª.16; Sal 88; Rom 4,13.16-18.22; Mt 1,16-18-21.24a)

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Hermanas y hermanos, amados todos en el Señor:

En este día de la Solemnidad de San José, en que celebremos el Día del Seminario, tan señalado para las vocaciones sacerdotales, Dios vuelve a mostrarnos su amor con el don de un nuevo diácono. En medio del invierno vocacional que sufrimos, Dios nos muestra su benevolencia y llama a través de la Iglesia a Oscar al orden del diaconado. Con la imposición de las manos y con la oración consagratoria, el Señor le concederá los dones el Espíritu Santo y le consagrará diácono, para que sea en la Iglesia y en el mundo signo e instrumento de Cristo, que no vino “para ser servido sino para servir”.

“Cantaré eternamente las misericordias del Señor, anunciaré su fidelidad por todas las edades” (Sal 88), acabamos de cantar con el salmista. Sí, hermanos: Dios es infinitamente misericordioso y eternamente fiel. Dios no nos abandona nunca: en tiempos de escasez vocacional, Dios sigue llamando a jóvenes generosos al sacerdocio ministerial, Dios continúa enriqueciendo a nuestra Iglesia diocesana de Segorbe-Castellón con sus dones. Por ello, esta celebración es motivo de alegría y de esperanza para todos nosotros, para nuestra Diócesis. Demos gracias a Dios, hermanos; invoquemos su nombre, alegrémonos y proclamemos las maravillas, las misericordias y la fidelidad del Señor.

Así es, querido Oscar; así es, queridos hermanos. Dios mismo, porque te ama y en ti nos quiere amar a todos nosotros, te ha llamado al sacerdocio ordenado. Hoy darás un paso decisivo hacia esta meta tan deseada y anhelada por ti, por tu familia y por todos nosotros. Dios es quien te llama, Dios es quien te enriquece con sus dones: como Abrahán, como José, como María hay que saber acoger la llamada con fe y esperanza, con entrega y generosidad, confiando siempre en Él, especialmente en las pruebas, en la oscuridad y en la dificultad. Dios es eternamente fiel y no abandona nunca a quienes ponen su confianza en Él. Así lo has experimentado tú ya desde tu más tierna infancia, cuando en tu enfermedad sentiste la llamada y te pusiste confiadamente en manos de la Virgen de la Cueva Santa.

La Palabra de Dios que hemos proclamado ilumina de alguna manera el itinerario de tu vocación y deberá iluminar también tu futuro. En el centro de la segunda lectura de hoy está la figura de Abraham, quien un día escuchó la voz de Dios, que le decía: “Sal de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, y ve a la tierra que yo te mostraré” (Gn 12, 1-3). Y San Pablo comenta al respecto: “Al encontrarse con Dios que da vida a los muertos y llama a la existencia lo que no existe, Abrahán creyó. Apoyado en la esperanza, creyó, contra toda esperanza” (Rom 4, 17-18).

Abrahán, “nuestro Padre en la fe” (Rm 4, 16), escuchó y acogió la llamada de Dios, creyó en él y se fió de él, se puso en sus manos y salió de su tierra y de la casa de su padre; en todo momento confió en la llamada de Dios y en su acción poderosa. Y así esperó en el cumplimiento de la promesa divina, incluso en la prueba, cuando Dios le pidió ofrecer a su unigénito, respecto del cual se le había dicho: Por Isaac tendrás descendencia  (cf. Hb 11, 17-18). Ahí está la cima de la fe de Abrahán. Y por la fe, Abrahán sale victorioso de la prueba, una prueba dura y dramática, que comprometía directamente su fe. Incluso en el instante, en que estaba a punto ofrecer a su hijo, Abrahán no dejó de creer. Su fe, su abandono total en Dios, no le defraudó. Recobró a Isaac, porque creyó en Dios plena e incondicionalmente. La fe tiene la fuerza poderosa para superar las seguridades del presente y afrontar lo imprevisible del futuro.

Grande fue también la fe de San José, su disponibilidad y su acogida de la vocación divina; San José, al ver que María, su esposa, esperaba un hijo antes de vivir juntos, creyó en Dios a través de las palabras del ángel: “José, Hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados. Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor” (Mt 1, 20-21).

Y grande fue la fe, la disponibilidad y la entrega de María a la elección de Dios para ser madre de Dios, hasta exclamar: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38)

Sé muy bien, querido Oscar, que estas palabras de María tienen una resonancia especial en tu corazón. Estas palabras han jugado un papel decisivo en el camino de tu vocación al ministerio ordenado. ¡Que el ejemplo de fe confiada de Abrahán, ‘nuestro Padre en la fe’, que el ejemplo de San José, ‘el servidor fiel y prudente’ y que la total disponibilidad de María, ‘la esclava del Señor’, te guíen en el camino que hoy inicias, hasta hacerte siervo de Dios y de los hombres, a imagen de Jesús, que vino no a ser servido sino a servir! Mantén firme tu fe, tu confianza y tu esperanza en Dios y en sus promesas, de modo especial en las pruebas y en las dificultades. Dios es eternamente fiel. El te bendice hoy con los dones de su Espíritu. Él estará contigo todos los días de tu vida.

En el camino de tu respuesta personal y generosa a la llamada del Señor, no has estado solo. Hoy recordamos con agradecimiento a todos cuantos Dios ha ido poniendo en el camino de tu pequeña historia personal y te han ayudado a escuchar, discernir, acoger y madurar la llamada del Señor, que hoy se hace firme con la llamada de la Iglesia. Esta tarde recordamos especialmente a tus padres y a tu familia, especialmente a tu abuela, a los sacerdotes de tu parroquia, y a los formadores y compañeros del Seminario diocesano por la ayuda humana, intelectual y vocacional que te han brindado en tus años de formación; y finalmente recordamos agradecidos a las parroquias con sus sacerdotes en las que has trabajado pastoralmente, en especial, a la parroquia de Santa Isabel de Villarreal, en que haces ahora tu etapa de pastoral.

De modo especial damos gracias a Dios por tu familia, que, al modo de la familia de Nazaret, el primer Seminario, te han ayudado a crecer “en sabiduría, estatura y en gracia”. En ellos y a través de ellos, además del sentido del trabajo, de la responsabilidad, de la bondad, de la amistad y de la disponibilidad, has aprendido a saborear lo que es el amor incondicional de Dios, a vivir la fe desde el encuentro personal con Jesús y a crecer en la confianza en Dios. Ellos, quizá sin darse cuenta, te han ayudado a escuchar la llamada del Señor al sacerdocio, a salir de tu tierra y de tu familia, a acoger con gratitud, con alegría y con generosidad el don de tu vocación. Sí, hermanos, la familia es y debe seguir siendo la ‘cuna de las vocaciones’. Hoy en el día del Seminario, en este Año especial sacerdotal, en que damos gracias a Dios por los sacerdotes y le pedimos que nos conceda buenos y santos sacerdotes como el Cura de Ars, quiero expresarles mi pública gratitud. Y en ellos lo hago también a todos los padres y familias, que siguen viendo en la vocación al sacerdocio un don hermoso de Dios para sus hijos, para las familias mismas, para nuestra Iglesia y para nuestra sociedad. ¡Quiera el Señor que los padres y las familias no sean nunca un obstáculo para la vocación sacerdotal o religiosa de sus hijos, y que acojan, respeten y promuevan el don de Dios y así la libertad y felicidad de sus hijos!

Hoy, querido hijo, vas a asumir el compromiso del celibato, que habrás de observar durante toda la vida por causa del Reino de los Cielos y para servicio de Dios y de los hombres. A nadie se le oculta la dificultad para entender y vivir el celibato en el actual contexto hedonista y pansensualizado, en el que todo lo que provoca apetencia o placer tiene valor en sí mismo. Frente a quienes afirman, que la mayoría incumplimos esta promesa, podemos y debemos afirmar desde la experiencia, que quien hace de su vida una entrega y servicio generoso a Dios y a los hermanos la puede vivir y hacerlo además con alegría.

El celibato es un don recibido de Dios, antes que un don hecho a Dios; y como don de Dios lo viviremos tanto mejor, cuanto más cerca vivamos a Dios mediante la oración, los sacramentos y la ascesis de vida. Si Dios es amor, cuanto más le amamos, más le pertenecemos y más nos hace propiedad suya. Él en nosotros será quien nos dará la fuerza para vivir el celibato con fidelidad creciente y gozosa. Quien ha sido tocado en el corazón por este carisma está llamado a vivir la humildad, que impide vanagloriarse de la propia continencia por el Reino de Dios; a vivir la libertad interior de una elección más fuerte que las tentaciones por las que se ve acechada, y a vivir la alegría y la belleza de una vocación que simboliza al mundo la luz de la resurrección más que la tristeza de la cruz, y el aspecto del don más que el esfuerzo de la renuncia. El don del celibato lo recibes “para el provecho común” y está para “el servicio de los demás”.

Hoy vas a prometer también obediencia, a mí y a mis sucesores. Esto quizá sea lo más difícil, porque la obediencia exige dar muerte a nuestro ‘ego’. Ahora bien, si la ordenación diaconal te configura con Cristo ‘siervo’, Él es quien tiene que vivir en ti. Con Pablo deberás poder decir: “Vivo yo, pero no soy yo; es Cristo quien vive en mi” (Gal 2, 20), y con María: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38).

Y finalmente te vas a comprometer a la celebración diaria y completa de la Liturgia de las Horas, que es oración de la Iglesia por toda la humanidad. Nunca tomes este compromiso como un peso, sino como un modo estupendo de acercar a Dios a los hombres y los hombres a Dios. En nombre de todos nuestros hermanos, has de dirigirte a Dios para alabarle, suplicarle, pedirle perdón, fuerza, alivio, paz para cuantos carecen de ella.

La ordenación diaconal te capacita y te llama a ejercer la diaconía de la Palabra, de la Eucaristía y de la caridad hacia los pobres y necesitados. El servicio a la Palabra, en la proclamación del Evangelio y en la homilía, debe basarse siempre en su conocimiento experiencial, que se hace vida. Por ello “convierte en fe viva los que lees y lo que has hecho fe viva enséñalo y cumple aquello que has enseñado”, como te diré al entregarte el Evangelio. Sé con tu palabra y con tu vida heraldo del Evangelio, en especial para los niños, adolescentes y jóvenes. Como servidor de la Eucaristía vive con profundo gozo y sentido de adoración el ser el servidor del ‘misterio de la fe’ para alimento de fieles. A ti se te confía, de modo particular, el ministerio de la caridad. La comunión con Cristo en la Eucaristía, de que eres servidor, te ha de llevar necesariamente a la comunión con los hermanos. La atención de las necesidades de los hermanos, de sus penas y sufrimientos serán los signos distintivos de ti como Diácono del Señor. Sé compasivo, solidario, acogedor, benigno con todos ellos.

Tomado de entre los hombres vas a ser consagrado a Dios para el servicio de los hombres. La consagración la recibes de una vez para siempre, pero debes renovarla cada día: serás diácono, servidor de Dios y de los hombres, para siempre. Dada nuestra fragilidad hemos de convertirnos cada día; cada día hemos de renovar el don del Espíritu mediante la entrega, la fidelidad, el amor verdadero en el servicio generoso. A partir de hoy ya no te perteneces a ti mismo: te perteneces al Señor, a su Iglesia y, en ellos, a los demás.

¡Que María, la Virgen de la Cueva Santa, la esclava del Señor, te proteja y te guíe a fin de que el don que hoy recibes permanezca siempre en ti con la frescura de este día. Amén.

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Presentación del Señor y Jornada Mundial de la Vida Consagrada

2 de febrero de 2010/0 Comentarios/en Homilías 2010/por obsegorbecastellon
Concatedral de Sta. María, Castellón, 2 de febrero de 2010

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Queridos hermanos y hermanas en el Señor Jesús:

“Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor” (Lc 2,22). Estas palabras del evangelista Lucas nos centran en el hecho que hoy conmemora la Liturgia de la Iglesia: la Presentación de Jesús a Dios en el templo. Cuarenta días después de su nacimiento, Jesús es presentado a Dios por María y por José, según las prescripciones de la ley mosaica. El Hijo de Dios, que, al encarnarse, quiso “parecerse en todo a sus hermanos” menos en el pecado (Hb 2,17), comparte en todo su vida con los hombres, sin excluir la observancia de la ley prescrita para el hombre pecador.

El cumplimiento de la ley de Moisés es la ocasión del encuentro de Jesús con su pueblo, que le busca y le aguarda en la fe. Jesús es reconocido y acogido, pero no por todos, sino sólo por aquellos que confían en Dios y esperan en su promesa: por los pobres en el espíritu, por los humildes y sencillos de corazón: es esperado, reconocido y acogido como el Mesías, como el Salvador por Simeón, “hombre honrado y piadoso que aguardaba el consuelo de Israel” (Lc 2, 25), y por la profetisa Ana, que vivía en la oración y en la penitencia. Simeón, iluminado por el Espíritu Santo, reconoce en aquel niño al Mesías, al Salvador prometido, a la luz para alumbrar a todas las naciones, y bendice a Dios. Ana da gracias a Dios y habla del niño con entusiasmo  “a todos los que aguardan la liberación de Israel” (Lc 2,32).

María y José presentan a Jesús en el templo, para ofrecerlo, para consagrarlo al Señor (Lc 2, 22). Jesús viene a este mundo para cumplir la voluntad del Padre con una oblación total de sí, con una fidelidad plena y con una obediencia filial al Padre (cf. Hb 10, 5-7). Simeón anuncia con palabra profética la suprema entrega de Jesús y su victoria final (cf. Lc 2, 32-35).

El Señor viene para purificar a la humanidad del pecado, para restablecer la alianza definitiva de comunión de Dios con su pueblo y para que así pueda presentar a Dios “la ofrenda como es debido”. La primera y verdadera ofrenda, la que instaura el culto perfecto y da valor a toda otra oblación, es precisamente la que Cristo hizo de sí mismo, de su propia persona y de su propia voluntad, al Padre. Así, Jesús nos muestra cuál es el camino de la verdadera consagración a Dios: este camino es la acogida amorosa de su designio y de su voluntad sobre cada uno, la acogida gozosa de la propia vocación mediante la entrega total y radical de sí mismos a Dios en favor de los demás. Jesús nos muestra, a la vez, el valor de la humildad, de la pobreza, de la obediencia ante Dios para que la persona encuentre su propia verdad, su propio bien, su propia felicidad.

Este camino de Jesús es válido para la consagración a Dios de todo bautizado; y lo es también y de modo especial para todos los llamados a reproducir en la Iglesia y en el mundo, “los rasgos de Jesús virgen, pobre y obediente” (VC 1), mediante los consejos evangélicos.

La Virgen Madre, que ofrece el Hijo al Padre Dios, expresa muy bien la figura de la Iglesia que continúa ofreciendo a sus hijos e hijas al Padre celeste, asociándolos a la única oblación de Cristo, causa y modelo de toda consagración en la Iglesia (Juan Pablo II). Hoy nuestra Iglesia diocesana se alegra al celebrar la Jornada Mundial de la vida Consagrada y dar gracias a Dios por cuantos habéis tenido la dicha de poder ofrecer vuestras personas a Dios y ser consagrados a Dios mediante vuestra profesión religiosa para vivir entregados a El siguiendo los pasos de Cristo, pobre, obediente y virgen, según el carisma de vuestros fundadores. Vuestra profesión, queridos hijos, es un don, una gracia, un bien inestimable de Dios no sólo para vosotros y comunidades, sino también para nuestra Iglesia, en estos momentos de escasez vocacional.

El día de vuestra profesión religiosa llegaba a su meta una historia personal de encuentro con el Señor. A cada uno, según su propia historia personal y familiar, os fue dada la gracia de descubrir y acoger al Señor, de encontraros con Él que salió a vuestro encuentro, como hoy lo hace para todo su pueblo. Este encuentro fue creciendo a lo largo de los años, hasta que escuchasteis la voz de Dios, que os llamaba a una entrega mayor para dejarlo todo por seguir a Cristo en el carisma de vuestro instituto. Sintiendo esta llamada amorosa de Dios os pusisteis en camino con la seguridad de encontrar la dicha de quien confía en el Señor. En vuestro interior se fue haciendo camino la cercanía amorosa de Dios; y Él os ha llevado por veredas de dicha y de felicidad, que se encuentran cuando se acoge su voluntad, su proyecto, su designio. Dejando cuanto os estorbaba para ser libres en vuestra entrega al Señor, crecisteis en disponibilidad interior hasta poder decir con Cristo: “Aquí estoy, oh Dios, para hacer, tu voluntad” (Hb 10, 6).

Como nos muestra Jesús, acoger la voluntad de Dios y su llamada, y ofrecerse a sí mismo son la misma cosa. Es la donación de si mismo a Dios con todas sus consecuencias. El encuentro con el amor de Dios en Cristo y la acogida de la llamada amorosa y gratuita de Dios cambian radicalmente la vida de una persona. Nada hace ensanchar el corazón humano tanto como la convicción de que Dios es el ‘único bien’, que sólo en El está la Salvación, que sólo en Él está la plenitud (Sal 39, 10). Pretender dignificar la vida humana de espaldas a Dios devalúa la existencia humana. La vida tiene sentido sólo cuando Dios es reconocido como dueño y como bien.

“No se apartaba nunca del templo” (Lc 2, 37), dice el Evangelista Lucas de la profetisa Ana. Estas palabras se pueden aplicar perfectamente también a vosotros, queridos consagrados y consagradas, a quienes el Espíritu os conduce hacia una experiencia especial de Cristo. La primera vocación de quien opta por seguir a Jesús con corazón indiviso consiste en “estar con él” (Mc 3, 14), vivir en unión y comunión con él, escuchando su palabra en la alabanza constante de Dios hast la unión en la comunión eucarística (cf. Lc 2, 38).

Con la fuerza renovadora de su amor, Cristo quiere transformaros a las consagradas y consagrados en testigos eficaces de conversión a Dios, y de comunión con Dios y con los hermanos. Ahí está vuestra contribución a la misión de la Iglesia: ser testigos de la comunión de Dios con los hombres, realizada definitivamente en Cristo, mediante vuestra unión de perfecta caridad con Él y en Él con vuestras hermanas y hermanos de comunidad; esta comunión os llevará a la unión con toda la Iglesia y con todo el género humano.

Cultivad en vuestra vida la oración, que os lleve a la contemplación. La verdadera contemplación lleva a la unión de intimidad con Dios a través de Cristo y, en Él, con toda criatura humana: dejaos configurar con Cristo, con su modo de pensar y de sentir, de amar y de sufrir: él os llevará a descubrir el rostro amoroso y misericordioso de Dios Padre y a uniros más plenamente con Él. Y la comunión con Dios os conducirá a amar a los hermanos con el mismo amor de Dios que habéis descubierto en Jesús: vuestra oración y vuestra contemplación por todos aquellos que aún no conocen a Cristo y su Evangelio, por todos los que conociéndolo se apartan de él o le rechazan, será la señal de que vuestra oración es auténtica.

La comunión en el amor fraterno con todos y cada uno de vuestros hermanos y hermanas, -un amor benevolente y sincero, cordial y alegre, respetuoso y misericordioso-, será a su vez signo, que testimonie, exprese y fortalezca la verdadera comunión con Dios a que conduce la oración.

 San Agustín nos recuerda: «Lo primero por lo que os habéis congregado en comunidad es para que viváis en comunión, teniendo un alma sola en Dios y un solo corazón hacia Dios», (Regla1). Esta debe ser la esencia fundamental de toda comunidad religiosa. Sin este talante de vida nada tiene sentido porque «cuando se atrofia el amor se paraliza la vida» (San Agustín, In ps. 85,24). Tener el corazón, los afectos, los intereses y los sentimientos de Jesús y vivir polarizados en Él es el don más noble que el Espíritu realiza en vosotros. El Espíritu os conforma así a Cristo, casto, pobre y obediente. De este modo los consejos evangélicos, lejos de ser una renuncia que empobrece, representan una opción que libera a la persona para que desarrolle con más plenitud todas sus potencias hacia Dios, su origen y su meta, y hacia los hermanos.

Dentro de breves momentos, queridos hijos e hijas, vais a renovar vuestros votos. Recordad que por la bendición en el día de vuestra profesión fuisteis consagrados de una forma especial por Dios y para Dios. Dios os llama hoy de nuevo y os bendice siempre con su gracia. Dios acoge la entrega de vuestras personas y vuestro compromiso de vivir la pobreza, la castidad, la obediencia en el carisma de vuestro instituto o en el orden de las vírgenes. ¡Contad siempre con el don y la ayuda que viene de lo alto!

Como dice el lema de este año, los distintos carismas son ‘caminos de consagración’, son como estelas que recuerdan palabras o gestos de Jesús, que se confían a una familia religiosa como custodios de ese memorial evangélico. Viviendo con entrega y fidelidad vuestros votos y carismas, seréis como estelas en el camino del hombre actual, estelas que lo llevarán a Cristo, luz de los pueblos.

Hoy toda nuestra Iglesia ora por todos vosotros para que fieles a vuestra consagración ‘y seducidos por el Señor’, seáis luceros que lleven a Cristo para que sea reconocido como la Luz de todas las naciones. Juntos pedimos al Señor que os fortalezca en vuestra entrega, testimonio y esperanza y que nos conceda nuevas vocaciones a la vida consagrada.

Queridos hermanos y hermanas: La Liturgia de hoy nos invita a todos a encontrarnos con Cristo. De las manos de María acojamos a Cristo con fe viva y con amor ardiente: El es nuestro Salvador, la Luz que alumbra nuestra existencia. Él viene una vez más a nuestro encuentro en esta Eucaristía. Presentemos nuestras personas en la ofrenda eucarística uniéndola a la de Cristo.

¡Que nuestra comunión eucarística con Cristo nos lleve a una comunión más fuerte con él y con los hermanos¡ ¡Y que María nos ayude a permanecer unidos a El en la comunión de nuestra Iglesia para ser testigos Cristo Jesús, luz de los pueblos! Amén

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

 

 

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Jornada Mundial de las Migraciones

17 de enero de 2010/0 Comentarios/en Homilías 2010/por obsegorbecastellon
Castellón, S.I. Concatedral, 17 de enero de 2010

(Is 62, 1-5; Sal 95; 1 Cor 12,4-11; Jn 2,1-11)

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Queridos hermanos y hermanas en el Señor:

Es una alegría poder celebrar esta Eucaristía en la Jornada Mundial de las Migraciones y con vuestra nutrida presencia, queridos inmigrantes, experimentar la catolicidad, la universalidad, de nuestra Iglesia. Os saludo de corazón a todos cuantos habéis acudido esta tarde a esta celebración: sacerdotes, consagrados y seminaristas; saludo cordialmente al nuevo párroco de la parroquia ortodoxa rumana de San Nicolás; a las asociaciones de inmigrantes; al Director de nuestro Secretariado Diocesano paras la Migraciones y a todos los trabajadores y voluntarios en sector pastoral.

La Jornada Mundial de las Migraciones se fija este año en “Los emigrantes y los refugiados menores de edad” y tiene como lema “Hoy acogemos, mañana compartimos”. La Iglesia nos ofrece esta Jornada como una ocasión propicia para tomar conciencia de los múltiples problemas y necesidades de los inmigrantes tanto desde el punto de vista humano y social, como cristiano y pastoral; una toma de conciencia que nos lleve al compromiso para dar, buscar o pedir la respuesta debida.

Las necesidades de los emigrantes no nos pueden dejar indiferentes, como no dejó indiferente a María la necesidad de aquellos novios de las bodas de Caná, como hemos proclamado en el evangelio de hoy. María, la madre solícita, siempre atenta a las necesidades de los hombres, al ver a aquellos novios en apuros, se dirige a su Hijo como una madre y le dice: Hijo “no les queda vino” (Jn 2,3); y a los sirvientes les dice: “Haced lo que es os diga” (Jn 2,5).

“Aún no ha llegado mi hora” (Jn 2,4), dice Jesús a su Madre. Palabras que desconciertan al escucharlas, pero que, meditadas con detenimiento nos ayudan a descubrir su sentido y nos acercan al misterio y a la identidad de Jesús. Porque la  “hora de Jesús” es su muerte y resurrección, es la hora de su glorificación por el Padre, es la hora de la salvación del hombre, es la hora en que se manifiesta el esplendor, el poder y la grandeza del amor de Dios, que se entrega y que acoge la entrega de su Hijo hasta la muerte por amor a los hombres. En Caná, Jesús anticipa y adelanta esa “Hora” al realizar, a ruegos de su Madre, este signo a favor de aquellos novios e invitados.

“Tú has guardado el vino bueno hasta ahora” (Jn 2,10), dice el mayordomo al novio. Con el vino bueno. Juan hace referencia al vino nuevo de la obra salvadora  de Jesucristo, que irrumpe en la vida humana, renovándolo y transformando todo. Este vino nuevo es ayudar a unos novios porque les falta vino, es decir, «ayudar a los hombres a encontrar la alegría»; este vino nuevo es la alegría de la vida verdadera en el amor de Dios, ahora y por toda la eternidad. Cristo ha venido a traer el vino nuevo de su caridad, de su gozo y de su presencia. Jesús siempre está cercano a las necesidades y a los apuros de los hombres, como lo estuvo en las circunstancias concretas del banquete de bodas de Caná.

Y “sus discípulos creyeron en Él” (Jn 2,11). El milagro que Jesús realiza es un signo que lleva a los discípulos a creer en Jesús, a entregarse a Jesús, a seguirle en su camino de entrega a la voluntad de Dios que se hace entrega  por amor hacia los hombres.

“Haced lo que él os diga” son las palabras de María a los sirvientes; estas son también sus palabras hoy a nosotros al celebrar esta Jornada Mundial del emigrante y refugiado. Y esta tarde, Jesús nos dice una vez más: “Venid, benditos de mi Padre… porque… era forastero, y me acogisteis” (Mt 25, 34-35). Jesús nos dice que sólo entra en el reino de Dios el verdadero discípulo suyo, el que practica el mandamiento del amor.

Así nos muestra el Señor el lugar central que debe ocupar en la Iglesia y en la vida de todo cristiano la caridad de la acogida. Al hacerse hombre, Cristo se ha unido, en cierto modo, a todo hombre. Nos ha acogido a cada uno de nosotros y, con el mandamiento del amor, nos ha pedido que imitemos su ejemplo, es decir, que nos acojamos los unos a los otros como él nos ha acogido (cf. Rm 15, 7). Acoger a Cristo en el hermano y en la hermana que sufren necesidad –el enfermo, el hambriento, el sediento, el encarcelado, el forastero, el emigrante o el refugiado- es la condición para poder encontrarse con él «cara a cara» y de modo perfecto al final de la peregrinación terrena.

“Para la Iglesia católica nadie es extraño, nadie está excluido, nadie está lejos” (Pablo VI). En la Iglesia, como escribió el Apóstol San Pablo, no hay extranjeros ni huéspedes, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios (cf. Ef 2, 19). Por desgracia, se dan aún prejuicios, actitudes de aislamiento, e incluso de rechazo, por miedos injustificados y por buscar únicamente los propios intereses. Se trata de discriminaciones incompatibles con la pertenencia a Cristo y a la Iglesia. Más aún, la comunidad cristiana está llamada a difundir en el mundo la levadura de la fraternidad y de la convivencia entre personas diferentes y de diferentes culturas, que hoy podemos experimentar en esta Eucaristía.

En los últimos años, nuestra Iglesia diocesana ha ido creando servicios en favor de nuestros hermanos, los emigrantes. Al departamento de inmigrantes de Cáritas Diocesana, a los centros de orientación y asesoramiento, y a los espacios de encuentro e integración se ha unido la creación el año pasado del Secretariado Diocesano de Migraciones. También ha crecido el número de personas que, urgidas por la caridad de Cristo, dedican parte de su tiempo a ayudar a los inmigrantes, mayores y menores de edad. Son de alabar los esfuerzos de comunidades parroquiales, que salen al encuentro de estos hermanos, los acogen e invitan a recorrer juntos el camino de la fe, vivida y celebrada comunitariamente en la parroquia, a la que los inmigrantes también enriquecen con savia nueva. Hoy doy gracias a Dios por lo que entre todos vamos logrando en este camino de encuentro fraterno, de acogida evangélica y de integración de los inmigrantes en nuestras parroquias, ciudades, pueblos y barrios.

Queda, sin embargo, mucho por hacer. Por ello, os invito a fortalecer nuestro compromiso cristiano en este sector pastoral. Nuestra Iglesia diocesana vive y obra inserta en nuestra sociedad y es solidaria con sus aspiraciones y sus problemas; por ello se sabe especialmente llamada a convertir nuestra sociedad en un espacio acogedor en el que se reconozca la dignidad de los emigrantes. Invito a toda nuestra Iglesia de Segorbe-Castellón, a sus comunidades parroquiales, movimientos, comunidades educativas, familias inmigrantes y autóctonas en general, así como a todos los hombres de buena voluntad, a asumir la acogida y el servicio no sólo de los hombres y mujeres inmigrantes y refugiados, sino también, y en especial, de sus hijos menores, sin olvidar a los menores no acompañados.

Nuestra comunidad eclesial esta llamada a ser de verdad una casa común y una escuela de comunión, en la que cada persona sea valorada y promovida por su condición de hija de Dios, su cualidad más excelente y fundamento de su dignidad. Hemos de seguir luchando contra los prejuicios, los miedos, las discriminaciones y los hábitos contrarios a la acogida del hermano inmigrante; hemos de crecer en el ejercicio del diálogo desde la verdad, del respeto basado en la común dignidad y de la comprensión mutua; en ello debemos empeñarnos sin desfallecer particularmente los pastores y los educadores cristianos.

El Señor nos exhorta a crear y desarrollar una cultura de la acogida, que facilite procesos de auténtica integración de todos; una cultura que nos estimule a contemplar con más hondura a la persona humana, salvaguardando la dignidad de toda persona humana en las relaciones sociales, laborales y económicas.

“La acogida de hoy, anuncio del Evangelio de la solidaridad fraterna, samaritana, es la mejor garantía para un futuro integrador donde nuestro compartir fraterno sea la señal iluminadora que seguimos ofreciendo. Nuestros menores emigrantes y refugiados, que hoy son acogidos, mañana compartirán con nosotros, como adultos, los valores que hayamos intercambiado. La fe, que gozosamente les hemos propuesto o hemos compartido con ellos, la viviremos fraternalmente, y nuestras comunidades serán verdaderos signos de la catolicidad” (Mensaje de la Comisión Episcopal de Migraciones de la CEE para a Jornada de 2010).

Quiero hacer hoy una llamada especial a vosotros, los inmigrantes católicos: sentiros desde el primer momento en nuestra Iglesia diocesana, en sus parroquias, en sus instituciones y organizaciones, como en vuestra propia casa, como en vuestra familia, con los mismos derechos y obligaciones que los autóctonos y sus familias. Nuestro deseo es que participéis activamente en la pastoral y la vida de nuestra Iglesia diocesana y en vuestras parroquias, y que lo hagáis plenamente integrados, conservando vuestro carácter propio.

Y, a la inversa, hago una especial invitación a las parroquias: que acojan con gozo a los inmigrantes católicos y a sus familias, que faciliten su progresiva integración en la vida parroquial y en sus estructuras organizativas, que fomenten el conocimiento mutuo y la convivencia con las familias locales en orden a constituir una sola familia: la familia de los hijos e hijas de Dios.

La escuela católica ha de ser abanderada en la noble y hermosa tarea educadora de la población escolar inmigrante. La escuela es un marco privilegiado para el conocimiento y la verdadera integración de niños y jóvenes de diversa procedencia y, a través de ellos y de la propia escuela, de las familias de los inmigrantes.

Lo dicho en relación con los inmigrantes católicos y sus familias, es aplicable, con los obligados matices, a las actitudes y comportamientos de las comunidades, instituciones, organizaciones y servicios de la Iglesia diocesana con los cristianos de la tradición ortodoxa, protestante o anglicana. Somos hermanos en la fe, y ello ha de transparentarse en nuestros comportamientos fraternos.

Los inmigrantes no cristianos  -creyentes  de otras religiones o no creyentes-  y sus familias son destinatarios de la misión evangelizadora y de los servicios de nuestra Iglesia y de los cristianos. Todos han de ser objeto de nuestra preocupación, de la Iglesia y de los cristianos católicos. A ellos han de ir destinados también los servicios de la Iglesia en el aspecto socio-caritativo, los de acogida y acompañamiento, o en la defensa de sus derechos.

Pedimos a los responsables de las administraciones públicas, y a quienes tienen asignada una tarea en relación con los inmigrantes y sus familias, que establezcan las normas justas y las medidas adecuadas, que defiendan y tutelen la dignidad y los derechos de los inmigrantes y de sus familias, y especialmente de los menores. Tengan o no papeles son personas. La Convención de los Derechos del Niño afirma con claridad que hay que salvaguardar siempre el interés del menor (cf. art. 3), al cual hay que reconocer los derechos fundamentales de la persona de la misma manera que se reconocen al adulto. Todos los menores, con independencia de su origen e incluso de su situación legal, han de tener realmente garantizados el ejercicio de los derechos fundamentales a la educación, a la sanidad, a la formación profesional y a la atención religiosa.

Oremos para que nuestra sociedad vea a los inmigrantes y a sus familias no como una carga o un peligro, sino como una riqueza para nuestra sociedad y para que los acoja cordialmente, los trate como hermanos y les facilite su pacífica y enriquecedora integración.

Agradezco a todos los que trabajan al servicio de los inmigrantes su entrega generosa y su dedicación diaria. Os animo a continuar en vuestro trabajo y a no desfallecer ante las dificultades.

¡Que María la Virgen nos proteja en este nuestro caminar y nos enseñe a ser sensibles como ella ante las necesidades de los emigrantes, y a poner nuestra mirada en su Hijo, para hacer lo que nos diga! Amén

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Ordenación de tres presbíteros en la Solemnidad de la Epifanía del Señor

6 de enero de 2010/0 Comentarios/en Homilías 2010/por obsegorbecastellon
S.I. Concatedral de Sta. María de Castellón – 6 de enero de 2010

(Is 6,1-6; Sal 71; Ef 3,2-3ª.5-6; Mt 2,1-22)

****

 

Hermanas y hermanos todos en el Señor:

”Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti” (Is 60, 1). Con estas palabras, Isaías invita a la ciudad de Jerusalén a dejarse iluminar por su Señor, luz infinita que hace resplandecer su gloria sobre Israel. El pueblo de Dios está llamado a convertirse él mismo en luz, para orientar el camino de las naciones, envueltas en ‘tinieblas’ y ‘oscuridad’, hacia el Mesías (Is 60, 2).

En la Noche santa de la Navidad apareció la luz esperada; nació Cristo, luz de los pueblos, el ‘sol que nace de lo alto’ (Lc 1, 78), el sol que vino al mundo para disipar las tinieblas del mal e inundarlo con el esplendor del amor divino. El es “la luz verdadera, que viniendo a este mundo, ilumina a todo hombre” (Jn 1, 9). Al encarnarse, el Hijo de Dios se manifestó como luz que ilumina y da vida. No sólo luz externa, en la historia del mundo, sino también dentro del hombre, en su historia personal. Se hizo uno de nosotros para dar nuevo valor y dignidad a nuestra existencia terrena, para sanarnos y salvarnos, para hacernos partícipes de la gloria de su inmortalidad.

En la solemnidad de la Epifanía, el Mesías, que se manifestó en Belén a humildes pastores de la región, se manifiesta como luz de todos los pueblos, de todos los tiempos y de todos los lugares. Los Magos, que llegan de Oriente a Jerusalén guiados por una estrella (cf. Mt 2, 1-2), representan las primicias de los pueblos atraídos por la luz de Cristo. Reconocen en Jesús al Mesías y demuestran anticipadamente que se está realizando el ‘misterio’ del que habla san Pablo en la segunda lectura: “Que también los gentiles son coherederos (…) y partícipes de la promesa de Jesucristo, por el Evangelio” (Ef 3, 6).

Con la encarnación de su Hijo y con su epifanía a todos los pueblos, Dios muestra su deseo y voluntad de iluminar, salvar y dar vida a toda la humanidad, a todos los pueblos, sin distinción de raza y cultura, porque Dios “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2,4). La estrella, que guía a los Magos, habla a la mente y al corazón de todos los hombres, también al hombre de hoy. ¿Quién no siente la necesidad de una ‘estrella’ que lo guíe a lo largo de su camino en la tierra? Sienten esta necesidad tanto las personas como las naciones. Para satisfacer este anhelo de salvación universal, el Señor se eligió un pueblo que fuera estrella orientadora para ‘todos los linajes de la tierra” (Gn 12, 3), un pueblo, que fuera signo sacramental de Él, luz de los pueblos.

Así nació la Iglesia, formada por hombres y mujeres que, “reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido el mensaje de la salvación para proponérselo a todos” (Gaudium et spes, 1). Hoy resuenan para nuestra Iglesia resuena las palabras de Isaías: “¡Levántate, brilla (…), que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti!” (Is 60, 1. 3).
Elegidos para ser signos de Cristo, luz de los pueblos

Queridos hijos y hermanos, Oriol, Raúl y Alex. De este singular pueblo mesiánico que es la Iglesia, vosotros vais a ser constituidos pastores mediante la ordenación presbiteral.

Hoy llegáis, como los Magos, a la meta después de un largo camino. Imagino el eco que pueden tener en vuestro interior las palabras de los Magos: “Hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo”. Cada uno de vosotros, a su modo, es como los Magos: una persona que ve una estrella, se pone en camino, experimenta también la oscuridad, la inseguridad o la incertidumbre y, bajo la guía de Dios, puede llegar a la meta.

En este pasaje evangélico se condensa de un modo singular todo vuestro proceso vocacional, desde que un día sentisteis la llamada –apareció la estrella en vuestra vida, para cada cual la suya- hasta llegar hoy a la meta con la ordenación presbiteral: entre ambas se sitúa un largo proceso del camino de discernimiento, de comprobación y de maduración de la llamada de Señor al sacerdocio. Cada uno de vosotros conocéis ese camino: quizá haya podido parecer u os haya parecido un camino excesivamente largo, no exento de obscuridades e incertidumbres; pero en cualquier caso era necesario, para no errar en la meta en la medida de lo humanamente posible.

El viaje de los Magos estaba motivado por una fuerte esperanza, que les lleva hacia el “Rey de los judíos”, hacia la realeza de Dios mismo. Porque este es el sentido de nuestro camino: servir a la realeza de Dios en el mundo. Los Magos tenían un deseo enorme de Cristo, que les indujo a dejarlo todo y a ponerse en camino. Era como si todo aquello hubiera estado siempre inscrito en su destino, que ahora finalmente se cumplía.

Queridos amigos: este es el misterio de vuestra llamada al sacerdocio y del orden, que hoy vais a recibir; misterio que afecta a la vida de todo cristiano, pero que se manifiesta con mayor relieve en los que Cristo invita a dejarlo todo para seguirlo más de cerca. Vuestra llamada y el ministerio es un don totalmente gratuito por parte del Señor e inmerecido por vuestra parte, cuya única razón es el amor de quien llama, al que sólo se puede responder con la entrega de sí mismo. Vivid la belleza de vuestra llamada y de vuestra ordenación cada día con el amor primero, con la alegría y con la gratitud que hoy sentís. No seremos buenos y felices sacerdotes, si en el origen y en la base de todo no situamos el don misterioso y amoroso de la llamada y elección del Señor, del don del ministerio. No somos sacerdotes ni se llega a ser sacerdote, porque lo elijamos como un camino de autorealización, de honor o incluso de mera santificación personal. “No me habéis elegido vosotros a mí, si no yo os he elegido a vosotros” (cf. Jn 15, 16) nos dice el Señor.

“Y cayendo de rodillas lo adoraron (…); le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra” (Mt 2, 11-12). Con esto culmina todo el itinerario de los Magos: el encuentro se convierte en adoración, dando lugar a un acto de fe y de amor que reconoce en Jesús, nacido de María, al Hijo de Dios hecho hombre.

¿Cómo no ver prefigurado en el gesto de los Magos el gesto de vuestra postración durante el canto de las letanías previa a la ordenación? Con vuestra postración mostraréis vuestra adoración, vuestra humildad, vuestra disponibilidad para entregar totalmente  vuestras personas al Señor en el orden que vais a recibir. Es la disposición necesaria para que el Señor actúe en vosotros.

La fe en Cristo, luz del mundo, ha guiado vuestros pasos hasta aquí y ahora os lleva hasta la entrega de vosotros mismos en la consagración presbiteral. Ser sacerdote en la Iglesia significa entrar en la entrega de Cristo, mediante el sacramento del Orden, y entrar con todo vuestro ser. Ahora Cristo os pide que mostréis esta oblación humilde y total de vuestra persona, para desempeñar en la Iglesia el ministerio presbiteral. El secreto de la santidad es la amistad con Cristo y la adhesión fiel a su voluntad, y a su forma de ser y de vida. “Cristo es todo para nosotros”, decía san Ambrosio. Que Cristo sea todo para vosotros. Ofrecedle vuestra persona, lo más precioso que tenéis; como decía Juan Pablo II, ofrecedle “el oro de vuestra libertad, el incienso de vuestra oración fervorosa, la mirra de vuestro afecto más profundo”.
Consagrados por la imposición de manos y la oración

Acoged en adoración, con humildad y con la disponibilidad para vuestra entrega la acción de Señor sobre vosotros. Él, a través de mis manos, queridos hijos, os va a consagrar para siempre para ser pastores y guías al servicio del pueblo de Dios, en su nombre y en su persona, como Cabeza de su cuerpo, que es la Iglesia.

Según la Tradición apostólica, este sacramento se confiere mediante la imposición de manos y la oración. La imposición de manos la realizaremos en silencio. Nosotros callaremos para que Dios actúe. Dios alarga su mano hacia vosotros, os toma para sí y, a la vez, os cubre para protegeros, a fin de que seáis totalmente propiedad de Dios, le pertenezcáis del todo e introduzcáis a los hombres en las manos de Dios. Con la imposición de las manos, Jesucristo os dice a cada uno: “Tú me perteneces”; pero también os dice: “Tú estás bajo la protección de mis manos. Tú estás bajo la protección de mi corazón, dentro de la inmensidad de mi amor”.

Como segundo elemento fundamental de la consagración, seguirá después la oración. La ordenación presbiteral es un acontecimiento de oración. Ningún hombre puede hacer a otro sacerdote. Es el Señor mismo quien, a través de la palabra de la oración y del gesto de la imposición de manos, os asume totalmente a su servicio, os atrae a su propio sacerdocio. Él mismo consagra a sus elegidos. Él mismo, el único Sumo Sacerdote, que ofreció el único sacrificio por todos nosotros, os concede la participación en su sacerdocio, para que su Palabra y su obra estén presentes en todos los tiempos.

Además, vuestras manos serán ungidas con el óleo del Santo Crisma, que es el signo del Espíritu Santo y de su fuerza. La mano del hombre es el instrumento de su acción, es el símbolo de su capacidad de afrontar el mundo. El Señor os impone las manos y ahora quiere las vuestras para que, en el mundo, se transformen en las suyas. Quiere que ya no sean instrumentos para tomar las cosas, los hombres o el mundo para vosotros, sino para que se pongan al servicio de su amor. Quiere que sean instrumentos para servir y, por tanto, expresión de la misión de toda la persona al servicio de Cristo para llevarlo a los hombres.

El Señor os dice esta tarde: “Ya no os llamo siervos…, a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15, 15). El Señor os hace sus amigos: os encomienda todo; se os encomienda a sí mismo, de forma que podáis hablar con su ‘yo’, «in persona Christi capitis«. Qué confianza se pone en vuestras manos. Todos los signos esenciales de la ordenación sacerdotal son, en el fondo, manifestaciones de esas palabras: la imposición de las manos; la entrega del libro, de su Palabra, que él nos encomienda; la entrega de la patena y del cáliz, con el que os transmite su misterio más profundo y personal. De todo ello forma parte también el poder de absolver: os hace participar también en su conciencia de la miseria del pecado y de toda la oscuridad del mundo, y pone en nuestras manos la llave para abrir la puerta de la casa del Padre.

Los Magos “se marcharon a su tierra”, y ciertamente dieron testimonio del encuentro con el Rey de los judíos. También vosotros, queridos hermanos, una vez ordenados seréis enviados para ser los ministros de Cristo; cada uno de vosotros volverá entre la gente como alter Christus.

En el viaje de retorno, los Magos tuvieron que afrontar seguramente peligros, sacrificios, desorientación y dudas. ¡Ya no tenían la estrella para guiarlos! Ahora la luz estaba dentro de ellos. Ahora tenían que custodiarla y alimentarla con el recuerdo constante de Cristo, de su rostro santo, de su amor inefable. También vosotros, consagrados por el Espíritu Santo, vais a iniciar vuestra misión. Recordad siempre este día tan hermoso de vuestra ordenación, recordad siempre las palabras de Jesús: “Ya no os llamo siervos, a vosotros os llamo amigos” Jn 15, 9). Si permanecéis en la amistad de Cristo, daréis mucho fruto, como él prometió. ¡He aquí el secreto de vuestro sacerdocio y de vuestra misión!

Este es el significado profundo del ser sacerdote: llegar a ser amigo de Jesucristo. Por esta amistad deberéis comprometeros cada día de nuevo. Amistad significa comunión de pensamiento y de voluntad, en la que debemos ejercitarnos, como nos dice san Pablo (Cf. Flp 2, 2-5). Para lograrlo debemos conocer a Jesús de un modo cada vez más personal, escuchándolo, viviendo con él, estando con él: en la oración personal y en la oración de la Liturgia de la Horas, en la celebración y contemplación  y diaria de la Eucarista. El núcleo del sacerdocio es ser amigos de Jesucristo. Algo que tenemos que cultivar siempre y especialmente en este Año Sacerdotal. Solo siendo amigos del Señor, podemos hablar verdaderamente in persona Christi. Ser sacerdote significa convertirse en amigo de Jesucristo, y esto cada vez más con toda nuestra existencia. Esta es nuestra vocación sacerdotal: sólo así nuestro ministerio sacerdotal puede dar fruto.

Nuestra Diócesis de Segorbe-Castellón necesita sacerdotes santos que sean anunciadores valientes de Cristo, la Luz de los Pueblos, y del Evangelio. Demos gracias a Dios por el regalo de estos tres nuevos sacerdotes, manifestación de su gloria; oremos por ellos y pidamos el don de nuevas vocaciones. Jóvenes no tengáis miedo de responder con el don completo de la propia existencia a la llamada del Señor para seguirle en la vida del sacerdocio.

Que el corazón inmaculado de María, vele con amor materno sobre cada uno de vosotros. Recurrid frecuentemente a la Virgen con confianza hoy y todos de los días de vuestra vida. Amén.

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

 

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