Homilía de Jueves Santo, Misa “en la Cena del Señor”
S.I. Catedral-Basílica de Segorbe, 1 de abril de 2021
(Ex 12,1-8.11-14; Sal 115; 1 Co 11,23-26; Jn 13,1-15).
Hermanas y hermanos, muy amados todos en el Señor Jesús.
Comienza la Pascua de Jesús.
1. En la tarde del Jueves Santo, toda la Iglesia, también nuestra Iglesia diocesana, vuelve en espíritu al Cenáculo para celebrar la última Cena de Jesus con sus Apóstoles. Trasladémonos en espíritu al Cenáculo para contemplar y traer a nuestra mente y a nuestro corazón los sentimientos y los gestos de Jesús, aquella tarde-noche.
Jesús se ha reunido con sus Apóstoles para celebrar con ellos “la Pascua en honor del Señor” (Ex 12, 11) que conmemora ‘el paso del Señor’ para liberarlo de la esclavitud de Egipto y la Alianza de Dios con su Pueblo. En esta noche, los hijos de Israel comen el cordero, según la prescripción antigua dada por Moisés. Jesús hace lo mismo con los discípulos, fiel a la tradición, que era sólo la “sombra de los bienes futuros” (Heb 10, 1) y la “figura” de la Nueva Alianza. Jesús elige la celebración de la Pascua judía para establecer la nueva y definitiva Alianza. Él es el ‘verdadero cordero sin defecto’, inmolado por la salvación del mundo, para la liberación definitiva del pecado y de la muerte mediante su paso por la muerte a la vida: El es nuestra Pascua
Amor hasta el extremo en la Cruz.
2. Jesús sabe que le ha llegado la “hora” de pasar de este mundo al Padre. Y, después de haber amado a los suyos que estaban en el mundo, “los amó hasta el extremo”, nos dice san Juan (13, 1). La última Cena es precisamente el testimonio del amor con que Cristo, el Cordero de Dios, nos ha amado hasta el extremo.
¿Qué significa “los amó hasta el extremo”? Significa hasta el cumplimiento de lo que sucederá al día siguiente. En el Viernes Santo se manifiesta cuánto amó Dios al mundo y cómo es el amor de Dios; es un amor que llega al límite extremo de “dar a su Hijo Unigénito» (Jn 3, 16). En la Cruz, Cristo ha mostrado que no hay “amor más grande que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15, 13). El amor del Padre por la humanidad se revela en la donación del Hijo mediante la muerte.
La última Cena es el prólogo, la preparación y el anticipo de esta donación. Y en cierto modo lo que ocurre en el Cenáculo va ya más allá de la donación hasta la muerte. El Jueves Santo se manifiesta lo que quiere decir: “Amó hasta el extremo”. Solemos pensar que amar hasta el fin significa hasta la muerte, hasta el último aliento. Sin embargo, la última Cena nos muestra que, para Jesús, “hasta el extremo” significa ir más allá del último aliento en la Cruz: Su amor va más allá de la muerte.
Y en la Eucaristía.
3. Este es precisamente el significado de la institución de la Eucaristía, que tiene lugar en la última Cena. Durante la cena, Jesús bendice y parte el pan, luego lo distribuye a los Apóstoles, diciendo: “Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros”; lo mismo hace con el cáliz: “Esta es mi sangre”. Aquel pan transformado en el Cuerpo de Cristo, y aquel vino convertido en la sangre de Cristo, son ofrecidos en aquella noche, como anuncio y anticipo de la muerte del Señor en la Cruz.
Pero la muerte en la Cruz no es final, sino el comienzo de la Eucaristía. Por eso Jesús dice a sus Apóstoles: “Haced esto en conmemoración mía” (1 Co 11, 24-25). Con este mandato, Jesús instituye la Eucaristía, el sacramento que perpetúa para todos los tiempos su donación hasta el último aliento en la Cruz. En cada santa Misa actualizamos este mandato del Señor, actualizamos su sacrificio en la cruz. Como nos dice San Pablo: “Cuantas veces comáis este pan y bebáis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que El venga” (1 Cor 11, 26). La Eucaristía es fruto de esta muerte por amor a la humanidad. La recuerda constantemente. La renueva de continuo. La significa siempre y la proclama. La muerte en la Cruz ha venido a ser principio de la nueva venida: de la resurrección a la parusía, “hasta que El venga”. La muerte es ‘sustrato’ de una nueva vida. Amar “hasta el extremo” significa, pues, para Cristo, amar mediante la muerte y más allá de la barrera de la muerte: ¡Amar hasta los extremos de la Eucaristía!
Desde aquel primer Jueves Santo, la Iglesia actualiza sacramental, pero realmente en cada Eucaristía el misterio pascual, la muerte y resurrección de Jesucristo para el perdón de los pecados y la reconciliación de los hombres con Dios y entre sí. La Eucaristía es así el manantial de vida y de amor con Dios y con los hermanos. Desde aquel Jueves Santo, la Iglesia, que nace del misterio pascual de Cristo, vive de la Eucaristía; se deja revitalizar y fortalecer por ella, y sigue celebrándola hasta que vuelva su Señor. Por ello, después de la consagración nos unimos a la aclamación del sacerdote: “Este es el Misterio de nuestra fe”, con las palabras: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor, Jesús!”.
Don del sacerdocio ordenado
4. Al recordar y agradecer esta tarde el don de la Eucaristía, recordamos y agradecemos también el don del sacerdocio ordenado y rezamos por todos nuestros sacerdotes. “Haced esto en conmemoración mía”. Estas palabras de Cristo son confiadas, como tarea específica, a los Apóstoles y a quienes continúan su ministerio. A ellos, Jesús les entrega la potestad de hacer en su nombre lo que Él acaba de realizar, es decir de transformar el pan en su Cuerpo y el vino en su Sangre. Diciendo “haced esto” instituye el sacerdocio ministerial.
La Eucaristía, celebrada por los sacerdotes, hace presente en cada generación y en cualquier rincón de la tierra la obra de Cristo. Nos duele la escasez de vocaciones al sacerdocio, porque cada vez más comunidades pueden verse privadas de la Eucaristía. Y son Eucaristía no puede haber Iglesia ni comunidad eclesial. Sólo una Iglesia verdaderamente agradecida y enamorada de la Eucaristíase preocupará de suscitar, acoger y acompañar las vocaciones sacerdotales. Y lo hará mediante la oración y el testimonio de santidad.
Amor que se hace servicio en el lavatorio de los pies.
5. Durante la cena, Jesús no dudó en arrodillarse delante de los Apóstoles para lavar sus pies. Cuando Simón Pedro se opone a ello, Él le convence para que le dejara hacer. Era una exigencia particular de la grandeza del momento. Era necesario este lavatorio de los pies, esta purificación en orden a la comunión de la que habrían de participar desde aquel momento.
San Pablo nos recuerda la dignidad con que debe ser tratada la Eucaristía por parte de cuantos se acercan a recibirla. “Examínese cada uno a sí mismo antes de comer el pan y beber el cáliz, porque el que come y bebe sin apreciar el cuerpo, se come y bebe su propia condenación’” (1 Cor 11,28). Antes de comulgar es necesario dejarse lavar los píes, dejar reconciliar por Dios en el sacramento de la Penitencia, si se tiene conciencia de pecado grave. Tenemos que poner mucho empeño en recibir la Eucaristía, y hacerlo en estado de gracia. De lo contrarío, la vida se tornará en muerte.
Al lavarles los pies, el Maestro dice a los Apóstoles: “Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, siendo vuestro Señor y Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros” (Jn 13, 13-14). Jesús nos invita a imitarle: “Os he dado ejemplo, para que lo que yo he hecho con vosotros, también lo hagáis vosotros” (Jn 13, 15). No se puede separar la participación en la mesa del Señor del deber de amar y de servir al prójimo. Cada vez que participamos en la Eucaristía, nos comprometemos a hacer lo que Cristo hizo, ‘lavar los pies’ de nuestros hermanos, transformándonos en imagen concreta de Aquel que “se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo” (Flp 2, 7).
El Señor nos invita a abajarnos, a aprender la humildad y hacer de nuestra vida un servicio a los demás. Lavarnos los pies unos a otros significa sobre todo perdonarnos continuamente unos a otros, volver a comenzar juntos siempre de nuevo, aunque pueda parecer inútil.
En la Eucaristía Jesús se nos da. Es el sacramento de su amor. Por la comunión, se une a nosotros y nos hace capaces de amar como él nos ha amado. Ahí brota y tiene su fuente inagotable el mandamiento nuevo del amor. Por eso hoy celebramos el día del amor fraterno.
Nuestro mundo está necesitado de amor, del amor que nos viene de Dios por Cristo en la Eucaristía. Es el único capaz de renovar nuestro mundo. Necesitamos de este amor para derrumbar las barreras de la exclusión, del egoísmo y del odio. Hoy Jesús nos dice a nosotros como dijo a sus discípulos: “¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros?”. Merece la pena seguirle y trabajar por el perdón y la reconciliación, por la justicia, el amor y la paz.
En la Eucaristía, encontramos, hermanos, el alimento y la fuerza para salir a los caminos de la vida. Participemos en esta Eucaristía. Seamos signo de unidad y fermento de fraternidad. Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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[…] En la homilía, el Obispo ha invitado a los asistentes a trasladarse “en espíritu al Cenáculo, en Jerusalén”, en aquella noche en que Jesús se reunió con sus apóstoles para celebrar con ellos la Pascua, “que conmemora el paso del Señor para liberar a su pueblo de la esclavitud de Egipto, y establecer la Alianza de Dios con su pueblo”. […]
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