Homilía en la Misa Crismal
Castellón, S. I. Concatedral, 3 de abril de 2023
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(Is 61,1-3ª.6ª.8b-9; Sal 88; Ap 1,5-8; Lc 4,16-21)
Hermanas y hermanos, muy amados todos en nuestros Señor Jesucristo!
1. Os saludo de corazón a todos -sacerdotes, diáconos, seminaristas, religiosos y religiosas y fieles laicos-, que habéis venido de toda la Diócesis hasta esta Concatedral de Santa María para la Misa Crismal. Agradezco vuestra presencia y a todos os deseo la «gracia y la paz de parte de Jesucristo, el testigo fiel, el primogénito de entre los muertos, el Alfa y la Omega, el que es, el que era y ha de venir (Apoc. 1,5, 8).
2. Recién comenzada la Semana Santa, en el marco de estos días santos, celebramos un año más la Misa Crismal; en ella el Pueblo de Dios, que peregrina en Segorbe-Castellón, se reúne en torno su obispo, padre y pastor, para la consagración del Santo Crisma y la bendición de los óleos de los catecúmenos y de los enfermos.
En esta celebración está representada toda nuestra Iglesia diocesana en sus distintas vocaciones, ministerios y carismas; todos formamos está porción del Pueblo de Dios, referidos los unos a los otros, con vocaciones, carismas y ministerios distintos pero complementarios: cada uno con su nombre, con su don y con sus talentos, a cada uno Dios le ha asignado una preciosa tarea y un hermoso destino. Esta Santa Misa nos permite experimentar con gozo nuestra pertenencia a esta Iglesia de Segorbe-Castellón. Nuestra Iglesia diocesana es un don de Dios, un pueblo de su propiedad, elegida para ser la morada y presencia de Dios en medio de nuestro pueblo y llamada a crecer en comunión con Dios y con los hombres para caminar juntos, sinodalmente, y salir a la misión de llevar a todos al encuentro salvador con Cristo. Somos hermanos porque, con el Padre común que nos ha regenerado el bautismo, con el Hermano mayor que nos ha redimido y con el Espíritu Santo que nos santifica, formamos esta familia de los hijos de Dios, puesta como levadura de Evangelio en la masa de la historia humana para que a todos llegue la Salvación.
En esta Misa, además de consagrar el Crisma y bendecir los óleos de los catecúmenos y de los enfermos, cercano ya el Jueves Santo, los sacerdotes renovaremos las promesas sacerdotales recordando el día de nuestra ordenación y unción sacerdotal por el santo Crisma. Personalmente vivo con especial intensidad cada Misa Crismal. ¿Por qué? Porque es la Misa que el Obispo celebra con el Pueblo de Dios que le ha sido encomendado y en la que se manifiesta públicamente la comunión existente entre el obispo y sus presbíteros en el único y mismo sacerdocio y ministerio de Cristo (PO 7). Hoy doy gracias a Dios una vez más por todos vosotros, queridos sacerdotes y por nuestro presbiterio. Doy gracias a Dios por vuestro trabajo diario, con reconocimientos, pero con tantas incomprensiones y dificultades. Estos días habéis venido a mi mente y a mi corazón con vuestro rostro concreto; ante el Señor he pensado en vuestros posibles estados de ánimo: en unos serán de alegría y de ardor misionero y en otros tal vez de dolor pastoral o de cansancio, de desaliento o quizá de desconcierto en la tarea.
3. En verdad: vivimos tiempos recios para nuestra misión pastoral. Nos toca ejercer el ministerio en un contexto de indiferencia religiosa y de alejamiento de muchos bautizados de la Iglesia, en medio de una ‘cultura’ caracterizada por el ‘silencio social sobre Dios’, por la pérdida de Dios en el horizonte de la vida de los hombres y por una secularización creciente. A medida que avanzan los años hacemos la experiencia de la propia debilidad, corremos el riesgo de sentirnos funcionarios de lo sagrado, sentimos la atracción del poder y de la riqueza en una sociedad consumista, experimentamos la dificultad de vivir el celibato en un mundo pansexualizado o nos relajamos en la entrega total al propio ministerio. Pero estos y otros retos y dificultades en el ejercicio del ministerio pueden convertirse en condiciones para nuestra renovación, si los vivimos desde su fuente. Conviene que no olvidemos nunca nuestra historia personal. Es una historia de amor de predilección de Dios con cada uno de nosotros.
De ella aprendemos que la gracia divina nunca se extingue y que el Espíritu Santo continúa obrando en nuestra realidad actual con generosidad. Fiémonos siempre de Él y de su presencia en nuestra vida. El papa Francisco nos dice que “para mantener vivo el ardor misionero hace falta una decidida confianza en el Espíritu Santo, porque ‘él viene en ayuda de nuestra debilidad’ (Rom 8, 26)” (EG 280).
Fijemos, pues, esta mañana nuestros ojos, nuestra mirada, en Jesús como sus paisanos en la sinagoga de Nazaret aquel día: Jesucristo es el testigo fiel, el primogénito de entre los muertos, que nos ama y nos ha librado de nuestros pecados por su sangre, el que es, el que era y el que ha de venir: el todopoderoso:Él está y camina con nosotros (cf. Ap 1, 5-6). ¡Abramos una vez más nuestro corazón a Cristo! ¡Dejémonos encontrar por Él y su palabra, por su amor de predilección! Él es la verdadera fuente de nuestra alegría y de nuestra renovación. Hagamos memoria y descubramos la acción generosa del Espíritu Santo en el pasado y en el presente de nuestra Iglesia diocesana, de nuestras comunidades y de cada uno de nosotros. Con estas actitudes, detengámonos unos momentos en la Palabra que acabamos de proclamar.
4. “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido” (Lc 4, 18). Estas palabras de Isaías, valen en primer lugar y ante todo para Jesús. El es el Mesías de Dios, el Cristo, el Ungido por el Espíritu Santo. Y desde Él y gracias a Él, estas palabras valen para todos nosotros, los bautizados y confirmados, y valen de un modo especial y por título particular para cada uno de nosotros, sacerdotes y obispo. El crisma, que vamos a consagrar, nos recuerda el misterio de la unción en nuestro bautismo y confirmación, así como en nuestra ordenación sacerdotal; una unción, que marca para siempre la persona y la vida de todo cristiano, una unción que marca para siempre especialmente nuestra persona y nuestra vida de presbíteros y de obispo. Cada uno de nosotros puede afirmar de sí mismo con toda verdad: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido”.
Queridos sacerdotes: estas palabras nos conciernen de modo directo y especial. Por una unción singular que afecta a todo nuestro ser, hemos quedado configurados con Cristo, Pastor y Cabeza de su Iglesia, el Siervo de Dios. El Espíritu del Señor está en nosotros y con nosotros: es nuestro carisma, el don del Espíritu a cada uno de nosotros: con su aliento y con su fuerza podemos y debemos contar siempre y en todo momento y, sobre todo, en nuestro cansancio, en nuestra debilidad y en nuestro desaliento. Gracias al don del Espíritu en nosotros somos pastores y maestros en nombre del Señor en su Iglesia, renovamos el sacrificio de la redención, preparamos para el banquete pascual, perdonamos los pecados, presidimos al pueblo santo en el amor, lo alimentamos con la Palabra y lo fortalecemos con los sacramentos (cf. Prefacio de la Misa Crismal); gracias al Espíritu en nosotros y tenemos la fuerza para salir por los nuevos caminos que nos pide nuestra misión. ¡Fiémonos de la acción silenciosa, pero real y eficaz del Espíritu Santo en nosotros y a través de nosotros!
Al recordar hoy nuestra ordenación presbiteral queremos renovar, con el frescor y la alegría del primer día, nuestras promesas sacerdotales. Hagamos memoria agradecida del don recibido de Cristo y de la presencia permanente del Espíritu Santo en nosotros. Renovemos nuestro compromiso de amor contraído con Jesucristo y con los hermanos. Reconozcamos la inigualable novedad del ministerio y misión a la que servimos. Somos los ministros de la gracia del Espíritu Santo que Cristo ha enviado al mundo para la sanación y la salvación de todos desde la Cruz. Esta es la fuente de la que surgirá una renovada alegría y un renovado impulso apostólico, el bálsamo que sanará nuestras heridas y la luz que nos guiará en la tarea pastoral. Dios es fiel a su palabra, a su don y a sus promesas. Su Espíritu es la fuerza que nos sustenta y alienta en nuestras luchas y dificultades, ante la tentación de la tibieza, de la mediocridad y del desaliento.
5. La unción y la presencia del Espíritu están íntimamente unidas a nuestra misión. Hemos sido ungidos para ser enviados; en el servicio fiel y entregado a nuestro ministerio encontraremos el camino de la alegría y de nuestro ardor, y también de nuestra santificación.
La misión que Jesús nos ha confiado, queridos sacerdotes, es la de anunciar el Evangelio a los pobres. “El Espíritu del Señor me ha enviado a evangelizar a los pobres” (Lc 4, 18). La misión de Cristo es evangelizar a los pobres; si nuestra misión es la suya, también nosotros estamos llamados a evangelizar a los pobres. Son muchos los rostros de la pobreza, y no sólo la pobreza material, sino también tantas pobrezas espirituales, como la ausencia de Dios. Este contexto de ausencia, relativización, deformación u olvido del Dios vivo y personal de la tradición cristiana pide de todo presbítero que sea – como exhorta Pablo a Timoteo – ante todo “un hombre de Dios” (1 Tim 6,11), no un “profesional de lo sagrado”. Estamos llamados a ser “signo” de Dios en este mundo secularizado, a ser mistagogos que inician a otros en la experiencia del encuentro personal con Jesucristo, a ser teólogos para que la experiencia del encuentro no caiga en la subjetividad y el sentimiento, a ser ministros de una santa inquietud, a suscitar preguntas, a despertar grandes deseos ante un hombre contemporáneo que los recortado y empequeñecido.
Nuestro ministerio, queridos sacerdotes, es un ministerio de amor, de servicio y de entrega a todos, en especial a los más pobres: a los desheredados, a los afligidos y a los abatidos. Hemos de ejercitar nuestro ministerio desde el servicio y desde el amor oblativo que libera y levanta, que sana y da consuelo, que aporta motivos para vivir y para esperar, que reconforta y alegra el espíritu. Seremos guías auténticos de la comunidad cristiana si servimos con generosidad a todos los miembros del Pueblo de Dios, ayudándolos a crecer, saliendo a buscar las ovejas perdidas y desorientadas, y llevando a todos a Jesucristo: a los presentes, a los alejados y a los que nunca oyeron hablar del Dios de Jesucristo.
Ese es el sentido de las promesas que hoy vamos a renovar. Es necesario recordar y testimoniar de modo creíble que sólo Dios en Cristo es la verdadera riqueza que llena de alegría nuestro corazón y de sentido nuestra existencia. En Él está la alegría profunda que este mundo no nos puede dar. El amor entregado a Cristo y la caridad pastoral apasionada a quienes nos han sido confiados es nuestra respuesta agradecida al don permanente de Dios en nosotros. No nos dejemos llevar por el desaliento. Dejémonos encontrar y renovar por la gracia misericordiosa de Dios y por el Espíritu que habita en nosotros. Hoy queremos recordar y testimoniar ante el Pueblo de Dios que sólo Dios y el ministerio recibido, son la verdadera riqueza que llena de sentido nuestra existencia.
No quiero terminar sin tener un recuerdo en nuestra oración y afecto a nuestros sacerdotes ancianos y enfermos, y a los que por el motivo que fuere hoy no están entre nosotros. Al mismo tiempo encomendamos a la misericordia de Dios a los hermanos sacerdotes fallecidos desde la pasada Misa Crismal: Rafael Torres Carot, Manuel Pérez Pérez, Joan Llidó Herrero, Marcelino Cervera Herrero, Daniel Gil Lindo y José Pascual Font Manzano. Que el Señor les conceda su Paz y su Gloria para siempre.
Y que María, Madre de la Iglesia y de los sacerdotes, nos aliente a todos para ejercer con alegría y fidelidad el ministerio que su Hijo, nos ha encomendado. Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón