Homilía en la Jornada Sacerdotal
S.I. Concatedral de Santa María – Castellón de la Plana, 19 de octubre de 2020
(1 Cor 4,1-5; Sal 88; Jn 21,15-17)
Amados hermanos en el Señor!
- El confinamiento a causa de la pandemia del Covid-19 nos impidió celebrar juntos la Misa Crismal, renovar nuestras promesas sacerdotales y orar por nuestros hermanos sacerdotes, fallecidos en el último año. Tampoco pudimos celebrar la Fiesta de nuestro Patrono, San Juan de Ávila, y homenajear en ese día a los hermanos en sus respectivos aniversarios de ordenación. Lo recuperamos hoy en esta Jornada sacerdotal, con la que iniciamos el segundo momento de nuestra reflexión sobre la vida y el ministerio de los sacerdotes. Después de haber reflexionado juntos sobre la dimensión humana, en este curso iniciamos la reflexión sobre la espiritual. Sin duda que es un tiempo de gracia para cada uno de nosotros y para nuestro presbiterio diocesano, en el cual Dios, nuestro Padre, nos ayudará a vivir una mayor intimidad con Él para crecer en el don y tarea que nos ha encomendado.
En mi carta convocatoria para esta Jornada os recordaba las palabras de Jesús en la Sinagoga de Nazaret: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido”. También nosotros, sacerdotes, como nos recordó el Papa Francisco en su primera Misa Crismal, “somos ungidos para ungir. Ungimos repartiéndonos a nosotros mismos, repartiendo nuestra vocación y nuestro corazón […]. Ungimos ensuciándonos las manos al tocar las heridas, los pecados y las angustias de la gente; ungimos perfumándonos las manos al tocar su fe, sus esperanzas, su fidelidad y la generosidad incondicional de su entrega”.
Pero para poder ungir al pueblo que busca a Dios, necesitamos nosotros poder experimentar antes cómo Dios nos sigue ‘ungiendo’, nos sigue amando. En nuestro ejercicio ministerial descubrimos que, para ser buenos pastores del Pueblo de Dios, necesitamos una profunda relación de amor con Dios Padre, buscando siempre su voluntad, como Cristo Jesús. Para poder ungir a nuestro pueblo con el perfume del amor de Dios, necesitamos cultivar una profunda relación de amor y amistad con Cristo Jesús, el Buen Pastor. Sólo desde nuestro amor a Cristo, podremos amar, cuidar y apacentar a aquellos que Él nos encomienda. Nuestra caridad pastoral será la prueba de nuestro amor a Cristo.
- Nuestra vocación y nuestro ministerio sacerdotal tienen su fuente permanente en el amor de Cristo hacia cada uno de nosotros: y Jesús espera de nosotros una respuesta de amor a Él y, en El, a quienes nos han sido confiados. En el evangelio hemos recordado el diálogo del Señor resucitado con Pedro, antes de encomendarle a su grey: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?… Apacienta mis ovejas” (Jn 21,15-17). Este es el núcleo y la fuente de nuestra espiritualidad sacerdotal: un amor sin fisuras al Buen Pastor, Sumo y Eterno Sacerdote
“¿Me amas?”, pregunta Jesús a Pedro, y nos pregunta a cada uno de nosotros. Es el Señor quien toma la iniciativa, elige y llama a sus discípulos “para que estén con él” (Mc 3,14); el Señor nos hace sus amigos, amándonos con el amor que recibe del Padre (cf. Jn 15,9-15). Amar a Jesucristo es una correspondencia a su amor. Mal puede amar quien no conoce al Amado, quien no intima con él, quien no se deja conformar su mente y su corazón por él. Es en la intimidad con Jesucristo en la oración personal y reposada, en la Eucaristía y en la adoración donde se aviva en nosotros la necesidad interior de ungir a nuestro pueblo predicando a Jesucristo, hasta poder decir con San Pablo: “No tengo más remedio y ¡ay de mi si no anuncio el Evangelio” (1 Cor 9, 16). Instados por tantas demandas y preocupados por tantas cosas, queridos sacerdotes, necesitamos fortalecer nuestra vida de oración y, especialmente, en celebración y adoración de la Eucaristía, para sentir el amor de predilección de Jesús por cada uno de nosotros y para adquirir los mismos sentimientos de Cristo. Ahí encontraremos el secreto para vencer la soledad, el apoyo contra el desaliento, la energía interior que reafirme nuestra fidelidad y nuestra pasión pastoral.
Hoy resuena en todos nosotros la llamada del Señor a intimar con Él, para dejarnos amar por Él y poder seguirle en todo momento con una fidelidad creciente. Para afrontar los momentos recios, que nos toca vivir, necesitamos reavivar el don, que hemos recibido por la imposición de las manos; es preciso que nos dejemos configurar existencialmente con Jesús, el Buen Pastor, para ejercer nuestro ministerio con verdadera y apasionada caridad pastoral. Nuestra Iglesia y nuestro mundo necesitan maestros del espíritu y testigos creyentes, verdaderos místicos y mistagogos que hablen de Dios, lleven al encuentro con Jesucristo y anuncien su Evangelio. Nuestras comunidades, nuestros niños, adolescentes y jóvenes, nuestras familias, nuestros sacerdotes jóvenes y seminaristas esperan que nosotros los sacerdotes seamos referentes claros de Jesucristo y de su Evangelio; en una palabra necesitan pastores santos, hombres de Dios. La urgente renovación interna de nuestra Iglesia, el anuncio del Evangelio y diálogo con el mundo moderno, piden de todos nosotros, sacerdotes, que, empleando los medios recomendados por la Iglesia, nos esforcemos por alcanzar una santidad cada día mayor, que nos haga instrumentos cada vez más aptos al servicio de todo el Pueblo de Dios (cf. PO 12)
- Nuestra reflexión sobre la dimensión espiritual de nuestra vida y ministerio sacerdotal es un verdadero tiempo de gracia de Dios para valorar la gratuidad y la belleza del don que hemos recibido en nuestra ordenación sacerdotal; es una inigualable oportunidad para que nos dejemos renovar en nuestro interior para poder así vivir con gozo, esperanza y fidelidad creciente nuestra identidad y nuestro ministerio. Dios mismo nos invita al examen y a la reflexión desde la escucha de su Palabra, hecha oración.
El Señor nos invita a entrar en un proceso de reflexión sobre el don que hemos recibido por puro amor suyo hacia cada uno de nosotros. “No me habéis elegido vosotros a mi –nos dice Jesús-, sino que yo os he elegido a vosotros” (Jn 15, 16). Y no sólo hemos recibido una vocación ‘al’ sacerdocio, sino ‘en’ el sacerdocio”. Como en el caso del apóstol Pedro, llamado a seguir a Jesús después de haberle confiado su grey, -“Dicho esto, añadió: ‘Sígueme’ (Jn 21, 17-19)- hay un ‘sígueme’ que acompaña toda nuestra vida y misión hasta la muerte (cf. PDV 70)
La tentación de la autosuficiencia nos puede llevar a construirnos nuestro propio reino de espaldas a Cristo, a nuestra Iglesia y a lo que somos: somos prolongación visible y signo sacramental de Cristo, Cabeza, Pastor y Esposo. Hemos de dejarnos encontrar constantemente por el amor de Dios en Cristo para cambiar hasta que nuestra persona se identifique con el don que hemos recibido, contando siempre con el apoyo de la gracia y la misericordia de Dios.
- En este camino de conversión se nos pide vivir la fidelidad evangélica a Jesucristo. La actitud básica a purificar o acrecentar para que se avive en nosotros el don de nuestra configuración con Cristo es la fidelidad. “Que se nos considere, por tanto, como ministros de Cristo y administradores de los misterios de Dios. Ahora bien: lo que se exige a los administradores es que sean fieles” (1 Co 4, 1-2). La fidelidad reclama no sólo perdurar o conservar, sino mantener el espíritu fino y atento para crecer en fidelidad. La fidelidad al ministerio, siempre delicada, se ha tornado más problemática en nuestros días, y, sobre todo, hacerlo con frescura y finura.
Nuestra fidelidad al ministerio recibido pide que no caigamos en la tentación de la mundanidad. Pero también pide que no caigamos en la rutina, que mata toda clase de amor, o en la mediocridad o en la tibieza de la oración escasa y desalentada, del trabajo pastoral realizado sin ardor, en las concesiones en materia de celibato, en la falta de alegría interior o en el aislamiento.
El Señor espera de nosotros una fidelidad evangélica. Hoy quiero dar gracias a Dios por tantos y tantos sacerdotes que la viven. El Espíritu Santo extrae siempre nuevas y crecientes respuestas de fidelidad. Cierto que no serán impecables, tendrán sus defectos y debilidades, pero quieren empezar cada día. Están totalmente identificados con el don recibido y con su ministerio. En pastoral, desean aprender y actualizarse. En teología, quieren renovarse. Oran intensa y largamente. Buscan días de retiro. Tratan a los feligreses con respeto, con cercanía y cariño, conscientes de que es el Señor quien, a través de ellos, se encuentra con la gente. Viven en total entrega a su ministerio y en comunión fraterna con los sacerdotes y en comunión con su Obispo. No han perdido su ‘juventud apostólica’. Su fidelidad es modesta, realista y agradecida.
No olvidemos que Dios es siempre fiel con aquellos a quienes ha llamado. Hemos sido llamados, consagrados y enviados en la ordenación por una Palabra que no se arrepiente. La fidelidad que debemos a Jesucristo tiene su modelo máximo en la fidelidad de Jesús al Padre. Identificarnos con el Señor equivale a impregnarnos, por la acción del Espíritu, de sus actitudes básicas, entre las cuales ocupa lugar relevante la obediencia fiel a Dios. La fidelidad que le ofrecemos al Señor, antes que respuesta nuestra a Dios, es fruto de la fidelidad de Dios a nosotros. No es tanto fruto de nuestra perseverancia como regalo de la gracia (S. Agustín). Cuando hablamos de fidelidad hablamos, ante todo, de amor. Nuestra fidelidad no es fruto de nuestro empeño, de nuestra coherencia o de nuestra lealtad. Tenemos que implorar la fidelidad.
- La situación de nuestra Iglesia en el presente puede llevarnos al abatimiento. Pero la podemos vivir como ocasión y punto de partida de una renovación de nuestro ministerio. Nada justifica nuestra desesperanza. Los tiempos actuales no son menos favorables para el anuncio del Evangelio que los tiempos de nuestra historia pasada. Esta fase de nuestra historia es para nosotros, pese a todo, un tiempo de gracia y de conversión.
Confiemos en la presencia del Espíritu en el mundo y en la Iglesia. Con frecuencia parecemos olvidar que el Protagonista de la salvación y el Guía de la Iglesia es el Espíritu Santo que está activamente presente entre los hilos de la historia y los entresijos de la Iglesia. Reconocer al Espíritu, descubrir los signos de su presencia y colaborar con Él con docilidad, fidelidad y humildad es mucho más saludable que agobiarnos y responsabilizarnos en exceso.
- En este día felicito de todo corazón a nuestros hermanos Miguel Llopis Almiñana, Joaquín Zarzoso Badenas y Manuel Pérez Pérez en sus bodas de oro sacerdotales; y a Josep Miquel Francés Camús y José García Fernández en sus bodas de plata. ¡Qué sigáis manifestando al mundo la alegría de vuestra entrega y fidelidad al Señor y al ministerio recibido! ¡Que la seducción del amor de Cristo siga tan viva como el primer día! Felicito también a los neopresbíteros diocesanos César Igual, Ion Solozábal y Jesús Chávez, así como a Miguel Ocaña González, de la Prelatura del Opus Dei.
Encomendemos en nuestra oración a nuestros hermanos sacerdotes fallecidos desde nuestra última Misa Crismal, Ricardo García Cerdán, Baltasar Gallén Olaria, José Blasco Aguilar y Roque Herrero Marzo. ¡Que el Señor les conceda el gozo eterno!
- Queridos sacerdotes: Vamos a renovar a continuación las promesas sacerdotales, ya que no lo pudimos hacer en la Misa Crismal. Hagámoslo con el frescor y la alegría del primer día y con la viva emoción del don recibido de Cristo sin mérito alguno por nuestra parte. ¡Avivemos nuestra gratitud por la inmensa riqueza del don de nuestro sacerdocio! ¡Renovemos nuestro compromiso de amor contraído con Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, y con los hermanos! ¡Reconozcamos la inigualable novedad del ministerio y misión a la que servimos! Estamos ungidos para ser ministros de la gracia del Espíritu Santo que Cristo, desde la Cruz, ha enviado al mundo para la salvación de todos. Recordemos las palabras de Jesús: “sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5). Por eso, la primera pregunta que os haré (y me haré a mí mismo), al renovar hoy las promesas sacerdotales, será: “¿Queréis uniros más fuertemente a Cristo y configuraros con él…?”. Esta es la clave y el fundamento de nuestro ministerio. Sólo desde nuestra unión con Cristo, cultivada en una oración asidua y sincera y en la Eucaristía, podremos encontrar las energías necesarias y el amor incansable para llevar adelante cada día nuestra misión. Sólo en el trato familiar con Cristo, que nos llama amigos, avivaremos la alegría de dar la vida por los hermanos como hizo Él. Además, la misión de Cristo nos llevará a la unidad entre nosotros. Como la vid y los sarmientos, si todos estamos unidos a Cristo, estaremos unidos unos con otros.
Que María nos acompañe a todos y cuide de nosotros para que sigamos siendo fieles a su Hijo Jesucristo. A Ella os encomiendo especialmente a vosotros los que celebráis vuestro jubileo. Ella sabrá guiaros, día a día, para que seáis uno con el buen Pastor. Amén
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón