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Misa de acción de gracias por el Obispo Felipe Bertrán

27 de septiembre de 2007/0 Comentarios/en Homilías 2007/por obsegorbecastellon

 

Iglesia Parroquial de la Serra de Engarcerán, 27 de agosto de 2007

Queridos hermanos y hermanas en el Señor. Os saludo con todo afecto en el Señor Jesús. El es quien en verdad nos convoca en esta mañana aquí en la iglesia parroquial de la Serra de Engarcerán para esta Eucaristía de Acción de gracias al recordar con gratitud a D. Felipe Beltrán, hijo de este pueblo, hijo de esta comunidad católica de la Serra. Mi saludo especial y afectuoso a las autoridades que nos acompañan: al Sr. Alcalde de la Serra, al Sr. Delegado del Consell en Castellón, al Sr. Vicepresidente de la Excma. Diputación de Castellón y a los Sres. Diputados provinciales y Alcaldes de la zona, que se han unido a nuestra celebración. Saludo también con afecto a la Comisión de Fiestas, a los Familiares de D. Felipe Bertrán, a los restauradores y al personal de la Generalitat Valenciana, que han preparado el Museo, que a continuación vamos a inaugurar.

Hoy la Serra está de fiesta y de enhorabuena al ver concluida esta obra, largamente anhelada, muestra del recuerdo agradecido a uno de sus hijos más insignes, el Obispo D. Felipe Bertrán. En nombre de nuestra Iglesia diocesana de Seborge-Castellón les felicito a todos. Mi más sentida enhorabuena al Sr. Alcalde y Ayuntamiento, al Pueblo de la Serra y a la comunidad parroquial y mi más sincero agradecimiento a todas las personas e instituciones que un modo u otro han contribuido a la gestación y realización de este Museo en honor de D. Felipe Bertrán.

Con las palabras del salmista os invito a cantar “las misericordias del Señor” (Sal 88). Sí hermanos: alabemos a Dios, cantemos sus misericordias y démosle gracias. Porque al recordar a D. Felipe debemos ante todo dar gracias a Dios: gracias le damos por su persona, que veía la luz de este mundo el 14 de octubre de 1704 aquí en la Serra. Hijo del matrimonio formado por Pedro y Ursula, estaba emparentado con San Luis Bertrán, motivo por el cual D. Felipe mandó construirle y dedicarle el altar que lleva su nombre en esta iglesia.

Gracias damos a Dios esta mañana por el don de su vocación al sacerdocio, que maduró en Valencia en cuya Universidad cursó estudios de Arte y de Teología, obtuvo el grado de doctor en Sagrada Teología y, posteriormente, ejerció el magisterio en filosofía tomista. Gracias especiales damos a Dios por el don de su sacerdocio, que ejerció como cura de Bétera, primero, y de Masamagrell, después, así como canónigo de la Iglesia metropolitana de Valencia. Como párroco destacó por su predicación sagrada, por sus conocimientos de Sagrada Escritura y de los Santos Padres, por su amor caritativo especialmente hacia los pobres, por la construcción de nuevas iglesias y por su dedicación a la creación de coloquios y conferencias bíblicas

Al quedar vacante la sede episcopal de Salamanca en 1973,  Carlos III lo nombró obispo de la sede salmantina, donde, como Obispo reformador, se dedicó con muy especial preocupación por el bien espiritual de sus diocesanos y por la formación de los sacerdotes. Una de sus mayores obras será la creación y construcción del Seminario de San Carlos en Salamanca. Por su labor en la diócesis de Salamanca será nombrado en 1774 Inquisidor General de España. D. Felipe muere el 1 de Diciembre de 1783. Sus restos descansan en la Catedral de Salamanca.

La vida de D. Felipe Bertrán estuvo marcada por la entrega generosa de su persona a los más diversos ministerios, que a lo largo los años le fueron encomendados. Fue una dilatada y fructífera existencia dedicada al ministerio sacerdotal y episcopal, que hoy recordamos y por la que damos gracias a Dios. Bien sabemos que cuanto somos y tenemos es don de Dios, fruto de su gracia benevolente, manifestación de su providencia amorosa. “En El vivimos nos movemos y existimos y, peregrinos en este mundo experimentamos las pruebas cotidianas de tu amor” (Prefacio dominical VI del tiempo ordinario). Este canto muestra la fuente donde D. Felipe se alimentaba para vivir su existencia cristiana y ministerial: él se supo en todo momento en las manos del Amor de Dios.

Hemos escuchado en la Palabra de Dios que Dios es amor y que nos ama sobremanera. Y él se fija en los sencillos de corazón. Basta abrir el corazón con sencillez al amor de Dios para que Él habite en nosotros. Por eso son los humildes y sencillos, y no los grandes, sabios y engreídos, quienes saben descubrir al Dios que es amor. Esa humildad del corazón es la que posee Cristo, el cual hace de su vida realización y muestra del amor de Dios a los hombres.

Pero para entender tan claro mensaje hemos de entrar en el camino de la conversión a Dios, a su amor, a su verdad. La conversión es «exigencia imprescindible del amor cristiano y es particularmente importante en la sociedad actual, donde con frecuencia parecen desvanecerse los cimientos mismos de una visión ética de la existencia humana»(TMA, n2 50).  Y sabemos que Dios perdona todas nuestras culpas y cura todas nuestras enfermedades porque él rescata nuestra vida de la fosa y nos colma de gracia y de ternura (cf.  Sal 102).

Todo ser humano es un buscador de amor, de paz y de felicidad. Ni los bienes materiales, ni situación vital alguna, por satisfactoria que parezca, consigue detener esa búsqueda. Somos peregrinos hacia un destino de plenitud que no encontramos nunca en este mundo. San Agustín, cuya fiesta hoy celebramos, interpretaba esta sed infinita de sentido como consecuencia de la vocación divina del hombre: “Nos hiciste, Señor, para tí y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” ( Confesiones, 1,1).

La búsqueda de la felicidad es una huella indeleble de Dios en el hombre. No es concebible el dinamismo del espíritu humano sino como un caminar incesante hacia el Absoluto; sólo en el Absoluto se encuentra la razón y el sentido último de la existencia humana: una existencia tan indigente como abierta a la plenitud verdadera y deseosa de ella.

Hoy sufrimos una gran crisis de civilización; crisis “que se ha manifestado sobre todo … por el olvido y la marginación de Dios. A la crisis de civilización hay que responder con la civilización del amor” (TMA, 52). Sólo en el amor a Dios y al hermano está el secreto de la vida. Y “en esto consiste el amor.- no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (Jn 4,9). Un amor que tiene como cimiento y fundamento a Dios y como meta a los que nos rodean: Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud» ( Jn 4,10).

El camino del bien tiene un nombre: se llama amor; en él podemos encontrar la llave de toda esperanza, porque el verdadero amor tiene sus raíces en Dios mismo: “Nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene” (1 Jn 4,16).  “El amor es la fuerza constructiva de todo camino positivo para la humanidad.  La esperanza del futuro no vendrá de la violencia, el odio, la invasión de egoísmos individuales o colectivos.  Privado del amor, el hombre es víctima de una insidiosa espiral que estrecha cada vez más los horizontes de la fraternidad y al mismo tiempo empuja al individuo a hacer de sí mismo, del propio yo y de los propios placeres, el único criterio de juicio. La perspectiva egocéntrica, causa del empobrecimiento del amor verdadero, desarrolla las más graves insidias presentes hoy en el mundo” (Juan Pablo II, Discurso a los jóvenes de Foggia, Italia, 24 de mayo de 1987).

Si somos capaces de descubrir Dios nos ama y de que él es el verdadero Amor, iniciaremos como San Agustín el camino de la conversión, y veremos que todo cambia a nuestro alrededor. Seremos capaces de sonreír hasta en los momentos difíciles de la vida porque todo es expresión del amor de Dios. Nada sucede ‘por casualidad’. Creemos que el amor de Dios produce una visión nueva de las personas, de las cosas y de las circunstancias. Si acogemos a Dios como Padre, nos descubriremos como hijos. Es decir, veremos a los demás como hermanos. Dios creó al hermano como don para nosotros y nos creó a nosotros como don para el hermano.

Esta es la experiencia de la gratuidad, motor de la vida ministerial de D. Felipe Bertrán. En el centro de toda evangelización está la fuerza del Dios que nos ama y de Cristo que ha venido por nosotros por amor de Dios. Cuando la Iglesia predica a este Dios, no habla de un Dios desconocido sino del Dios que nos ha amado hasta tal punto que su Hijo se ha encarnado y ha entregado su vida por nosotros.

Esta riqueza de Cristo es la que nos toca vivir y predicar a los cristianos: ahora que estamos en unos momentos en que no podemos sostenernos en el aplauso social; ahora que nos encontramos perplejos y como desorientados ante tantas cosas y circunstancias que cambian. Es la hora de una elección más honda a Jesucristo para vivir «arraigados y fundamentados en el amor. … un amor que supera todo conocimiento y que os llena de la plenitud misma de Dios» ( Ef 3, 17-19).

Sin este amor gratuito de Dios, los cristianos no podemos imaginar un servicio eficaz en la historia, en la Iglesia y en la sociedad. El Verbo de Dios por puro amor de Dios al hombre, ha asumido la humanidad en todo, excepto en el pecado, para poder transformarla así desde dentro. Somos hijos del amor gratuito de Dios. Puede amar verdaderamente sólo el que tiene experiencia de ser amado. Igualmente sólo quien camina por un proceso de integración de su propia historia en la luz del amor gratuito de Dios puede ser presencia de tal gratuidad en las relaciones tanto personales como comunitarias.

El gran problema del ser humano, en la actualidad, es que le falta esta fe. Se fía más de sí mismo que de Dios. Y este ‘secularismo’ se puede infiltrar también en nosotros, los creyentes, si nos dejamos llevar por el racionalismo seco y frío de un humanismo inmanentista más que por la sencilla adhesión generosa a la acción de Dios que nos susurra su amor y su entrega salvadora. Sólo quien sabe desarrollar la entrega generosa y gratuita en cada momento a la amorosa cercanía de Dios puede ser prolífero espiritual y humanamente.

Descubrir a Dios como Amor es una gran revelación y esto, podríamos decir que es la revelación de nuestro tiempo. Ahora bien no estaría todo revelado si no se comprende hasta qué punto Dios ha amado al ser humano. Y la muestra más fehaciente de su amor está en la Cruz, en el misterio pascual que actualizamos en esta Eucaristía. Comprender la Cruz de Cristo es entender la grandeza del amor porque nadie tiene mayor amor sino aquel que da la vida por los demás. Es el gran misterio y por otra parte la gran verdad.

Pidamos a María Virgen que nos que nos ayude a vivir con alegría nuestra fe cristiana y a ser testigos del Dios que es amor en el amor a los hermanos. A ella le pedimos que nos enseñe a ser discípulos fieles de su Hijo Jesucristo. Que nada ni nadie pueda secar el amor que Dios ha depositado en cada uno de nosotros y en nuestras familias. Que seamos valientes para ser defensores de la dignidad humana y que nuestro modo de ser y vivir recree la “civilización de amor”. Amén.

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

 

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Fiesta de Santo Tomás de Villanueva

22 de septiembre de 2007/0 Comentarios/en Homilías 2007/por obsegorbecastellon

Iglesia Parroquial de Benicasim, 22 de septiembre de 2007

 

Amados hermanos y hermanas en el Señor:

El Señor Resucitado nos ha convocado en esta bella Iglesia parroquial de Benicasim para celebrar la Eucaristía en honor de Santo Tomás de Villanueva. Me alegra poder celebrar por vez primera esta Fiesta en honor del titular de vuestra comunidad parroquial y patrono también de vuestro pueblo de Benicasim. Saludo de corazón a vuestro párroco, Mons. Yago, y le agradezco su invitación para estar con vosotros en este día de fiesta. Saludo también a Mons. Héctor, vuestro Vicario parroquial, a los sacerdotes y diácono que se han unido a nuestra celebración. Mi saludo cordial también a las autoridades municipales, a la reina de las fiestas y a las damas.

Estos días he podido seguir por los MCS cómo vuestro pueblo de Benicasim celebra con alegría y con numerosos actos sus fiestas patronales en honor de santo Tomás. Pero bien pudiera ocurrir que, con el paso del tiempo, las fiestas patronales fueran perdiendo su núcleo vital y su raíz cristiana, la sola fuente que las podrá mantener vivas; bien pudiera suceder que estas fiestas se quedaran en lo superficial y ornamental, en lo folklórico y cultural, pero sin sentido cristiano alguno; bien pudiera ocurrir que olvidemos a quién y por qué le honramos, y que el recuerdo de Santo Tomás de Villanueva nos ha de llevar a Aquel, que fue el centro de su vida y ha de ser también el centro de la vida de todo cristiano y de toda comunidad cristiana: Cristo Jesús, el Buen pastor, muerto y resucitado, para que tengamos vida y vida en abundancia.

Recordemos brevemente algunos rasgos de nuestro patrono. Tomás García y Martínez de Castellanos -así era el nombre de pila de nuestro Santo Tomás-, nace en Villanueva de los Infantes en el año del Señor de 1488 en el seno de una familia de molineros. Aquel hijo de molineros estaba llamado a ser él mismo pan, que, con la misma naturalidad con que éste se da, se dió a sí mismo en aquel siglo glorioso. Ya desde su infancia, Tomás hizo gala de tiernas entrañas para con el pobre, desprendiéndose de sus dineros y vestidos. Fue esto algo que aprendió en un clima familiar sosegado y pródigo, y particularmente a través del influjo recibido de su santa madre.

Tras un breve tiempo de magisterio en la cátedra de Artes de Alcalá, siguiendo la llamada de Dios a la vida religiosa ingresó en los agustinos de Salamanca en el año 1516. Después de años de dedicación a la enseñanza, a la predicación y a funciones de gobierno en su Orden agustina, la providencia lo llevó a la sede arzobispal de Valencia en 1545. Como Arzobispo vivió en austeridad. Todo era sobrio y desnudo en su casa: el dormitorio, el despacho, la comida. “Yo soy pastor y, como tal, me debo enteramente a mis súbditos”, era su lema en el lenguaje de entonces. Santo Tomás entregó a los suyos su doctrina y su palabra, su consejo y todos sus dineros, pero sobre todo su persona entera. Predicó constantemente, se acercó a cárceles y hospitales, visitó las parroquias de la ciudad y del arzobispado. Clamó contra los abusos, corrigió a los descaminados, satisfizo por ellos con su penitencia. Gimió mucho ante Dios pidiendo más luz y fuego para la Iglesia. En una palabra: Tomás  encarnó en su vida las recomendaciones de San Pablo a su discípulo Timoteo, que hemos escuchado en la primera lectura de hoy (2 Tim 4, 1-5). El supo vivir su tarea de evangelizador, desempeñar su ministerio de pastor, tras las huellas del Buen Pastor.

Cristo, María y los sacramentos eran fuentes de su espíritu. La confianza en Dios, la reforma personal y la oración, los cauces del mismo. Y como vivencia suprema de esta total entrega, su consagración absoluta al pueblo encomendado en admirable ejemplo de caridad. A su casa, siempre abierta al pobre, acudían centenares de necesitados. Al incalculable cuento de ducados que esparció a los menesterosos, añadió él la recogida de niños expósitos y el sustento de sus nodrizas, la creación de un cuerpo de médicos y cirujanos que asistiesen a los miserables y la fundación de un seminario en que se educasen los futuros sacerdotes. Tomás de Villanueva fue un limosnero pródigo de dineros, de consuelo, de doctrina y de ejemplo. Por eso se vació sin límites al morir santamente un 8 de septiembre de 1555.

A los santos se les admira pero sobre todo se les imita. En santo Tomás honramos a un Obispo, que brilló hasta el día de su muerte por su caridad pastoral tras las huellas de Cristo, el Buen Pastor. Santo Tomás vivió y nos propone algo que es fundamental para todo verdadero cristiano: escuchar la voz del Buen Pastor, acogerle a Él y su Palabra, entrar en la comunidad de los creyentes, y mantenerse en fidelidad plena y total a Cristo hasta la muerte. Sé bien que la fidelidad y, más aún de por vida, y que la fidelidad en la fe, es una virtud y un bien de escasa estima en la actualidad.

Pero son precisamente la adhesión personal a Cristo el Buen Pastor, la fidelidad a la verdad de su Palabra y la coherencia de vida cristiana lo que hoy nos pide con urgencia la Palabra de Dios, que hemos proclamado. El ambiente de indiferencia religiosa y la hostilidad creciente hacia el cristianismo y los cristianos nos tientan a dejarnos llevar por el ambiente de apostasía silenciosa y creciente de la fe cristiana; es fuerte la tentación de adaptarnos a la mentalidad secularizada y pagana circundante que vive sin reconocer la grandeza de Dios y la dignidad humana. Permanecer fieles a Jesucristo y a la verdad de su palabra en el seno de la Iglesia no se hace si no es desde una unión vital a Cristo, vivida con fidelidad en la fe y con la coherencia de la vida.

En las circunstancias actuales no resulta fácil entender y vivir, el mensaje valiente y radical de Santo Tomás. Es más fácil vivir al margen de Cristo y de nuestra condición cristiana; o hacerlo de un modo rutinario, tibio, ocasional y superficial, sin repercusión en nuestra vida. Pero nuestro ser y condición de cristianos, si quieren son vividos con autenticidad, nos han de llevar a Cristo, el Buen Pastor, y a dejarnos conducir por Él, el Camino, la Verdad y la Vida; ha de llevarnos  a conocer de verdad al Buen Pastor, a creer y confiar en él, a unirnos a Él para amarle y seguirle. “Yo soy el Buen pastor, que conozco a las mías, y las mías me conocen a mí;… yo doy mi vida por mis ovejas” (Jn 10, 15). Cristo, el Buen Pastor, da su vida para que tengamos vida, y la tengamos en abundancia; Él es el único capaz de saciar nuestro de deseo de vida y felicidad. Seremos en verdad cristianos si, en cada situación, nuestra vida responde a las exigencias de la fe, y no a las veleidades de nuestros gustos y de la moda. La fidelidad a la fe en Cristo y la coherencia de vida nos puede llevar a ser impopulares e incluso hasta ser ‘herejes sociales’. “Dichosos vosotros si tenéis que sufrir por causa de la justicia; no les tengáis miedo ni os amedrentéis” (1 Pt 3,14). Las dificultades se superan reaccionando con valentía hasta morir por lo que se ama.

Al celebrar a Santo Tomás no podemos olvidar su testimonio. La Iglesia a lo largo de los siglos se fraguó en la fortaleza de los valientes, como nuestro Patrono. La Iglesia crece siempre por atracción y ninguna estrategia puede sustituir a este atractivo, que sólo puede nacer de la fidelidad a Cristo. Es la fe en Cristo la que nos da la verdadera vida, nos hace responsables los unos de los otros, en especial de los más necesitados, nos permite comprender la realidad en su verdad más profunda, y nos lanza a construir una sociedad justa.

El Evangelio de hoy nos recuerda el camino para todo aquel que quiere ser verdadero cristiano, que quiera heredar la Vida, en plenitud y en eternidad: conocer, acoger, amar y seguir a Cristo Jesús, el Buen Pastor. Jesús mismo es el Buen Pastor, que busca a la oveja perdida, trae a la extraviada, venda a la herida y cura a la enferma. Jesús ha venido al mundo para congregar el rebaño de Dios, para recogerlo de su extravío, para guiarlo, para defenderlo, para alimentarlo con su doctrina y con su vida, para conducirlo hasta el prado definitivo, junto a las aguas de la vida. Con el salmista podemos en verdad decir personalmente y como comunidad: “El Señor es mi Pastor, nada me falta” (Sal 22).

El Buen Pastor ama tanto a su ‘pequeño rebaño’, que ha dado su vida por él. Cristo Jesús, el verdadero Pastor de las ovejas, conoce a todas y a cada una de las suyas, tiene de nosotros un conocimiento amoroso. Nos conoce a cada uno de nosotros mejor que nosotros nos conocemos a nosotros mismos. Un conocimiento que implica una invitación a acoger su llamada, a escuchar su voz y adherirse a Él y a su Evangelio, a acoger el don de Dios, a desarrollar la llamada personal de Dios y los dones de él recibidos y a ponerlos libremente al servicio de los demás en la comunidad de los creyentes.

Jesús nos ama y nos libera a cada uno de nuestra soledad y de nuestro individualismo. Por ello, su misión de Pastor enviado por Dios consistirá en crear su nueva comunidad con quienes respondan a su llamada. Jesús, el único y verdadero Pastor, camina delante abriendo horizontes a los suyos y dando ejemplo. Es el primero en enfrentarse con el peligro, el primero en dar la vida cuando se trata del bien de los demás. Jesús es “la puerta de las ovejas”, el único acceso legítimo para las ovejas. Sólo Él posibilita pertenecer en verdad a la comunidad de los suyos, de los creyentes, de la Iglesia. Entrar por la puerta, que es Jesús, significa reconocer y adorar a Dios, poner a Dios en el centro de la propia vida, adherirse a Cristo, acoger su Evangelio, ponerse a su servicio en bien del hombre y entregarse plenamente a procurarlo. Para nosotros, los pastores, entrar por la puerta es ejercer el ministerio pastoral según los criterios y los sentimientos de Jesús, el Buen Pastor; es llamar a cada uno por su nombre, salir a su encuentro, acompañarle personalmente para ayudarle a vivir la vocación que Dios le ha dado en el seno de la comunidad eclesial y al servicio de su misión.

Ser cristiano no es creer en Dios a secas, sino en el Dios que se nos ha manifestado en Cristo. Lo que define al cristiano es creer que la puerta -el camino- es Jesús de Nazaret, creer en su determinada manera de vivir esta vida. En estos tiempos, en que crece el pluralismo de creencias y de ideologías, es especialmente importante no olvidar que lo que identifica al cristianismo es únicamente Jesucristo. “Quien crea en Él y se bautice se salvará” (Mc 16, 16), al quedar liberado de sus opresiones y pecados; quien crea en El “encontrará pastos” y la ansiada libertad, pues Jesús hace andar a los inválidos y ver a los ciegos, oír a los sordos y hablar a los mudos (Mt 15. 31; Mc 7. 34-37). Será libre porque habrá entrado en la esfera de su amor. Y nada hay más libre que el amor cuando es verdadero. E irá descubriendo la respuesta plena a todas sus búsquedas y esperanzas al haber convertido toda su vida en servicio a El y a los hermanos.

Vuestra comunidad parroquial no es una masa de gente anónima. Es el Pueblo de Dios en Benicasim, es su familia, congregada y apacentada por Cristo, donde cada uno tiene su lugar y su tarea. Sois la comunidad de los creyentes que vive como el Cuerpo de Cristo y del Cuerpo del Señor, la Eucaristía. Entre vosotros, las relaciones con Cristo Jesús y de unos con los otros tienen que estar basadas siempre en la caridad al servicio de la unidad del único Cuerpo de Cristo. “Que vuestra caridad no sea una farsa”, nos recuerda San Pablo (Rom 12,9). Es nuestra vida entera, tal como es, la que debe entrar en relación con Jesús y con los demás. Una relación personal que nos hace acogedores y responsables los unos de los otros, pues formamos un solo Cuerpo en Cristo, en el que cada miembro está al servicio de los otros miembros.

Sabemos bien de Quien nos hemos fiado; sabemos bien en Quien hemos confiado; el Señor Jesús camina y está en todo momento con nosotros. No tengamos miedo de avanzar por el camino que el Señor nos muestra. La fiesta de Santo Tomás es una llamada a la renovación de nuestra vida cristiana, personal, familiar y parroquial. María, la Virgen, nos invita a ser fieles y coherentes en la fe que hemos recibido como gran regalo de su Hijo Jesucristo. Que como Santo Tomás dejemos que la voz del Buen Pastor nos ilumine, nos lleve por el camino de la santidad y nos haga vivir en la Verdad. Amén.

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Fiesta del Cristo de la Sed de Gaibiel

3 de septiembre de 2007/0 Comentarios/en Homilías 2007/por obsegorbecastellon

 

Iglesia Parroquial de Gaibiel, 3 de septiembre de 2007

  

Un año más celebráis con gran alegría la fiesta del Cristo de la Sed. Agradezco de corazón vuestra invitación; me alegra poder celebrar este año esta fiesta con vosotros y, sobre todo, poder comprobar la profunda devoción que sigue teniendo Gaibiel al Santo Cristo. Una devoción, que año tras año expresáis en este primer lunes de septiembre. Los actos populares y otras costumbres, añadidas a la Fiesta a lo largo de los siglos, no pueden hacernos olvidar cuál es el centro de nuestra celebración de hoy. Y este centro no es otro sino Jesucristo, principio y fin de todas las cosas.

Porque bien pudiera ocurrir, que nuestra devoción al Cristo quedase reducido a una bella tradición; que todo se centrase en lo adicional y en lo superficial. Sólo si nuestra fiesta está anclada en una fe viva en Cristo Jesús, el Señor muerto y resucitado, se mantendrá también viva vuestra devoción, y ésta será fuente permanente de vida cristiana para todos nosotros y de esperanza para vuestro pueblo. Nada hay que signifique más para un cristiano y para una comunidad cristiana que la experiencia y vivencia de la fe en Cristo. Toda la vida de un cristiano y de una comunidad cristiana, en efecto, pende y deriva de su fe. Por eso hoy nos recuerda el salmista: «No olvidéis las acciones del Señor». Y, si somos consecuentes y fieles con la tradición de nuestros antepasados, hemos de reconocer, ante todo, la acción y el apoyo de Dios en vuestra historia a través del Santo Cristo de la Sed.

Sí, hermanos y hermanas: En el centro de nuestra celebración está Cristo, clavado en la Cruz. Y la Cruz es la manifestación suprema del amor de Dios hacia el hombre, hacia todos y cada uno de nosotros. ‘Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna», leíamos en el Evangelio de San Juan (3, 15).

En la Cruz, Cristo nos manifiesta el verdadero rostro de Dios. Un Dios que es Amor infinito, eterno y fiel. Un Dios que nos ha llamado a la existencia, que nos ha creado a su imagen y semejanza, y que nos invita a participar de su misma vida. Un Dios que no nos abandona, cuando en uso de nuestra libertad rechazamos su amistad y su amor. Al contrario: es un Dios que envía a su mismo Hijo, para recuperarnos del mundo de las tinieblas y de la muerte.

En la Cruz está clavado el Hijo de Dios. El ha asumido nuestra naturaleza humana, se ha despojado de su rango, ha tomado la condición de esclavo y se he hecho uno de tantos; el Hijo de Dios se ha unido a todos nosotros, ha compartido nuestro destino, hasta la muerte y una muerte de cruz. En la Cruz de Cristo está nuestra redención, nuestra Salvación, porque la muerte no es final. Cristo vive, porque ha resucitado. Dios lo ‘levantó sobre todo y le concedió el ‘Nombre-sobre-todo-nombre’. Venid y adorémosle;  proclamemos juntos ‘Jesucristo es el Señor”, él es nuestra Salvación.

En la Cruz, el Dios-Hijo sufre por amor hacia todos para devolvernos a la vida y al amor de Dios. Dios hace suyos nuestros abandonos y desvaríos, nuestro dolor, nuestro pecado y nuestra muerte. Dios no nos deja solos en la noche oscura de este mundo, en nuestras dudas y desesperanzas, en las tiniebla del sufrimiento, del dolor y de la muerte. En Cristo, Dios mismo, nos busca y sale nuestro encuentro en su mismo Hijo, porque nos ama y nos sigue amando pese a que estemos alejados y extraviados de El por el pecado. Dios quiere para todo hombre la vida sin límites, inmortal y eterna.

En Cristo, Dios mismo nos manifiesta cuál es su plan sobre toda la creación y, en particular, sobre el hombre. Preguntas como qué somos y quiénes somos los hombres, de dónde procedemos y hacia dónde caminamos, cuál es el sentido de nuestra existencia y de nuestra historia, encuentran en Jesús su respuesta definitiva. En El, la Persona divina asume la naturaleza humana, se hace hombre en todo semejante a nosotros menos en el pecado, y devuelve a la descendencia de Abrahán la semejanza divina deformada por el pecado; en El, el ser humano es elevado a la dignidad de ser hijos en el Hijo (TMA 4).

Hoy, mirando al Santo Cristo podemos preguntarnos ¿Cómo está nuestra fe en Dios y en su Hijo Jesucristo? ¿No es verdad que también nosotros, hijos amados de Dios por el bautismo, vivimos con frecuencia como si Dios no existiera? Es posible que nos dejemos arrastrar por la mentalidad del hombre secularizado, y rechacemos de hecho nuestra condición de hijos amados por Dios. Con harta frecuencia nos avergonzamos de nuestra condición de cristianos, o, a lo sumo, relegamos nuestra fe cristiana a momentos puntuales de culto, sin ninguna incidencia en nuestra vida: en la vida personal y ciudadana, en la vida matrimonial y familiar, en la vida cultural y social o en la educación de los niños, de los adolescentes y de los jóvenes.

Como ocurriera al Pueblo de Israel en el desierto, también nosotros, extenuados del camino, nos alejamos de Dios y de su Cristo, de su Palabra, de sus Sacramentos, nos alejamos de la comunidad de los creyentes, de su Iglesia. Si somos sinceros confesaremos que también nosotros, apartados de Cristo, intentamos saciar nuestra sed de verdad y de vida en fuentes contaminadas, incapaces de saciar nuestra sed felicidad y de salvación.

Hoy en el Cristo de la Sed, Dios sale una vez más a nuestro encuentro, porque nos ama. ‘Con amor eterno te he amado’ (Jer 31,3), ‘te he recogido en mis mas brazos’ (Sal 131,2), y aunque una madre se olvidara de su hijo, yo no me olvidaré de ti”. A los pies de este Cristo podemos descubrir que Dios es Amor por nosotros, porque es Amor en sí mismo. Un Dios que nos ama con un amor siempre nuevo y personal, con un amor impelido hasta el límite del infinito dolor de la cruz, un amor que nos sigue amando y buscando pese a nuestros rechazos, desvaríos y desatinos.

“Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna” (Jn 3, 14). Cristo Jesús es la respuesta de Dios a nuestra sed de verdad, de vida, de amor y de felicidad. Cristo no nos quita nada, Cristo nos lo da todo: nos da hasta su propia vida, para que tengamos vida. Cristo quiere saciar nuestra sed de vida, de felicidad, de libertad. Él es el Agua verdadera, no la superficial e inmediata de los valores fáciles de este mundo. Él es la verdad de Dios sobre sí y sobre el hombre, el amor verdadero, la felicidad plena. Jesucristo nos ofrece el don de Dios que llega al corazón del hombre, el agua para nuestro peregrinar por el desierto de la vida hacia la Pascua definitiva. No tengamos miedo. Abramos nuestro corazón a Cristo.

La historia de Israel y las palabras del Señor en el Evangelio nos deben interpelar en nuestra historia concreta y personal, en nuestra historia comunitaria, para dejarnos reavivar en nuestra fe en Cristo Jesús, muerto y resucitado para la vida del mundo. Porque Cristo ha dado su vida para que tengamos Vida. Quien de verdad se encuentra con Cristo, el Mesías, el Salvador, el Camino, la Verdad y la Vida, no sólo le sigue, lo acoge en su vida y se entrega a Él. Quien descubre a Cristo, se siente llamado a proclamar y a llevar a Cristo a quienes tienen sed del agua viva, de la Verdad, del Amor y de la Felicidad, para que en Él sacien su sed. Por ello un creyente no puede guardar silencio cuando se niega la verdad del hombre, creatura de Dios, y no se respeta la dignidad y la vida humana desde su concepción hasta su muerte natural. Por ello un creyente no puede callar cuando se niega la verdad esencialmente heterosexual del matrimonio y se pretende destruir la familia, destruyendo su núcleo fundamental.

“El que cree en Cristo tendrá vida eterna” (cfr. Jn, 3,14-17). El mundo tiene sed. Los niños, los adolescentes, los jóvenes y los adultos, nuestra sociedad siguen teniendo sed: sed de verdad pese al relativismo reinante, sed de amor pese al egoísmo imperante y sed de verdadera felicidad pese a los reclamos fáciles: en una palabra: nuestro mundo tiene sed de Dios. A los discípulos de Jesús, a los que hallan la vida sin contaminar en Cristo, en el amor de Dios derramado en su corazón por el don del Espíritu, les corresponde hoy devolver al mundo la verdadera esperanza. Pero esto no se consigue haciendo promesas sino creyendo en Cristo y en su Promesa, y dejándose conducir por el Espíritu de Cristo. No se consigue manipulando y explotando las necesidades humanas, sino compartiendo estas necesidades en la verdad, solidaria y esperanzadamente.

Hoy nosotros acudimos al Santo Cristo, al estilo del pueblo de Israel, que después de haberse visto acosado por las mordeduras venenosas de las serpientes clavan su mirada ante la serpiente de bronce para verse liberados de la enfermedad.

Sin este Cristo, al que amáis, vuestra vida estaría falta de sentido. En él están clavados todos nuestros gritos, nuestros agobios, pecados y dificultades tan variadas y tan complicadas.  Al amor misericordioso de Dios, manifestado en la Cruz, encomendamos a los niños, a los adolescentes y a los jóvenes, a nuestros matrimonios y a las familias, a los mayores, a los enfermos ya los necesitados, a todo el pueblo de Gaibiel.

Ruego a la Virgen María, que se mantuvo fiel a su Hijo Jesucristo, que nos ayude a ser valientes en los momentos de dificultad en nuestra fe, en los momentos de sufrimiento y de dolor. Ella que es intercesora y mediadora nos llevará también a Cristo: El es nuestra Verdad, es nuestra Esperanza, El es nuestra Salvación. Amén

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Fiesta de la Virgen de la Cueva Santa

2 de septiembre de 2007/0 Comentarios/en Homilías 2007/por obsegorbecastellon

S.I. Catedral de Segorbe – 2 de septiembre de 2007

 

Amados hermanos y hermanas en el Señor!

Un año más el Señor nos convoca a esta Eucaristía en honor de nuestra Patrona, la Virgen de la Cueva Santa. Os saludo de corazón a todos cuantos habéis acudido a esta celebración para así mostrar vuestro sincero amor de hijos a la Virgen Madre. Saludo cordialmente al Ilmo. Cabildo Catedral y a los sacerdotes concelebrantes, a toda la Ciudad de Segorbe, al Sr. Alcalde y a la Corporación Municipal, a las autoridades que nos acompañan, a las Reinas Mayor e Infantil de las Fiestas y a sus damas.

Si hoy hemos acudido a esta Eucaristía, es porque estamos convencidos de que María, la Madre del Hijo de Dios, es también nuestra madre y mediadora de todas las gracias. María es siempre la Madre buena que acoge, que espera, que siempre tiene en sus labios la palabra oportuna o el silencio elocuente. Y, en verdad, que la necesitamos a Ella, su palabra, su aliento y su ejemplo.

Somos hombres y mujeres de la época de la técnica, del progreso científico, de los grandes avances y descubrimientos. Pero al mismo tiempo damos la impresión de andar por la vida como huérfanos de padre y madre, y, por lo mismo, desorientados, aturdidos, inseguros y desesperanzados. Nuestro mundo se parece con mucha frecuencia a un desierto donde se ceba la soledad, la amargura, del sinsentido. Nuestro mundo no por más desarrollo material y bienestar social es por ello más humano. Es la consecuencia de haber aparcado a Dios de nuestras vidas. Si María fue elegida para ser Madre de Dios, para hacer que Dios pudiera poner su tienda en medio de nuestro campamento, a Ella tenemos que acudir para que lo devuelva a nuestros corazones, a nuestras familias, a nuestra sociedad, a fin de que el desierto que padecemos se torne pronto en vergel frondoso.

María es la Madre. Acudimos hoy a Ella para pedirle que avive nuestra fe, nos fortaleza en la esperanza y nos aliente en la caridad. Porque Ella es un ejemplo de estas tres virtudes tan necesarias para todo cristiano.

La Iglesia hace suyas las palabras de Isabel del Evangelio de hoy y proclama de María esta alabanza: “Dichosa tú que has creído, porque se cumplirán en ti las palabras que el Señor te ha dicho” (Lc 1,45). Grande fue la fe de la Virgen que creyó sin dudar el mensaje del Arcángel Gabriel. María, desde su libertad y humildad, está abierta al designio de Dios, se fía plenamente de su palabra; cree que será la Madre del Salvador sin perder la virginidad; ella, la mujer humilde que se sabe deudora de su ser, cree que será verdadera Madre de Dios, que el fruto de su seno será realmente el Hijo del Altísimo. María se adhiere desde el primer instante con todo su ser al plan de Dios sobre ella, que trastorna el orden natural de las cosas: una virgen madre, una criatura madre del Redentor. María creyó cuando el ángel le habló, y sigue creyendo aún cuando el ángel la deja sola, y se ve rodeada de las humildes circunstancias de una mujer cualquiera que está para ser madre.

Pero María, la mujer creyente, avanzó en la peregrinación de la fe. Ni el designio de Dios sobre ella, ni la divinidad de su Hijo le fueron totalmente manifiestos; ella tuvo que fiarse de la palabra de Dios. Ella vive apoyándose en la palabra de Dios. El designio de Dios se le oculta a veces bajo un velo oscuro y desconcertante. Así la extrema pobreza en que nace Jesús, la necesidad de huir al destierro para salvarle de Herodes, las fatigas para proporcionarle lo estrictamente necesario, su sufrimiento al pie de la Cruz. María, aunque no entendía muchas cosas, no dudó que aquel niño débil e indefenso, era el Hijo de Dios. Creyó y se fió siempre, aun cuando no entendía el misterio.

La Virgen María vivió de la esperanza: en ella se compendian todas las esperanzas de Israel: todos los anhelos y los suspiros de los profetas resuenan en su corazón. Nadie esperó la Salvación, más que ella, y en ella precisamente comienzan a cumplirse las promesas divinas.

En el Magnificat encontramos una expresión que revela la actitud interior con que María vive su fe desde la esperanza: «Proclama mi alma la grandeza del Señor … porque ha mirado la humillación de su esclava”. María sabe que sin Dios nada es, y se arroja en los brazos de Dios con la más intensa esperanza en su socorro. Nadie mejor que María tuvo el conocimiento concreto de su propia nada; ella sabe bien que todo su ser volvería a caer irrevocablemente en la nada, si Dios no la sostuviese en todo momento. Sabe que todo lo que es y lo que tiene, no proviene de ella sino de Dios, que todo cuanto es, es puro don del amor gratuito de Dios, fruto de su gracia. La gran misión, para la que ha sido elegida, los extraordinarios privilegios con los que ha sido adornada por el Altísimo, de ningún modo le impiden ver y sentir su ‘bajeza’.

Pero esto lejos de desanimarla, de llevarla a sublevarse ante Dios, de intentar independizarse de Dios, le sirve de motivo para arrojarse en los brazos de Dios. Cuanto más es consciente de su nada, más se eleva su alma en la esperanza; porque es verdaderamente pobre de espíritu, no pone su confianza en sus recursos, en su capacidad, en sus méritos. Pone en Dios toda su confianza, y Dios que rechaza vacíos a los ricos y llena de bienes a los necesitados, ha saciado su hambre, ha escuchado sus esperanzas, cumpliendo en ella las esperanzas de su pueblo. La esperanza de María fue fuerte y total, precisamente en los momentos más difíciles de su vida: en el intento de abandono de José, en la huída a Egipto o a los pies de la Cruz.

María es la llena de gracia, la predilecta del amor de Dios, ella es la elegida por puro amor y gratuidad divinos para ser la Madre del Salvador. Y ella supo responder a este amor de Dios con su amor entregado, con un ejercicio activo y constante de caridad. Ella entrega su persona totalmente a Dios. El mérito de María es saber responder con amor entregado y fiel a los dones recibidos de Dios. “He aquí la Esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra”. La voluntad divina, a veces oscura y misteriosa, la encuentra siempre pronta para una perfecta adhesión. El fiat pronunciado en la Anunciación es la actitud constante de su corazón consagrado del todo al Amor.

La caridad a Dios, de que María estaba llena, la llevaba a darse, con un mismo acto de amor a Cristo y a los hombres. El mismo amor que la une al Hijo le impulsa a amar a los hermanos. Esta es la característica del verdadero amor de Dios: quien lo posee, se abre para que el amor de Dios pueda llegar a los otros. Por amor se pone María de camino para visitar a su prima Isabel; el amor le lleva a percibir y atender con prontitud la necesidad de los novios de Caná. Por amor se entrega como madre de los discípulos y de la Iglesia al pie de la cruz.

Maria, hermanos, nos enseña a creer en nuestra vocación cristiana, en nuestra llamada a participar de la vida más plena: la vida misma de Dios. María nos enseña a acoger con fe el don de Dios y a seguir creyendo, incluso en los momentos de oscuridad, en la dificultad, en nuestros miedos. Dios es fiel a su palabra: nos podemos fiar de él. La Santísima Virgen María fue dichosa por haber creído. Ella es Madre de los creyentes; la mujer fiel que vive de la fe: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. Nosotros con Ella, nos hemos de sentir también inmensamente dichosos porque creemos. ¡Qué dicha, qué felicidad tan grande la de la fe! ¡Qué don tan grande el ser parte de la Iglesia! ¿Qué sería de nosotros, qué sería de nuestro pueblo sin la fe? ¿Qué sería de nosotros sin la Iglesia?

No sabemos bien lo que tenemos con la fe. Seríamos, con toda certeza, otra cosa sin la fe; e igualmente seríamos otra cosa sin la Virgen María.  ¡Cómo lleva Segorbe en su corazón el amor a María, la Virgen de la Cueva Santa. A pesar de la secularización imperante, permanece en lo más vivo y hondo de este noble pueblo un sentido religioso y una confianza grande en la protección materna de María. Acudís a Ella porque brilla en nuestro camino, como signo de consuelo y de esperanza. Ella es la Madre de Jesús, y todo su gozo, gozo de madre nuestra, está en llevarnos hasta Jesús. En el fondo no se acude a María si no es para encontrar en Ella a Jesús y su salvación. Cuando le cantamos le rezamos la popular Salve le pedimos que nos muestre a Jesús, en quien está la salvación.

La Virgen, hermanos, nos ofrece a su Hijo y nos invita a creer en El como el Maestro de la Verdad y el Pan de vida. Por eso las palabras de María en Caná “haced lo que El os diga” (Jn 2,5) constituyen también hoy el núcleo de la nueva Evangelización. Se trata de hacer vida la fe y la esperanza que profesamos, y cumplir los mandamientos del Señor, que tienen en el precepto del amor a Dios y al hermano, el centro de la identidad cristiana.

Nuestra Iglesia diocesana y cuantos la formamos estamos llamados a anunciar con renovado ardor a Jesucristo para que su mensaje de salvación penetre en las conciencias y en la vida de todos, convierta los corazones y renueve las estructuras de nuestra sociedad. Estamos llamados a anunciar y trabajar por el Reino de Cristo, “Reino de la verdad y de la vida, de la santidad y la gracia, de la justicia, del amor y de la paz”. Para ello María nos ofrece a Cristo como fundamento de unidad, de paz y convivencia fraterna en nuestra sociedad; convivencia que requiere la práctica de la justicia social y la solidaridad con los más pobres. En la sociedad actual están en juego muchos valores que afectan a la verdad y dignidad de la persona humana; la defensa y promoción de estos valores depende en gran parte de la fe y de la coherencia de los cristianos con las verdades que profesamos.

La devoción a la Virgen de la Cueva Santa está profundamente arraigada en vosotros. Para que esta devoción no se quede en mero sentimiento intimista o en mera tradición, nuestro recuerdo y veneración de la Virgen piden que vivamos y testimoniemos de uno modo claro y coherente nuestra fe en Cristo en el seno de nuestra comunidad eclesial. Nuestra devoción mariana nos llama a vivir y manifiestar nuestra identidad cristiana en un mundo cada vez mas secularizado y consumista, desesperanzado e insolidario. Nuestra devoción a la Virgen ha de favorecer a la vez la práctica personal, comunitaria y familiar de las virtudes cristianas.

Pidamos al Señor por la intercesión de la Virgen, Nuestra Señora de la Cueva Santa, que nos conceda la gracia de ser fieles a la fe, firmes en la esperanza y generosos en la caridad para ser como María verdaderos testigos de Cristo y de su Evangelio. Que la participación en esta Eucaristía sirva, hermanos, a nuestra renovación personal y comunitaria en la fe, en la esperanza y en la caridad. ¡Pido a la Virgen de la Cueva Santa que nos enseñe y ayude a acoger a Dios y a Cristo Jesús, el Hijo de Dios y de Maria, en nuestra existencia, en la vida pública y en la vida privada! ¡Que María, la Virgen de la Cueva Santa, nuestra Patrona, nos siga alentando a todos para vivir con fidelidad nuestro ser cristiano! ¡Que la Virgen de la Cueva Santa nos proteja a todos y a nuestra Ciudad en nuestro peregrinar por los caminos de la vida! Amén.

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Coronación de la Mare de Déu de Gracia de Villarreal

2 de septiembre de 2007/0 Comentarios/en Homilías 2007/por obsegorbecastellon

 

Iglesia Arciprestal de Villarreal, 2 de septiembre de 2007

 

“Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc 1, 28). Con estas palabras del Arcángel Gabriel saludamos esta mañana con gozo desbordante y con afecto filial a la Madre de Déu de Gracia. Y con sus mismas palabras alabamos y damos gracias ante todo a Dios, proclamamos la grandeza del Señor, porque ha hecho en ella maravillas. Con este sentimiento de alegría contenida y de gratitud sentida nos disponemos a coronar su imagen en nombre y con la autoridad del Santo Padre, Benedicto XVI, y a declararla patrona ante Dios de esta querida Ciudad de Villarreal. Agradecemos de todo corazón al Santo Padre estas gracias, que nos ha concedido; y le expresamos nuestro afecto filial y nuestra cordial comunión a Él que nos preside en la fe y en la caridad. Gracias Santo Padre.

Saludo de corazón a todos cuantos os habéis unido a esta celebración: a los Sres. Párrocos de esta iglesia Arciprestal, que nos acoge, al Sr. Arcipreste y Sres. Párrocos del resto de las parroquias de la Ciudad, a los Sres. Vicarios, al resto de sacerdotes y al diácono que nos acompañan. Saludo con afecto y respeto a las muy dignas autoridades civiles, al Sr. Alcalde y a los miembros de la Corporación Municipal, al Honorable Ser. Consejero de Educación de la Generalitat Valenciana. Mi saludo a la Reina y a las Damas de las Fiesta. Y -¡cómo no!- a cuantos nos seguís desde vuestras casas por TV, muy especialmente a los enfermos y a los mayores.

La historia de Villarreal es impensable sin la Mare de Déu de Gracia. Ya desde el mismo origen de la Ciudad y a lo largo de los siglos hasta el día de hoy, la Mare de Déu de Gracia ha sido y es para los villarrealenses la Madre atenta y solícita, mediadora de todo don y de toda gracia, venerada e invocada como auxilio de los cristianos, consuelo de los afligidos y refugio de los pecadores. Ella es signo y medio permanente de la bondad de Dios para con todos vosotros. Así lo entendieron y vivieron nuestros antepasados en la fe: fue esta experiencia de la cercanía maternal de María, la que les condujo a la formulación del Voto perpetuo del pueblo de Villarreal aquel 13 de junio de 1757. Al hacerlo no sólo manifestaban su sincera gratitud a la Madre por todos los bienes recibidos a través de su intercesión, sino que también expresaba su fe viva y vivida en ella como Madre de Dios y Madre nuestra. En recuerdo del 250 Aniversario del Voto y siguiendo la estela de nuestros antepasados hoy coronamos su imagen y la declaramos Patrona de la Ciudad de Villarreal.

Al coronar su imagen, proclamamos a María, la Mare de Deu de Gracia, Reina nuestra. Sí, ella es Reina porque es la Madre de Hijo de Dios, el Rey mesiánico, cuyo reino no tendrá fin (cfr. Lc 1, 33). María es Reina, porque íntimamente unida a Cristo y a su obra redentora, nos lleva a la fuente de la Gracia (cfr. Jn 19, 26-27). María es Reina, porque ya participa plenamente de la gloria de su Hijo en cuerpo y alma y ha recibido la corona merecida (cfr. 2Tm 4,8), la corona de gloria que no se marchita, y es así nuestra esperanza (cfr. 1Pe 5, 4). María, la Madre de Dios, la Madre de la Gracia, es también nuestra Madre, la Madre de la Iglesia y de todos los creyentes que acompaña ya a la Iglesia naciente y acompaña a los creyentes de todos los tiempos en su peregrinaje por los caminos de la historia. Generación tras generación, los creyentes experimentamos su protección maternal; por ello la invocamos con confianza, la llamamos bendita entre todas las mujeres y la proclamamos Reina.

Pero no podemos separar a María de su Hijo. Su grandeza y realeza radican en ser la criatura elegida por Dios para ser Madre de su Unigénito, el Mesías y Rey. El Hijo de tu vientre le dice el Ángel “será grande, se llamará hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin” (Lc 1, 30).

Gracias a María, gracias a su fe y confianza en Dios, gracias a su esperanza en el cumplimiento de las palabras del Arcángel y gracias a su gran amor, se ha podido realizar el acontecimiento más importante de la historia. Con ella se abre la puerta de la restauración humana. Por la Encarnación del Hijo de Dios en su seno virginal, Dios ha venido a nosotros, se ha hecho el Dios con nosotros, el Dios que camina a nuestro lado.

Gracias a María, la Palabra de Dios se ha hecho hombre en su seno por obra del Espíritu Santo; en su Hijo, Dios nos comunica la Verdad última y definitiva de Dios sobre sí mismo, sobre la creación y sobre el hombre: en Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre en el seno de María, Dios nos muestra su designio amoroso sobre el hombre, la historia y el mundo: no caminamos hacia la destrucción o la nada; nuestra meta no está en el disfrute de lo efímero de las cosas: Dios, que es amor, llama al hombre a la vida para hacerle partícipe de su misma vida, que es vida sin fin, que es felicidad plena. En el Verbo de Dios encarnado Dios mismo se ha unido definitivamente al hombre y a todo hombre para hacernos partícipes de la misma Vida de Dios; por su muerte y resurrección nos ha liberado de esclavitud del pecado y de la muerte y nos ha devuelto la Vida. Jesús de Nazaret, el Hijo de María, es el Camino hacia Dios y los hermanos; El es la Verdad plena sobre el mismo hombre; El es la Vida para el mundo.

Por todo esto, coronar la imagen de la Mare de Déu de Gracia es una ocasión más que privilegiada para volver nuestra mirada a Jesucristo, Redentor de todos los hombres y el único en el que podemos ser salvos, el único que tiene palabras de vida eterna.

La imagen de la Mare de Déu de Gracia tiene en su brazo a su Hijo. Acudimos a Ella porque brilla en nuestro camino, como signo de consuelo y de esperanza. Todo su gozo, gozo de madre nuestra, está en darnos a Cristo, en llevarnos hasta Jesús. En el fondo no se acude a María si no es para encontrar en Ella a Jesús y su salvación. Quien se acerca a María que nos muestra a Jesús, fruto bendito de su vientre, se acerca también al Salvador.

Es preciso que nuestra Iglesia, que nuestras comunidades cristianas y que los cristianos demos un gran paso en el acercamiento a Jesucristo, en el amor a Él, en su seguimiento, en el anuncio de su Redención. Es necesario, mis queridos hermanos y hermanas, que abramos de par en par nuestro corazón a Cristo, al Hijo de Dios, al Enmanuel, Dios-con-nosotros, que, nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros excepto en el pecado. El es la Palabra, que, encarnándose, renueva todo; el que siendo verdadero Dios y verdadero hombre, Señor del universo, es también señor de la historia, el principio y el fin de toda ella.

Esta persuasión y certeza es el eje sobre el que se debe articular nuestro proyecto de vida, de familia y de sociedad. Mirar a Jesucristo, encontrarnos con Él, identificarnos con Él, conocerle, amarle, seguirle, poner todo en relación con Él, hacer que Él esté en el centro, y que Él dé vida e ilumine todo: ése es precisamente el sentido de nuestro existir cristiano. El camino de la renovación de la Iglesia y del mundo no puede ser otro que Cristo.

De manos de María hemos de volver a la escuela de Cristo para hallar el verdadero, el pleno, el profundo sentido de palabras como paz, amor, justicia, libertad. Se hace urgente, mis queridos hermanos, un continuo esfuerzo por volver a Cristo, para que podamos tener el valor de decir sí a la vida, al respeto de la dignidad de todo ser humano, a la familia, fundada en el verdadero matrimonio, al trabajo honrado para todos, al sacrificio intenso para promover el bien común. Necesitamos volver a esta escuela de Cristo, que es conocimiento de El, que es escucha de su palabra, que es trato de amigo con El, para convertirnos a Dios, para poder decirle sí a Él, que es el camino, la verdad y la vida. Para que sea posible la edificación de la nueva civilización del amor y la construcción de la paz, sólo existe un camino: ponerse a la escucha de Cristo, dejándose empapar por la fuerza de su gracia; sólo existe una vía: volver a la escuela de Cristo.

Miremos, una vez más, a la Mare de Déu de Gracia. Escucharemos aquellas palabras que dijo a los criados en las bodas de Caná: “Haced lo que Él os diga”. Que es lo mismo que decirnos: acoged la palabra de Cristo en la fe, seguidla en la vida, haced de ella la pauta de vuestra conducta individual, familiar, social y pública. María nos remite a Jesucristo que es el único programa válido para la gran renovación de la humanidad y de la sociedad de nuestro tiempo.

La Virgen, unida estrechamente a su Hijo Jesús, señala la senda que ha de seguir el cristiano tras su Señor. Una verdadera devoción a la Virgen llevará consigo una constante voluntad de seguir sus huellas en el modo de seguir a Jesús, su Hijo y Señor. María dedicada constantemente a su Hijo, se nos propone a todos como modelo de fe, como modelo de existencia que mira constantemente a Jesucristo. Como María, el cristiano se abandona confiado y esperanzado en las manos de Dios, vive dichoso, como ella, de la fe: nada hay tan apreciable como la fe que se traduce en amor.

La Virgen María es proclamada “dichosa porque ha creído”, porque es la mujer de la fe y de la confianza en Dios. Ella se autodefine como la “humilde esclava del Señor”, y así proclama la verdad de Dios, de Dios que es grande. “María desea que Dios sea grande en su vida, que esté presente en todos nosotros. No tiene miedo de que Dios sea un ‘competidor’ en nuestra vida, de que con su grandeza pueda quitarnos algo de nuestra libertad, de nuestro espacio vital. Ella sabe que, si Dios es grande, también nosotros somos grandes. No oprime nuestra vida, sino que la eleva y la hace grande: precisamente se hace grande con el esplendor de Dios” (Benedicto XVI).

El reconocimiento de Dios y de su ley engrandece al hombre, lo enriquece; y su negación u olvido lo empequeñece y empobrece. El asunto fundamental del hombre, siempre y particularmente en nuestro tiempo, es reconocer a Dios. El verdadero drama de nuestro tiempo y la gran cuestión con la que se encuentra el hombre de Occidente es el olvido de Dios (Benedicto XVI).

En una fe como la de María es donde está el futuro del hombre, de la humanidad entera. Su confesión de fe, su entrega de fe a Dios en la Encarnación es lo que ha abierto a la humanidad entera a la gran esperanza. Cierto que “creer se ha vuelto más difícil, porque los hombres se han construido su propio mundo, y encontrar a Dios en este mundo se ha convertido en algo muy difícil” (Benedicto XVI). Por esto mismo es necesario que acudamos a María, que nos fijemos en María, la mujer creyente para descubrir la grandeza y la maravilla de la fe en Dios, de cómo el creer nos engrandece. Creer es algo bello, es algo grande, es gozoso, llena de esperanza, nos abre a una humanidad nueva hecha de hombres nuevos precisamente con el don de la fe.

Reconozcamos a Dios como lo hizo María; proclamemos, sin miedo ni temor alguno, su inmensa grandeza, su infinito poder que es su bondad y su amor misericordioso. Afirmar a Dios, reconocerle, adorarle, agradecerle y alabarle es donde radica la verdad y la grandeza del hombre. Estamos inmersos en un ambiente cultural en el que se olvida a Dios o se vive de espaldas a Él, como si no existiera. Algunos incluso abogan por la desaparición de Dios de la esfera e historia humana, y hasta postulan la erradicación de su nombre de la sociedad y de la educación. Lo que está en juego en nuestro tiempo es un mundo con Dios o sin Él. Lo más grave que puede pasar al hombre y a nuestra civilización es el olvido o el rechazo de Dios. La suerte del hombre está en Dios, como canta María en el Magníficat. Somos de Dios, creación suya, estamos en sus manos, El nos guía en la historia y ensalza de nuestra postración. Él nos ha redimido, nos salva y nos ama con amor perpetuo, con misericordia y compasión sin límite. En Él está la vida eterna, nuestra vida plena, la felicidad y la alegría, el futuro y la meta. Somos de Él y para Él. El corazón humano trata en vano de extraer vida de otras fuentes pero, en realidad, se destruye, como demuestran tantos signos de nuestro tiempo. En la ausencia de Dios se funda la crisis de nuestra cultura y de nuestra civilización, la de la sociedad y aun de sectores eclesiales.

Sólo se superará esta crisis si desaparece ese silencio y ausencia de Dios, si se le devuelve a Dios el lugar vital y central que le corresponde en el corazón, en el pensamiento y en la vida del hombre, como lo vemos en la persona y vida de la Virgen María, como refleja en su canto del Magníficat. Dios fue el centro de su vida, fue todo para Ella: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. Así de Ella, por ese confiarse a Dios, nació el Salvador, el que es Luz de las gentes, Redentor único, Camino, Verdad y Vida, reconciliación y paz, el que trae el verdadero y profundo cambio, la transformación más honda y verdadera de nuestro mundo.

A partir de la fe en Dios, “debemos encontrar los caminos para encontrarnos en la familia, entre las generaciones y también entre las culturas y los pueblos, entre los caminos de la reconciliación y de la convivencia pacífica en este mundo, y los caminos que conducen hacia el futuro. y estos caminos hacia el futuro no los encontraremos si no recibimos la luz desde lo alto” la que viene de Dios (Benedicto XVI).

Queridos hermanos. Nuestra devoción a María, la Mare de Déu de Gracia será auténtica si de manos de María acogemos a Dios, a Cristo y su Evangelio en nuestra vidas, si participamos en la vida de la comunidad eclesial, si damos testimonio público de nuestra fe en defensa del hombre, de su dignidad, de su verdadero ser y de su verdadero destino. Nuestra devoción a la Virgen de Gracia será sincera si descubrimos en María la primera discípula del Señor y seguimos sus pasos. María es el modelo de quienes en la Iglesia se ponen en camino para llevar la luz y la alegría de Cristo a los hombres de todos los lugares y de todos los tiempos.

Miremos, hermanos, a María. Ella es la estrella que nos guía en el peregrinaje de nuestra vida. Ella es la causa de nuestra alegría; su gloria es aliento para nuestra esperanza. Su fe y obediencia a la Palabra de Dios, que se hace carne en su seno virginal, el modelo y camino para llegar a la meta prometida. Ella es nuestra intercesora ante el Padre, el Hijo y el Espíritu. Acudamos a ella en todos los momentos de nuestra vida, en el dolor y en la enfermedad, en las alegrías y en las penas. Ella nos remite a su Hijo muerto y resucitado, el Evangelio de la esperanza.

Que la Mare de Déu de Gracia os arraigue en la fe y en la vida cristiana a los niños y a los jóvenes, a los matrimonios y a las familias. Que Ella os proteja en vuestras necesidades y sufrimientos. Que Ella os ayude a mantener vivas las raíces cristianas de este Pueblo de Villarreal, que a partir de hoy la proclama como Reina y Patrona. Amen.

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Ordenación Diaconal de Francisco Francés Ibáñez

23 de julio de 2007/0 Comentarios/en Homilías 2007/por obsegorbecastellon

 

S.I. Catedral de Segorbe, 23 de Junio de 2007

  

“Cantaré eternamente las misericordias del Señor” (Sal 22), hemos cantado con el salmista. Esta mañana hacemos nuestras estas palabras, y cantamos sin cesar las misericordias del Señor. Porque, querido Francisco, esta tu ordenación de diácono es una muestra de la misericordia divina para contigo y para con nuestra Iglesia diocesana.

Dentro de breves momentos vas a recibir el orden del diaconado en tu camino al sacerdocio ordenado. Tu vocación al sacerdocio ordenado, que se verifica hoy por la llamada de la Iglesia, es ante todo un don del amor misericordioso de Dios. Una vocación, que en tu caso sentiste ya en tu niñez, pero que hasta la edad madura no has podido secundar: el miedo a dejar tu casa siendo niño, las circunstancias familiares en tu adolescencia y otras distintas después han motivado un largo proceso de maduración de tu vocación. A lo largo de los años, sin embargo, el Señor ha mantenido en ti viva la llama de su llamada y hoy te concede la gracia, el don del diaconado.

Demos gracias a Dios, que te ha llamado y te ha agraciado; gracias le damos porque te ha cuidado durante estos largos años de maduración de tu llamada; gracias le damos por tu corazón generoso y agradecido, por tu fe confiada, que te ha ayudado a superar miedos y temores; gracias le damos por tu familia, que ha apoyado tu vocación, y por todos los que te han acompañado en el camino de la maduración de tu vocación: tu párroco, ya difunto, los demás sacerdotes amigos y tus formadores en el Seminario.

Hoy es un día de alegría y de esperanza para nuestra Diócesis y para la Iglesia universal. La Iglesia entera se consuela hoy al ver que, pese al invierno vocacional que padecemos, Dios sigue llamando. Nuestra Iglesia se consuela al constatar que, pese a las circunstancias adversas, hay todavía tierra buena donde la semilla de la vocación al sacerdocio es acogida, madura y da frutos. Cantemos el amor misericordioso de Dios que nos enriquece con sus dones y suscita vocaciones en medio de su pueblo. Estamos de enhorabuena: lo están la Iglesia entera, nuestra Iglesia Diocesana, tu parroquia de origen, el Seminario Diocesano y todos los responsables de tu formación, y cuantos te han acompañado en tu proceso vocacional. Y -cómo no- lo está tu familia, de modo especial tu madre, Rosario, y tus hermanos y sobrinos, a quienes quiero felicitar cordialmente.

 

Mediante la imposición de mis manos y la oración consagratoria, el Señor va a enviar sobre ti, querido Francisco, su Espíritu Santo y te va a consagrar Diácono. Como Jesús de Nazaret, tú también quedarás “ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él” (Hech 10, 38). Al ser ordenado de diácono participarás de los dones y del ministerio que los Apóstoles recibieron del Resucitado; y serás a partir de ahora en la Iglesia y en el mundo signo e instrumento de Cristo, que no vino “para ser servido sino para servir”. El Señor imprimirá en ti un signo imborrable, por el que quedarás configurado para siempre con Cristo Siervo. Así pues, habrás de vivir y mostrar en todo momento con tu palabra y con tu vida esta tu condición de ser signo de Cristo Siervo, obediente hasta la muerte y muerte de Cruz, para la salvación de todos.

Si acaso pudiera existir una ambición para un diácono, ésta debería ser el deseo de poder servir. Al ser ordenado de diácono eres elegido de entre los demás, consagrado, es decir dado como donado, y enviado para ejercitar un triple servicio, una triple diaconía: la de la Palabra, la de la Eucaristía y la de la caridad. Fortalecido con el don del Espíritu Santo, ayudarás al Obispo y a su presbiterio en el anuncio de la Palabra, en el servicio del altar y en ministerio de la caridad, mostrándote servidor de todos. Es tarea del Diácono la proclamación del Evangelio como también la de ayudar a los Presbíteros en la explicación de la Palabra de Dios. Por ello, en la ceremonia de ordenación te entregaré el Evangelio con estas palabras: “Recibe el Evangelio de Cristo, del cual has sido constituido mensajero: convierte en fe viva lo que lees y lo que has hecho fe viva enséñalo, y cumple aquello que has enseñado”.

Como diácono serás, pues, ministro, servidor de la Palabra de Dios. Para que tu proclamación y enseñanza de la Palabra sea creíble has de acoger con fe viva el Evangelio que anuncias y convertirlo en fe vivida, que dé buenos frutos. El mensajero del Evangelio ha de leer, escuchar, estudiar, contemplar, asimilar y hacer vida propia la Palabra de Dios: él mismo ha de dejarse guiar y conducir por la Palabra de Dios, de modo que ésta sea la luz para su vida, transforme sus propios criterios y le lleve a un estilo de vida evangélica. Esto pide delicadeza espiritual y valentía para romper con las cosas que creemos de valor y en realidad no lo tienen. La cerrazón de nuestra mente y de nuestro corazón es lo que hace infecunda la Palabra de Dios.

Por la ordenación diaconal, vas a ser constituido, querido Francisco, en mensajero de la Palabra de Dios. Recuerda siempre que no eres dueño, sino servidor de la Palabra de Dios; no es tu palabra, sino la de Dios, la que has de predicar. Y, en último término, la Palabra de Dios es el Verbo de Dios, el Hijo de Dios, Jesucristo, muerto y resucitado para la vida del mundo. Como en el caso de Pedro, Cristo Jesús, muerto y resucitado, juez de vivos y muertos, será también el centro de tu predicación, para que todos los que crean en él, reciban, por su nombre, el perdón de sus pecados (Cf Hech 10, 42-43). Cristo mismo es quien ha de llegar a los demás por medio de tus labios y de tu vida.

Has de ser mensajero de la Palabra de Dios en comunión con la tradición viva de la Iglesia, y no con interpretaciones personales que miren a halagar los oídos de quienes la escuchan. La Palabra de Dios pide ser proclamada y enseñada sin reducciones, sin miedos y sin complejos. La Palabra de Dios no puede ser domesticada a fin de acompasarla a nuestros gustos o al de los oyentes, o adaptada a lo que se lleva: somos nosotros quienes debemos acoger y creer en la Palabra, dejarnos interpelar por ella y ayudar a otros para que lleguen a desarrollarse según la medida de la Palabra. No olvidemos que no se trata de una ideología, porque en el último término la Palabra es una Persona, el Verbo de Dios, Jesucristo, el Camino, la Verdad y la Vida para el hombre, la sociedad y el mundo. ¡Cuánto respeto, cuánta oración, cuánto sentido del temor y del amor debe anidar en el interior de aquel, que hace resonar aquella Palabra y que debe explicar su sentido para la vida de las personas y de la misma sociedad!

Cierto que el mensajero de la Palabra ha de conocer a sus destinatarios: al hombre y la mujer de hoy, la sociedad y la cultura actuales. La nueva Evangelización a que nos llama la Iglesia ha de hacerse en diálogo permanente con la cultura. Pero no se puede convertir la cultura dominante en criterio de lectura de la Palabra de Dios; es la Palabra de Dios la que tiene la fuerza de discernir, valorar, purificar y perfeccionar la cultura humana. Es la Verdad de la Palabra de Dios la que ha de juzgar los acontecimientos y no al revés. Una de las tareas principales de nuestra Iglesia en el tiempo actual es la diaconía a la Verdad de la Palabra de Dios. Por ello oró Jesús al Padre por sus discípulos; una oración que hacemos nuestra esta mañana: “Conságranos en la verdad. Tu palabra es verdad” (Jn 17, 17).

Confiados en la verdad y en la fuerza inherentes a la Palabra de Dios no hay que tener miedo a exponerla en su integridad como el verdadero camino que ilumina la plena realización del hombre. La Palabra de Dios derriba los ídolos y las falsedades mundanas, y libera al hombre de las diversas formas de esclavitud y de pecado, que truncan su verdadera dignidad y su vocación más alta. Como diácono has de ser heraldo del Evangelio, mensajero de la salvación integral y eterna, no de metas limitadas y efímeras; profeta de un mundo nuevo, no del viejo y egoísta; y portador de un mensaje que arroja la propia luz sobre los problemas claves del hombre y de la tierra, sin cerrarse en los pobres horizontes del mundo.

 

Como diácono serás también el primer colaborador del Obispo y del Sacerdote en la celebración de la Eucaristía, el gran “misterio de la fe”. Ser servidor del “Mysterium fidei” es un gran honor y una causa de profundo gozo. A ti se te entregará el Cuerpo y la Sangre del Salvador para que lo reciban y se alimenten los fieles. Trata siempre los santos misterios con íntima adoración, con recogimiento exterior y con devoción de espíritu, que sean expresión de un alma que cree y que es consciente de la alta dignidad de su tarea.

Como diácono se te confía de modo particular el ministerio de la caridad, que se encuentra en el origen de la institución de los diáconos. El ministerio de la caridad dimana de la Eucaristía, el sacramento del amor, cima y fuente de la vida de la Iglesia. Cuando la Eucaristía es efectivamente el centro de la vida de todo cristiano y de toda comunidad cristiana, no sólo lleva a los creyentes a la unión con Cristo, sino que también les lleva a la comunión con los hermanos. Atender a las necesidades de los otros, tener en cuenta las penas y sufrimientos de los hermanos, ser capaz de entregarse en bien del prójimo, es decir ‘pasar haciendo el bien’: estos son los signos distintivos del discípulo del Señor, que se alimenta con el Pan Eucarístico, pero lo son también del diácono.

Por la ordenación de diácono ya no te perteneces a tí mismo. El Señor te dio ejemplo para que lo que el hizo también tú lo hagas. En tu condición de diácono, es decir, de servidor de Jesucristo, que se mostró servidor entre los discípulos, siguiendo gustosamente la voluntad de Dios, sirve con amor y alegría tanto a Dios como a los hombres. Sé compasivo, solidario, acogedor y benigno para con los demás; dedica a los otros tu persona, tu tiempo, tu trabajo y tu vida.

 

Para ser fiel a este triple servicio vive día a día enraizado en lo más profundo del misterio eclesial, de la comunión de los Santos y de la vida sobrenatural, y vive sumergido en la plegaria de modo que tu trabajo diario esté lleno de oración. Sé fiel a la celebración de la Liturgia de las Horas; es la oración incesante de la Iglesia por el mundo entero, que te está encomendada de modo directo. Esfuérzate por fijar tu mirada y tu corazón en Dios con la oración personal diaria. La oración te ayudará a superar el ruido exterior, las prisas de la jornada y los impulsos de tu propio yo, y así a purificar tu mirada para ver el mundo con los ojos de Dios y a purificar tu corazón para amar a los hermanos y a la Iglesia con el corazón de Cristo. En la oración encontrarás el alimento necesario para vivir tu promesa de disponibilidad y obediencia a Dios, a la Iglesia y a tu Obispo y así a los hermanos.

El celibato que acoges libremente y prometes observar durante toda la vida por causa del Reino de los cielos y para servicio de Dios y de los hermanos sea para ti símbolo y, al mismo tiempo, estímulo de tu amor pastoral y fuente peculiar de fecundidad apostólica en el mundo. A nadie se le oculta la dificultad real de cumplir esta promesa en estos tiempos en que tanto se subraya el hedonismo y se promueve la ‘infracultura de las nuevas sensaciones’. No olvides que el celibato es un don de Cristo que tanto mejor vivirás, cuanto más cerca tengas al Dios que proporciona todo don. Movido por un amor sincero a Jesucristo y viviendo con total entrega, tu consagración a Jesucristo se renovará día a día de modo excelente. Por tu celibato te resultará más fácil consagrarte con corazón indiviso al servicio de Dios y de los hombres, y con mayor facilidad serás ministro de la obra de regeneración sobrenatural.

Queridos todos: Dentro de pocos momentos suplicaré al Señor para que derrame el Espíritu Santo sobre nuestro hermano, con el fin de que le “fortalezca con los siete dones de su gracia y cumpla fielmente la obra del ministerio”. Unámonos todos en esta suplica. La Virgen María, la esclava del Señor, con su omnipotencia suplicante obtenga para Francisco también esta nueva efusión del Espíritu Santo. Y oremos a Dios, fuente y origen de todo don, que nos conceda semillas de nuevas vocaciones al ministerio ordenado. A Él se lo pedimos de las manos de María por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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50º Aniversario del Monasterio del Sagrado Corazón de Jesús

28 de junio de 2007/0 Comentarios/en Homilías 2007/por obsegorbecastellon

M.M. CARMELITAS DE ALQUERIAS DEL NIÑO PERDIDO

28 de junio de 2007

 

“Recordaré los beneficios del Señor, las alabanzas del Señor, todo lo que el Señor ha hecho con nosotros” (Is 63, 7). Estas palabras del profeta Isaías nos invitan y nos mueven a la alabanza y a la acción de gracias a Dios al celebrar el 50 Aniversario de la Fundación de este Monasterio del Sagrado Corazón de Jesús por los muchos beneficios de él recibidos. Cuanto sois y significáis, vuestro pasado y vuestro presente, queridas hermanas, todo es don de Dios, fruto de su gracia benevolente, manifestación de su amor.

Fue el amor de Dios y amor a Dios de Don Jeremías Melchor Esteve, un amor aprendido de su madre y hecho vida en una profunda devoción al Corazón de Jesús, el que le suscitó ya en su niñez la idea de fundar un convento de monjas dedicado a orar de manera particular por las vocaciones sacerdotales. Una idea y un deseo largamente anhelado que se hacía realidad hace hoy exactamente 50 años. Si el 14 de junio de 1957 el entonces Obispo de Solsona, Dr. Don Vicente Enrique Tarancón, consagraba esta Iglesia, el 28 del mismo mes y año, Fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, el Obispo de Tortosa, Dr. Don Manuel Moll y Salord, presidía la Santa Misa  y, tras el solemne canto del Te Deum, declaraba la clausura papal. Quedaba así formalmente erigido este Monasterio de MM. Carmelitas de Alquerías del Niño Perdido.

El Espíritu de Dios y Teresa de Jesús se sirvieron de Don Jeremías como instrumento elegido e idóneo para poner en marcha este Monasterio carmelitano. Su fundamento, su referencia constante, su manantial de vida inagotable es el Sagrado Corazón de Jesús, expresión palpable del misterio de Dios y de su amor infinito hacia toda la humanidad y fuente de transformación permanente de las personas en el amor divino y fraterno. La frase en las paredes de esta Iglesia nos lo recuerda: “Elegi et sanctificavi locum istum ut ibi permaneat cor meum semper” (“He elegido y santificado esta Casa para que mi corazón habite en ella perpetuamente”).

Durante estos cincuenta años, que hoy conmemoramos y celebramos, el amor de Dios, contemplado en la oración, participado en la Eucaristía y experimentado en la Confesión, vivido con alegría en el amor fraterno y alentado por la intercesión maternal de María, ha sido la fuente de vida de esta comunidad.

“Primero nos bendice a nosotros el Señor, después bendecimos nosotros al Señor. Aquella es la lluvia, éste es el fruto. Así se devuelve el fruto a Dios, que llueve sobre nosotros y nos cultiva”. Así dice San Agustín en su comentario al salmo 66. Nuestra alabanza se basa en la memoria de las bendiciones recibidas a lo largo de estos cincuenta años y se hace bendición y acción de gracias. Esta tarde damos gloria y alabanza a Dios. Damos gracias a Dios por todos los dones recibidos: por la persona de vuestro padre fundador, D. Jeremías; por las 7 hermanas fundadoras, procedentes del Monasterio de Santa Teresa de Jesús en Zaragoza, cuatro de las cuales están presentes entre nosotros; gracias le damos por todas las hermanas que en el pasado y en el presente han pertenecido y pertenecen al Monasterio. Damos gracias a Dios por vuestro Monasterio, verdadero don del Espíritu Santo, que enriquece a la Iglesia y a nuestra Iglesia diocesana. Sí: nuestra Iglesia Diocesana es más rica con vuestra presencia, con vuestra oración y con vuestra entrega generosa. Demos, pues, gracias a Dios.

La bendición, la alabanza y la acción de gracias las dirigimos no a alguien sin rostro o lejano a los hombres, sino al “Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo”.  La fuente de todas las gracias que recibimos, es el Dios-Amor, el “Dios de Jesucristo”, el «Amado de Dios» (Ef 1,6), en quien el Padre nos ama. Por Jesucristo y en Él tenemos acceso al Padre; por Él y en Él le tributamos todo honor y toda gloria; por Jesucristo y en Jesucristo, el Padre se ha acercado a nosotros, nos ha salvado, nos ha mostrado su amor. Si el egoísmo y el pecado nos alejan de Dios y de los hombres, la salvación de Dios en Jesucristo restablece la comunión de todos con un mismo Padre y nos acerca los unos a los otros.

 El plan amoroso de Dios se ha manifestado en la persona de Cristo; en Él nos ha bendecido con “con toda clase de bienes espirituales y celestiales”, que son santidad, gracia, filiación, participación divina, gloria. Es el triunfo del amor misericordioso de Dios. La fe y la unión con el Resucitado transforma la persona del creyente y le abre a una nueva relación con Dios y con el prójimo: es el amor a Dios y al hermano.

El Amor cristiano nace en Dios. En su origen, el amor es cosa de Dios y no del hombre; la iniciativa es suya. Dios es amor, origen y manantial del amor. El Hijo se origina del Padre en un proceso de Amor, y el fruto del amor mutuo es el Espíritu. Este amor en Dios Trino es comunión perfecta de vida y de amor, es comunidad de personas. Y este amor se va manifestando en la creación, en la encarnación, en la filiación divina de los hombres, en la amistad con Dios, en la alegría definitiva del encuentro final. Pero siempre, el origen y el término es Dios.

El signo más claro del amor de Dios, su encarnación humana, es Cristo Jesús. Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su propio Hijo. Tanto nos amó Jesús que entregó su vida hasta la muerte por amor por nosotros. Jesús es la medida del amor de Dios y el camino a seguir. Las palabras de Jesús, sus acciones, su vida entera, su muerte y resurrección tienen este sentido. Jesús es el amor de Dios hecho rostro humano.

Este amor, que nace en el Padre y se encarna en Jesús, termina necesariamente en los hermanos, como nos recuerda el Evangelio de hoy (Jn 15, 9-17). El amor cristiano tiene siempre dos polos: Dios y los hermanos. Quien no ama al hermano no conoce a Dios, no conoce a Cristo, no ha entendido lo que es la fe y vida cristiana. Sin amor a Dios y a los hermanos no hay fe ni vida cristiana, no hay verdadera comunidad cristiana. Y es éste un amor que tiene que concretarse en frutos, en obras de amor a Dios en el amor al hermano.

Los cristianos, “como elegidos de Dios, santos y amados” (Col 3, 12) estamos llamados a vivir y a ser testigos de1 amor de Dios, manifestado en Cristo. «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor» (Jn 15, 9), escuchábamos en el Evangelio. Cristo, la víspera de su muerte, abre su corazón a los discípulos reunidos en el Cenáculo y les deja su testamento espiritual. Como Iglesia hemos de volver sin cesar espiritualmente al Cenáculo, a fin de escuchar de nuevo las palabras del Señor y obtener luz para avanzar en nuestro peregrinaje en la fe.

“Esto os mando: que os améis unos a otros como yo os he amado» (Jn 15,12), nos dice Jesús. El amor de que habla no es mera simpatía superficial o un sentimiento pasajero. No se trata meramente de buenas palabras. Tampoco se trata de la caridad de meras limosnas. El amor que Jesús nos manda es un amor afectivo y fraterno, de amistad y de acogida; pero también un amor de entrega, efectivo y operativo. Es el amor que arraiga en el corazón y produce la acogida, la aceptación y el perdón mutuos, el respeto y la estima recíproca, al tiempo que da frutos de fraternidad y de unidad. Porque lo que Jesús nos propone es que nos amemos los unos a los otros como él nos ha amado. De ahí las palabras de san Pablo a los Colosenses: “Vestíos de la misericordia entrañable, bondad, humildad, dulzura, comprensión. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos… Y por encima de todo esto, el amor, que es el ceñidor de la unidad” (Col 3, 12-17).

Y no olvidemos que “nadie tiene mayor amor que el que da la vida” (Jn 15, 13). Ese es el límite del amor cristiano; a este amor oblativo debemos tender y aspirar; no podemos conformarnos con un amor menor; no seríamos buenos discípulos del Señor. Al día siguiente de darnos el mandamiento del amor, Él moría en la cruz víctima del amor a los hermanos. Así quedaba patente el modo del amor de Dios, manifestado en su Hijo. Así quedaba claro el modo del amor cristiano.

«Como el Padre me ha amado, así os he amado yo…  Amaos unos a tros como yo he amado«(Jn 15, 9.12). Somos cristianos, amamos de verdad a Dios en Cristo, sólo si amamos al prójimo como Dios nos ama en su Hijo Jesucristo. Esa es la medida, la única capaz de acreditar nuestra fe, que no puede ser rebajada por los discípulos de Jesús.

Si todo cristiano está llamado a vivir el amor cristiano, la comunión con Dios y la comunión fraterna, el recinto de una comunidad monástica es un lugar privilegiado y una llamada constante a vivir la fraternidad desde el amor trinitario. “Lo primero por lo que os habéis congregado en comunidad es para que viváis en comunión, teniendo un alma sola en Dios y un solo corazón hacia Dios» (San Agustín, Regla I). Esta debe ser la esencia de toda comunidad monástica. Sin este talante de vida teologal y fraterna nada tiene sentido porque «cuando se atrofia el amor se paraliza la vida” (San Agustín, In ps. 85,24).

Vuestra vida fraterna en comunidad está llamada a ser un ‘espacio humano habitado por la Trinidad’; participando de la comunión trinitaria se transforman las relaciones humanas, surge la fraternidad. Viviendo de Dios y desde Dios se experimenta el poder reconciliador de la gracia que destruye disgregadoras que se encuentran en el corazón humano y en las relaciones sociales (cf. VC 41)

Si entendéis vuestra vida comunitaria y fraterna así, si la vivís como vida compartida en el amor seréis un signo luminoso y elocuente de la comunión eclesial. En vuestra vida de comunidad, “debe hacerse tangible de algún modo que la comunión fraterna, antes de ser instrumento para una determinada misión, es espacio teologal en el que se puede experimentar la presencia mística del Señor resucitado, ‘porque donde, dos o más, están unidos en mí nombre, allí estoy yo en medio de ellos (Mt 18,20)” (VC 42).

El encuentro con Cristo cambia radicalmente la vida de una persona. Nada hace ensanchar el corazón humano tanto como la consideración de que Dios es el «único bien’ (Sal 16, 2). La vida humana tiene sentido cuando Dios es reconocido como dueño y como bien. Decid al Señor siempre en vuestras vidas y proclamad en todo momento: “Tu eres mí dueño, mi único bien; nada hay comparable a ti” (Sal 16, 2). Este es un testimonio que conviene que, como consagradas contemplativas, deis en todo momento a nuestra Iglesia y a nuestra sociedad. La vida contemplativa tiene mucho que decir a nuestra Iglesia y a la humanidad. Vuestra vida de contemplativas dirige nuestra mirada al manantial del ser, de la vida y de la misión de la Iglesia. Centrada en la contemplación de Dios en el rostro de Cristo, crucificado y resucitado, vuestra vida nos recuerda que Él y solo Él es fundamento y el centro de nuestra fe, la fuente de nuestra comunión y la meta de la misión de la Iglesia.

Y, así, la vida contemplativa al comunicar la verdad contemplada y la experiencia de la contemplación, ayuda a la misma comunidad humana a descubrir cuál es su propia identidad, cual es su origen y cual es su destino: Dios mismo y su amor, que la ha recreado por la muerte y resurrección de Cristo.

Dios Padre os ha elegido para que seáis santas e irreprochables ante sus ojos (cf. Ef 1, 4). Vuestro Monasterio debe ser ‘reclamo a la santidad’, a la perfección en el amor, para que quiénes os vean reconozcan a Dios y conviertan su corazón a él. ¡Una gran vocación y una gran responsabilidad! Vosotras que vivís con ilusión y alegría la vida consagrada sois nuestra mejor garantía para que con vuestra entrega y oración asidua nos animéis a ser santos.

Contemplad con asiduidad el Sagrado Corazón de Jesús, el costado traspasado del Redentor. Ahí esta la fuente para alcanzar el verdadero conocimiento de Jesucristo y experimentar más a fondo su amor. Ahí podréis comprender mejor lo que significa conocer en Jesucristo el amor de Dios, experimentarlo teniendo puesta la mirada en él, hasta vivir completamente de la experiencia de su amor en la vida fraterna, y así poderlo testimoniar después a los demás.

Seguid siendo fieles al deseo de vuestro Fundador, D. Jeremías. Orad al Señor, para que nos envíe nuevas vocaciones sacerdotales, orad para que nuestros sacerdotes sean pastores según su corazón. Que la Virgen del Carmen os aliente y proteja y que vuestra Madre, Teresa de Jesús, interceda por todas vosotras y por vuestro Monasterio. Amén.

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Ordenación de Presbíteros

24 de junio de 2007/0 Comentarios/en Homilías 2007/por obsegorbecastellon

S.I. Concatedral de Castellón, 24 de Junio de 2007

 

“Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas” (Sal 138). Sí, hermanos y hermanas en Cristo Jesús: Hoy es un día de gozo muy especial para toda la Iglesia y para nuestra Iglesia diocesana de Segorbe-Castellón. Convocados por el Señor Resucitado celebramos la ordenación sacerdotal de estos ocho hermanos nuestros. Si ayer mañana Dios nos concedía el don de un nuevo diácono, esta tarde nos enriquece con ocho nuevos sacerdotes. Cantemos al Señor con alegría, démosle gracias y alabanza. A Él la gloria por los siglos de los siglos.

Os saludo con todo mi afecto y con profunda alegría a todos: a vosotros, queridos Enrique, Francisco Miguel, Héctor, Helter, José Antonio, Julio, Piero Salvatore y Reinel, hoy vais a ser configurados con Cristo, Pastor y Cabeza de su Iglesia, por el orden que vais a recibir. Mi felicitación muy especial para vuestros padres y familias, que os han educado en la fe, os han enseñado a escuchar, acoger y responder con generosidad la llamada de Dios al ministerio presbiteral y hoy se alegran junto con vosotros. Mi saludo agradecido también a vuestras comunidades parroquiales de origen: en ellas nacisteis a la vida de los Hijos de Dios por el Bautismo; allí comenzasteis a conocer, a amar, a imitar y a seguir a Cristo Jesús. Mi saludo y agradecimiento también, en el caso de los diáconos del Redemptoris Mater, a vuestras comunidades del Camino Neocatecumenal, donde redescubristeis a Jesucristo, y escuchasteis y respondisteis a su llamada. Mi saludo a todos los sacerdotes de nuestro presbiterio diocesano del que, a partir de esta tarde, comenzáis a formar parte; os damos nuestra más cordial y fraterna bienvenida. Saludo y felicito también al Rector, a los formadores y a los seminaristas del Mater Dei, del Redemptoris Mater y del Colegio Pontificio Internacional Sedes Sapientiae: con ellos habéis madurado vuestra vocación al ministerio presbiteral; y mi saludo a las comunidades parroquiales de Sto. Tomás de Villanueva de Castellón y Benicassim, de San Miguel de Castellón.

La Palabra de Dios de este día, en que con la Iglesia entera celebramos la Solemnidad del Nacimiento de Juan Bautista, nos recuerda algunos rasgos de vuestra elección y llamada al ministerio presbiteral.

El profeta Isaías confiesa que, él, hombre de labios impuros, que vive entre un pueblo de labios impuros (cf. Is 6, 5), ha sido elegido por el mismo Dios para ser su profeta, ya desde antes de nacer. “Estaba yo en el vientre, y el Señor me llamó, en las entrañas maternas, y pronunció mi nombre” (Is 49,1). Es Dios, quien le hizo su siervo desde el vientre de su madre y le constituyó luz de las naciones para que la salvación de Dios alcance hasta el confín de la tierra (Cf Is 49, 4-6). La elección y el ministerio profético de Isaías son dones gratuitos de Dios; el profeta es consciente que debe corresponder con generosidad y fidelidad a la llamada y a la misión a favor de su pueblo. Lo mismo ocurre con Juan el Bautista: engendrado por una anciana estéril por concesión graciosa de Dios, es elegido por Dios para ser el Precursor del Salvador; “lleno del Espíritu santo ya desde el seno de su madre” está destinado por Dios para convertir a muchos israelitas al Señor, su Dios, e ir delante del Señor a fin de prepararle un pueblo bien dispuesto (cf. Lc 1, 15-17).

Es el Señor quien los elige y llama; no por mérito alguno por su parte, sino por puro don y gracia. La elección, la llamada y la misión de Dios son las que hacen de Isaías profeta y luz de las naciones y de Juan Bautista el Precursor del Señor.

Vosotros, queridos diáconos, habéis descubierto también que es Dios quien os ha elegido desde el seno materno para ser presbíteros de su Iglesia; no por vuestros méritos ciertamente, sino por pura gracia. Vosotros también habéis escuchado la llamada certera del Señor a su seguimiento; y habéis sabido responder con gratitud, plena disponibilidad y entrega para poneros al servicio de Jesucristo, el Buen Pastor y Cabeza del Cuerpo, que es su Iglesia. Por el don de la ordenación seréis desde hoy epifanía para los hombres del único Sacerdote, que es Cristo, con vuestra persona y con vuestra vida seréis prolongación de su presencia y de su gracia entre los hombres. Un gran don, el que hoy recibís, un don que os pudiera hacer zozobrar como a Isaías, si os fijaseis sólo en vuestras fuerzas limitadas, en vuestras muchas debilidades o en las dificultades del momento para la evangelización. Pero, bien sabéis, que el amor, la fidelidad y la fuerza del Señor os acompañarán siempre. Como en el caso de Juan “la mano del Señor estará con vosotros”.

No lo olvidéis nunca: Vuestra ordenación sacerdotal es un gran don y un gran misterio. Ante todo es un gran don de la benevolencia divina, fruto de su amor. Y también es misterio, porque toda vocación está relacionada con los designios inescrutables de Dios y con las profundidades de la conciencia y de la libertad humana. Recibís esta gracia no para provecho y en beneficio propio, sino para ser siervos de Dios al servicio de Cristo, de la Iglesia y de los hermanos. Si permanecéis fieles y abiertos a la gracia inagotable del sacramento, ésta os transformará interiormente para que vuestra vida, unida para siempre a la de Cristo sacerdote, se convierta en servicio permanente y en entrega total.

Hoy vais a ser consagrados presbíteros, para ser pastores y actuar en el nombre de Jesucristo, Cabeza, Siervo y buen Pastor de su Iglesia. Mediante el gesto sacramental de la imposición de las manos y la plegaria de consagración, quedaréis convertidos en presbíteros para ser servidores del pueblo cristiano con un título nuevo y más profundo. Participareis así en la misma misión de Cristo, maestro, sacerdote y rey, para que cuidéis de su grey siendo maestros de la palabra, ministros de los sacramentos y guías de la comunidad.

Configurados con Cristo, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, seréis maestros autorizados de la Palabra de Dios en nombre de Cristo y de la Iglesia; seréis, a la vez, ministros de los sacramentos en la persona de Cristo Cabeza, como servidores suyos y administradores de los misterios de Dios (cf. 1 Cor 4, 1), y seréis pastores celosos de la grey que os sea encomendada a ejemplo del “buen Pastor da su vida por las ovejas » (Jn 10, 11). No olvidéis nunca que Cristo apacienta al pueblo de Dios con la fuerza de su amor, entregándose a sí mismo como sacrificio: Cristo cumple su misión de pastor convirtiéndose en Siervo y Cordero inmolado.

Queridos diáconos: Hoy vais a quedar configurados con Cristo, el Buen Pastor, convirtiéndoos así en colaboradores de los Obispos, sucesores de los Apóstoles. Este día será inolvidable para vosotros. Jesús, el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas, ejemplo sublime de entrega amorosa, os invita ‘a quienes el constituye pastores, según su corazón’ a seguir sus mismas huellas. Para ser buen reflejo de Cristo, el Buen Pastor, es preciso que os identifiquéis más y más con El. Vivid de tal modo que la identificación con Cristo se refleje cada día más y mejor en toda vuestra existencia; así seréis para los demás una imagen transparente del Buen Pastor.

La caridad pastoral es el motor de este largo proceso de identificación con Cristo, que durará lo que vuestra vida. La caridad pastoral es “don gratuito del Espíritu Santo, y al mismo tiempo, tarea y llamada a la respuesta libre y responsable” (PDV 23). Como nos enseñó el Papa Juan Pablo II, “la caridad pastoral es aquella virtud con la que imitamos a Cristo en su entrega y en su servicio. No es sólo lo que hacemos, sino el don de nosotros mismos, lo que manifiesta el amor de Cristo por su grey. La caridad pastoral determina nuestro modo de pensar y de actuar, nuestro modo de relacionarnos con la gente” (PDV 23).

Por la fuerza de la caridad pastoral, el sacerdote vive de Cristo, en Cristo y para Cristo; y desde Cristo vive para la Iglesia, para los hermanos y para las comunidades, que le son encomendados. El sacerdote ha de descentrarse de sí mismo para centrarse en Cristo, como Juan el Bautista lo supo hacer en todo momento dirigiendo las miradas a Cristo; y centrado en Cristo, el sacerdote habrá de centrarse en la Iglesia y en los hermanos. Como el Buen Pastor, el sacerdote ha de estar dispuesto a dar la vida por sus ovejas, a desvivirse por sus fieles, a superar inercias y tibiezas, a salir por los caminos del mundo para sanar al enfermo y al herido por la vida, para recuperar para Cristo al alejado, para anunciar el Evangelio a quienes todavía no han oído hablar de Dios. Como el Buen Pastor, el sacerdote ha de reunir al rebaño que se le ha confiado, congregando a los fieles para la Eucaristía o para la oración, para dar a conocer a Cristo y su Evangelio, y ha de velar constantemente para que las comunidades cristianas sean en verdad vivas y evangelizadoras, centradas en Cristo, fraternas y misioneras, comunidades unidas en la comunión de la Iglesia diocesana.

El buen pastor camina a la cabeza de la grey; indica con sus palabras y con sus acciones en qué consiste la fe o la vida cristiana, sin temor y sin adaptaciones. Habréis de ser, queridos diáconos, los primeros en recorrer sin descanso la senda de la vocación cristiana, que es llamada a la santidad, siendo aliento y ejemplo para los demás. El buen pastor se preocupa de cada una de las ovejas, y manifiesta especial cuidado con las que más lo necesitan, sin desanimarse por las dificultades o rendirse ante las fatigas.

Como sacerdotes seréis los hombres de la Palabra, a quienes corresponderá la tarea de anunciar en nombre de Cristo y de su Iglesia el Evangelio a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo, a los niños y adolescentes, a los jóvenes y a los adultos. Como Pablo deberéis proclamarles una y otra vez a Cristo y decirles: “A vosotros se os ha enviado este mensaje de salvación” (Hech 13, 26). Anunciar a Cristo Jesús, el Salvador, y la Buena Nueva de la Salvación a tiempo y a destiempo, con ocasión y sin ella ésta será vuestra tarea. Hacedlo con gran sentido de responsabilidad, con verdadero celo apostólico y siempre en plena sintonía y comunión con la fe de la Iglesia.

Sed también hombres de la Eucaristía, mediante la cual entréis cada vez más en el corazón del misterio pascual. Mediante la celebración diaria de la santa Misa sentiréis la exigencia de una configuración cada vez más íntima con Jesús, el Buen Pastor, “haciendo vuestras las disposiciones del Señor para vivir, como El, como don para los hermanos”. Por eso, alimentaos de la Palabra de Dios; conversad todos los días con Cristo realmente presente en el Sacramento del altar. Dejaos conquistar por el amor infinito de su Corazón y prolongad la adoración eucarística en los momentos importantes de vuestra vida, en las decisiones personales y pastorales difíciles, al inicio y al final de vuestra jornada. En ella encontraréis “fuerza, consuelo y apoyo» (Ecclesia de Eucharistia, n. 25).

Configurados con Cristo, el Buen Pastor, queridos diáconos, sed ministros de la misericordia divina. Ofreced el sacramento de la Reconciliación, cumpliendo así el mandato que el Señor transmitió a los Apóstoles después de su resurrección: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20, 22-23). Pero, para poder cumplirlo dignamente experimentad vosotros mismos el amor misericordioso de Dios mediante una práctica frecuente de la confesión, dejándoos también guiar por expertos consejeros espirituales, sobre todo en los momentos más difíciles de la existencia.

Queridos diáconos: Vais a ser ordenados presbíteros para esta Iglesia de Segorbe-Castellón, abiertos siempre a la Iglesia universal. Seréis sacerdotes en una tierra y en una época en las que crecen la increencia y la indiferencia religiosa, el alejamiento de los cristianos de la fe y práctica religiosa y en las que fuertes tendencias quieren hacer que sobre todo los jóvenes y las familias prescindan de Dios y de su Hijo, Jesucristo. Es clara la urgencia de la evangelización de nuestras comunidades y de nuestra sociedad. No tengáis miedo: Dios estará siempre con vosotros como lo estuvo con Isaías, con Juan el Bautista y con el mismo Señor (cf. Hech 10, 38). Con su ayuda, podréis recorrer los caminos que conducen al corazón de cada hombre y mujer; con su ayuda podréis llevarlos a Cristo, el Hijo de Dios, hecho hombre, al Cordero de Dios y Buen Pastor, que dio la vida por ellos y quiere que todos participen en su misterio de amor y salvación. Si estáis llenos de Dios, si Cristo es el centro de vuestra vida y crecéis en una íntima unión con él, si sois fieles a la comunión de la Iglesia, si vivís la fraternidad sacerdotal, si amáis a las personas podréis ser verdaderos apóstoles de la nueva evangelización.

Ojalá que vuestro ejemplo aliente también a otros jóvenes a seguir a Cristo con igual disponibilidad y entrega. Oremos al “Dueño de la mies” para siga llamando obreros al servicio de su Reino, porque “la mies es mucha” (Mt 9, 37). Por vuestra vocación y por vuestro ministerio oramos todos nosotros y vela María Santísima. En este momento, Cristo os encomienda nuevamente a ella, repitiéndoos las palabras que, desde la cruz, dirigió al apóstol san Juan: “Ahí tienes a tu madre” (Jn 19, 27). ¡Y tú, María, Madre y modelo de todo sacerdote, permanece junto a estos hijos tuyos hoy y a lo largo de los años de su ministerio pastoral! Amén

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Jornada de encuentro de Abadesas y Prioras de monasterios y conventos de vida contemplativa

5 de junio de 2007/0 Comentarios/en Homilías 2007/por obsegorbecastellon

 

Iglesia del Monasterio de MM. Dominicas de Villarreal, 5 de junio de 2007

 

Amadas hermanas en el Señor: Os saludo de corazón a todas vosotras, que habéis secundado la invitación de la Delegación Diocesana para la Vida Contemplativa, para celebrar este Encuentro de Abadesas y Prioras. Comenzamos esta Jornada con las Laudes, la oración matutina de la Iglesia, y con la Eucaristía. Bien sabéis que la Eucaristía es la oración por excelencia de la Iglesia: una oración de alabanza y de acción gracias a Dios Padre por el sacrificio liberador y salvador de su Hijo, muestra suprema de su amor por todos.

Hoy unimos a la Eucaristía, nuestra alabanza y acción de gracias a Dios por todas y cada una de vosotras, monjas de Vida de Clausura, por vuestra vocación a la vida consagrada, por vuestras comunidades, por la rica variedad de vuestros carismas: sois verdaderos dones del Espíritu de Dios con los que Dios Padre en su Hijo enriquece de un modo inestimable a nuestra Iglesia. Con las palabras de Juan Pablo II decimos: “Te damos gracias, Padre, por el don de la vida consagrada, que te busca en la fe y, en su misión universal, invita a todos a caminar hacia ti” (VC 16). Nuestra acción de gracias al Padre, fuente de todo bien, por cada una de vosotras es sincera y sentida. Vuestras personas y vuestras existencias dan testimonio del amor de Cristo cuando le seguís en el camino propuesto en el Evangelio y, con íntimo gozo, asumís el mismo estilo de vida que Él eligió para Sí (cf. Caminar desde Cristo, 5).

Oremos esta mañana al Señor para que, contemplando el rostro de Cristo, unidas a Él, configuradas con Él y caminando desde Él por la fuerza del Espíritu, os mantengáis fieles a vuestra consagración siguiendo al Señor obediente, virgen y pobre en vuestra contemplativa y de clausura. Así os convertiréis en “memoria viviente del modo de existir y de actuar de Jesús como Verbo encarnado ante el Padre y ante los hermanos” (VC 22), y más en concreto en “signo de la unión exclusiva de la Iglesia-Esposa con su Señor, profundamente amado” (Verbi Sponsa 59)

Vivimos momentos de indiferencia religiosa: el hombre y la sociedad actuales parecen empeñados en vivir de espaldas a Dios. “La cultura europea da la impresión de ser una apostasía silenciosa por parte del hombre autosuficiente que vive como si Dios no existiera” (Juan Pablo II, Ecclesia in Europa, n. 9). En ese contexto, la vida de nuestras comunidades cristianas se debilita y pierde fuerza evangelizadora, cae en la inercia y en la mediocridad. Vuestras comunidades están envejeciendo, y quizá, tocadas por este ambiente secularizado, envejecen no sólo en edad, sino también en el espíritu. Padecemos una profunda sequía vocacional, que humanamente cuestiona el futuro de vuestras comunidades. Todo ello puede generar en nosotros incertidumbre, preocupación, pesimismo, miedo o falta de esperanza. Como a los discípulos pudiera embargarnos el miedo de que nuestra barca eclesial, se pudiera hundir. Como a los discípulos puede que el Señor nos tenga que reprochar: “¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?” (Mc 4,40).

Cuando no se sabe o no se ve con claridad cómo hay que vivir en una época, es fácil la desorientación, el desconcierto, el pesimismo. Si no vemos con claridad cómo hemos de vivir el carisma de la vida contemplativa en este momento eclesial y social, es fácil caer en el debilitamiento espiritual, en la rutina y en la falta de alegría interior. Pero sin alegría y sin entusiasmo no se puede vivir el seguimiento radical a Cristo, propio de la consagración religiosa.

El fragmento del Evangelio de Marcos (12,13-17), que hemos proclamado nos invita una vez más a contemplar al Señor, que nos enseña “de verdad el camino de Dios” (v. 14). Centrando nuestra mirada en Jesús, aprendemos a ver nuestra propia realidad en profundidad con los ojos de Jesús, a dejar que nuestra forma de pensar, sentir y actuar sea la suya, a dar a ‘Dios lo que es Dios’, a darnos a Dios porque a Él le pertenecemos pues a Él nos hemos consagrado.

Fijemos la mirada en Jesús, para crecer en fe y confianza, sabiendo que Él está ahí, nos cuida y alimenta, que Él navega con nosotros en medio de la tempestad que nos rodea. Lo decisivo ante la dificultad es la fe gozosa y la adhesión apasionada a Jesucristo. Lo decisivo en estos momentos de especial dificultad es confiar plenamente en el Señor y vivir con radicalidad vuestra consagración al Señor. Por vuestra vocación y especial consagración estáis llamadas a caminar con Cristo y desde Él. El Señor os llama a vivir unidas a Él para ser, caminando con  Él y desde Él, luz que alumbre las tinieblas de nuestro mundo, que parece empecinado en vivir de espaldas a Dios; luz puesta en lo alto del monte para que alumbre las tinieblas de nuestro mundo; luz puesta en lo alto del monte para que alumbre a todos y sea faro y norte a donde dirigir los pasos del hombre de hoy. Estáis llamadas a vivir sencillamente lo que sois: signo perenne de la vocación más íntima de la Iglesia, misterio de comunión para la misión, recuerdo permanente de que todos estamos llamados a la santidad.

Esto tiene una especial significación en estos momentos: Dios es santo y nos llama a la santidad. El alma de la vida consagrada es la percepción de Cristo como plenitud de la propia vida, de forma que toda la existencia sea entrega sin reservas a Él. En la vida consagrada se manifiesta con transparencia aquello que san Pablo nos dice: “Murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para Aquél que murió y resucitó por ellos”. Dejad que Cristo viva en vosotras, seguidlo dejándolo todo, seguid sin condiciones al Maestro, fiaros en todo momento de Él, dedicad toda vuestra vida, vuestro afecto, vuestro tiempo, a Jesucristo, y, en Él, al Dios y Padre de todos. Vivid esa entrega sin dejar que ninguna duda ni ambigüedad sobre el sentido y la identidad de vuestra consagración os perturbe.

Esta es la sustancia de la vida consagrada, sea cual sea su Regla o su estado de vida concreto. A esta sustancia habréis de volver una y otra vez, para que vuestra vocación, vuestra consagración, sea una fuente de gozo radiante y completo. Cuando queremos definirnos por lo que hacemos y no por lo que somos olvidamos esto que es sustancial; la propia vida no es capaz de mantenemos en la alegría de Cristo, y la misma consagración, expresada en los votos, se desvirtúa y termina perdiendo sentido. En los tiempos de cambios profundos y, a veces, de desconcierto en que vivimos, recordad que ni sois extrañas o inútiles en la ciudad terrena.

Desde vuestra vida de castidad, estáis anunciando y testificando el amor y la entrega al Reino de Dios como valor absoluto y definitivo. Pero para que este valor evangelizador de la castidad sea percibido socialmente, es necesario que se pueda ver que vuestra vida célibe no es aislamiento egoísta o comodidad estéril, sino capacidad para un amor más amplio, para una disponibilidad más ágil y gratuita para el Señor y, en Él, para estar cerca de los más necesitados del amor de Dios.

Desde vuestra vida de pobreza, anunciáis a Dios, Padre de todos, nuestra única riqueza, y apuntáis hacia una comunidad humana más fraterna, al servicio de la dignidad y la dicha de todos, donde el poder y el acaparar sean sustituidos por el compartir. Pero este valor evangelizador de la pobreza sólo será percibido si se puede ver que vuestra pobreza no es simplemente una manera diferente de organizarse la vida, sino un modo real de desprenderse de todo para ponerlo al servicio de los demás.

Desde vuestra vida de obediencia, anunciáis que la vida del ser humano encuentra su realización plena en el cumplimiento de la voluntad de Dios. Pero este valor evangelizador de la obediencia sólo será percibido si se puede ver que la obediencia no es infantilismo e irresponsabilidad, sino búsqueda sincera y exigente de la voluntad de Dios, que no es otra sino una vida digna y dichosa para todos.

Centradas en el Señor, vivid diariamente desde Cristo-Eucaristía. En la fuente de vuestra vida ha de estar la Eucaristía, misterio de luz, fuente de comunión y principio de misión. En el Sacramento eucarístico, el ‘mysterium fidei’ por antonomasia, a través de la total ocultación del Señor, bajo las especies de pan y de vino, la religiosa contemplativa se ve introducida en las profundidades de la vida divina. Vuestra plena iluminación se realiza cuando os veis inmersas en una plenitud de vida teologal centrada en la adoración eucarística tan necesaria para la total comunión con Cristo “Camino, Verdad y Vida”, es decir Luz y Resurrección nuestra (Jn, 14,6; 12,46; 1,45).

Dejaos saciar en la fuente de la comunión eucarística. “Permaneced en mí y yo en vosotros”, nos dice Jesús (Jn 15,4). El sentido más enriquecedor de la recepción de la Eucaristía estriba en una unión y relación íntima y recíproca con Jesucristo que nos permite anticipar, de alguna manera, el cielo en la tierra. La comunión eucarística se nos da para ‘saciarnos’ de Dios en la tierra mientras llega la eterna bienaventuranza. Pero el hambre y la sed aumentan en la medida en que nos alimentamos del divino banquete y bebemos en esta fuente inagotable.

La Eucaristía es fuente de unidad eclesial, de comunión fraterna y jerárquica. Habéis de tomar cada vez mayor conciencia de cuán exigente es la comunión que Jesús nos pide. Se trata de construir una ‘espiritualidad de comunión’, que os lleve con fuerza a cultivar sentimientos de apertura, de afecto, de compromiso y perdón recíproco hacia vuestras hermanas y así hacia todos (NMI, 43).

Desde vuestra comunión y contemplación de la Eucaristía estáis comprometidas con la misión de la Iglesia. Esta misión no es otra que el encuentro con Cristo continuamente ahondado con la intimidad de una creciente vivencia eucarística, que suscita en la Iglesia y en cada cristiano la urgencia de testimoniar, de evangelizar y de amar. Se trata de un deber ineludible, apremiante, personal y apostólico. Para comprender esta evangélica consigna potenciada en la recepción del Sacramento es preciso que cada cual asimile, en la meditación y contemplación personal, los valores que la Eucaristía encierra, las actitudes que inspira, los propósitos de vida que suscita.

La Eucaristía es principio y proyecto de misión. Esto vale para todos los estados de vida y adquiere en la vida contemplativa claustral, unos perfiles muy concretos. Esta ‘misión’ aunque no incluya directamente un apostolado específico determinado, exige sin embargo la más absoluta y radical fidelidad a la profesión de ‘la parte mejor’ (Jn 10,42).

Sed adoradoras en contemplación perenne. Juan Pablo II nos decía: “Postrémonos largo rato ante Jesús presente en la Eucaristía, reparando con nuestra fe y nuestro amor los descuidos, los olvidos e incluso los ultrajes que nuestro Salvador padece en tantas partes del mundo. Profundicemos nuestra contemplación personal y comunitaria en la adoración, con la ayuda de reflexiones y plegarias centradas siempre en la Palabra de Dios y en la experiencia de tantos místicos antiguos y recientes” (Carta Mane nobiscum Dominen, 18).

Vivid vuestra consagración en la escuela eucarística de María. “Haced lo que Él os diga”, nos susurra la Virgen (Jn 2,5). Contemplad la Eucaristía, realizada según la Escuela de María y en su compañía.

Queridas hermanas: Vivid lo que sois: consagradas contemplativas. Una Iglesia en la que fallara esto, en la que fallara o palideciera el testimonio de vuestra vida consagrada contemplativa, estaría gravemente amenazada en su vocación y misión. Procurad con empeño perseverar y progresar en la vocación a que Dios os ha llamado.

Vivid en todo la comunión. No hay oposición entre carisma e institución. El camino de la renovación de la vida religiosa y de su fecundidad apostólica es el de la comunión: el que traza la participación en la misma y única Eucaristía. En este tiempo nuestro, en que todas las fuerzas vivas de la Iglesia se han de unir en una misma pasión por evangelizar, por vivir la comunión y la misión, debemos buscar siempre la mutua colaboración y el reconocimiento humilde y gozoso de que el Espíritu del Señor sopla donde quiere con tal de llevar la barca de la Iglesia a buen puerto.

Por todo ello, junto con todas vosotras, pido al Señor que os dé la fuerza para permanecer fieles al don y al carisma que habéis profesado y que habéis recibido de vuestras fundadoras; para que sigáis siendo medio privilegiado de evangelización eficaz; para que, a través de vuestro ser más íntimo, viváis en el corazón de la Iglesia diocesana; para que encarnéis en la Iglesia el radicalismo de las bienaventuranzas.

Perseverad y manteneos asiduas en la oración; sed, por vuestra vida, signos de total disponibilidad para Dios, la Iglesia y los hermanos. Que la santísima Virgen Maria, fiel y obediente esclava del Señor, os ayude en vuestro caminar. Amén

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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50º Aniversario de Cáritas Diocesana

26 de mayo de 2007/0 Comentarios/en Homilías 2007/por obsegorbecastellon

Castellón, Iglesia-capilla del Seminario Diocesano ‘Mater Dei’ – 26.Mayo.2007

 

“Bendice alma mía al Señor. ¡Dios qué grande eres!”. Al celebrar hoy como Iglesia diocesana el 50º Aniversario de la fundación de nuestra Cáritas Diocesana os invito a bendecir a Dios y darle gracias con las palabras del salmista. Hoy es, ante todo, un día para la acción de gracias a Dios. Al hacer memoria de estos cincuenta años damos gracias a Dios por todos los dones de él recibidos y por todas las personas –voluntarios, trabajadores y colaboradores-, comunidades y grupos que con su dedicación personal y aportación económica han hecho posible el servicio organizado de la caridad de nuestra Iglesia diocesana. Sin el amor de Dios hecho amor a los hombres en todas estas personas no hubieran sido posibles las múltiples y variadas obras de atención a los más pobres y necesitados durante estos años.

Pero la efeméride de hoy nos invita también y ante todo a mirar el presente con optimismo para poder abordar el futuro con una esperanza firme y con un compromiso renovado. No nos podemos quedar en la autocomplacencia por lo realizado y por lo que estamos haciendo. El Señor en su providencia amorosa ha querido que nuestra celebración fuera en la Víspera de Pentecostés. Conscientes de que solos no podemos nada y que el motor de la cáritas cristiana es el amor de Dios encarnado en su Hijo, y derramado en el corazón de sus fieles por el Espíritu Santo, suplicamos una vez más: “Ven Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles, enciende en ellos el fuego de tu amor”.

Esta tarde nos dirigimos al Espíritu Santo, y le invocamos como creador y santificador, como Señor y dador de Vida. El Espíritu que “se cernía sobre las aguas” al inicio de la creación, el Espíritu que descendió como viento y fuego en la mañana de Pentecostés, este mismo Espíritu continúa moldeando los corazones de los fieles, sigue alentando a nuestra Iglesia. En todas las épocas, la Iglesia ha experimentado la presencia viva y la suave brisa del Espíritu; hoy deseamos experimentarlo de nuevo. En la Víspera de Pentecostés, oremos a Dios para que infunda de nuevo el soplo de su Espíritu en nuestra Iglesia diocesana, para que nos dejemos avivar por su amor, fuente permanente de la misión evangelizadora, del anuncio del amor de Dios, que se convierte en amor al hermano, sobre todo al más necesitado. El Espíritu es como el alma de nuestra Iglesia, como su principio vital. El es quien mantiene viva y operante la redención de Cristo en la Iglesia: su Palabra es una Palabra viva, gracias a la acción del Espíritu, los sacramentos comunican la Nueva vida que sacia la sed de los hombres, gracias a la acción del Espíritu. Es El quien nos infunde a creyentes y comunidades la fe, quien nos alienta en la esperanza y quien nos mueve en la caridad. El Espíritu es el vínculo de unidad de los cristianos con Cristo y con los hermanos, el motor que hace que nuestra Iglesia sea en el mundo signo eficaz de unidad y de comunión en el amor entre los hombres y las naciones.

En el evangelio de Juan podemos leer que “los discípulos estaban en casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos». No se atrevían a confesar en público su adhesión a Cristo Jesús en un contexto adverso. Es una descripción muy clara de una comunidad que no ha experimentado la fuerza del Espíritu del Resucitado. Todavía estaban desconcertados por la pasión y la muerte de Jesús. Por eso cuando reciben la fuerza del Espíritu “se llenaron de alegría» y salieron a proclamar a Cristo Resucitado.

Podríamos preguntarnos hoy, nosotros, la comunidad de los creyentes, si no estamos atenazados por nuestros miedos, como si no hubiéramos recibido el Espíritu del Resucitado, como si no creyéramos en su presencia. Miedos porque somos débiles; miedos porque somos pocos y mayores; miedos ante la indeferencia religiosa de nuestra sociedad; miedos a manifestar nuestra fe en público y en privado ante la hostilidad cada vez mayor del laicismo militante; miedo porque tenemos pocas vocaciones… Parecería que no contásemos con la fuerza del Espíritu.

Al  “exhalar el Señor Resucitado su aliento sobre sus discípulos, son recreados, como aquellos huesos secos que recobran vida. También nosotros hemos recibido el Espíritu para una vida nueva. No la del hombre egoísta y pecador, sino la vida de los hijos de Dios. El bautismo y la confirmación nos hacen portadores del Espíritu, constructores de unidad y testigos del amor de Dios en el amor al hermano.

El misterio de Pentecostés actúa siempre. Es el Espíritu que nos da la fe por la que podemos confesar que “Jesús es Señor”. Es el Espíritu que nos congrega y nos hace una comunidad de fe, de esperanza y de amor: esta comunidad es y debe ser nuestra Iglesia. Es el Espíritu, el que suscita múltiples carismas, servicios, dones, regalos, ministerios, al servicio de la comunidad. El Espíritu es el que hace posible que siendo muchos, y teniendo distintas maneras de pensar y actuar, sepamos amarnos y ser “uno” para que el mundo crea. El Espíritu Santo nos ayuda a superar toda división, fruto del pecado, y a saltar por encima de todas las barreras sociales, de raza, de lengua y de religión. El Espíritu Santo es el agua viva, que sacia la sed, que da la Vida y el amor de Dios.

Antes de la ascensión, los Apóstoles reciben el mandato de predicar el evangelio a todas las naciones. En Pentecostés reciben la fuerza para realizar su misión. Al recibir el Espíritu Santo, los Apóstoles se convirtieron en hombres nuevos. Su temor se desvaneció y salieron a las calles a proclamar las “maravillas de Dios”. Hay una relación clara entre el don del Espíritu y la misión de la Iglesia, la misión de todos los cristianos. Es el Espíritu Santo quien inspira en los fieles el sentido de misión. Movidos por su amor, se sienten impulsados a compartir con otros lo que ellos mismos han recibido. Son portadores de la buena nueva para los demás hombres, haciéndoles conocer la fe y salvación amorosa que viene de Cristo.

Nuestra Iglesia tiene su origen y su fuente en el amor divino. No lo olvidemos nunca. Por amor, el Padre envió a su Hijo para salvar lo que estaba perdido, para resucitar lo que estaba muerto. El Hijo, en perfecta comunión con el Padre, amó a los suyos hasta el extremo, dando su vida para reunir a los hijos dispersos. Con el envío del Espíritu Santo, la Iglesia apostólica se presenta ante el mundo como el fruto maravilloso de la caridad divina. Nuestra Iglesia será fiel a su vocación y misión en la medida que signifique y actualice el amor gratuito del Señor en el servicio pobre y humilde al mundo. En su Cuerpo, que es la Iglesia, Cristo prosigue su existencia entregada en favor de las muchedumbres hambrientas de pan, de justicia y, en última instancia, del Dios de la esperanza.

La caridad de nuestra Iglesia es la manifestación del amor trinitario. Al morir en la cruz, Jesús “entregó el espíritu” (cf. Jn 19, 30), preludio del don del Espíritu Santo que otorgaría después de su resurrección. Se cumpliría así la promesa de los “torrentes de agua viva” que, por la efusión del Espíritu, manarían de las entrañas de los creyentes (cf. Jn 7, 38-39). El Espíritu es esa potencia interior que armoniza nuestro corazón con el corazón de Cristo y nos mueve a amar a los hermanos como Él los ha amado.

El Espíritu es también la fuerza que transforma el corazón de la comunidad eclesial para que sea en el mundo testigo del amor del Padre, que quiere hacer de la humanidad, en su Hijo, una sola familia. Toda la actividad de la Iglesia es una expresión de un amor que busca el bien integral del ser humano: busca su evangelización mediante la Palabra y los Sacramentos; y busca su promoción en los diversos ámbitos de la actividad humana. El amor es el servicio que presta nuestra Iglesia para atender constantemente los sufrimientos y las necesidades, incluso materiales, de los hombres.

El amor al prójimo enraizado en el amor a Dios es tarea para cada fiel, pero lo es también para toda la comunidad eclesial: desde la comunidad parroquial a la Iglesia diocesana, hasta abarcar a la Iglesia universal. En ninguna de ellas puede faltar el servicio organizado de la caridad. También la Iglesia diocesana como comunidad ha de poner en práctica el amor. Si no existiera Cáritas diocesana deberíamos crearla. Pues el servicio del amor necesita también de una organización.

Lo he dicho y lo vuelvo a repetir hoy. El ejercicio de la caridad es uno de los ámbitos esenciales de toda comunidad eclesial, junto con la administración de los Sacramentos y el anuncio de la Palabra: practicar el amor hacia las viudas y los huérfanos, los presos, los enfermos y los necesitados de todo tipo, pertenece a su esencia tanto como el servicio de los Sacramentos y el anuncio del Evangelio. La Iglesia no puede descuidar el servicio de la caridad, como no puede omitir los Sacramentos y la Palabra.

La caridad es el principio de la vida y del hacer de la comunidad cristiana en el mundo; es el corazón de toda auténtica evangelización (Juan Pablo II). Por amor, la Iglesia toma la iniciativa y sale al encuentro de lo perdido, del pobre y del que sufre. Por amor se compromete a servir la esperanza depositada por Dios en el corazón de la creación. Los discípulos del Reino, se sienten impulsados a caminar en el amor del Padre celeste que “hace salir el sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos” (Mt 5, 45). La gratuidad y universalidad es y debe ser una nota de la acción caritativa de nuestra Iglesia.

La Iglesia se presenta como signo eficaz de la presencia operante de Dios en la historia, cuando su fe obra por amor y se entrega a construir la fraternidad en Cristo. La acción caritativa es, por tanto, una expresión externa de la entraña misma de la Iglesia. Puesto que Cristo la fundó para ser signo e instrumento de su amor salvador en la historia, la Iglesia debe amar a todo hombre en su situación concreta. Misterio de comunión y misión, no sería reflejo del amor divino si no tomase en cuenta las nuevas condiciones de vida de los hombres, en particular de los pobres. En el curso de la historia, el Espíritu no cesó de suscitar una creatividad en ella con el fin de aportar respuestas a las diferentes formas de pobreza. Y, hoy, el Espíritu abre también delante de nosotros nuevos caminos, pues la comunión en la verdad del Evangelio se verifica y prolonga en el servicio a los pobres (cf Gal 2, 1-10). De la comunión eclesial instaurada en Cristo brota de forma espontánea el compromiso con el hermano cansado y agobiado.

La celebración del amor, el anuncio del Evangelio, la comunicación de bienes, tal como se concreta en la acción social y caritativa son indisociables. La comunión en la verdad y en la fracción del pan entraña la comunión de bienes.

La Eucaristía, sacramento del amor, articula estos elementos constitutivos de la vida y misión de la comunidad presidida por el ministerio apostólico. En la fracción del pan, la Iglesia celebra la pascua del Señor y queda hecha un solo pan. No se puede celebrar la cena del Señor y dar la espalda a los pobres, y al revés. Comulgar con Cristo es darse con él a los demás, amar hasta el extremo. La Eucaristía es fuente y culmen de la misión, centro y raíz de la comunidad cristiana. En el sacramento de la fe, el discípulo es transformado y se compromete a trabajar en la realización de un mundo más conforme con el reino de Dios.

La Eucaristía, que edifica a la Iglesia como comunión de fe, amor y esperanza, imprime en quienes la celebramos con verdad una auténtica solidaridad y comunión con los más pobres. En ella culmina el amor evangelizador del Señor; en ella reparte Dios el pan necesario para andar los caminos de la vida. Cristo se hace presente realmente en ella como ofrenda al Padre y manjar para el pueblo peregrino. Es el pan de los pobres que sostiene su anhelo de vida, su esperanza definitiva; así configura la vida y acción de la comunidad en el mundo. Es la expresión y el término de la vida de amor que ha de inspirar e impulsar la acción de los fieles en la historia.

El que se acerca al banquete sagrado se compromete a recrear la fraternidad entre los hombres. Fraternidad imposible, si cada uno permanece encerrado en sí mismo, en sus cosas e intereses. La comunión con Cristo comporta darse y acoger al otro como el hermano que me enriquece. Los comensales de la cena del Señor estamos llamados a vivir y actuar de acuerdo con lo que celebramos.

Cristianos y comunidades eclesiales, la Iglesia diocesana entera, estamos llamados a ser dóciles al Espíritu para construir la civilización del amor, que brota de la Eucaristía. Amor a Dios y amor a los hombres ha de ser el motivo y fuerza de nuestra existencia. El don del Espíritu será nuestra fuerza y nuestro sustento. Acojamos este don y dejemos que inflame nuestro corazón, que avive nuestro compromiso en la caridad, que siga alentando la vida de nuestra Cáritas diocesana. Así lo pedimos por intercesión de la María, la madre del amor hermoso. Amén

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Diócesis Segorbe-Castellón

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La información más destacada de la Iglesia de Segorbe-Castellon en EL ESPEJO de COPE.
Entrevistamos a Noelia Nicolau, Presidenta de la Hospitalidad Diocesana de Lourdes en los preparativos de la peregrinación de este año
Toda la información de la Iglesia de Segorbe-Castellón en la semana del cónclave y de la elección de León XIV como Papa
Castellón ha vivido un fin de semana repleto de fervor y tradición en honor a su patrona, la Mare de Déu del Lledó, con motivo de su fiesta principal. Los actos litúrgicos y festivos han contado con una alta participación de fieles, entidades sociales, culturales y representantes institucionales de la ciudad, en un ambiente marcado por la devoción mariana y la alegría pascual.
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12 May 2024

#JornadaMundialdelasComunicacionesSociales

📄✍️ Hoy se celebra la 58º Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales. «#InteligenciaArtificial y sabiduría del corazón: para una comunicación plenamente humana» es el tema que propone @Pontifex_es 💻❤️

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segorbecastello SegorbeCastellón @segorbecastello ·
12 May 2024

#CartaDelObispo #MayoMesDeMaria

💐🙏 El Obispo nos exhorta, en su carta semanal, a contemplar a la Virgen e imitarla en su fe, esperanza y caridad, porque ella dirige siempre nuestra mirada hacia Jesús; y nos ofrece y nos lleva a Cristo ✝️

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4 días atrás

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✝️Ha fallecido el Rvdo. D. Miguel Antolí Guarch, a los 91 años.🕯️La Misa exequial será mañana, jueves 15 de mayo, a las 11:00 h en la Concatedral de Santa María (Castellón), presidida por nuestro Obispo D. Casimiro.🙏 Que descanse en la paz de Cristo. ... Ver másVer menos

Fallece el Rvdo. D. Miguel Antolí Guarch - Obispado Segorbe-Castellón

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El Reverendo D. Miguel Antolí Guarch falleció esta pasada noche a los 91 años, tras una vida marcada por su profundo amor a Dios, su vocación sacerdotal y su
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