El tiempo pascual es el periodo fuerte de confirmaciones en nuestra Diócesis. Es siempre una verdadera alegría servir de mediador de la efusión del Espíritu Santo a nuestros confirmandos y comprobar que, a pesar de todo, sigue habiendo muchos adolescentes, jóvenes y adultos, que desean recibir el don de Espíritu Santo para ser confirmados en la fe y vida cristiana y tener así la fuerza para confirmar y vivir su fe cristiana con alegría. Este gozo, sin embargo, se ve empañado con frecuencia, entre otras cosas, al observar la actitud, el comportamiento y la falta de participación activa de muchos padrinos en la celebración. Sin ser lo más importante, me preocupa seriamente esta situación. Por experiencia propia y ajena esto se puede decir también de los padrinos de bautismo.
En la Fiesta del Bautismo de Jesús, el día 13 de enero, revivimos su bautismo a orillas del río Jordán de manos de Juan Bautista. Este hecho se convierte en una solemne manifestación de su divinidad. “Y mientras oraba, se abrió el cielo, bajó el Espíritu Santo en forma de paloma, y vino una voz del cielo: ‘Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco’” (Lc 3, 21-22). Es la voz de Dios-Padre que manifiesta que Jesús es su Hijo Unigénito, su amado y predilecto. Jesús es el enviado por Dios para liberar y salvar a su pueblo, para ser portador de justicia, de luz, de vida y de libertad. Jesús es el Cordero que toma sobre sí el pecado del mundo, el Mesías enviado para destruir el pecado y la muerte. Por su muerte redentora libera al hombre del dominio del pecado y le reconcilia con el Padre; por su resurrección salva al hombre de la muerte eterna y le hace victorioso sobre el Maligno.
En el Jordán se abre una nueva
era para toda la humanidad. Este hombre, aparentemente igual a todos los demás,
es Dios mismo, que viene para liberar del pecado y dar el poder de convertirse “en hijos de Dios, a los que
creen en su nombre; los cuales no nacieron de sangre, ni de deseo de hombre,
sino que nacieron de Dios” (Jn 1, 12-13). El bautismo de Jesús nos remite así al bautismo cristiano, a nuestro
propio bautismo. En la fuente bautismal, renacemos por el agua y por el
Espíritu Santo a la vida misma de Dios, que nos hace sus hijos en su Hijo
unigénito; su gracia transforma nuestra existencia, liberándola del pecado y de
la muerte eterna. El bautismo nos sumerge en su misterio pascual, en el
misterio de su muerte y en su resurrección, que nos lava de todo pecado y nos hace
renacer a una vida nueva: la vida misma de Dios. He aquí el prodigio que se
repite en cada bautismo. Como Jesús, el bautizado podrá dirigirse a Dios llamándole
con plena confianza: “Abba, Padre”. Sobre cada bautizado, adulto o niño, se
abre el cielo y Dios dice: este es mi hijo, hijo de mi complacencia. Los
bautizados entran así a formar parte de la gran familia de los hijos de Dios, la
Iglesia, y podrán vivir en plenitud su vocación a la santidad, a fin de poder
heredar la vida eterna.
Este es el gran don que Dios nos hace en el bautismo. No hay regalo mayor ni más precioso que podamos recibir o podamos hacer a nuestros hijos que el bautismo. La vida humana, que recibimos de Dios a través del amor de nuestros padres, es un gran regalo, pero tiene un final; la nueva vida del bautismo, por el contrario, no tiene fin: perdura para siempre, es eterna. Cuando los padres piden el bautismo para sus hijos con fe y convicción y no por mera tradición, manifiestan su fe, su gratitud y su alegría por ser hijos de Dios, por ser cristianos y por pertenecer a la Iglesia. Y, porque lo consideran un gran regalo para sí, lo quieren también para sus hijos. Otros padres bautizados, por desgracia, privan a sus hijos de este hermoso regalo, porque o no valoran el propio bautismo, han dejado de creer o se han alejado de la Iglesia.
El don de la nueva vida, recibida
en el bautismo, es como semilla llamada a germinar, crecer y desarrollarse para
dar frutos de santidad, de perfección en el amor y de vida eterna. Para ello,
este don debe ser acogido y vivido personalmente. Es un don de amistad que
implica un ‘sí’ al amigo e implica un ‘no’ a lo que no es compatible con esta
amistad. Dios quiere y espera nuestra respuesta libre; esta respuesta comienza
por nuestra fe, con la que, atraída por la gracia de Dios, nos fiamos de Dios y
confiamos en Él, nos adherimos de mente y de corazón a su Palabra, acogemos su
gracia en los sacramentos, le amamos con todo nuestro ser y seguimos sus
caminos. Todo bautizado, también los bautizados en la infancia en la fe de la
Iglesia, profesada por sus padres, al ser capaz de comprender, debe recorrer personal
y libremente este camino espiritual con la gracia de Dios, para que desarrolle el
don recibido en el bautismo.
Nuestros niños bautizados necesitan que padres y padrinos, y toda la
comunidad cristiana les ayudemos a vivir su bautismo. La riqueza de la
nueva vida bautismal es tan grande que pide de todo bautizado una única tarea: Caminar
según el Espíritu (cf. Ga 5, 16), es decir, a encontrarse personalmente con
Jesús para vivir unidos a Él y obrar constantemente en el amor a Dios haciendo
el bien a todos como Jesús.
En la Fiesta del Bautismo de Jesús, este domingo,7 de enero, con la que concluye el tiempo de Navidad, revivimos el bautismo de Jesús a orillas del río Jordán de manos de Juan Bautista. Jesússe deja bautizar como uno más por Juan y transforma el gesto deeste bautismo de penitencia en una solemne manifestación de su divinidad. «Apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar hacia él como una paloma. Se oyó una voz del cielo:Tú eres mi Hijo amado, mi preferido» (Mc 1, 11). Son las palabras de Dios-Padre que nos muestra a Jesús como su Hijo unigénito, su Hijo amado y predilecto, al inicio de su vida pública: Jesús es el Cordero que toma sobre sí el pecado del mundo y que ahora comienza públicamente su misión salvadora; Él es el enviado por Dios para ser portador de justicia, de luz, de vida y de libertad. En el Jordán se abre una nueva era para toda la humanidad. Este hombre,aparentemente igual a todos los demás, es Dios mismo, que viene para liberar del pecado y dar el poder de convertirse «en hijos de Dios, a los que creen en su nombre; los cuales no nacieron de sangre, ni de deseo de hombre, sino que nacieron de Dios” (Jn 1, 12-13).
Mañana sábado se celebra la fiesta de la Virgen de la Merced, patrona del mundo penitenciario, tanto de los internos como de los funcionarios. La Diócesis de Segorbe-Castellón está presente a través de la Pastoral Penitenciaria, que con los capellanes de prisiones y un numeroso equipo de voluntarios realizan una labor eficaz en la atención a los reclusos. Precisamente dentro de dos semanas mons. Casimiro López Llorente administrará el bautismo a un interno de la cárcel de Albocàsser: Michael, un joven de origen africano que quiere “ser un hombre nuevo, en la Iglesia, limpio de pecado y sin querer pecar más”. En su proceso, resuenan las palabras de su madre: “Recuerdo que un día me dijo que tenía que bautizarme”. Leer más
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