Castellón, S.I. Concatedral de Sta. María, 25 de Diciembre de 2020
(Is 52,7-10; Sal 97; Hb 1,1-6; Jn 1,1-18)
Hermanas y hermanos, muy amados todos en el Señor.
1. A todos os digo: Alegrad vuestro corazón porque hoy nos nacido un Salvador, el Mesías, el Señor. Este es el anuncio que hacíamos en la Misa de Medianoche. Es el anuncio del ángel a los pastores en aquella noche fría y obscura en Belén: “Hoy en la ciudad de David os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor” (Lc 2,11). Este mensaje, este acontecimiento, que año a año recordamos y celebramos, es el núcleo de la Navidad. Ni la pandemia, ni nuestras dificultades, ni las restricciones nos pueden robar la celebración de la Navidad.
Como nos recuerda san Lucas, este acontecimiento es único en la historia. El nacimiento del Niño-Dios no es una idea, no es una invención humana sino algo que ha acontecido en la historia. Por eso el evangelio de Lucas enmarca ese acontecimiento en un tiempo y en un espacio. Y comienza recordando al emperador Augusto que mando hacer un censo en todo el imperio; este primer empadronamiento se hizo siendo Cirino gobernador de Siria y cada uno iba a empadronarse a su ciudad: José subió con Maria desde Nazaret a Belén, de donde procedía; la narración termina con el nacimiento de Jesús en un pesebre porque no había sitio para ellos en la posada (cf. Lc 2.1-7).
El emperador César Augusto se hacía adorar como dios e incluso se hacía llamar salvador del mundo. Sin embargo es ya el final del mundo antiguo: un mundo que se va desmoronando. En la historia humana, como fruto del pecado, son irrepetibles los intentos del hombre de hacerse dios mediante el poder. Estos intentos llegan hasta el presente donde se quiere asaltar el cielo para suplantar a Dios. Sin embargo, uno tras otro, todos los imperios se desmoronan. Es una utopía querer hacerse dios; creerse el salvador del mundo, de la historia, de la sociedad. Todos estos intentos se sustentan en el poder y el dominio sobre la persona humana y el robo de su dignidad; se basa en buscar los intereses propios para mantenerse en el poder; traen esclavitud y pobreza. También puede ser, queridos hermanos, que en nosotros exista esa tentación de creernos dioses, cuando absolutizamos la autonomía de nuestra libertad. No. La salvación, la vida, la vida en plenitud sólo nos puede venir de Dios. Y eso es lo que hoy acontece: Dios nace para darnos su salvación.
Hoy estamos llamados a acercarnos a la gruta de Belén, a acercarnos a ese Niño frágil y humilde para contemplar y adorar el misterio que celebramos; para que a través de visible, lleguemos a lo invisible.
2. Y ¿qué vemos en ese Niño? A Dios y al hombre. Porque ese Niño es verdadero Dios y verdadero hombre. El autor de la carta a los Hebreos nos los recordaba: ese Niño es el reflejo de la gloria de Dios, la impronta de su ser, aquel que sustenta toda la creación y todo cuanto existe, aquel, que una vez nos ha liberado de la esclavitud del pecado por su muerte y resurrección, reina sentado a derecha de Dios Padre y vendrá al final de los tiempos como Dios y Juez de la historia (cf. Heb 1,1-6).
Verdadero Dios, sí: ese Niño es verdadero Dios, que sin dejar de ser Dios ha asumido nuestra condición humana, nuestra naturaleza humana. Por eso es verdadero hombre, en todo semejante a nosotros menos en el pecado. En ese Niño se han unido para siempre Dios y el hombre. De esa forma a todo ser humano nos da la posibilidad de participar de su divinidad, de su vida para siempre, de la inmortalidad que todos ansiamos, de la felicidad que todos buscamos. En el portal de Belén está ya contenido todo; ese es el gran mensaje, el gran misterio, el gran acontecimiento que celebramos en la Navidad. Por eso con humildad vayamos a Belén a contemplar el misterio, como hicieron aquellos pastores; porque solo los sencillos, los humildes de corazón, los pobres, los que no están llenos de sí, los que desean más a Dios, pueden escuchar e ir como los pastores a Belén para hincar sus rodillas y adorar. Y a ofrecer sus dones. El mayor don que podemos ofrecer a Dios somos nosotros mismos, nuestras personas, para dejarnos empapar de su vida, de su amor, de su esperanza, de su salvación. Nadie se puede salvar a sí mismo.
En ese Niño, verdadero Dios y verdadero hombre, porque asume nuestra naturaleza humana, Dios se ha unido con toda persona humana. En ese misterio está expresada la razón, el fundamento y la raíz de la dignidad de toda persona humana, desde su concepción hasta su muerte natural. Por eso la vida, la dignidad de toda persona humana es inviolable. Nadie, nadie, puede determinar quien es digno de vivir o quien debe morir. Sólo Dios es el Señor de la vida de todo ser humano. Todos estamos llamados a participar para siempre de su vida. Es lo que da aliento a nuestro caminar en el presente. No nos refugiamos en el más allá; el más allá ya se ha hecho presente entre nosotros en este Niño. Este el motivo de nuestra alegria en Navidad, que nadie nos puede robar; es la alegría de saberse y sentirse amados por Dios en este Niño.
3. En el prologo del Evangelio de San Juan acabamos de escuchar que “vino a su casa, y los suyos no lo recibieron. Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre” (Jn 1, 11-12). Sí, en ese Niño, Dios nos ha hecho sus hijos. ¿Hay algo más grande para contemplar, para agradecer, para vivir con alegría y esperanza?
Ayer noche en la Catedral me fijaba en tres palabras: Luz, Vida y Amor. El misterio de la Navidad es misterio de Luz, la luz que ilumina nuestro caminar y nuestra obscuridad; es misterio de Vida, la vida misma de Dios de la que nos hace partícipes ya ahora, la vida física que tenemos y la vida nueva que hemos recibido al renacer a la vida de Dios por el bautismo; y además es misterio de Amor. Hoy me voy a fijar en otras tres palabras, que creo necesario resaltar en este momento. Tres palabras que están en la Palabra de Dios que hemos escuchado. El profeta Isaías nos hablaba del mensajero de la paz (Is 52, 7), y el prologo del evangelio de san Juan terminaba que el misterio de la Navidad está “lleno de gracia y de verdad” (Jn 1 14). Gracia, verdad y de paz.
Gracia es don. El Niño-Dios es un don de Dios. Todo nos es dado en el Hijo de Dios que nace en Belén. Nuestra vida es un don de Dios, que hemos de cuidar, la propia y la ajena. Estamos llamados a cuidar la vida de todo ser humano, de toda la creación. Nuestra vida nueva del Bautismo es un don de Dios. Todo es don, todo es gracia, como nos dice san Pablo. Nuestra existencia y nuestra salud son dones de Dios. Lo que tenemos, lo que poseemos es don de Dios. Muchos dones son efímeros y pasarán. No podemos dejar que atrapen nuestro corazón; somos peregrinos en la vida. La dicha que tenemos los creyentes es saber que el camino de esta vida no termina en la muerte, en la nada, en la materia inerte, como a veces nos quieren hacer pensar, sino que termina en la vida misma de Dios, que no tiene fin. Navidad nos llama a acoger con corazón agradecido los dones, las gracias y la gracia de Dios.
La Navidad nos muestra la Verdad. La verdad de Dios y la verdad de cada uno de nosotros, de la historia humana y de toda la creación. Y la verdad es que de Dios procedemos y hacia Dios caminamos. Y eso es lo que da sentido a nuestra existencia, lo que nos libera de la desesperanza y de la desesperación. La verdad que hemos de mostrar hoy a otros para que no desesperen nunca. Nos ha de interpelar que en las naciones donde se ha implantado la eutanasia, el número de suicidios crece sin cesar. Si no vale nada la vida humana, entonces para quien su vida ya no tiene sentido, la única salida es el suicidio. No, hermanos. Dios nunca nos abandona. Dios está con nosotros incluso en la mayor dificultad, en la enfermedad e incluso en el paso de la muerte. Porque como dijo una filósofa judía, Hanna Arendt, el nacimiento de Jesús nos muestra que nacemos para vivir. Ese el motivo de nuestra esperanza, queridos hermanos.
Y por último la Paz: ese Niño es el mensajero de la paz. Él es príncipe de la Paz. Una paz que no se basa en el silencio de las armas, en la opresión de las personas y los pueblos, en el silencio de la palabra, en la marginación de quien piensa diferente o de quien cree en Dios. No. No se puede silenciar a Dios o a quienes hablan de Dios, como tantas veces ocurre. No se puede silenciar a quien defiende la dignidad y la vida de toda persona humana. Dios molesta y ese Niño molesta a aquel que busca solo el poder sobre los hombres y las mujeres, sobre la sociedad, sobre la historia. Molesta a quien se quiere erigir en mesías y salvador. Estos intentos del hombre llegan hasta el presente. Pero sólo ese Niño-Dios es el Salvador, el Mesías, el Señor. Y nos salva en primer lugar perdonándonos los pecados por su muerte en la Cruz; es decir, perdonándonos de todo aquello que nos separa del amor de Dios y del amor hacia los hermanos. Nos reconcilia así con nosotros mismos, nos reconcilia con la creación, nos reconcilia con Dios. Ahí se basa la verdadera paz y la reconciliación, frente al odio, el rencor, la exclusión y la división. Sólo cuando nos sintamos perdonados, abrazados por el amor misericordioso de Dios y acogidos en su amor, brotarán en nosotros deseos de ser testigos del amor de Dios y constructores de la paz. Trabajemos hermanos para que se vaya construyendo el reino de Dios, un reino de justicia, de verdad, de amor y de paz.
4. Contemplemos el misterio de la Navidad aquí o en casa. Hagamos silencio dentro de nosotros. A Dios solo se le puede escuchar cuando hacemos silencio en nuestro interior. Contemplemos el gran don que Dios hizo a la humanidad hace dos mil veinte años en ese Niño, que nos nace en Belén, frágil y débil para que no tengamos miedo de acoger a Dios; para que dejemos una rendija para que Él nazca de verdad en nuestro corazón; para que no tengamos que decir como san Juan, que vino a su casa –y su casa ahora es su Iglesia y cuantos la integramos- y los suyos no lo recibieron. Acojámosle para que crezca en nosotros lo que ya somos: Hijos de Dios en su Hijo.
En este sentido os deseo a todos una feliz y santa Navidad.
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón