Homilía en la ordenación de tres diáconos en la Solemnidad de la Epifanía del Señor
S.I. Catedral-Basílica de Segorbe, 6 de Enero de 2023
(Is 60, 1-6; Sal 71; Ef 3, 2-3a. 5-6; Mt 2, 1-12)
Hermanas y hermanos, amados todos en el Señor.
1. “Levántate y resplandece, Jerusalén, porque llega tu luz” (Is 60, 1). En la Noche Santa de la Navidad aparece la luz, nace Cristo, la “luz de los pueblos”. Él es el “sol que nace de lo alto” (Lc 1, 78), el sol que viene al mundo para disipar las tinieblas del mal y llenarlo con el esplendor del amor divino, el sol que aparece en el horizonte de la humanidad para iluminar nuestra existencia y guiarnos hacia la meta de nuestra peregrinación terrenal hacia la casa del Padre. La luz que en Navidad ilumina la cueva de Belén, resplandece de nuevo hoy y se manifiesta a todos los pueblos. La Epifanía es misterio de luz, simbolizada por la estrella que guía a los Magos en su viaje hasta el encuentro con el manantial de la luz, que es Jesús, el Hijo de Dios, el Mesías, el Salvador: Él es la “luz verdadera que viniendo a este mundo, ilumina a todo hombre” (Jn 1, 9).
La luz de Cristo irradia sobre toda la tierra. Primero sobre la María y José, luego sobre los pastores de Belén, sobre el “resto de Israel”, sobre los pobres y sencillos. Y por último, el resplandor de Cristo alcanza a los Magos, primicia de los pueblos paganos. Quedan en la sombra los palacios del poder de Jerusalén; entonces como hoy, en ellos la noticia del nacimiento del Mesías no suscita alegría, sino temor y rechazo.
La luz de la Navidad no es una metáfora, es la imagen de una realidad. “Dios es luz” y “Dios es amor”, nos dice San Juan (1Jn 1, 5; 4, 16). La luz de Navidad que hoy se manifiesta a las naciones es el amor de Dios, revelado y ofrecido a todos en la Persona de su Hijo, el Verbo encarnado, el Niño-Dios, nacido en Belén. Atraídos por esta luz, llegan los Magos de Oriente. Los atrae el amor de Dios; un imán que atrae a todos y todo hacia sí, en Jesús, el amor de Dios encarnado. También vosotros, queridos Pablo, José y Álvaro, habéis experimentado esta atracción del amor de Dios en vuestras vidas.
2. Y con los Magos podéis decir: “Hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo” (cf. Mt 2, 2). Imagino, queridos candidatos, el eco que estas palabras y todo el relato de la búsqueda de los Magos tendrán hoy en vuestro interior al contemplar vuestra llamada al sacerdocio ordenado y vuestro proceso vocacional. Cada uno a vuestro modo visteis aparecer un día una estrella en vuestra vida, percibisteis una voz que os llamaba y atraía, os pusisteis en camino, experimentasteis también la oscuridad, y hoy, bajo la guía de Dios, vais llegando a la meta.
Ahora bien, el viaje de los Magos está motivado por una fuerte esperanza, que les los guía hacia Jesús para ponerse al servicio de la realeza de Dios. Los Magos tienen un deseo grande de Dios, de verdad, de sentido y de felicidad; un deseo que les atrae y seduce, que los induce a dejarlo todo y a ponerse en camino. Es como si hubieran esperado siempre aquella estrella. Es como si aquel viaje hubiera estado siempre inscrito en su destino, y que ahora finalmente se cumple. Este es también el misterio de vuestra llamada, de vuestra vocación al sacerdocio ordenado. Cristo mismo, su luz, entró y ‘se coló’ un día en vuestra vida. Él os atrajo y sedujo. Habéis vivido la belleza de vuestra llamada como un ‘enamoramiento’ de Cristo. Seguro que, llenos de asombro, le habéis preguntado una y otra vez en la oración: “Señor, y ¿por qué precisamente a mí?”. Seguro que más de una vez habréis dudado si éste era vuestro camino. Pero el amor no tiene un ‘porqué’, es un don gratuito al que se responde con la entrega de sí mismo. Y es en la entrega total, en la donación gratuita donde uno se encuentra a sí mismo, donde resplandece la verdad de la propia existencia y donde se encuentra el camino de la felicidad.
En el camino de vuestra respuesta personal y generosa a la llamada del Señor, no habéis estado solos. Hoy recordamos con agradecimiento a todos cuantos Dios ha ido poniendo, como pequeñas estrellas, en el camino de vuestra historia personal y os han ayudado a escuchar, discernir, acoger y madurar la llamada del Señor; una llamada que hoy se hace firme con la llamada de la Iglesia. Esta tarde recordamos especialmente a vuestros padres y familias, a los sacerdotes de vuestras parroquias, a vuestros formadores y compañeros de Seminario, a vuestras comunidades y a vuestros amigos.
3. Por la oración consacratoria y la imposición de mis manos vais a quedar constituidos diáconos para siempre. Configurados con Cristo Siervo os pondréis como los Magos al servicio de la realeza de Dios, para que el amor de Dios llegue a todos, pues a todos está destinado ser “coherederos, miembros de mismo cuerpo, y partícipes de la promesa en Jesucristo, por el Evangelio” (Ef 3, 6).
Al llegar a Belén, los Magos “entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra” (Mt 2, 11). Los Magos se encuentran con Jesús, se postran, lo adoran y le ofrecen oro, incienso y mirra; con el oro lo reconocen como Rey, con el incienso adoran como Dios y con la mirra anuncian que este niño morirá por amor a los hombres. De modo semejante vosotros hoy vais a ofrecer a este Niño-Dios el oro de vuestra libertad, el incienso de vuestra oración fervorosa, la mirra de vuestro afecto más profundo (Juan Pablo II). Una ofrenda que se hace compromiso de por vida.
La ofrenda de vuestro afecto es el compromiso del celibato por el Reino de los Cielos para mejor servir a Dios y a los hombres. Es conocida la dificultad, también de muchos cristianos, para entender hoy el celibato. Tampoco se nos oculta la dificultad de vivirlo en un contexto pan-sensualizado, en el que el deseo y el placer, parecen tener valor en sí mismos. Frente a quienes ponen en duda la posibilidad de vivirlo podemos afirmar, que quien hace de su vida una entrega total al servicio generoso de Dios y los hermanos lo puede vivir, y hacerlo con alegría. El celibato es un don recibido de Dios, antes que un don hecho a Dios; y como don de Dios lo viviremos tanto mejor, cuanto más cerca vivamos de Dios, origen de todo don. Si Dios es amor, cuanto más amamos, más le pertenecemos y más nos hace propiedad suya.
En la ofrenda de vuestra libertad vais a prometer también obediencia a Dios, a mí y a mis sucesores. De los tres consejos evangélicos, éste quizá sea el más difícil. Dar muerte al propio yo, cuesta bastante más que la pobreza y la castidad en el celibato, porque la obediencia no sólo exige sacrificio; exige dar muerte a nuestro ‘ego’. Pero, si la ordenación diaconal os configura con Cristo ‘siervo’, Él es quien tiene que vivir en vosotros, siempre atentos como Él a la voluntad del Padre. Con Pablo deberéis poder decir: “Vivo yo, pero no soy yo; es Cristo quien vive en mi” (Gal 2, 20). La obediencia exige una gran dosis de humildad, de disponibilidad permanente para salir de nosotros mismos, de nuestras comodidades y de nuestro modo de pensar, para acoger la llamada y la voluntad de Dios en su Iglesia. Y exige también una gran dosis de vida espiritual.
Por la ofrenda de vuestra oración fervorosa os comprometéis a celebrar diariamente la Liturgia de las Horas, que es oración de la Iglesia por toda la humanidad. Nunca toméis este compromiso como un fardo pesado, sino como un modo estupendo de acercar a Dios a los hombres y a los hombres a Dios. Como hombre de Dios, el diácono y el sacerdote han de tener un corazón según el corazón de Cristo, un corazón donde todos tengan cabida. En nombre de todos nuestros hermanos, hemos de dirigirnos a Dios para alabarle, suplicarle, y pedirle perdón, fuerza, alivio y paz para cuantos carecen de ella.
4. La ordenación diaconal os capacita y os llama a ejercer una triple diaconía: la de la Palabra, la de la Eucaristía y la de la caridad hacia los pobres y necesitados, para los habéis de tener una especial predilección.
El servicio a la Palabra lo ejerceréis en la proclamación del Evangelio y en la ayuda al Sacerdote en la explicación de la Palabra de Dios. “Convierte en fe viva los que lees y lo que has hecho fe viva enséñalo y cumple aquello que has enseñado”, os diré al entregaros el Evangeliario. Sed con vuestra palabra y con vuestra vida heraldos del Primer Anuncio o del Kerigma, profetas de un mundo nuevo, portadores del mensaje del amor de Dios por cada persona que arroja luz sobre sentido de la vida, del mundo y de la historia.
Como servidores de la Eucaristía seréis los primeros colaboradores del Obispo y del Sacerdote en la celebración de la Eucaristía; considerad siempre como un honor y vivid con profundo gozo y sentido de adoración el ser servidores del ‘misterio de la fe’ y del ‘sacramento del amor’ para alimento de fieles. Podréis también administrar solemnemente el bautismo, reservar y repartir la Eucaristía, asistir al matrimonio y bendecirlo en nombre de la Iglesia, llevar el Viático a los moribundos, administrar los sacramentales y presidir el rito de los funerales y de la sepultura.
A vosotros se os confía, de modo particular, el ministerio de la caridad. La comunión con Cristo en la Eucaristía, de que sois servidores, os ha de llevar a la comunión con los hermanos, con el Obispo y con la Iglesia. La atención a los hermanos en sus necesidades, penas y sufrimientos serán vuestros signos distintivos como diáconos del Señor. Sed compasivos, caritativos, solidarios, acogedores y benignos con todos ellos.
5. Tomados de entre los hombres vais a ser consagrados a Dios para el servicio de los hombres. La consagración que hoy recibís para siempre, debéis renovarla cada día. Dada nuestra fragilidad hemos de convertirnos día a día; cada día hemos de renovar el don del Espíritu mediante la entrega, la fidelidad y el amor verdadero en el servicio generoso. A partir de hoy ya no os pertenecéis a vosotros mismos: pertenecéis al Señor, a su Iglesia y, en ellos, a los demás. Dentro de pocos momentos suplicaré al Señor para que derrame el Espíritu Santo sobre vosotros, con el fin de que os “fortalezca con los siete dones de su gracia y cumpláis fielmente la obra del ministerio”.
¡Que Maria, la Virgen de la Cueva Santa, la sierva del Señor, interceda por vosotros para que recibáis una nueva efusión del Espíritu Santo y la mantengáis siempre con la frescura de este día”. Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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