Caminar y discernir juntos para la misión
Queridos diocesanos:
El día de Pentecostés, Jesús, el Señor Resucitado, cumple la promesa que había hecho a los Apóstoles antes de ascender a los cielos: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta el confín de la tierra” (Hech 1, 8). Recibido el Espíritu Santo, los apóstoles vencen el miedo y comienzan a proclamar la salvación realizada en Cristo: Jesús ha muerto y ha resucitado para que todo el que cree en Él tenga Vida eterna. Comienza así el tiempo de la Iglesia, que sale a proclamar el Evangelio a toda la creación (cf. Mc 16,15). La Iglesia es convocada por Jesús para ser enviada a la misión; su razón de ser es llevar el Evangelio a todos los pueblos. La Iglesia es y ha de ser siempre una “Iglesia en salida”, en feliz expresión del papa Francisco.
El libro de los Hechos narra que la primera comunidad cristiana era constante “en la enseñanza de los Apóstoles y en la comunión de vida, en la fracción del pan y en las oraciones” (2,42). Se dice así lo que es la Iglesia y cómo ha de ser su camino en la historia. La comunidad de los creyentes, la Iglesia, es apostólica, basada en la enseñanza de los apóstoles y en comunión con ellos y sus sucesores, los Obispos; ella es orante y eucarística, por tanto centrada en su Señor: la Iglesia es ‘santa’; la Iglesia es una y unida en torno a su Señor y la guía de sus pastores; y, una vez ha recibido el Espíritu Santo, la nueva comunidad se expresa en todas las lenguas, es decir, se entiende a sí misma ‘católica’, universal, destinada a todos los pueblos.
La venida del Espíritu Santo fortalece en los discípulos la experiencia de su encuentro con el Señor Resucitado, y los convierte en misioneros del Evangelio, en promotores de vida, creadores de unidad y testigos de esperanza. Saben que su secreto es la fuerza y presencia del Espíritu; es la fuerza del amor de Dios, la que les da energía y les hace proceder con audacia.
En la Fiesta de Pentecostés, la Iglesia celebra el día de la Acción Católica y del Apostolado Seglar, que nos impulsa a descubrir la riqueza del laicado en la vida del Pueblo de Dios. Si siempre hemos de tenerlo presente, más ahora cuando nos disponemos a aplicar en nuestra Diócesis el Congreso Nacional de laicos, celebrado en Madrid en febrero de 2020. Hay dos cosas que no podemos olvidar en el cumplimiento de nuestra misión evangelizadora: la sinodalidad y el discernimiento comunitario.
Sinodalidad significa caminar juntos. Y nos debe llevar a descubrir que pastores, religiosos y laicos formamos un único Pueblo de Dios y que todos estamos llamados y somos necesarios para llevar juntos a cabo la tarea evangelizadora en la Iglesia y en el mundo, cada uno según su carisma, vocación y ministerio. Por el sacramento del bautismo, todos nos tenemos que sentir llamados y enviados, discípulos misioneros, como nos recuerda el papa Francisco (EG 120).
La sinodalidad pide también vivir la comunión entre Movimientos, Asociaciones y Cofradías, superando prejuicios y exclusiones, así como la comunión afectiva y efectiva de todos ellos y de todas las parroquias con la diócesis. El modelo del camino sinodal de la Iglesia y su alimento cotidiano lo encontramos en la Eucaristía. En torno a ella se reúne y de ella se alimenta el entero Pueblo de Dios. Desde esta comunión con Cristo, sin el cual nada podemos hacer, hemos de salir alentados por el Espíritu a la misión a todas las periferias existenciales y geográficas.
La otra actitud permanente debe ser la del discernimiento comunitario. Este método que implica, según el papa Francisco, reconocer-interpretar-elegir, es algo especialmente necesario para que la Iglesia, y por tanto también los laicos, lleven a cabo su misión evangelizadora, sin quedarse en bellos propósitos o buenas intenciones (GE 169). El discernimiento nos permitirá captar lo que Dios nos dice y nos pide hoy, su plan de salvación hoy; hemos de preguntarnos como en el Evangelio: “Entonces, ¿qué debemos hacer?” (Lc 3, 10).
Discernir no consiste solo en ver, en mirar la realidad, sino en ser capaces de captar cómo Dios está actuando en la historia y qué nos está diciendo. Porque Dios nos habla en la historia, y en nuestra historia hablamos de Dios. De ahí que somos interpelados a descubrir la voz de Dios en el grito de cada uno de los seres humanos que encontramos en nuestro caminar, hemos de preguntar a nuestros conciudadanos qué llevan en su corazón, aprender a escuchar para sanar heridas, generar espacios de escucha y de encuentro. Esto lo haremos de modo especial en el próximo curso para discernir cómo ha de ser nuestra misión aquí y ahora, y en el futuro más inmediato,
Seamos dóciles a una nueva efusión del Espíritu Santo que guía siempre a la Iglesia.
Con mi afecto y bendición,
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón