Homilía en la Fiesta de la Mare de Déu del Lledó
Basílica-Santuario de Lledó, 1 de mayo de 2022
III Domingo de Pascua
(Hechos 5, 27b.-32.40b-41; Magnificat; Ap 5,11-14; Jn 21,1-19)
Saludo
1. Es una verdadera alegría celebrar cada año esta Eucaristía el primer domingo de mayo para cantar y honrar a nuestra Reina y Señora, la Mare de Déu del Lledó. En este tiempo pascua, nuestra alegría se hace como más intensa al sentir de modo especial la presencia del Señor resucitado en medio nosotros: es Él mismo quien nos convoca e invita a celebrar su misterio pascual, esta Eucaristía, en honor a su Madre y nuestra Madre.
Os saludo de corazón a todos cuantos habéis acudido a la Basílica para esta Misa estacional. Saludo fraternalmente a todos los sacerdotes concelebrantes, al Sr. Prior de esta Basílica y al Sr. Prior, al Presidente, Directiva y Hermanos de la Real Cofradía de la Mare de Dèu del Lledó, a la Sra. Presidenta y Camareras de la Virgen. Un saludo cordial a la Sra. Regidora de Ermitas, y al Clavario y Perot de este año. Mi saludo respetuoso y mi agradecimiento a la Ilma. Sra. Alcaldesa, a los Miembros de la Corporación Municipal de Castellón y al resto de autoridades, que nos acompañan, así como a las Reinas Mayor e Infantil de las Fiestas. Y un saludo muy especial a cuantos desde vuestras casas estáis unidos a nosotros por TV-Castelló y TV-8 Mediterráneo, especialmente a las personas mayores, a los enfermos e impedidos para salir de casa.
María, Madre de Dios y Madre nuestra
2. Hemos venido a Lidón para celebrar a nuestra Patrona en el día de su Fiesta: aquí la sentimos como más cercana. De nuevo invocamos su protección maternal: a sus pies podemos acallar nuestras penas y mostrarle nuestras alegrías, en su regazo encontramos consuelo maternal y bajo su protección sentimos el aliento necesario para seguir caminando como cristianos, como discípulos misioneros del Señor, como Iglesia peregrina de Dios en Segorbe-Castellón. María es siempre la Madre buena que nos espera y acoge, que siempre tiene en sus labios la palabra oportuna o el silencio elocuente. En verdad: necesitamos su palabra, su aliento y su ejemplo en nuestro peregrinaje terrenal, en especial en estos tiempos de dificultad económica, moral y espiritual, en estos tiempos de guerra en Ucrania y en otras partes del mundo.
María es la Mare de Déu, que nos da y nos lleva a su Hijo, muerto y resucitado, para que creyendo en Él, nos sean perdonados los pecados y tengamos Vida, y Vida eterna. El deseo más ferviente es que nos dejemos encontrar con Cristo Jesús, el Señor resucitado, que convirtamos de corazón a Él y nos dejemos renovar por Él para que se avive y afiance nuestra fe, para que se renueve nuestra vida cristiana, para que crezcamos en comunión con Cristo que genera comunión con los hermanos y salgamos a la misión. A esto nos llama el Año jubilar diocesano que estamos celebrando con motivo del 775 Aniversario de la creación de la sede episcopal en Segorbe y con ello el origen de nuestra Iglesia diocesana. La Virgen no deja nunca de decirnos: “Haced lo que Él os diga” (Jn 2,5).
Nos lleva al encuentro con su Hijo resucitado
3. La Mare de Déu nos enseña a escuchar y acoger la Palabra de Dios, la palabra de su Hijo que acabamos de proclamar, para llevarnos al encuentro renovador y salvador con su Hijo resucitado. El evangelio de hoy nos habla de la aparición de Jesús resucitado a sus discípulos cuando estaban pescando. Es la tercera vez, según el evangelista san Juan, que Jesús, una vez resucitado, salió al encuentro de sus discípulos para hacerles ver que había resucitado, para disipar sus dudas y fortalecerles en la fe de su resurrección. Ya en la tarde del primer día de la semana, cuando los discípulos estaban en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos, Jesús resucitado se puso en medio de ellos, les enseño las señales de sus manos y el costado, y les dijo: “Paz vosotros”. Y su corazón se llenó de alegría al ver al Señor (cf. Jn 20, 19-20). Al apóstol Tomás, que no estaba presente aquella tarde y dudaba de lo que le dijeron sus compañeros, Jesús le invitó una semana después a tocar las llagas de sus manos y meter su mano en la hendidura de su costado. Y Tomás creyó que el Resucitado era el mismo que el Crucificado: “Señor mío, y Dios mío”, exclamó (Jn 20,28). Hoy sale a de nuevo a su encuentro. Y Juan, el discípulo que tanto quería Jesús, exclama: “Es el Señor”. Les da a comer pan y pescado. Y “ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor” (Jn 21, 12).
Los discípulos se dejaron encontrar personalmente por el Resucitado. Fue un encuentro real y no una fantasía. Fue un encuentro profundo que tocó a sus personas en el centro de su ser; pasaron de la tristeza a la alegría, de la decepción a la esperanza, del miedo a los judíos a mostrarse ante ellos como los discípulos de Jesús. Toda su persona cambió de raíz: su pensar, su sentir y su actuar. Este encuentro los movilizó y los impulsó a contar lo que habían visto y experimentado; y lo hacían con temple y aguante, sin miedo a las amenazas, a la cárcel e incluso a la muerte. Este encuentro con el Señor resucitado fue tan fuerte que hizo de ellos la comunidad de discípulos misioneros del Señor, y puso en marcha un movimiento que nada ni nadie podrá ya parar.
Como en el caso de los Apóstoles, el Señor resucitado sale hoy a nuestro encuentro de manos de la Mare de Déu y pide de nosotros un acto personal de fe en la resurrección de Cristo. Nuestra fe se apoya en la señal del sepulcro vacío y, sobre todo, en el testimonio unánime y veraz de aquellos que pudieron ver al Resucitado, que comieron y bebieron con él en los cuarenta días que permaneció en la tierra.
El Señor resucitado está presente hoy en nuestra vida y sale a nuestro encuentro. Él está en medio de nosotros y nos invita a todos a dejarnos encontrar o reencontrar personalmente por Él para recuperar o fortalecer la alegría de nuestra fe y de nuestra condición de cristianos; es la alegría que brota de la Pascua, es la alegría de sabernos amados personal y siempre por Dios en su Hijo, Jesús, muerto y resucitado, para que en Él tengamos vida, la vida misma de Dios. Como entonces, este encuentro ha de ser personal, real y transformador de toda nuestra vida personal y comunitaria; un encuentro que nos lleve de nuevo a la comunidad de los discípulos de Jesús, y un encuentro que nos movilice a anunciar a todos la buena y gran Noticia de la Resurrección del Señor. El Resucitado está entre nosotros, nos espera especialmente en su Palabra, en la Eucaristía y en el sacramento de la Penitencia, en la oración, en la comunidad de sus discípulos, y en los pobres, en los hambrientos y sedientos, en los enfermos y necesitados, con los que Él se identifica. Él nos espera en su Madre y Madre nuestra, la Mare de Déu del Lledó.
Para que el Señor Resucitado sea anunciado y testimoniado
4. La primera Lectura de hoy nos muestra la fuerza con que Pedro y los demás Apóstoles anuncian a Cristo resucitado, hablan en su nombre y predican el Evangelio. Al mandato del Sumo Sacerdote y del Sanedrín de callar, de no seguir enseñando en el nombre de Jesús, de no anunciar más su mensaje, ellos responden claramente: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hech 5,29). No temen ser azotados, ultrajados y encarcelados. Pedro y los Apóstoles anuncian con audacia aquello que han recibido, el Evangelio de Jesús.
Y nosotros, ¿somos capaces de anunciar a Cristo resucitado y de llevar su Evangelio a nuestros ambientes? O ¿nos avergonzamos de hablar de Cristo resucitado con nuestros hijos, con nuestros jóvenes, con nuestros amigos y compañeros de trabajo o de profesión? Nadie da lo que no tiene, ni anuncia lo que no cree ni vive. La fe nace de la escucha de la Palabra y del encuentro con el Señor resucitado en su Iglesia; y la fe se refuerza con el anuncio.
El anuncio de Pedro y de los Apóstoles no consiste sólo en palabras; ellos dan testimonio con la vida entera de su fe en Cristo resucitado. Esto vale para todos nosotros, queridos devotos de la Mare de Déu: Cristo resucitado quiere ser anunciado y testimoniado por cada uno de nosotros. Como entonces a los discípulos, el Señor nos dice hoy. “Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis. La echaron, y no podían sacarla, por la multitud de peces” (Jn 21, 6). Cada uno debería preguntarse cómo da testimonio de Cristo y del Evangelio en su vida. ¿Tengo el valor de Pedro y los otros Apóstoles de pensar, decidir y vivir como cristiano, obedeciendo a Dios, antes que a los hombres? ¿O me dejo llevar en vida por el qué dirán, por criterios mundanos, por lo políticamente correcto, por el pensamiento único, por la cultura de la cancelación del cristianismo? El testimonio de la fe tiene muchas formas; pero todas son importantes, incluso las que no destacan. Es el testimonio de vida en lo cotidiano de las relaciones de familia, del trabajo, de la amistad o del tiempo libre. Quien nos escucha y nos ve, debería poder leer en nuestros actos eso mismo que oye en nuestros labios, y dar gloria a Dios.
Con la resurrección de Cristo todo ha quedado renovado, todo ha recobrado su belleza original: el ser humano, las relaciones humanas, el sentido de la historia y la misma creación. Hoy también –y más que nunca- estamos llamados a anunciar a Jesús resucitado y el Evangelio de Jesús, y a hacerlo con la palabra y con el testimonio de vida. No es fácil, pero es urgente y necesario, anunciar y testimoniar el Evangelio de la vida, y trabajar por el respeto y defensa de toda vida humana desde su concepción hasta su muerte natural; es el mejor servicio que podemos prestar a la dignidad sagrada e inviolable de toda persona humana. No es fácil, pero es urgente y necesario anunciar y testimoniar el Evangelio del matrimonio y de la familia fundada en el matrimonio, célula básica de la sociedad. Es urgente y necesario anunciar y dar testimonio del Evangelio de la paz y trabajar por ella ante tanto rencor, violencia y ante la invasión injusta y la guerra en Ucrania. Es urgente y necesario y necesario anunciar y dar testimonio del Evangelio de la justicia ante tantas situaciones de injusticia y luchar por un trabajo digno y decente.
Reconocer a Cristo como El Señor y adorarlo como Dios
5. Pero anunciar y testimoniar con nuestra vida a Cristo muerto y resucitado para la vida del mundo sólo es posible si reconocemos a Jesucristo como “el Señor” (cf. Jn 21,7), que nos ha llamado y nos invita a recorrer su camino. Anunciar y dar testimonio de Jesucristo es posible únicamente si estamos unidos a Él como el sarmiento a la vid, si permanecemos junto a él, como Pedro, Juan y los otros discípulos.
Tener a Jesucristo resucitado como el Señor significa exclamar con Tomás, “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20, 28): es reconocer a Cristo como el Señor, el único Señor de nuestra vida, y adorarlo como Dios, como nos recuerda el pasaje del Apocalipsis que hemos escuchado (cf. Ap 5,11-14). Adorar a Dios es tenerlo como centro de nuestra existencia, aprender a estar con Él, pararse a dialogar con Él, sintiendo que su presencia es la más verdadera, la mejor, la más importante de todas. Así nos lo enseña la Virgen. Adorar al Señor Jesús quiere decir darle el lugar que le corresponde; adorar al Señor quiere decir creer que únicamente Él guía verdaderamente nuestra vida; adorar al Señor quiere decir que estamos convencidos de que es el único Dios, el Dios de nuestra vida, el Dios de nuestra historia.
Esto pide despojarnos de tantos ídolos, pequeños o grandes, que tenemos, en los que nos refugiamos, en los que buscamos y ponemos nuestra seguridad, nuestra salvación. Son ídolos que a menudo mantenemos bien escondidos, como la ambición, el gusto por el éxito, el ponerse a uno mismo en el centro, la tendencia a estar por encima de los otros, la pretensión de ser los únicos señores de nuestro cuerpo y de nuestra vida. Adorar es despojarse de nuestros ídolos, también de esos más recónditos, y tener al Señor como centro, como camino, verdad y vida de nuestra existencia.
6. Queridos hermanos y hermanas: el Señor resucitado sale a nuestro encuentro. Dejémonos encontrar, transformar y renovar por Él. Jesús nos invita a proclamarlo con gozo como el Resucitado, con la palabra y el testimonio de nuestra vida diaria. El Señor es el único Señor, el único Dios de nuestra vida, y nos invita a despojarnos de tantos ídolos y a adorarle sólo a Él. Que la Mare de Déu del Lledó, la esclava del Señor, nos lleve a Cristo, nos ayude en este camino e interceda por nosotros, que por su intercesión nos conceda el don de la paz. Amén.
+ Casimiro Lopez Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón