Queridos diocesanos:
Nuestra Iglesia diocesana está trabajando por hacer de nuestras parroquias comunidades vivas desde el Señor y misioneras; esto pasa por ayudar a los bautizados a ser verdaderos cristianos, discípulos misioneros del Señor. Este es y debe ser el objetivo primero y fundamental de todo proceso de iniciación cristiana: sea el caso de adultos no bautizados, que piden el bautismo, o sea el caso de los bautizados en su infancia que desean recibir la primera Eucaristía o la Confirmación, o bien de los bautizados adultos que desean personalizar su fe mediante un proceso catecumenal.
La base indispensable para ser cristiano es el bautismo y el encuentro personal con Jesús, el Señor resucitado, que transforma el corazón, vivifica con la Vida de Dios y da la esperanza de la vida eterna; un encuentro que lleve a una adhesión de mente, de corazón y de vida a Cristo y su Evangelio. El papa Francisco, citando a Benedicto XVI, nos recuerda: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (EG 7). Este encuentro con Cristo es fuente de alegría y aviva nuestra condición de bautizados, llamados a ser discípulos misioneros del Señor, cada cual según su vocación y ministerio: como presbíteros, diáconos, religiosos o seglares o como familias cristianas. Este encuentro personal con Cristo vivo será también la garantía de un buen proceso catecumenal de adultos. Y desde este encuentro se irán generando, con la ayuda del Espíritu Santo, comunidades de discípulos misioneros y viviremos “en estado permanente de misión”.
Son muchos los lugares y ámbitos donde el Señor sale a nuestro encuentro y nos podemos encontrar con Él: en la escucha atenta de su Palabra, en los sacramentos, de modo único en la Eucaristía, en la Liturgia de la Horas, en la lectio divina, en la oración personal y comunitaria, en cada hombre y en cada acontecimiento, en especial, en los hambrientos y sedientos, en los enfermos y encarcelados, y en las distintas expresiones de la piedad popular. Entre estas últimas destaca el Rosario, que es necesario recordar al comienzo del mes de octubre en que celebramos la fiesta de la Virgen del Rosario.
Algunos piensan que el Rosario es algo trasnochado, llevados quizá por la forma rutinaria, distraída y superficial con que tantas veces se reza. Cierto que hay que mejorar mucho su rezo, pero nunca dejarlo de rezar. Porque el rezo sosegado y atento del Rosario es una oración que nos lleva a escuchar a Jesucristo y a contemplar su rostro. Rezar el Rosario es en realidad contemplar con María el rostro de su Hijo. El Rosario es una oración sencilla y profunda a la vez. Rezado con fe y atención nos lleva al encuentro con Cristo, con sus palabras y con sus obras salvadoras a través de los misterios de gozo y de luz, de dolor y de gloria. Desde los misterios del Rosario llegamos al Misterio del Hijo de Dios. Su rezo se encuadra perfectamente en el camino espiritual de nuestra Iglesia diocesana, llamada a ser evangelizada y evangelizadora con la mirada, la mente y el corazón puestos en el Señor.
El rezo del Rosario, bien hecho, nos lleva al encuentro con Cristo. Con la Virgen María podemos aprender a contemplar la belleza de su rostro y a experimentar la hondura y la anchura de su amor desde todo el Evangelio. Pues el Rosario es una oración profundamente evangélica. No sólo los misterios, sino que también las mismas oraciones principales están tomadas del Evangelio: el Padrenuestro, la oración que Jesús enseño y mandó orar a sus discípulos; el Avemaría, con que saludamos a la Virgen con las palabras del ángel Gabriel y de su prima Isabel, y pedimos su intercesión en el presente y en el paso definitivo a la vida eterna. Al finalizar cada misterio, invocamos y alabamos a Dios Uno y Trino, al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. En verdad: el rosario es un verdadero ‘compendio del Evangelio’.
El Rosario es fuente de gracia y de santidad para todos. Nos abre y dispone a la gracia de Dios. Es fuente de comunión con Dios mediante la comunión con Cristo en la contemplación de sus misterios; y es fuente de comunión con los hermanos en Cristo al ofrecer su rezo por alguna necesidad propia o ajena.
Recuperemos el rezo del Rosario: en privado o en grupo, en parroquias y comunidades, y también en las familias. Una familia que reza unida, permanece unida.
Con mi afecto y bendición,
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón