Acompañar a los enfermos en el sufrimiento
Queridos diocesanos:
El sexto Domingo de Pascua celebramos la Pascua del Enfermo. Concluye así la Campaña anual dedicada a los enfermos que iniciamos el 11 de febrero, fiesta de Nuestra Señora de Lourdes, bajo el lema “Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6,36). El papa Francisco recuerda que se ha avanzado mucho, pero que “todavía queda mucho camino por recorrer para garantizar a todas las personas enfermas la atención sanitaria que necesitan, así como el acompañamiento pastoral para que puedan vivir el tiempo de la enfermedad unidos a Cristo crucificado y resucitado”.
Dios es misericordioso y nos cuida con la fuerza de un padre y la ternura de una madre. El testigo supremo del amor misericordioso del Padre a los enfermos es su Hijo unigénito. Jesús es la misericordia encarnada de Dios. En efecto, los Evangelios nos narran los continuos encuentros de Jesús con las personas enfermas para acompañar su dolor, darle sentido y curarlo. Jesús siempre se acerca y atiende a los enfermos, especialmente a los que han quedado abandonados y arrinconados por la sociedad. La cercanía y compasión de Cristo hacia los enfermos, sus numerosas curaciones de dolientes de toda clase son un signo maravilloso de que Dios ha visitado a su pueblo y del amor de Dios hacia cada uno de ellos. La compasión de Jesús hacia todos los que sufren llega hasta identificarse con ellos: “estuve enfermo y me visitasteis” (Mt 25, 36).
Los discípulos de Jesús estamos llamados a hacer lo mismo. Los enfermos no nos pueden ser indiferentes: no podemos olvidarlos, ocultarlos o marginarlos. Ante los enfermos, que siempre tienen un rostro concreto, Jesús nos pide acercarnos y detenernos, escucharles y establecer una relación directa y personal con cada enfermo, sentir empatía y conmoción por él o por ella, dejarse involucrar en su sufrimiento hasta llegar a hacerse cargo de él por medio del servicio, como hace el buen Samaritano (cf. Lc 10,30-35). En la atención gratuita y en la acogida afectuosa de cada vida humana, sobre todo de la débil y enferma, el cristiano expresa un aspecto importante de su testimonio evangélico siguiendo el ejemplo de Cristo, que se ha inclinado ante los sufrimientos materiales y espirituales del hombre para curarlos.
Este es el amor fraterno que todo cristiano y toda comunidad cristiana hemos de tener hacia los enfermos. El mismo Jesús encargó a sus discípulos la atención de los enfermos. Por ello el acompañamiento y cuidado cercano y fraterno de los enfermos, hechos con compasión y gratuidad, no puede faltar nunca en nuestra Iglesia diocesana y en cada parroquia. Los enfermos han de ocupar un lugar prioritario en la oración, vida y misión de todas nuestras comunidades cristianas y de los cristianos, siguiendo las palabras de Jesús y su ejemplo al modo del buen Samaritano. Contamos con un buen número de visitadores de enfermos en muchas parroquias y, en los hospitales, con muchos voluntarios: junto con los sacerdotes y los capellanes, se acercan a los enfermos, a sus familias y al personal sanitario para acompañarles humana y espiritualmente. Cada vez hay más personas enfermas y solas a las que acercarse y cuidar. Incluso cuando no es posible curar, siempre es posible cuidar, siempre es posible consolar, siempre es posible hacer sentir nuestra cercanía.
El mayor dolor es el sufrimiento moral ante la falta de esperanza. Los cristianos hemos de estar siempre dispuestos a dar razón de nuestra esperanza a todo el que nos la pida (cf. 1 Pe 3, 15). No se trata de una esperanza cualquiera, sino de una esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente, aunque sea doloroso, porque lleva a una meta segura. Cristo Jesús es nuestra Esperanza, la única esperanza que no defrauda. Jesús ha muerto y resucitado para que todo el que crea en Él tenga vida, y vida eterna.
Para los cristianos es obligado acompañar al enfermo, pero lo es también ayudarle a abrir su corazón a Dios y confiar en Él para no dejar de esperar en la vida eterna y gloriosa, cuyo camino ha abierto Jesús con su muerte y resurrección. Jesús, el Hijo de Dios, asumió nuestro dolor y nuestra muerte en la cruz, e hizo de ellos camino de resurrección. Desde entonces, el sufrimiento y la muerte tienen una posibilidad de sentido. Desde hace dos mil años, la cruz brilla como suprema manifestación del amor de Dios que nunca nos abandona ni tan siquiera en la muerte: Dios acoge la entrega de su Hijo en la cruz por amor a la toda la humanidad y lo resucita a la Vida gloriosa de Dios. Quien sabe acoger la cruz en su vida y se entrega a Dios como Jesús, experimenta cómo el dolor y la muerte, iluminados por la fe, se transforman en fuente de esperanza, de salvación y de Vida.
Con mi afecto y bendición,
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón.
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