Celebración litúrgica del Viernes Santo
S.I. Concatedral de Sta. María de Castellón, 10 de abril de 2020
(Is 52,13 – 53,12; Sal 30; Hb 4,14-16; 5,7-9; Jn 18,1 – 19,42)
- En el centro de la Liturgia del Viernes Santo está el misterio de la Cruz, un misterio que ningún concepto humano puede expresar adecuadamente. Acerquémonos a este misterio por la Palabra de Dios, que nos ha sido proclamada.
- En la Cruz contemplamos el ‘rostro doliente’ del Señor. El es ‘siervo paciente’, el ‘hombre de dolores’, humillado y rechazado por su pueblo. En la pasión y en la cruz vemos al mismo Dios, que asumió el rostro del hombre, y ahora se muestra cargado de dolor. Es el dolor provocado por el pecado. No por su pecado personal, pues es absolutamente inocente; es el dolor provocado por la tragedia de mentiras y envidias, traiciones y maldades de la humanidad que se echaron sobre él, para condenarlo atropelladamente a una muerte injusta y horrible. Él carga hasta el final con el peso de los pecados de todos los hombres y con todo el sufrimiento humano. Con su muerte redime al mundo. Jesús mismo había anunciado: “El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por la multitud” (Mc 10,45).
En la Cruz contemplamos a Jesús, su cuerpo entregado y su sangre derramada por nosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados. Cristo sufre y muere no por otra razón sino “por nuestros pecados” (1 Co, 15,3) y “por nosotros”: a causa de nosotros, en favor de nosotros y en lugar de nosotros. Su mayor dolor es sentirse abandonado por Dios; es decir, sufrir la experiencia espantosa de soledad y vacío que sigue al pecado, que sigue al alejamiento de Dios. Él, que no tenía pecado alguno, quiso llegar hasta el fondo de las consecuencias del mal. Por eso en sus últimos momentos grita: “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado” (Mc 15,34).
En la Cruz, Jesús carga con el dolor de muchos hermanos, que hoy padecen angustia y desconcierto, en parte por sus pecados, pero mucho más aún por los pecados de los demás, por las violencias y por los egoísmos humanos, que los aprisionan y esclavizan, por las corrupciones y por tantos otros males y pecados. Viernes Santo hoy es la miseria y el hambre de millones de hermanos en todo el mundo; es la muerte de tantas criaturas no nacidas o de ancianos abandonados; es la esclavitud de la droga, el alcohol, el sexo o el dinero; es el sufrimiento de esposos e hijos de matrimonios rotos, de padres y jóvenes sin trabajo y con un futuro muy incierto, de los amenazados de desahucio, de los refugiados rechazados como mercancía, y, es especialmente, el sufrimiento de tantos enfermos contagiados por el Covid-10. La Cruz de Cristo está formada por las lágrimas, por el abatimiento y la tristeza, por la soledad o por la enfermedad, por el dolor o por la muerte.
La Cruz está ahí, en todas partes: y siempre en ella está el Crucificado. “¿Dónde está vuestro Dios?”, nos preguntan ante tanta cruz en el mundo. “Está ahí – respondemos-, en la Cruz, crucificado”. Jesús está siempre con los crucificados, unido a los padecimientos y a los sufrimientos de los hombres; Él nunca huye de ellos.
- En la oscuridad de la Cruz, sin embargo, rompe la luz de la esperanza. “Mirad, mi siervo tendrá éxito, subirá y crecerá mucho” (Is 52,13). El Siervo de Dios, aceptando su papel de víctima expiatoria, trae la paz, la salvación, la justificación, la esperanza y la luz. En la Cruz, “Dios estaba reconciliando consigo al mundo” (2 Cor 5, 19). La Cruz, a la vez que descubre la gravedad del pecado, del mal y de la muerte, nos muestra la grandeza e infinitud del amor misericordioso de Dios, que quiere librarnos del pecado y de la muerte. Desde la Cruz, el Hijo de Dios, padeciendo el castigo que no merecía, mostró la grandeza del corazón de Dios, y su infinita misericordia; y exclama: “!Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen!”(Lc 23,34).
Porque sólo el amor infinito y misericordioso de Dios hacia los hombres es lo que sana y salva; Dios es misericordia, un corazón que se abaja a nuestras miserias; su amor es la única fuerza capaz de liberar y justificar, de sanar y de dar Vida.
- En la Cruz, el amor de Dios, eterno en su misericordia, se ha abrazado para siempre con el hombre y con el mundo. El Hijo de Dios, que ha asumido nuestra condición humana en todo, menos en el pecado, realiza su misión en total libertad, obediencia y amor al Padre. En su vida y especialmente en su muerte. La muerte de Jesús en la Cruz es el sí pleno y para siempre del hombre al amor de Dios. Jesucristo crucificado, que se entrega a la muerte por amor y en obediencia al Padre, es el ‘amén’ del hombre al amor de Dios.
Apenas el hombre, en Cristo Jesús, dio su respuesta al amor de Dios, este amor eterno invadió al mundo con toda su fuerza. “Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mi” (Jn 12 32). La Cruz se convierte en el ‘árbol de la vida’ para el mundo: en ella se puede descubrir el sentido último y pleno de cada existencia y de toda la historia humana: y éste no es otro que el amor de Dios.
Jesús convierte la Cruz en instrumento de salvación universal. La Cruz es el encuentro definitivo del amor de Dios a los hombres y del amor de los hombres a Dios. Desde entonces la Cruz ya no es sinónimo de maldición, sino signo de bendición. Al hombre atormentado por la duda y por el pecado, por la enfermedad y por la muerte, la Cruz le revela que “Dios amó tanto al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16). En una palabra, la Cruz es el símbolo supremo del amor de Dios, que nunca nos abandona. El amor de Dios requiere ser acogido; el amor del Amante espera de la respuesta del amado. Sin esa respuesta no se produce la obra del amor de Dios.
- Contemplemos y adoremos con fe la Cruz. Miremos al que atravesaron. Miremos a Cristo: contemplemos su sufrimiento causado por el pecado, por la crueldad e injusticia humana. Contemplemos en la Cruz a los que hoy están crucificados, a todas la victimas de la maldad humana, a los que sufren y tienen que cargar con su cruz.
Contemplemos y adoremos la Cruz. Es la manifestación suprema del amor misericordioso de Dios, la expresión del amor más grande, que da la vida para librarnos de la muerte eterna. Si abrimos nuestro corazón a la Cruz, el amor de Dios nos alcanzará.
Al pie de la cruz la Virgen María, unida a su Hijo, pudo compartir de modo singular la profundidad de su dolor y de su amor. Nadie mejor que ella nos puede enseñar a amar la Cruz. A ella encomendamos en especial a todos los que sufren a causa de la actual pandemia. ¡Que la cruz gloriosa de Cristo sea para todos prenda de esperanza y de salvación¡ Amén.
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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