Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor
Patrono de la Diócesis y de la ciudad de Vila-real
Iglesia Basílica de San Pascual, Villarreal
(Ecco 2,7-13; Sal 34: 1 Cor 1, 26-31; Mt 11, 25-30)
1. Os saludo de corazón a todos cuantos os habéis unido a esta celebración de la Eucaristía, aquí en la Basílica o desde vuestros hogares a través de la televisión, en especial a vosotros, los enfermos e impedidos.
Saludo con afecto al P. Abad del Monasterio cisterciense de Poblet e hijo de Vila-real, al P. Rafael Barrué. Queridos Sres. Vicario General y Vicarios episcopales, Capellán-Prior de esta Basílica, Padres Franciscanos, sacerdotes concelebrantes, diáconos asistentes y seminaristas. Estimadas M. Abadesa y hermanas Clarisas de este Monasterio de San Pascual. Saludo con respeto y gratitud al Sr. Alcalde y Miembros de la Corporación Municipal de Vila-real, a las autoridades, a los hijos predilectos de la Ciudad y a los representantes de las distintas entidades civiles y religiosas, y, ¡cómo no!, a la Reina de las Fiestas y sus damas.
2. Este año recordamos a san Pascual, nuestro patrono, cuando con la Iglesia universal estamos celebrando el Jubileo ordinario 2025, en el que el querido y recordado Papa Francisco nos ha invitado a reavivar la Esperanza para convertirnos así en “peregrinos de Esperanza”.
En nuestro mundo hay signos claros de falta de esperanza. El hombre y la mujer de hoy tienen miedo al futuro, siempre incierto y, con frecuencia, amenazador. Entre nosotros ha anidado el desencanto y la falta de ilusión. Somos testigos del agotamiento de una civilización basada en el desarrollo ilimitado, en el progreso, en la expansión técnica y en una visión prometeica del ser humano. El futuro aparece como una amenaza entre guerras cercanas y lejanas, pandemias mal digeridas, catástrofes naturales y crisis recurrentes. Poco a poco se nos va escapando la Esperanza. Vamos “tirando”, tratando de aparentar seguridad mientras nos consume la incertidumbre. Se multiplican las preguntas sin respuesta.
Mientras navegamos por las aguas turbulentas de esta vida, cada vez aparecen más peligros. Son los peligros del materialismo que asfixia los auténticos valores espirituales o de la competitividad desenfrenada que genera egoísmos, hambrunas, desplazamientos, conflictos y guerras. Tampoco nosotros en la Iglesia estamos libres de riesgos y tentaciones en nuestra fe y vida cristiana, personal y comunitaria, y que amenazan la tarea evangelizadora de las comunidades parroquiales. Sin darnos cuenta, nos vamos alejando de Aquel que da sentido a nuestra vida, que es nuestra Esperanza. Metidos en nuestros pequeños espacios, olvidamos lo fundamental: la llamada que Cristo hace a su Iglesia para ser sal de una Esperanza que no defrauda y dar testimonio coral de ella mediante una vida comunitaria fraterna. Como nos ha dejado escrito el Papa Francisco, necesitamos abrirnos más a la Esperanza ofrecida por el evangelio que es el antídoto para el espíritu de desesperanza que crece en la sociedad y amenaza a nuestra Iglesia diocesana.
En este contexto, celebramos este año la fiesta de san Pascual; él es nuestro Patrono, es decir nuestro guía, ejemplo e intercesor. Los santos siempre tienen algo que decirnos. También la vida y el legado de Pascual son de actualidad en este tiempo de crisis. En efecto: este franciscano era una persona sensible y cercana a las personas necesitadas de su tiempo. Pascual era extraordinariamente humano, porque vivía unido a Jesucristo, la Esperanza que no defrauda. Su persona y su vida estaban conformadas por el Evangelio y por el Corazón de Cristo, presente en la Eucaristía. A través de Pascual, Jesús se hacía presente en el corazón de la Iglesia y en medio del mundo; a través de él, se muestra la extraordinaria fuerza que brota del Amor de Dios; un amor que se hace cercano al que sufre en el cuerpo o en el espíritu; un amor que da alivio y consuelo al necesitado; un amor que infunde esperanza en todo momento; un amor capaz de renovar y transformar el corazón de cada persona, de las familias, de la sociedad, de los pueblos y naciones.
2. A la luz de la Palabra de Dios que hemos proclamado, y de la figura de Pascual quiero fijarme en tres palabras. Estas tres palabras son: llamada, esperanza y testimonio.
En primer lugar está la llamada. Es la llamada de Jesús que nos dice: “Venid a mi todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré” (Mt 11,28). Jesús nos llama a todos a acudir a Él, siemprey de modo especial en la enfermedad y en los momentos de tribulación y de desesperanza, para encontrar alivio, descanso y esperanza. Sus palabras expresan su solidaridad con una humanidad afligida y sufriente, desconcertada y temerosa.
En la situación actual, Jesús nos invita a acudir a Él para que se transforme nuestra mirada, nuestro corazón y nuestra vida. Jesús nos dice a todos, “venid a mí”, y nos promete alivio y consuelo. Jesús nos pide que aprendamos de Él que es “manso y humilde de corazón”, y nos propone ‘su yugo’: el suave yugo del amor a Dios y al prójimo, y el camino de la sabiduría del Evangelio que no es una ideología o una simple propuesta ética, sino su misma Persona: Él es el Camino, la Verdad y la Vida. El encuentro personal con Cristo Vivo ofrece siempre alivio en el cansancio y la fatiga, pistas para el camino y la certeza de la esperanza.
Esta llamada de Jesús sólo la pueden escuchar y acoger los pequeños, los “pobres en el espíritu”, los sencillos y humildes, como Pascual. Como él necesitamos mucha humildad para acoger la invitación de Jesús; y es necesaria mucha humildad para que reconozcamos la necesidad que tenemos de contar con Dios y su amor para construir con los demás nuestra vida personal y familiar, la vida social, la historia humana y un futuro con esperanza para la humanidad. Estamos necesitamos de Dios-Padre y del encuentro con su Hijo, Jesucristo, que nos une a los hermanos y genera fraternidad y solidaridad. Pascual nos muestra que el lugar por excelencia de ese encuentro con Cristo es la oración y la Eucaristía, sin la cual él no podía vivir; incluso cuando estaba con su rebaño y no podía participar en la santa Misa y en la Comunión, se volvía y arrodillaba en adoración cuando la campana de la ermita cercana tocaba en la Consagración. La oración y la Eucaristía abren nuestra mente y nuestro corazón para recibir el don del amor de Dios y su Palabra.
3. La segunda palabra es esperanza. “Dichoso el que espera en el Señor” (Sal 34), nos dice el salmista. Es una llamada a confiar y esperar siempre en Dios, manifestado en Cristo Jesús. El es nuestra única Esperanza, la única que no defrauda.
El Señor Resucitado sale hoy de nuevo a nuestro encuentro para despertar y avivar nuestra fe pascual, fundamento de la esperanza cristiana. En la muerte y resurrección de Cristo Jesús hemos sido salvados, hemos sido rescatados, y hemos sido sanados y abrazados para que nadie ni nada nos separe de su amor redentor. Nada ni nadie nos podrán ya separar del amor de Dios, manifestado en Cristo, nos recuerda san Pablo (cf. Rom 8, 39). La verdadera esperanza nace del amor de Dios manifestado en Cristo; por ella “aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo” (Catecismo 1817). Y este amor de Dios, manifestado en Cristo, nos acompaña ya en nuestra vida diaria y nos socorre allí donde nuestras posibilidades llegan al límite.
“Se nos ha dado la esperanza, una esperanza fiable, -son palabras de Benedicto XVI- gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente: el presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino” (Spes salvi, 1).
El Señor nos invita a dejarnos amar por Él para que se active nuestra esperanza cristiana y dar así sentido a nuestra vida cuando todo parece naufragar. Cristo resucitado nos permite mirar ese futuro difícil con esperanza. No tengamos miedo. El Señor resucitado está y camina con nosotros. Nuestro patrono, hombre sencillo y humilde, confió y espero siempre en Dios; una esperanza que alimentaba en su fe en la presencia real del Señor resucitado en la Eucaristía, y en su devoción profunda a la Virgen María, Madre de la esperanza. Por ello, aún en la mayor dificultad, Pascual no perdía nunca la alegria ni la esperanza.
4. Y, finalmente, está el testimonio. San Pedro nos exhorta a estar siempre dispuestos a “dar razón de nuestra esperanza” (cf. 1 Pt 3, 15). En la situación actual, los creyentes estamos llamados a ser testigos de la esperanza, que no defrauda, con nuestras palabras y sobre todo con nuestro modo de vida. Es más; “en el año jubilar estamos llamados a ser signos tangibles de esperanza” (Bula, n. 10). Para ser verdaderos portadores de esperanza, hemos de trabajar con acciones concretas para lograr la paz con Dios, con los hermanos, en las familias y entre los pueblos; para lograr la apertura a la vida, don de Dios, cuidada desde su concepción hasta su último aliento natural, ante el dramático descenso de la natalidad y el avance de la cultura de la muerte. Hemos de acompañar a los privados de libertad para que no pierdan la esperanza de que es posible su recuperación y su reinserción en la sociedad. No podemos olvidar el cuidado de los enfermos, de los que sufren y de los ancianos; o estar cercanos y acompañar a los jóvenes ante un futuro incierto; o de acoger a los migrantes, exiliados y refugiados; y, de manera apremiante, hemos de amar a los pobres y necesitados.
El encuentro vivo y personal con Cristo, meta del año jubilar, requiere volver a recorrer con renovado entusiasmo el camino de las obras de misericordia. Para ver a Jesús hay que tocar su carne en el necesitado: dar de comer al hambriento, de beber al sediento, hospedar al forastero, vestir al desnudo, visitar al enfermo y encarcelado. No hay esperanza sin ejercicio concreto de la misericordia. Para ser peregrinos de esperanza es necesario hacer experiencia concreta de la misericordia divina en la propia vida mediante la conversión que lleva a recibir el perdón y la reconciliación, y, a la vez, hacer experiencia de la misericordia en obras concretas con el prójimo. Dejarse amar por el Señor, para llegar a amar a los demás con su mismo amor.
Pascual amaba a Cristo con toda su alma; este amor le trasformó y le llevó a entregarse al cuidado de los hambrientos, los sedientos y de los ‘sin techo’. Cuando un corazón está enamorado de Jesucristo, que nos ha amado hasta entregar su vida en la Cruz, se aviva la Esperanza, ve a Jesús en el necesitado, y se siente llamado a ser signo tangible de esperanza con los demás. Se necesitan corazones generosos como el de Pascual para salir al paso de tantas necesidades presentes; él, limosnero y portero de su convento de Vila-real, nos invita hoy a redoblar nuestra caridad. Es el mensaje de Pascual en el día de su fiesta. Que él nos guie e interceda por nosotros en estos momentos de crisis de la esperanza. Que la Virgen María, Madre de la Esperanza, nos consuele, nos proteja y nos guie. Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón