O. de la Merced
Iglesia parroquial de San José Obrero de Castellón, 29 de octubre de 2022
(Sab 9, 1-18; Sal 83, 3-12; Stg 3, 13-18; Mt 25, 31-40)
Hermanas y hermanos muy amados todos en el Señor, querido César.
1. “Nada nos separará del amor de Dios” (cf. Rom 8, 35-39). Así hemos cantado en la aclamación al salmo. Hoy damos, ante todo, gracias a Dios la vocación al sacerdocio en la Orden de la Merced y por la ordenación diaconal de nuestro hermano César. Porque tu vocación al sacerdocio, que se verifica hoy por la llamada de la Iglesia, y tu ordenación son un don del amor de Dios, que nunca nos abandona. “Nos me habéis elegido vosotros a mi; soy yo quien os elegido a vosotros”, nos dice Jesús (Jn 15.16). Dios puso un día en tu corazón la semilla de tu vocación: una llamada que descubriste gracias a las convivencias vocacionales en el Seminario Mercedario “San Pedro Nolasco” de Palmira (Venezuela) en 2011, y gracias al acompañamiento de la comunidad de Padres Mercedarios de San Juan de los Morros, y, en especial de Fr. Eduardo Pérez, que, como acólito, te enseñó a servir en la Eucaristía. Fue tu experiencia al participar por primera vez en una ordenación sacerdotal (de Fr. Juan Duque) lo que te decidió a ingresar en el Seminario en 2012, con tan solo dieciséis años.
Dios, que te dio la vocación, ha ido cuidando también de ti y te ha ido enriqueciendo con sus dones a lo largo de estos años de discernimiento y maduración de la llamada: los años de filosofía, de noviciado, de estudiantado y de teología hasta tu Profesión de Votos solemnes, en abril de este año. Gracias damos a Dios por tu vocación, por tu corazón disponible, generoso y agradecido; gracias le damos por tu fe confiada en el Señor, que te ha ayudado a superar miedos y temores; gracias a Dios damos por tu familia sencilla, pero trabajadora, que ha apoyado tu vocación y no ha obstaculizado tu respuesta; gracias le damos por la ayuda que en el camino de maduración de tu vocación te han prestado las comunidades mercedarias, los amigos y los compañeros y, sobre todo, tus formadores: gracias a todo ello te has convertido en tierra buena donde la semilla va dando sus frutos. Uno de esos frutos es tu ordenación diaconal.
Por todo ello, nuestra celebración es un motivo de alegría y de esperanza para la Orden de la Merced y para la Iglesia universal. Hoy nos consuela ver que, no obstante la penuria vocacional que padecemos, Dios sigue llamando; pese a las circunstancias adversas, hay todavía tierra buena donde la semilla de la vocación al sacerdocio es acogida, madura y va dando sus frutos.
2. Mediante la imposición de mis manos y la oración consagratoria, el Señor va a derramar sobre ti el Espíritu Santo y te va a consagrar diácono para siempre. Al ser ordenado de diácono participarás de los dones y del ministerio que los Apóstoles recibieron del Señor Resucitado y serás en la Iglesia y en el mundo signo e instrumento de Cristo, Siervo, que vino no “para ser servido sino para servir”. El Señor imprimirá en ti una marca profunda e imborrable, que te conformará para siempre con Cristo Siervo. Él espera que seas en todo momento con tu palabra y con tu forma de vida signo de Cristo Siervo, obediente a la voluntad del Padre hasta la muerte. Sé en todo momento, como Bernabé, hombre de bien, lleno de Espíritu Santo y de fe, para que otros muchos se acerquen y adhieran al Señor (cf. Act 11,24).
Al ser ordenado diácono eres llamado, consagrado y enviado para llevar a cabo un triple servicio, una triple diaconía: la de la Palabra, la de la Eucaristía y la de la caridad. Fortalecido con el don del Espíritu Santo, ayudarás al Obispo y a los sacerdotes en el anuncio de la Palabra, en el servicio del Altar y en el ministerio de la caridad, mostrándote servidor de todos, especialmente de los más pobres y necesitados.
3. Es tarea del Diácono el servicio de la Palabra, la proclamación del Evangelio como también la de ayudar a los presbíteros en la explicación de la Palabra de Dios. En la ceremonia de ordenación te entregaré el Evangelio con estas palabras: «Recibe el Evangelio de Cristo, del cual has sido constituido mensajero: convierte en fe viva lo que lees y lo que has hecho fe viva enséñalo, y cumple aquello que has enseñado».
Como servidor de la Palabra eres a la vez destinatario y mensajero la Palabra. Para que tu enseñanza de la Palabra de Dios sea creíble, habrás de acoger con fe y hacer vida el Evangelio que anuncias. Antes de nada, el mensajero del Evangelio ha de escuchar, estudiar, comprender, contemplar, asimilar y hacer vida propia la Palabra de Dios: el buen mensajero se deja configurar, guiar y conducir por la Palabra, de modo que ésta sea la luz para su vida, transforme sus propios criterios y lo lleve a un estilo de vida según el Evangelio. Esto pide delicadeza espiritual y valentía para dejar las cosas que creemos de valor y en realidad no lo tienen. La cerrazón de corazón, el egoísmo, la envidia, la vanidad, el afán de poseer, la comodidad o la tibieza hacen infecunda la buena sementera de la Palabra de Dios.
Por la ordenación diaconal, vas a ser constituido en mensajero de la Palabra de Dios. La Palabra de Dios no es nuestra palabra. En último término, la Palabra de Dios es el mismo Jesucristo quien pasará a otros por medio de tus labios y de tu vida, para que se encuentren con Él, se conviertan y adhieran a Él, se hagan discípulos misioneros suyos. Como a los Apóstoles, el Señor te envía y te dice hoy: “Id y haced discípulos a todos los pueblos” (Mt 28, 19).
La Palabra de Dios es viva y eficaz, es incisiva, inquieta la falsa paz de muchas conciencias, corta cualquier ambigüedad y cura los corazones más endurecidos. Serás mensajero de la Palabra de Dios tal como ésta nos llega en la tradición viva de la Iglesia, y no con interpretaciones personales que miren halagar los oídos o adaptarse a un mundo alejado de Dios. La Palabra de Dios pide ser proclamada y enseñada sin reduccionismos, sin miedos, sin complejos y sin fisuras ante la cultura dominante o lo políticamente correcto. No olvides nunca que la Palabra no se impone, sino que se propone. ¡Cuánto respeto, cuánta oración, cuánto sentido del temor y del amor debe anidar en el interior de aquel, que hace resonar la Palabra de Dios y que debe explicar su sentido para la vida de las personas, de la comunidad eclesial y de la misma sociedad!.
Confiados en la fuerza inherente de la Palabra de Dios no tengamos miedo de ofrecerla como el único camino que ilumina los caminos de todo hombre y lleva a la Vida plena y feliz. La Palabra de Dios es la única es capaz de derribar los ídolos y las falsedades mundanas, y de liberar al hombre de las diversas formas de esclavitud y de pecado, que truncan su verdadera dignidad y su vocación más alta. Como heraldo del Evangelio estás destinado a ser profeta de un mundo nuevo, de la nueva creación instaurada por la muerte y resurrección del Señor; eres portador de un mensaje que arroja la luz sobre los problemas claves del hombre y que no se cierra en los pobres horizontes de este mundo.
4. Como diácono serás también colaborador del Obispo y del sacerdote en la celebración de la Eucaristía, el gran “misterio de la fe”. Tendrás también el honor y el gozo de ser su servidor. Se te entregará el Cuerpo y la Sangre del Salvador para que lo reciban y se alimenten los fieles. Trata siempre los santos misterios con íntima adoración, con recogimiento exterior y con devoción de espíritu, consciente de la alta dignidad de su tarea.
Al diácono se confía de modo particular el ministerio de la caridad, que se encuentra en el origen de la institución de la diaconía. El ministerio de la caridad dimana de la Eucaristía, fuente y cima de la vida de la Iglesia. Cuando la Eucaristía es efectivamente el centro de la vida del diácono no sólo lleva a los creyentes al encuentro de la comunión con Cristo, sino que también le lleva y le da la fuerza para el encuentro en la comunión con los hermanos. Atender a los pobres y necesitados, tener en cuenta las penas y los sufrimientos de los hermanos, ser capaz de entregarse en bien del prójimo: estos son los signos distintivos del diácono, discípulo del Señor, que se alimenta con el Pan Eucarístico. El amor al prójimo no se debe solamente proclamar, sino que se debe ante todo practicar.
5. El Señor nos ha dado ejemplo de siervo y servidor. En tu condición de diácono, es decir, de servidor de Jesucristo, sirve con amor y con alegría a Cristo presente en los hermanos: en los hambrientos y sedientos, en los forasteros y desnudos, en los enfermos y en los encarcelados (cf. Mt 25, 31-40), Sé compasivo y misericordioso, acogedor y benigno; dedica a los demás, en especial a los encarcelados, tu persona, tus intereses, tu tiempo, tus fuerzas y tu vida; sé servidor de la Misericordia. El diácono debe ser la viva y operante expresión de la caridad de la Iglesia: pan para el hambriento, luz para el ciego, consuelo para el triste y apoyo para el necesitado.
Para ser fiel a este triple servicio vive día a día enraizado en lo más profundo del misterio eclesial, de la comunión de los santos y de la vida sobrenatural; vive sumergido en la plegaria de modo que tu trabajo diario esté lleno de oración. Sé fiel a la celebración de la Liturgia de las Horas; es la oración incesante de la Iglesia por el mundo entero, que te está encomendada de modo directo. Esfuérzate en fijar tu mirada y tu corazón en Dios con la oración personal diaria. La oración te ayudará a superar el ruido exterior, las prisas de la jornada y los impulsos de tu propio yo, y así a purificar tu mirada y tu corazón: la mirada para ver el mundo con los ojos de Dios y el corazón para amar a los hermanos con el corazón de Cristo. Así encontrarás en la oración el humus necesario para vivir tu promesa de disponibilidad y obediencia a Dios, a tus Superiores y así a los hermanos.
El celibato que acoges libre, responsable y conscientemente, y que prometes observar durante toda la vida por el reino de los cielos y para servicio de Dios y de los hermanos sea para ti símbolo y, al mismo tiempo, estímulo de tu servicio y fuente de fecundidad apostólica. No olvides que el celibato es un don de Cristo que tanto mejor vivimos, cuanto más centrada está nuestra vida en Él. Movido por un amor sincero a Jesucristo, tu consagración se renovará día a día. Por tu celibato te resultará más fácil consagrarte con corazón indiviso al servicio de Dios y de los hombres.
6. Queridos hermanos todos: Dentro de pocos momentos suplicaré al Señor para que derrame el Espíritu Santo sobre este hermano, con el fin de que le “fortalezca con los siete dones de su gracia y cumplan fielmente la obra del ministerio”. Unámonos todos en esta suplica. Que la Virgen María, Nuestra Señora de la Meced, sierva y esclava del Señor, interceda para que este hermano nuestros reciba una nueva efusión del Espíritu Santo. Y oremos a Dios, fuente y origen de todo don, que nos conceda semillas de nuevas vocaciones al ministerio ordenado, en la Orden de la Merced y en nuestra Iglesia diocesana. A Él se lo pedimos por Jesucristo Nuestro Señor.
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón