La corresponsabilidad de los laicos en la Iglesia
Conferencia de D. Jorge Andreu Vicent
El Papa Francisco afirma: “Los laicos son los protagonistas de la Iglesia y del mundo.” A partir de esta cita me gustaría iniciar esta charla aseverando que los laicos somos una parte fundamental del Pueblo de Dios. Los laicos adquirimos nuestra incorporación al Pueblo de Dios mediante el Bautismo. Todos ingresamos a la Iglesia como laicos. El Espíritu Santo da a todos los bautizados carismas y ministerios para la construcción de la Iglesia y para la evangelización del mundo. Por el bautismo, somos llamados y enviados a la misión, a vivir la comunión y la corresponsabilidad, por eso somos discípulos misioneros. En este punto me gustaría lanzar una pregunta, para que cada uno la reflexionemos en nuestro interior: ¿Nos vemos como enviados al mundo por la Iglesia? Para responder a esta pregunta debemos tener clara conciencia de que somos Iglesia, debemos sentirnos Iglesia porque Cristo, nos convoca y nos convierte en su Pueblo. En la Exhortación Apostólica del Papa Francisco, «Evangelii Gaudium«, leemos: “todo cristiano es misionero en la medida en que se ha encontrado con el amor de Dios en Cristo Jesús; ya no decimos que somos <<discípulos>> y <<misioneros>>, sino que somos siempre <<discípulos misioneros>>.” (EG 120) Esto nos enseña una cosa muy importante, que debemos tener grabada en cada uno de nuestros corazones: Somos Pueblo de Dios, invitados a vivir la fe, no de forma individual ni aislada, sino en comunidad, como pueblo amado y querido por Dios. La Iglesia es una comunión, una comunión de personas que, por la acción del Espíritu Santo, formamos el Pueblo de Dios, que significa todos, desde el Papa hasta el último niño bautizado, por lo tanto el mandato de evangelizar no implica sólo a algunos bautizados, sino a todos. Hacer comunión es hacer misión. Alegrémonos, pues, de pertenecer al único pueblo de Dios que según las palabras del apóstol san Pedro, “Dios se ha adquirido para anunciar sus maravillas.” (1 Pe 2, 9). Demos gracias por ello esta mañana.
Si observamos el Evangelio veremos que ya existía la colaboración de los creyentes en la misión del Señor. Cito algunos ejemplos:
- Los Apóstoles, que están al lado del Señor apoyándolo en sus acciones.
- Los “setenta y dos” enviados para predicar en los lugares que Él después visitaría. El evangelista Lucas en el capítulo 10, versículo 1 dice: “Designó el Señor otros setenta y dos, y los mandó delante de él, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir él.” (Lc, 10, 1)
- Algunas mujeres colaboradoras que lo seguían y le servían; el evangelista Lucas en el capítulo 8, versículo 3 dice que le acompañaban «Juana, mujer de un administrador de Herodes, llamado Cuza; Susana, y varias otras que los atendían con sus propios recursos.” Sobresalen figuras como la samaritana (Jn 4, 28-30) quien su conversión lleva al Señor a toda la ciudad; María Magdalena, María la de Santiago y Salomé, que en el Evangelio de san Marcos que se proclamó en la pasada Vigilia Pascual escuchamos que fueron las primeras testigos de la resurrección del Señor y quienes son enviadas a anunciar el hecho inicialmente a los Apóstoles.
- Lo planteado en el Evangelio según Mateo, es importante por cuanto muestra que la misión del discípulo encomendada por el Resucitado es la de ser enviado para convertir a todo el mundo en discípulo de Jesús, ello se sella con las acciones de bautizar y enseñar a guardar todo lo que él les había enseñado. Es lo que leemos en el evangelio de san Mateo en el capítulo 28, versículos 19-20: “Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos.”
El ejemplo de las primeras comunidades cristianas
Tomemos también los relatos asociados a las primeras comunidades cristianas: En los Hechos de los Apóstoles podemos leer que formaban una comunidad, y así “vivían todos unidos y tenían todo en común” (Hch 2, 44), “con perseverancia acudían a diario al templo con un mismo espíritu, partían el pan en las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón” (Hch 2, 46) y junto a las figuras de autoridad, el espíritu suscitaba distintos carismas y ministerios. Por lo tanto, se puede afirmar que todos los miembros de la incipiente comunidad participaban activamente en la vida de la Iglesia y gozaban de una misma dignidad: Ellos colaboraban en todo lo referido a la asistencia y la hospitalidad, en la ayuda económica a los apóstoles y a las iglesias locales necesitadas y evangelizando mediante la palabra y las obras. La base fundamental del concepto de Pueblo es el establecimiento de vínculos comunes, por tanto, el pueblo elegido por Dios es uno y se cimienta en esta cita de san Pablo a los Efesios: “un Señor, una fe, un bautismo” (Ef 4,5), por tanto, se generan una serie de aspectos de comunión y de igualdad. He querido remontarme a las primeras comunidades cristianas para decir que la Iglesia nace del misterio de Dios y camina en la historia como pueblo.
A través de los siglos el Pueblo de Dios ha sido y es misionero y santo, constituido por nosotros, hombres y mujeres con diversidad de vocaciones, carismas y ministerios, llamados a ser seguidores de Jesús para llevar el Evangelio hasta los confines del mundo, con unos rasgos identificadores como son la vida comunitaria, la celebración litúrgica, especialmente la celebración de la Eucaristía, y el servicio generoso para el bien del mundo. Los cristianos laicos, por ser cristianos, miembros de la comunidad eclesial, hemos de participar activamente en la triple tarea evangelizadora: profética, litúrgica y caritativo-social. Hay diversidad de ministerios pero una misma misión. Cada uno de nosotros, en nuestras comunidades parroquiales debemos ser discípulos misioneros con la mirada puesta en Jesús y mirando la vida desde el punto de vista de Jesús; debemos ser conscientes de nuestra propia vocación, agradeciendo el regalo que nos ha hecho el Señor, deseosos de vivir en comunión con los cristianos que tienen otras vocaciones dentro del Pueblo de Dios y con una vida entregada a los demás. Todo para la gloria de Dios y para el bien del mundo.
Avanzar en comunidad
Hoy hemos sido convocados a este encuentro de Consejos Parroquiales de Pastoral de las parroquias de nuestra ciudad. Los Consejos promueven, potencian y dinamizan las tareas pastorales de las mismas. En ellos se estudian y se dialoga sobre la marcha pastoral de cada comunidad. Sabemos que para que los Consejos sean vivos y útiles tenemos que avanzar en la unidad y en la solidaridad de todos sus miembros y debemos progresar en caminar juntos y a la vez contagiar esta idea a cada una de las realidades parroquiales. Hay que sentirnos corresponsables en ayudar a definir contenidos para la buena marcha de los mismos. Es responsabilidad de los párrocos impulsar los organismos colegiales tales como los Consejos Parroquiales o los Consejos de Asuntos Económicos y deben de facilitar la participación de los laicos en la elaboración, realización y revisión de los planes de acción. Hoy nos encontramos también como Arciprestazgo y precisamente el Consejo de Arciprestazgo tiene que acoger y potenciar lo propio de cada comunidad parroquial. Además ha de compartir realidades comunes y las respuestas que se necesitan, articulando la pastoral, mirando siempre a la Iglesia Diocesana de Segorbe-Castellón. La corresponsabilidad significa que los laicos tenemos que trabajar juntos y trabajar lo que ello significa. La espiritualidad de comunión es el talante de nuestra vida de cristianos. Muy importante es que sea verdadera entre nosotros la diversidad y la complementariedad pero que sepamos trabajar juntos, ayudándonos las personas y las comunidades. La corresponsabilidad es, sin duda, una de las exigencias y expresiones más significativas de la comunión.
La corresponsabilidad laical en la Iglesia nos invita a tener aspecto de hermanos. Quiero hacer memoria en este punto de la experiencia eclesial de Francisco de Asís, que quiso recuperar una expresión más evangélica de la Iglesia como fraternidad de hermanos iguales, fundamentalmente laicos y al servicio de los pobres. La palabra más usada por san Francisco en sus escritos es “hermano”. La fraternidad eclesial que san Francisco propone se encuentra dentro de la mejor tradición de la Iglesia de comunión vivida durante el primer milenio que bien podría ser hoy para nosotros un modelo y una referencia para la vivencia de una Iglesia más fraterna. La fidelidad de san Francisco a la Iglesia resulta evidente, permaneciendo él como laico gran parte de su vida, ya que una vez que el Papa Inocencio III le aprobó su regla se ordenó diácono para predicar la penitencia. En aquel tiempo la Iglesia estaba llena de poder, especialmente durante el papado de Inocencio III, pero amenazaba ruinas. Él nunca dijo “no” al tipo de Iglesia de su tiempo, él no habló ni la criticó, simplemente se dejó orientar por el Evangelio, leído sin glosas ni interpretaciones, en su sentido original. Su proyecto reformador pasó por crear relaciones de fraternidad y servicio como estructura fundamental de Comunión. San Francisco fue un gran discípulo misionero, predicando por las calles o en las plazas, se le podía ver rezando en medio de la naturaleza. Quería que todos fuesen menores, mantenerse a ras del suelo, donde todos los anónimos e invisibles, el pueblo en general, se encuentren. Quiero también destacar su jovial alegría, la que necesitamos como laicos, que le permitía sentirse continuamente en la palma de la mano de Dios. Recordemos que un discípulo misionero triste no difunde la Buena Noticia, no evangeliza. La alegría acompaña a la misión, a la evangelización.
Los dones regalados por Dios al servicio de los demás
En la Iglesia de comunión sabemos que Dios regala sus dones a cada uno de nosotros, sus fieles cristianos, para ponerlos al servicio de los demás y de la misión. Todos estamos invitados a tener un papel activo en la Iglesia y en el mundo, cada uno según su propia vocación. El gran reto que hoy se le presenta a la vida de la Iglesia es intensificar la mutua colaboración de todos en el testimonio evangelizador a partir de los dones y de los roles de cada uno. Cada uno de nosotros somos una misión en esta tierra y para eso estamos en el mundo, un mundo cada vez más complejo y más secularizado. Situarse en este difícil contexto no es sencillo y es para los cristianos un importante reto, pero no hay otro lugar para la misión que este mundo con toda su complejidad. No olvidemos que Dios sigue actuando en el mundo, en la Iglesia, en cada uno de nosotros.
El protagonismo del laicado brota del don de la vocación laical y se hace concreto en la responsabilidad que toda vocación conlleva. La responsabilidad de unos está unida a las responsabilidades de otros. Por eso hablo de corresponsabilidad, que es más que responsabilidad, porque implica una responsabilidad compartida y ejercida complementariamente. En la Iglesia nos necesitamos todos. No podemos excluir a nadie y nadie puede excluirse. La Iglesia es obra del Espíritu Santo, que Jesús nos ha enviado para reunirnos. La Iglesia es precisamente el trabajo del Espíritu en la comunidad cristiana, en la vida comunitaria. El protagonismo del laicado se ejerce en la familia, las parroquias, colegios, universidades, hospitales, programas de acción social, medios de comunicación, política, mundo profesional, empresas, en la calle, entre los vecinos… En toda realidad humana se tiene que ver el protagonismo laical. Los fieles laicos estamos llamados a vivir la corresponsabilidad real. Hemos de ser actores de la vida eclesial y no simplemente destinatarios. Asumamos un mayor compromiso en el mundo y todo siempre en clave de misión.
Evitar las tentaciones
Quiero ahora hablar sobre tres tentaciones. La primera es el clericalismo. El clero cae en esta tentación cuando se siente superior a los laicos y se aleja de la gente, de los laicos, porque los considera de una categoría inferior, cristianos de segunda. El papa Francisco afirma que “el clericalismo surge de una visión elitista y excluyente de la vocación, que interpreta el ministerio recibido como un poder que hay que ejercer más que como un servicio gratuito y generoso que ofrecer…es algo que nos lleva a creer que pertenecemos a un grupo que tiene todas las respuestas y ya no necesita escuchar y aprender nada”. El clericalismo, lejos de dar impulso a las diversas propuestas y contribuciones, va apagando poco a poco el fuego profético del que la Iglesia está llamada a dar testimonio. Para evitar este peligro del clericalismo es necesario que se produzca una conversión pastoral que nos lleve a abandonar esa inercia del “siempre se ha hecho así”. El Papa Francisco en la Evangelii Gaudium sueña “con una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda la estructura eclesial se convierta en cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que para su auto-preservación.” (EG 27) El clericalismo es un peligro tanto para los sacerdotes como para los laicos porque identifica el sacerdocio con el poder y no con el servicio. La segunda es que los laicos experimentemos con fuerza la tentación de querer hacernos con el control y dominio que, en ocasiones, hemos reprochado al clero. Puede ser que de manera consciente o inconsciente, nos vengamos arriba y digamos: ¡es nuestra hora!, en este momento nos toca mandar y tener el “poder” a nosotros. Así planteado no nos puede llevar a nada bueno, porque se traiciona de igual manera la corresponsabilidad. Cuidado en considerarnos “súper-laicos” porque la clave está en la comunión. La tercera y última es la tentación de caer en el individualismo, en la competitividad, en la rigidez, en la negatividad y pesimismo, que asfixian la llamada a la santidad en el mundo actual. Para evitar esta tentación pongamos nuestra atención en la escucha, el diálogo, la empatía y acogida, también al que es o piensa diferente porque la diversidad nos complementa.
Corresponsabilidad, unidad y compromiso
Tenemos por lo tanto un reto importante: Mantener la unidad. La Iglesia no es el resultado de una suma de individuos, sino una unidad entre quienes nos alimentamos de la única Palabra de Dios y del único Pan de vida. La comunión y la unidad de la Iglesia, que nacen de la Eucaristía, son una realidad de la que debemos tener cada vez mayor conciencia. Necesitamos promover un cambio de mentalidad de los laicos, pasando de considerarnos actores secundarios de la Iglesia o colaboradores del clero a reconocernos realmente como corresponsables de lo que la Iglesia es y de cómo actúa. La Iglesia necesita un laicado maduro y comprometido. Esta conciencia de ser Iglesia, común a todos los bautizados, no disminuye la responsabilidad de los párrocos. Precisamente a vosotros, queridos párrocos, os corresponde promover el crecimiento espiritual y apostólico de quienes estamos comprometidos en las parroquias y entre los que son asiduos a ellas. Por la tanto os pido que os preocupéis de nuestros itinerarios formativos que nos lleve a madurar a un verdadero sentido de pertenencia a la comunidad parroquial. Para desarrollar nuestra vocación laical hay que alentar la formación. La formación, es elemento imprescindible para la vivencia de la fe y premisa del testimonio y del compromiso público. Al mismo tiempo, constituye una de las urgencias de la Iglesia misionera. Sólo así la Iglesia será más evangelizadora y lo seremos los laicos. Os pido también que estéis dispuestos a abrirnos espacios de participación y a confiarnos ministerios y responsabilidades, confiad en nosotros. No dudéis en encomendarnos y repartirnos servicios y tareas. De la misma forma que los laicos podemos aprender mucho de los sacerdotes, también vosotros podéis aprender mucho de los laicos. Los sacerdotes tenéis que contribuir a la renovación de las comunidades, avivando la fe de sus miembros, fomentando la comunión de todos y en todo, alentando la acción evangelizadora de la comunidad y su participación en la evangelización misionera y animando la comunión de los laicos entre sí y su inserción en la parroquia y en la Iglesia diocesana.
Ahora más que nunca estamos llamados a ser una Iglesia en salida, que anuncie el mensaje de la Buena Noticia de Jesús, que acompaña, que se sigue formando para la misión y que está presente en el espacio público. Todos nos necesitamos para ser esta Iglesia en salida que anuncia el gozo del Evangelio. En líneas generales, podemos afirmar que la comunión es la clave que debe marcar el futuro. Hemos de proponer caminos de manera unida, coordinada, desde una mirada profunda, aprendiendo los unos de los otros, creando espacios compartidos de escucha, estudio, trabajo, servicio, activando procesos y poniendo en marcha proyectos pastorales ricos y fecundos que nos ayuden eficazmente a reaccionar ante lo que Dios nos está pidiendo. Estoy convencido de que el presente, no ya el futuro de la Iglesia, depende de los laicos. La Instrucción Cristianos laicos, Iglesia en el mundo, de la que este año se cumplen 30 años de su publicación, afirma que “la nueva evangelización se hará, sobre todo, por los laicos, o no se hará.” Esta Instrucción se publicó para promover la corresponsabilidad y participación de los laicos en la vida de la Iglesia y en la sociedad civil. El renovado Pentecostés en nuestra Iglesia lo tenemos que hacer los laicos. Para esto, como dice el Papa Francisco: “tenemos necesidad de laicos con visión de futuro, no cerrados en las pequeñeces de la vida… tenemos necesidad de laicos con sabor a experiencia de vida, que se atrevan a soñar…” No son tiempos fáciles, pero debemos sentir el impulso del Espíritu Santo que nos llama a seguir adelante con alegría y con esperanza. El motor de la evangelización es la alegría, el optimismo, el entusiasmo, la esperanza… que tiene su fundamento en la alegría de Cristo y siempre es una alegría misionera.
Para terminar me gustaría expresar un deseo: que nos animemos a vivir más intensamente nuestra responsabilidad eclesial. La Iglesia no es sólo cosa de los presbíteros y religiosos; también los laicos, desde nuestra propia vocación, somos corresponsables de la Iglesia; no somos espectadores, sino protagonistas con una misión propia que cumplir. Si somos capaces de entender y vivir la corresponsabilidad en la vida de la Iglesia seremos más eficaces en nuestra misión evangelizadora. Hagámoslo, todos juntos, sacerdotes, personas consagradas y laicos, todos obreros de la viña del Señor. El tiempo es ahora. Confiando en la gracia del Espíritu, que Cristo Resucitado nos ha garantizado, avancemos en el camino de la corresponsabilidad con renovado impulso. Pidamos la intercesión de la Mare de Déu de Gràcia, que nos acompañe y nos impulse a mirar con confianza el futuro.