Las tentaciones en el camino hacia la Pascua
Queridos diocesanos:
Los cuarenta días de la cuaresma recuerdan los cuarenta días que Jesús pasó en el desierto antes de iniciar su vida pública. Después del bautismo de Jesús en el Jordán, “el Espíritu Santo lo fue llevando durante cuarenta días por el desierto, mientras era tentado por el diablo”, como leemos en el Evangelio de este primer domingo de cuaresma (Lc 4,1-13). Con sus tentaciones, el diablo quería apartar a Jesús de la voluntad del Padre, de la misión recibida y de su Pascua.
San León Magno comenta que “el Señor quiso sufrir el ataque del tentador para defendernos con su ayuda y para instruirnos con su ejemplo”. Jesús inauguró así nuestro ejercicio cuaresmal, nos enseñó a sofocar la fuerza del pecado y rechazar las tentaciones para caminar con él hacia la Pascua.
El desierto puede indicar el “lugar” donde el ser humano experimenta su debilidad, porque no tiene apoyos ni seguridades, y donde aparecen todo tipo de tentaciones. Pero puede también indicar un lugar de silencio en el que se puede experimentar de modo particular la presencia de Dios y escuchar su voz.
Como Jesús, tampoco nosotros estamos libres de las tentaciones que él sufrió en el desierto, como son el apego a las riquezas, el ansia de poder y el deseo de éxito. Según Benedicto XVI, el núcleo y la raíz de estas tres tentaciones es la tentación de ponerse uno mismo en el lugar de Dios, suprimiéndole de la propia existencia y haciéndole parecer superfluo. Es la tentación de querer ser dioses al margen de Dios, de querer construir la propia existencia, el mundo y la historia al margen de Dios y de su voluntad. Es la tentación de la autosuficiencia y de querer poner orden en uno mismo y en el mundo contando exclusivamente con las propias capacidades. Es la utopía de alcanzar la felicidad plena y la inmortalidad por sí mismo al margen de Dios. En una palabra, es la pretensión ilusoria de querer salvarse por sus propias fuerzas.
La historia y el presente nos ofrecen profetas y ejemplos de ello: a la postre, ninguno de estos intentos ha podido cumplir sus promesas de un paraíso en la tierra; con frecuencia han producen lo contrario de lo prometido: generan esclavitud, injusticia, mal, pecado y muerte.
Frente a ello, Jesús proclama que “se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios”. En Jesús, Dios se acerca al hombre con amor y misericordia, Dios se encarna y entra en el mundo para cargar con el pecado, para vencer el mal y volver a llevar al hombre al mundo de Dios, al reino del amor y la libertad, de la justicia y la paz, de la gracia, la verdad y la vida. Por ello Jesús pide: “convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1, 15); es la invitación a tener fe en Dios, a confiar en Dios, a convertir nuestra mente y nuestro corazón a Dios y a su voluntad, orientando hacia el bien nuestras acciones, pensamientos y deseos.
Las ‘armas’ para vencer las tentaciones y los medios para renovar y fortalecer nuestra relación con Dios son el ayuno, la oración y la limosna, tal como los presenta Jesús en su predicación (cf. Mt 6,1-18). Los tres están interrelacionados; los tres son condición y expresión de la verdadera conversión a Dios. Entramos en el camino de vuelta al amor misericordioso de Dios si le abrimos nuestro corazón en la oración mediante la escucha de su Palabra, apoyados en el ayuno, y si nuestra oración y ayuno se muestran en obras de caridad al prójimo.
Al ayunar seguimos el ejemplo de Jesús en el desierto. La privación incluso de aquello que en sí mismo sería bueno y útil para nuestro sustento, nos hace ver que “no sólo de pan –comida o bienes materiales- vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4,4). El verdadero ayuno ha de ser vivido con sencillez y humildad para descubrir así el don de Dios y nuestra realidad de creaturas. El ayuno verdadero lleva a descubrir y apreciar el alimento verdadero, la Palabra de Dios, para amarle y hacer de su voluntad el alimento de nuestra existencia. El ayuno suscita en nosotros ‘hambre’ de Dios y de su Palabra, lleva a la oración y al deseo de abrirse a Dios y a su amor, de acoger con humildad su voluntad confiando siempre en su bondad y misericordia. El ayuno abre así el camino hacia Dios para a amarle de todo corazón.
El amor a Dios, por su parte, es inseparable del amor al prójimo. Por eso, el ayuno nos lleva a tomar conciencia de las necesidades de nuestros hermanos; y nos pide cultivar el espíritu del buen samaritano, que socorre al que padece hambre, está solo, enfermo, sin hogar, despreciado o herido por la vida.
Este es el camino hacia la Pascua tras las huellas de Jesús.
Con mi afecto y bendición,
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón