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Listado de la etiqueta: homilía

Homilía en la celebración litúrgica del Viernes Santo

2 de abril de 2021/0 Comentarios/en Noticias, Homilías, Homilias 2021/por obsegorbecastellon

Segorbe, S.I. Catedral-Basílica, 2 de abril de 2021

(Is 52,13-53,12; Sal 30; Hb 4,14-16; 5,7-9; Jn 18,1-19,42)

1. “Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos, que por tu santa Cruz redimiste al mundo”. Esta invocación expresa el sentido del Viernes Santo, el misterio de nuestra salvación. En la Cruz, Cristo Jesús nos ha arrancado del poder del pecado y de la muerte; con su Cruz nos ha redimido y nos ha abierto de nuevo las puertas de la dicha eterna. Al conmemorar hoy la pasión y muerte de Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, contemplamos con fe el misterio de la Cruz: misterio de redención y de salvación, misterio de amor. Contemplamos a Dios que ha entregado a su Hijo, su único Hijo, por la salvación del mundo: “Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna” (Jn 3,16). Contemplemos a Cristo, el Hijo de Dios, que, obediente a la voluntad amorosa del Padre, entrega su vida por amor hasta la muerte, y una muerte en cruz.

2. El Poema del Siervo doliente de Isaías nos ha ayudado a revivir los momentos de la pasión de Cristo en su vía dolorosa hasta la Cruz. Hemos contemplado de nuevo el ‘rostro doliente’ del Señor: El es el ‘siervo paciente’, el ‘varón de dolores’, humillado y ultrajado por su pueblo. El mismo Dios, que asumió el rostro de hombre, se muestra ahora cargado de dolor. No es un héroe glorioso, sino el siervo desfigurado. No parece un Dios, ni siquiera un hombre, sin belleza, sin aspecto humano. Es despreciado, insultado y condenado injustamente por lo hombres. Como un cordero llevado al matadero, no responde a los insultos y a las torturas. No abre la boca sino para orar y perdonar. Todos se mofan de él y lo insultan; y Él no deja de mirarlos con amor y compasión. 

3. Lo que más impresiona es laprofundidad del sacrificio de Cristo. Aunque inocente y libre de todo pecado, Jesús carga voluntariamente con los sufrimientos de todos los hombres, porque se carga con los pecados de todos. “El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por la multitud” (Mc 10,45). En la Cruz, Cristo sufre y muere “por nuestros pecados” (1Co 15,3) y “por nosotros”: a causa de nosotros, en favor y en lugar de nosotros. Él carga con el dolor provocado por nuestros pecados, por la tragedia de nuestros egoísmos, de nuestras mentiras, envidias, traiciones y maldades, que se echaron sobre él para condenarlo a una muerte injusta. El carga hasta el final con el pecado humano y se hace cargo de todo sufrimiento e injusticia humana.

El pecado no es otra cosa que el rechazo del amor de Dios, consecuencia de nuestra soberbia y de nuestros sueños de omnipotencia. Todos los pecados de los hombres del pasado y del presente son la verdadera causa del sufrimiento del Redentor. Su mayor dolor es sentirse abandonado por Dios; es decir, sufrir la experiencia espantosa de soledad que produce el pecado y que sigue a todo pecado. En sus últimos momentos grita: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27, 46). Si el sufrimiento es proporcional al mal sufrido, entonces podemos entrever la medida del malydel sufrimiento, que Cristo cargó sobre sí. El sufrimiento de Jesús, el Hijo de Dios, es ‘sustitutivo’: ‘en lugar de nosotros’ y ‘por nuestros pecados’; pero el sufrimiento de Jesús es, sobre todo, redentor. El Varón de dolores es verdaderamente el ‘cordero de Dios, que quita el pecado del mundo’. Su sufrimiento borra los pecados porque únicamente Él, como Hijo unigénito de Dios, los pudo cargar sobre sí, y asumirlos con aquel amor hacia el Padre que superael mal de todo pecado.

A la experiencia de abandono doloroso, Él responde con su ofrenda: “Padre en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46). La experiencia de abandono se convierte en oblación amorosa y confiada al Padre por amor del mundo. Entregando, en obediencia de amor, su espíritu al Padre (cf. Jn 19,30), el Crucificado restablece la comunión de amor con Dios y se solidariza con todos aquellos que por su culpa padecen el exilio de la patria del amor. El aniquila el mal en el ámbito espiritual de las relaciones entre Dios y la humanidad, y llena este espacio con el bien del amor entregado.

4. En la oscuridad de la Cruz rompe así la luz de la esperanza. “Mirad, mi siervo tendrá éxito, subirá y crecerá mucho” (Is 52, 13)  El Siervo de Yahvé, aceptando su papel de víctima expiatoria y redentora, trae la paz, la salvación y la justificación de muchos. En la Cruz, “Dios estaba reconciliando consigo al mundo” (2 Cor 5, 19). La Cruz manifiesta la grandeza del amor de Dios, que libra del pecado y de la muerte. Desde la Cruz, el Hijo de Dios muestra la grandeza del corazón de Dios, de su infinita misericordia:“!Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen!” (Lc 23, 34). En la Cruz se encuentran la miseria del hombre y la misericordia de Dios.

La Cruz muestra así el verdadero rostro de Dios, su dolor activo, libremente elegido, perfecto con la perfección del amor: “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13). Dios no es un espectador del mundo: En Jesús, su Hijo, Él asume el dolor y el sufrimiento humano y lo redime viviéndolo como don y ofrenda de los que brota la vida nueva para el mundo. Desde el Viernes Santo sabemos que la historia de los sufrimientos humanos es también historia del Dios con nosotros: El está presente en el dolor humano para sufrir con el hombre y para contagiarle el valor inmenso del sufrimiento ofrecido por amor. Dios ha hecho suya la muerte para que el mundo hiciese suya la Vida. En la Cruz, el Hijo de Dios se entrega a la muerte para darnos la vida.

Apenas el hombre, en Cristo Jesús, dio su respuesta al amor de Dios, este amor eterno invadió al mundo con toda su fuerza para salvarlo. “Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mi” (Jn 12 32). La Cruz es el «árbol de la vida» para el mundo: en ella se puede descubrir el sentido último y pleno de cada existencia y de toda la historia humana: el amor de Dios. En el Viernes Santo, Jesús convierte la cruz en instrumento de bendición y salvación universal. Al hombre atormentado por la duda y el pecado, la Cruz le revela que “Dios amó tanto al  mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16). La Cruz de Cristo es el símbolo supremo del amor.

5. Contemplemos y adoremos con fe la Cruz de Cristo. Miremos al que atravesaron, y al que atravesamos. Miremos a Cristo: contemplemos su sufrimiento causado por el pecado, por la crueldad y la injusticia de los hombres. Contemplemos en la Cruz a los que hoy están crucificados, a todas la victimas de la maldad humana, a los que sufren y tienen que cargar con su cruz. Miremos el pecado del mundo, reconozcamos nuestros propios pecados, con los que Cristo hoy tiene que cargar.

Contemplemos y adoremos la Cruz: Es la manifestación de la gloria de Dios, la expresión del amor más grande, que da la vida para librarnos de muerte. Unámonos a Cristo en su Cruz para dar la vida por amor. Si abrimos nuestro corazón a la Cruz, sinceramente convertidos, el amor de Dios nos alcanzará. Y el Espíritu de Dios derramará en nosotros el amor de Dios.

Al pié de la cruz, la Virgen María, unida a su Hijo, pudo compartir de modo singular su dolor y el amor de su entrega. Nadie mejor que ella nos puede enseñar a amar la Cruz. La Cruz gloriosa de Cristo sea, para todos, prenda de esperanza. “Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos, que por tu santa Cruz redimiste al mundo”. Amén.

+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón

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Homilía en la Santa Misa Crismal

29 de marzo de 2021/0 Comentarios/en Noticias, Homilías, Homilias 2021/por obsegorbecastellon

S. I. Catedral-Basílica de Segorbe, 29 de marzo de 2021

(Is 61,1-3ª.6ª.8b-9; Sal 88; Ap 1,5-8; Lc 4,16-21)

Acción de gracias por la misericordia de Dios. 

1. “Cantaré eternamente las misericordias del Señor” (Ps 88). Con el salmista cantamos la misericordia del Señor y le damos gracias, en primer lugar, porque a pesar de la pandemia y de las restricciones de aforo, nos permite reunirnos presencialmente en esta Iglesia Madre para celebrar la Misa crismal. Y cantamos sus misericordias porque su Espíritu desciende hoy de nuevo sobre toda nuestra Iglesia diocesana, aquí representada, como descendió sobre Cristo, el Ungido de Dios, para fortalecerla en nuestra tarea de evangelizar y de santificar a los hombres. Somos ‘la estirpe que bendijo el Señor’ (cfr. Is 61,9), para que todos los hombres y mujeres de nuestro tiempo reciban la buena nueva del Evangelio. El poder del Espíritu fecunda hoy de nuevo a esta Iglesia nuestra para que llevemos el Evangelio a todos, en especial a los pobres, para que llevemos consuelo a los afligidos a causa de la pandemia, para que seamos signo de Esperanza y de la plenitud de la vida divina por la fuerza de los sacramentos pascuales.

Los santos óleos que vamos a bendecir y el crisma que vamos a consagrar serán instrumentos de salvación en los sacramentos del bautismo, de la confirmación, del orden sagrado y de la unción de enfermos. La eficacia salvífica de estos signos deriva del misterio pascual, que disponemos a celebrar un año más.

La Misa Crismal: preludio de la celebración de la Última Cena del Señor.

2. La Misa Crismal, aunque la celebramos el lunes santo, hemos de verla en íntima relación con la Misa ‘En la Cena del Señor’ del Jueves Santo. Jesús parte y reparte el pan a sus apóstoles y les ofrece el cáliz lleno de vino. El pan es su Cuerpo que va a ser entregado, y el cáliz es la copa de su Sangre que va a ser derramada para el perdón de los pecados. Jesús anticipa sacramentalmente lo que poco después iba a suceder en el Gólgota: su Sacrificio, la oblación de su Cuerpo y de su Sangre al Padre en la Cruz por la salvación del mundo; es el Sacrificio por el que se instaura una nueva y eterna Alianza, la Pascua nueva y definitiva. Y Jesús manda a los Doce que lo hagan siempre en conmemoración suya. De este modo instituía el Sacrificio Eucarístico como “fuente y cima de toda la vida cristiana” (LG 11), y el sacerdocio ministerial para actuar “in persona Christi” en la Iglesia, un ministerio necesario e insustituible a la hora de renovar su gesto sacramental de la Última Cena y de hacer su Iglesia.

Por eso hoy recordamos, de modo especial, el ministerio sacerdotal, en el que obispo y sacerdotes estamos íntimamente unidos; por eso hoy renovaremos también nuestras promesas sacerdotales.  El mandato y misión que recibían Pedro y los Doce se nos transmitiría a cada uno de nosotros el día de nuestra ordenación sacerdotal; no era la única razón y tarea, pero constituía su primera razón de ser. Hoy es un día para la acción de gracias a Dios por los dones recibidos, pero también de petición por la renovación espiritual y pastoral de nuestra Iglesia y de nosotros, los sacerdotes.

Cristo es el Ungido del Señor.

3. La palabra de Dios que acabamos de proclamar centra nuestra mirada en Cristo Jesús. “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido y me ha enviado a dar la buena noticia a los pobres” (Is 61, 1,3). Estas palabras del profeta Isaías se refieren, ante todo y en primer lugar, a Jesús y su misión mesiánica. “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír” (Lc 4, 21). Así comenta Jesús, en la sinagoga de Nazaret, el anuncio profético de Isaías, que él mismo acaba de leer. Jesús es el Cristo, el Ungido del Señor: es el enviado por el Padre y el ungido por el Espíritu para anunciar la buena nueva a los pobres y a los afligidos, para traer a los hombres la liberación de sus pecados. Él ha venido para proclamar el tiempo de la gracia y de la misericordia de Dios. Acogiendo la llamada del Padre a asumir la condición humana, Jesús trae consigo el soplo de la vida nueva y da la salvación a todos los que creen en Él. Enviado por el Padre y consagrado por virtud del Espíritu Santo queda convertido en sumo y eterno Sacerdote de la nueva y definitiva Alianza, que sella con su sangre.

Todos los bautizados estamos ungidos y enviados a evangelizar.

4. El mismo Señor Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, ha hecho de todos los bautizados, un reino de sacerdotes. Por el bautismo hemos sido ungidos por el Señor y consagrados por su Espíritu como casa espiritual y sacerdocio santo para ofrecer, a través de las obras propias del cristiano, sacrificios espirituales. Como ungidos y consagrados, todos los cristianos estamos llamados a dejar que el don de la nueva vida de la gracia, se desarrolle en nosotros mediante la fe en Cristo. La fe y la unción bautismal se mantienen vivas y frescas en la oración y en la participación frecuente en los sacramentos de la Eucaristía y de la Reconciliación; se mantienen vivas en una caridad activa que nos empuja a todos a salir a la misión para que el evangelio y la salvación de Cristo llegue a todos y a todos los rincones y periferias del mundo.

Los óleos y el crisma nos recuerdan especialmente el misterio de la unción de nuestro bautismo y de nuestra confirmación; una unción, que marca para siempre la persona y la vida de todo cristiano desde el día de nuestro bautismo: de sacerdotes y diáconos, de consagrados y de los fieles laicos.

Los sacerdotes, ungidos por una unción especial y enviados.

4. En otro nivel, el Señor ha hecho un reino de sacerdotes de nosotros, queridos presbíteros, mediante una unción especial. Hemos sido ungidos y enviados para ser sus ministros, es decir, servidores de Dios y de su Pueblo, para anunciar la buena nueva, para ofrecer ‘in persona Christi’ el sacrificio eucarístico a Dios y administrar los sacramentos, para guiar al pueblo sacerdotal a ejemplo del Buen Pastor (cf. LG 10).

Cada uno de nosotros puede decir en verdad: “El Espíritu del Señor está sobre mí, él me ha ungido, y me enviado”. Estas palabras nos recuerdan nuestra ordenación sacerdotal y episcopal. Así lo manifiestan los signos mediante los cuales fuimos ordenados sacerdotes y obispo (cf. Benedicto XVI, Homilía en la Misa Crismal de 13 de abril de 2006).

El Espíritu del Señor descendió sobre nosotros en nuestra ordenación. El obispo impuso sus manos sobre nuestra cabeza y pidió a Dios la efusión de su Espíritu y de sus dones para nuestro ministerio. En la persona del obispo era el mismo Señor quien nos imponía sus manos. Con este gesto, Cristo tomó posesión de cada uno de nosotros. Ya no nos pertenecemos, pertenecemos al Señor, somos propiedad suya. Somos hombres de Cristo, somos “otros Cristos”. Estamos ungidos para actuar en su nombre y ‘in persona Christi capitis’. La nuestra es la misión de Cristo por la fuerza del Espíritu. ¡Cuánto bien nos hace recordar que somos sólo sencillos colaboradores en la viña del Señor. Así contaremos siempre con Él. No es nuestra obra, sino la obra del Señor la que llevamos entre manos. No es nuestra viña, sino la viña del Señor.

Pero con el gesto de la imposición de las manos, Jesús también nos dijo y nos dice a cada uno: “Tú estás bajo la protección de mis manos. Tú quedas custodiado en el hueco de mis manos y así te encuentras dentro de la inmensidad de mi amor. Permanece en el hueco de mis manos y dame las tuyas”. ¡Qué saludable es recordarlo en momentos de desolación espiritual y de abatimiento pastoral ante un ambiente adverso o indiferente a Cristo! ¡Cuánto bien hace meditarlo en nuestro cansancio apostólico, en los momentos de tentación, en nuestras angustias pastorales, en nuestro día a día!   

Nuestras manos fueron ungidas con el crisma, que es el signo del Espíritu Santo y de su fuerza. El Señor nos impuso las manos y ahora quiere las nuestras para que se transformen en las suyas. Quiere que no sean instrumentos para tomar las cosas o las personas para nosotros, sino que se pongan al servicio de su amor entregado: para bendecir, para perdonar, para consagrar, para mostrar su cercanía, para dar y para darse. Nuestras manos ungidas deben ser un signo de donación y de entrega, de creatividad para modelar nuestras comunidades y nuestro mundo con el amor del Buen Pastor. Y para eso, sin duda, tenemos necesidad del Espíritu Santo. Pongamos hoy de nuevo nuestras manos a su disposición y pidámosle que nos vuelva a tomar siempre de la mano y nos guíe.

La imposición de manos y unción sacerdotal: un itinerario existencial.

5. La imposición de las manos y la unción marcan todo un itinerario existencial. El Señor nos impuso sus manos. El significado de ese gesto lo explicó con las palabras: “Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15, 15). El Señor nos hace sus amigos. Nos encomienda todo. Nos encomienda a sí mismo, de forma que podamos hablar con su ‘yo, ‘in persona Christi capitis’. ¡Qué confianza se ha puesto en nuestras manos!  Dejemos que su mano nos aferre; así no nos hundiremos, sino que nos pondremos al servicio de la vida que es más fuerte que la muerte, y al servicio del amor que es más fuerte que el odio. La fe en Jesús, Hijo del Dios vivo, es el medio por el cual volvemos a aferrar siempre la mano de Jesús.

Hemos sido ungidos por el Señor. La unción se mantiene fresca en una relación viva con Jesucristo, nos recuerda el Papa Francisco. Esta relación nos salva de la tentación de la tristeza y de la amargura, de la mundanidad, de las ideologías, de la mediocridad, de la vanidad y del dinero, del individualismo y del aislamiento. Podemos perder todo pero no nuestro vínculo con el Señor, de otro modo no tendríamos nada más que dar a la gente.

Esta relación con Cristo se mantiene viva en el encuentro personal con Cristo permanentemente renovado. Como en el caso de los primeros discípulos pide ser un encuentro real con el Resucitado; un encuentro que nos sobrecoja y nos lleve a pasar del miedo a la alegría, de la decepción a la esperanza, del fracaso al ardor pastoral. Este encuentro nos movilizará e impulsará a contar lo que hemos vivido y experimentado, y a hacerlo con temple y aguante, sabiendo que los discípulos del Señor estamos llamados a compartir su destino, su cruz. Este encuentro con el Señor nos llevará a la comunidad y hará de nosotros una comunidad de hermanos, que viven la fraternidad sacerdotal y que nada ni nadie podrán parar en la misión que el Señor nos encomienda. 

Sabemos bien, queridos sacerdotes, donde tiene lugar este encuentro personal con el Señor. Nos encontramos con Él en la escucha atenta y orante de la Palabra de Dios, en la oración personal diaria y en la comunitaria, en la oración de intercesión por nuestro pueblo, en el rezo pausado y atento de la Liturgia de las Horas, en la celebración diaria de la Eucaristía, en la recepción frecuente del sacramento de la Penitencia, en la adoración frecuente del Señor en el Sagrario, en la devoción a la Virgen, en los pobres y en tantas personas que el Señor va poniendo en nuestros caminos, y en nuestra propia comunidad de presbíteros.

Para pastorear a nuestro Pueblo de Dios

6. Somos ungidos para ungir a nuestro Pueblo de Dios. Seamos siempre mediadores generosos de la gracia de Dios, siempre disponibles para ofrecer nuestro servicio pastoral a quien nos lo reclame. Acojamos en nuestro corazón el programa esbozado por Jesús en la sinagoga de Nazaret. Amemos a todos, pero especialmente a los más pobres, a los cautivos por tantas cadenas, a los enfermos y a los marginados por la soledad y el abandono, a los parados y a los que han pedido toda esperanza. Aceptemos también el sufrimiento pastoral, que significa, en palabras del Papa, “sufrir con y por las personas, como un padre y una madre sufren por sus hijos”. Oremos ante el Sagrario por nuestro pueblo, teniendo muy presentes la vida, problemas y sufrimientos de nuestros fieles.

Queridos hermanos sacerdotes: Redescubramos la alegría, la belleza y la grandeza de nuestra misión y renovemos nuestras promesas sacerdotales con la confianza puesta en el Señor.

Recuerdo de los enfermos y fallecidos

7. No quiero terminar sin tener un recuerdo en nuestra oración y afecto a nuestros  sacerdotes ancianos y enfermos, en especial a D. Joaquín Esteve, y a todos los que padecen algún tipo de dificultad. Al mismo tiempo encomendamos a la misericordia de Dios a los hermanos fallecidos en el último año: D. José Blasco, D. Roque Herero, D. José Burgos, D. José Porcar, D. Vicente Mestre y D. Manuel López Agui. ¡Que el Señor les conceda su paz y su gloria para siempre!

Sintamos en todo momento la presencia amorosa y maternal de la Madre del Señor y Madre nuestra. Que ella, la Virgen de la Cueva Santa, nos lleve siempre al Señor, que nos proteja, tutele, guíe y llene de fecundidad nuestro ministerio para la gloria de Dios. Así sea.

+Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Homilía en el Domingo de Ramos

28 de marzo de 2021/0 Comentarios/en Noticias, Homilías, Homilias 2021/por obsegorbecastellon

Castellón y Segorbe, S.I. Concatedral y Catedral, 28 de marzo de 2021

(Is 50,4-7; Sal 21; Filp 2,6-11; Mc 14, 1-15.47)

Comienza la Semana Santa

1. El Domingo de Ramos en la Pasión del Señor comienza la Semana Santa, en la que un año más celebramos los misterios santos de nuestra redención: la pasión, muerte y resurrección del Señor. Son los acontecimientos que santifican y hacen santa esta semana. Una semana que pide de nuestra parte un esfuerzo renovado por vivirla en santidad de vida y con santo fervor.

Dos palabras sintetizan la celebración de este Domingo: el “!Hosanna¡” de la procesión y el “!Crucifícalo¡” de la pasión.

En la procesión hemos acompañado a Jesús con cantos, palmas y ramos. Hemos revivido lo que sucedió aquel día, en que Jesús, en medio de una multitud que le aclama como Mesías y Rey, entra triunfante en Jerusalén montado en un pollino. Unidos a aquella multitud hemos cantado: “Hosanna al Hijo de David, bendito el que viene en nombre del Señor, el Rey de Israel. Hosanna en el cielo” (Mt 21, 9). También nosotros hemos expresado la alegría de acompañarlo, de saber que está presente en medio de nosotros como un amigo, como un hermano, también como rey, es decir, como faro luminoso de nuestra vida. Jesús es Dios, pero se ha abajado a caminar con nosotros. Él nos ilumina en nuestro camino. Y así lo hemos acogido hoy con alegría. Nuestra alegría nace de haber encontrado a una persona, Jesús, que está entre nosotros; nace del saber que, con él, nunca estamos solos, incluso en estos momentos difíciles, incluso cuando el camino de la vida tropieza con problemas y obstáculos que parecen insuperables. Nosotros acompañamos, seguimos a Jesús, pero sobre todo sabemos que él nos acompaña y nos carga sobre sus hombros: en esto reside nuestra alegría, la esperanza que hemos de llevar a este mundo nuestro.

Tras la procesión de palmas nos hemos adentrado en la celebración de la Eucaristía y hemos proclamado el relato de la Pasión. Porque Jesús no entra en la Ciudad Santa para recibir los honores reservados a los reyes de la tierra, a quien tiene poder y domina; entra para ser azotado, insultado y ultrajado, como anuncia Isaías en la Primera Lectura (cf. Is 50,6); entra para recibir una corona de espinas, una caña, un manto de púrpura: su realeza será objeto de burla; entra para subir al Calvario cargando un madero. Jesús entra en Jerusalén para morir en la cruz. Y es precisamente aquí donde resplandece su ser rey según Dios: su trono regio es el madero de la cruz.

Entrega de Jesús por amor a la humanidad

2.  Cristo Jesús, el Mesías e Hijo de Dios, fiel a la voluntad del Padre y por amor infinito hacia la humanidad, sigue el camino que le llevará a la cruz con el fin de abrirnos las puertas de la Vida.

Jesús se entrega voluntariamente a su pasión; no va a la cruz obligado por fuerzas superiores a él. “Cristo se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Flp 2, 8). Escrutando la voluntad del Padre, Jesús comprende que ha llegado su hora, y la acepta con la obediencia libre del Hijo y con infinito amor a los hombres. Jesús va a la cruz por nosotros; lleva nuestros pecados a la cruz, y nuestros pecados le llevan a Jesús a la cruz: fue triturado por nuestras culpas, nos dice Isaías (cf. Is 53, 5). El proceso y la  pasión de Jesús continúan en el mundo actual, y los renueva cada persona que, pecando, lo rechaza y prolonga el grito: “No a éste, sino a Barrabás. ¡Crucifícalo!”.

Al contemplar a Jesús en su pasión, vemos los sufrimientos de toda la humanidad. Cristo, aunque no tenía pecado, tomó sobre sí lo que el hombre no podía soportar: la injusticia, el mal, el pecado, la mentira, el odio, el sufrimiento y, por último, la muerte. En Cristo, el Hijo del hombre humillado y sufriente, Dios ama, perdona y acoge a todos. En la cruz, Dios restablece la comunión con los hombres y da el sentido último a la existencia humana. La cruz es el abrazo definitivo de Dios a los hombres. Desde ese abrazo de Cristo en la cruz lo más hondo del misterio del hombre ya no es su muerte, sino la Vida. La cruz ha roto las cadenas de nuestra soledad y de nuestro pecado, y ha destruido el poderío de la muerte. Desde la pasión del Hijo de Dios, la pasión del hombre ya no es la hora de la derrota, sino la hora del triunfo: el triunfo del amor infinito de Dios sobre el pecado y sobre la muerte. La Semana Santa nos invita a acoger este mensaje de la cruz. Al contemplar a Jesús, el Padre quiere que aceptemos seguirlo en su pasión, para que, reconciliados con El en Cristo, compartamos con El la resurrección.

La Semana Santa: expresión de fe
3. “Cristo por nosotros se sometió incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo, y le concedió el nombre que está sobre todo nombre” (Flp 2,9). Estas palabras del apóstol san Pablo expresan nuestra fe: la fe de la Iglesia. La Semana Santa nos sitúa de nuevo ante Cristo, vivo en su Iglesia. El misterio pascual, la pasión, muerte y resurrección, que revivimos durante estos días, es siempre actual. Todos los años, durante la Semana santa, se renueva la gran escena en la que se decide el drama definitivo, no sólo para aquella generación, sino para toda la humanidad y para cada persona, para siempre. Nosotros somos los contemporáneos del Señor. Y, como la gente de Jerusalén, como los discípulos y las mujeres, estamos llamados a decidir si lo acogemos, creemos en él y lo seguimos o no, si estamos con él o contra él, si somos simples espectadores de su pasión y muerte o, incluso, si le negamos con nuestras palabras, actitudes y comportamientos.

Como cada año, estos días santos quieren conducirnos a la celebración del centro de nuestra fe: Cristo Jesús y su misterio Pascual.

Llamada a vivir con fidelidad nuestro ser cristiano
4. En la pasión se pone de relieve la fidelidad de Cristo, en contraste con la infidelidad humana. En la hora de la prueba, mientras todos, también los discípulos, incluido Pedro, abandonan a Jesús (cf. Mt 26, 56), él permanece fiel, dispuesto a derramar su sangre para cumplir la misión que le confió el Padre. Junto a él permanece María, silenciosa y sufriente. Aprendamos de Jesús y de su Madre, que es también nuestra madre. La verdadera fuerza del cristiano se muestra en la fidelidad en el seguimiento de Cristo, en su capacidad de dar testimonio de la verdad del Evangelio, resistiendo a las corrientes contrarias, a las incomprensiones y a los hostigamientos. Es el camino por el que el Nazareno nos llama para que lo sigamos.

Su muerte tan llena de fidelidad y de amor ha abierto un camino en el apretado bosque, lleno de tropiezos, de nuestra realidad. Jesucristo, el Hijo de Dios, ha abierto un camino para que todos podamos seguirle, con la certeza de que, por difícil que nos parezca, el que quiera podrá encontrar en El vida, salvación y gracia. Os invito a vivir la Pascua acercando vuestras vidas al Sacramento de la Confesión y, purificado el pasado, seguir dejando que Cristo brille en nosotros. ¡Abramos nuestro corazón a Cristo que nos ama!.

5. Celebremos estos días en contemplación meditativa. En ellos se va a hacer presente todo lo más grande y profundo que tenemos y creemos. Que nuestra participación en las celebraciones nos adentren en un renovado despertar de nuestra fe, de nuestra esperanza y de nuestro amor.

La Eucaristía nos hace participar de la vida nueva de Jesús, nuestro Señor y Salvador. Revitalicemos nuestra fe. Así se lo pido a María que supo estar al lado de su Hijo Jesucristo. Que Ella, como buena Madre, nos ayude a ser fieles seguidores de su Hijo. Amén.

+Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Homilía en la apertura diocesana del Año de la Familia

19 de marzo de 2021/2 Comentarios/en Noticias, Año de la Familia, De Familia y Vida, Homilías, Homilias 2021/por obsegorbecastellon

Solemnidad de San José, Esposo de la Santísima Virgen María,

patrono de la Iglesia universal

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S.I.Concatedral de Santa María – Castellón de la Plana – 19.marzo 2021

(2 Sam 7,4-5a.12-14a. 16; Sal 88, 2-3.4-5. 27.29; Rom 4, 13. 16-18.22; Mt 1,16.18-21.24a)

Amados todos en el Señor, y muy queridas familias!

Inicio del año de familia cristiana, buena noticia para el mundo

1. Unidos a la Iglesia universal comenzamos con esta Eucaristía el año especial dedicado a la familia. Así lo quiere el Papa Francisco con motivo del 5º Aniversario de la publicación de su Exhortación “Amoris laetitia”. Todo un año para reflexionar sobre la alegría y la belleza del amor en el matrimonio y en la familia de la mano de Amoris laetitia; un año para profundizar, acoger y vivir, para proponer y transmitir el Evangelio del matrimonio y de la familia.

La pandemia del Covid-19 está generando mucho sufrimiento, incertidumbre y temor entre todos nosotros y en nuestras familias. En esta situación, los cristianos estamos llamados a ser testigos de la esperanza. Jesús nos encomienda ser siempre heraldos de la buena noticia del Evangelio. Y “el anuncio cristiano sobre la familia es verdaderamente una buena noticia” (AL 1), es fuente de alegría y esperanza.

En el año de san José miramos a la sagrada Familia de Nazaret

2. Ha sido providencial que el Santo Padre haya dedicado este año a san José, esposo y padre, hombre justo, tan amado que fue elegido por Dios para cuidar de la sagrada Familia. Como él, todo matrimonio debe sentirse amado y elegido por Dios para engendrar, en la carne y en el espíritu, a los hijos de Dios Padre. La pandemia ha tenido consecuencias muy dolorosas para millones de personas. Pero es precisamente la familia, aunque duramente castigada en muchos aspectos, la que ha mostrado una vez más su rostro de “custodia de la vida”, como su custodio fue San José. La familia sigue siendo para siempre la “custodia” de nuestras relaciones más auténticas y originales, las que nacen en el amor y nos ayudan a madurar como personas.

Por ello esta mañana miramos a la sagrada Familia de Nazaret, en cuyo seno fue acogido y protegido con gozo, y nació y creció Jesús, el Hijo de Dios, hecho hombre. La Familia de Nazaret es un hogar en el que cada uno de sus integrantes vive el designio amoroso de Dios para con cada uno de ellos: José, su vocación de esposo-padre; María, la de esposa-madre y Jesús, la del Hijo, su vocación y misión de enviado de Dios-Padre para salvar a los hombres. En este hogar es donde Jesús pudo educarse, formarse y prepararse para la misión recibida de Dios. La Sagrada Familia es una escuela de amor recíproco, de donación mutua, de acogida y de respeto entre sus miembros, de diálogo y de comprensión recíproca; y es una escuela de oración y de escucha constante de la voluntad de Dios.

La familia de Nazaret es el modelo donde todas las familias cristianas pueden encontrar la luz para vivir de acuerdo con el designio de Dios. En el silencio del hogar de Nazaret, Jesús nos ha enseñado, sin palabras, la dignidad y el valor primordial del matrimonio y de la familia. Con su vida y sus palabras, Jesús ha devuelto su verdadero sentido al amor humano, al matrimonio y a la familia, según el proyecto de Dios.

Llamados al amor en el matrimonio y en la familia

3. Todos estamos llamados al amor. Al hablar de amor hemos de contemplar en primer lugar el misterio mismo de Dios. San Juan nos dice que Dios es amor. Dios es comunión personas en el amor, del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Éste es el corazón de la revelación cristiana: Dios es amor. Jesús con sus palabras y sus hechos, y, sobre todo, en la donación de sí mismo y en su entrega total de la propia vida hasta la muerte, nos ha revelado este rostro de Dios, en sí mismo y para la humanidad. “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él” (1 Jn 4, 9-10). Así es Dios y así nos ama Dios. El amor de Dios crea en nosotros la bondad y la belleza. Su mirada nos hace buenos y gratos a sus ojos.

En las primeras páginas de la Biblia leemos que “Dios creó al hombre a su imagen; a imagen de Dios los creó: varón y hembra los creó” (Gn 1,27). Porque Dios es amor y porque estamos creados a su imagen y semejanza, nuestra identidad más profunda es la vocación al amor. Dios llama a cada uno a la vida por amor y para el amor pleno. Dios nos crea para amar y ser amados en esta vida, y llegar a la plenitud del amor de Dios en la eterna. Este es el proyecto de Dios para cada uno. Por eso no hay nada más triste en este mundo que no amar ni ser amados. 

El hombre y la mujer estamos hechos para amar; nuestra vida se realiza plenamente sólo si se vive en el amor. Esta vocación al amor toma formas diferentes según los estados de vida. En el seguimiento de Jesús, muchos sacerdotes han dado la vida, para que los fieles puedan vivir del amor de Cristo. Llamados por Dios para entregarse enteramente a Él, con corazón íntegro, las personas consagradas son también un signo elocuente del amor de Dios para el mundo y de la vocación a amar a Dios por encima de todo. También el matrimonio es una vocación, una llamada específica a vivir el amor conyugal siendo signo y lugar del amor entre Cristo y la Iglesia. (cf. AL 72).

Por esto hemos de que ayudar y animar a todos, y en especial a los jóvenes a buscar y descubrir su vocación al amor, a la donación de sí, como personas y como bautizados, en el camino por el que Dios les llama. Esta es la clave de toda la existencia humana y cristiana. Los matrimonios también estáis invitados a vivir vuestro matrimonio como una llamada de Dios al amor, que es fuente de alegría. La relación entre el hombre y la mujer en el matrimonio refleja el amor divino de manera completamente especial, por la donación plena del uno al otro en cuerpo, alma y corazón. Por ello vuestro vínculo conyugal tiene una dignidad, una belleza y una grandeza inmensas. Mediante el sacramento del matrimonio, los esposos estáis unidos por Dios y con vuestra relación manifestáis el amor de Cristo, que ha dado su vida por la salvación del mundo.

 En un contexto cultural en el que muchas personas consideran el matrimonio como un contrato temporal que se puede romper, es de vital importancia comprender que el verdadero amor es fiel, es don de sí mismo para siempre, como el de Cristo por su Iglesia. Sí: es posible vivir también hoy el anuncio cristiano del matrimonio. Cristo mismo, al consagrar el amor de los esposos cristianos, se compromete con ellos; con su gracia y con su fuerza podéis contar siempre: y el amor conyugal y familiar se mantiene vivo si en la vida diaria no falta la gratitud, respecto y el perdón mutuos. Así el amor conyugal se convierte en camino para entrar en una caridad cada vez más grande, en camino de santificación y de santidad. De esta manera, en la vida cotidiana de pareja y de familia, los esposos aprenden a amar como Cristo ama, a ser una familia cristiana, una iglesia doméstica, donde se vive, se celebra, se transmite y testimonia la fe.

Tareas para el Año de la familia.

4. En este Año, tenemos la oportunidad de presentar mejor, a todos, la riqueza de toda la Exhortación, que contiene palabras de aliento, de estímulo, de reflexión y contiene sugerencias de caminos pastorales.

El matrimonio y la familia están afectados hoy por un contexto cultural poco favorable, cuando no contrario, al verdadero matrimonio y a la familia. Las familias tienen, entre otras cosas, difícil en muchos casos encontrar una vivienda digna o adecuada, conciliar la vida laboral y la familiar, o disponer de tiempo para escucharse y dialogar los esposos y los hijos. Falta aprecio social por la fidelidad esponsal, por la estabilidad matrimonial o por la natalidad  Estos desafíos, lejos de constituir obstáculos insalvables, se convierten para la familia cristiana y para la Iglesia en una oportunidad nueva; la propia familia puede encontrar en ellos un estímulo para fortalecerse y crecer como comunidad de vida y amor que engendra vida y esperanza en la sociedad.

Porque a quienes abren su corazón a Dios, a su amor y a su gracia, les es posible vivir el Evangelio del matrimonio y de la familia. Se necesita claro está una adecuada formación y preparación de los que están llamados a cuidar los matrimonios y las familias -seminaristas, sacerdotes y agentes de pastoral familiar-; y, ¡cómo no y sobre todo!, de quienes están llamados a responder generosamente a la vocación matrimonial: los adolescentes, los novios y los esposos.

Los matrimonios y las familias necesitáis atención pastoral, necesitáis dedicación y acompañamiento. En muchas de nuestras parroquias es una asignatura pendiente el acompañamiento pastoral específico de los matrimonios y las familias. Pensemos además en el acompañamiento de parejas y familias en crisis, en el apoyo a los que se quedan solos, a las familias pobres, a las familias desestructuradas. Muchas familias necesitan que se les ayude a descubrir en los sufrimientos de la vida el lugar de la presencia de Cristo y de su amor misericordioso. Este Año es una oportunidad para acercarse a las familias, para que no se sientan solas ante las dificultades, para caminar con ellas, escucharlas y emprender iniciativas pastorales que las ayuden a cultivar su amor cotidiano, como su camino hacia la santidad, a la perfección en el amor

Necesitamos además un cambio de mentalidad. Los matrimonios y las familias no son sólo destinatarios de la pastoral sino que estáis llamados a ser sujetos activos de la pastoral familiar. Las familias podéis aportar mucho a toda la sociedad y a la Iglesia, por lo que debéis ser reconocidas e involucradas activamente en la pastoral ordinaria de las parroquias y de la diócesis. Un aspecto importante de este protagonismo de las familias es vuestro ejemplo de vida. Hay muchas familias, de hecho, que viven su fe y su vocación al matrimonio y a la familia de manera ejemplar. Y es muy edificante ver cómo no se rinden y afrontan las dificultades de la vida con profunda alegría, esa alegría que se encuentra en el “corazón” del sacramento del matrimonio y que alimenta toda la existencia de los cónyuges y de sus hijos y padres. Es necesario, por tanto, dar mayor espacio a las familias en la pastoral familiar. Su misma vida es un mensaje de esperanza para todo el mundo y, en especial, para los jóvenes. Como muestran numerosas encuestas realizadas en todo el mundo, el deseo de tener una familia propia sigue siendo hoy en día uno de los mayores sueños que desean realizar los jóvenes. ¡Jóvenes, no tengáis miedo al matrimonio!

Entre todos estamos llamados a generar una cultura de la familia, que recree un verdadero ambiente familiar. Es la misión de la Iglesia hoy. Es vuestra misión, queridas familias: Anunciar la alegría del amor y la belleza del matrimonio y de la familia; generar espacios y un ambiente favorable para que la familia pueda crecer y vivir en plenitud su vocación al amor. La alegría del Evangelio se refleja en la alegría del amor que se vive y se aprende eminentemente en la familia. La fuerza para amar nace, crece y se fortalece en la familia y es fuente de alegría y de esperanza para el ser humano y para la sociedad.

Exhortación final.

5. Ponemos este Año bajo la protección de san José y la sagrada Familia de Nazaret. Acojamos, vivamos y proclamemos la verdad y la belleza del matrimonio y de la familia, según el plan de Dios. Es buena noticia y esperanza para el mundo. Tratemos de ser cada vez más una Iglesia ‘madre’ para las familias, tierna y atenta a sus necesidades, capaz de escuchar, pero también valiente y siempre firme en el Espíritu Santo. Amén

+Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Homilía en el Día de Navidad

29 de diciembre de 2020/0 Comentarios/en Sin categoría, Homilías 2020, Noticias, Noticias destacadas, Obispo/por obsegorbecastellon

Castellón, S.I. Concatedral de Sta. María, 25 de Diciembre de 2020

(Is 52,7-10; Sal 97; Hb 1,1-6; Jn 1,1-18)

Hermanas y hermanos, muy amados todos en el Señor.

1. A todos os digo: Alegrad vuestro corazón porque hoy nos nacido un Salvador, el Mesías, el Señor. Este es el anuncio que hacíamos en la Misa de Medianoche. Es el anuncio del ángel a los pastores en aquella noche fría y obscura en Belén: “Hoy en la ciudad de David os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor” (Lc 2,11).  Este mensaje, este acontecimiento, que año a año recordamos y celebramos, es el núcleo de la Navidad. Ni la pandemia, ni nuestras dificultades, ni las restricciones nos pueden robar la celebración de la Navidad.

            Como nos recuerda san Lucas, este acontecimiento es único en la historia. El nacimiento del Niño-Dios no es una idea, no es una invención humana sino algo que ha acontecido en la historia. Por eso el evangelio de Lucas enmarca ese acontecimiento en un tiempo y en un espacio. Y comienza recordando al emperador Augusto que mando hacer un censo en todo el imperio; este primer empadronamiento se hizo siendo Cirino gobernador de Siria y cada uno iba a empadronarse a su ciudad: José subió con Maria desde Nazaret a Belén, de donde procedía; la narración termina con el nacimiento de Jesús en un pesebre porque no había sitio para ellos en la posada (cf. Lc  2.1-7).

            El emperador César Augusto se hacía adorar como dios e incluso se hacía llamar salvador del mundo. Sin embargo es ya el final del mundo antiguo: un mundo que se va desmoronando. En la historia humana, como fruto del pecado, son irrepetibles los intentos del hombre de hacerse dios mediante el poder. Estos intentos llegan hasta el presente donde se quiere asaltar el cielo para suplantar a Dios. Sin embargo, uno tras otro, todos los imperios se desmoronan. Es una utopía querer hacerse dios; creerse el salvador del mundo, de la historia, de la sociedad. Todos estos intentos se sustentan en el poder y el dominio sobre la persona humana y el robo de su dignidad; se basa en buscar los intereses propios para mantenerse en el poder; traen esclavitud y pobreza. También puede ser, queridos hermanos, que en nosotros exista esa tentación de creernos dioses, cuando absolutizamos la autonomía de nuestra libertad. No. La salvación, la vida, la vida en plenitud sólo nos puede venir de Dios. Y eso es lo que hoy acontece: Dios nace para darnos su salvación.

            Hoy estamos llamados a acercarnos a la gruta de Belén, a acercarnos a ese Niño frágil y humilde para contemplar y adorar el misterio que celebramos; para que a través de visible, lleguemos a lo invisible.

2. Y ¿qué vemos en ese Niño? A Dios y al hombre. Porque ese Niño es verdadero Dios y verdadero hombre. El autor de la carta a los Hebreos nos los recordaba: ese Niño es el reflejo de la gloria de Dios, la impronta de su ser, aquel que sustenta toda la creación y todo cuanto existe, aquel, que una vez nos ha liberado de la esclavitud del pecado por su muerte y resurrección, reina sentado a derecha de Dios Padre y vendrá al final de los tiempos como Dios y Juez de la historia (cf. Heb 1,1-6).

            Verdadero Dios, sí: ese Niño es verdadero Dios, que sin dejar de ser Dios ha asumido nuestra condición humana, nuestra naturaleza humana. Por eso es verdadero hombre, en todo semejante a nosotros menos en el pecado. En ese Niño se han unido para siempre Dios y el hombre. De esa forma a todo ser humano nos da la posibilidad de participar de su divinidad, de su vida para siempre, de la inmortalidad que todos ansiamos, de la felicidad que todos buscamos. En el portal de Belén está ya contenido todo; ese es el gran mensaje, el gran misterio, el gran acontecimiento que celebramos en la Navidad. Por eso con humildad vayamos a Belén a contemplar el misterio, como hicieron aquellos pastores; porque solo los sencillos, los humildes de corazón, los pobres, los que no están llenos de sí, los que desean más a Dios, pueden escuchar e ir como los pastores a Belén para hincar sus rodillas y adorar. Y a ofrecer sus dones. El mayor don que podemos ofrecer a Dios somos nosotros mismos, nuestras personas, para dejarnos empapar de su vida, de su amor, de su esperanza, de su salvación. Nadie se puede salvar a sí mismo.

            En ese Niño, verdadero Dios y verdadero hombre, porque asume nuestra naturaleza humana, Dios se ha unido con toda persona humana. En ese misterio está expresada la razón, el fundamento y la raíz de la dignidad de toda persona humana, desde su concepción hasta su muerte natural. Por eso la vida, la dignidad de toda persona humana es inviolable. Nadie, nadie, puede determinar quien es digno de vivir o quien debe morir. Sólo Dios es el Señor de la vida de todo ser humano. Todos estamos llamados a participar para siempre de su vida. Es lo que da aliento a nuestro caminar en el presente. No nos refugiamos en el más allá; el más allá ya se ha hecho presente entre nosotros en este Niño. Este el motivo de nuestra alegria en Navidad, que nadie nos puede robar; es la alegría de saberse y sentirse amados por Dios en este Niño.

3. En el prologo del Evangelio de San Juan acabamos de escuchar que “vino a su casa, y los suyos no lo recibieron. Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre” (Jn 1, 11-12). Sí, en ese Niño, Dios nos ha hecho sus hijos. ¿Hay algo más grande para contemplar, para agradecer, para vivir con alegría y esperanza?

            Ayer noche en la Catedral me fijaba en tres palabras: Luz, Vida y Amor. El misterio de la Navidad es misterio de Luz, la luz que ilumina nuestro caminar y nuestra obscuridad; es misterio de Vida, la vida misma de Dios de la que nos hace partícipes ya ahora, la vida física que tenemos y la vida nueva que hemos recibido al renacer a la vida de Dios por el bautismo; y además es misterio de Amor. Hoy me voy a fijar en otras tres palabras, que creo necesario resaltar en este momento. Tres palabras que están en la Palabra de Dios que hemos escuchado. El profeta Isaías nos hablaba del mensajero de la paz (Is 52, 7), y el prologo del evangelio de san Juan terminaba que el misterio de la Navidad está “lleno de gracia y de verdad” (Jn 1 14). Gracia, verdad y de paz.

            Gracia es don. El Niño-Dios es un don de Dios. Todo nos es dado en el Hijo de Dios que nace en Belén. Nuestra vida es un don de Dios, que hemos de cuidar, la propia y la ajena. Estamos llamados a cuidar la vida de todo ser humano, de toda la creación. Nuestra vida nueva del Bautismo es un don de Dios. Todo es don, todo es gracia, como nos dice san Pablo. Nuestra existencia y nuestra salud son dones de Dios. Lo que tenemos, lo que poseemos es don de Dios. Muchos dones son efímeros y pasarán. No podemos dejar que atrapen nuestro corazón; somos peregrinos en la vida. La dicha que tenemos los creyentes es saber que el camino de esta vida no termina en la muerte, en la nada, en la materia inerte, como a veces nos quieren hacer pensar, sino que termina en la vida misma de Dios, que no tiene fin. Navidad nos llama a acoger con corazón agradecido los dones, las gracias y la gracia de Dios.  

            La Navidad nos muestra la Verdad. La verdad de Dios y la verdad de cada uno de nosotros, de la historia humana y de toda la creación. Y la verdad es que de Dios procedemos y hacia Dios caminamos. Y eso es lo que da sentido a nuestra existencia, lo que nos libera de la desesperanza y de la desesperación. La verdad que hemos de mostrar hoy a otros para que no desesperen nunca. Nos ha de interpelar que en las naciones donde se ha implantado la eutanasia, el número de suicidios crece sin cesar. Si no vale nada la vida humana, entonces para quien su vida ya no tiene sentido, la única salida es el suicidio. No, hermanos. Dios nunca nos abandona. Dios está con nosotros incluso en la mayor dificultad, en la enfermedad e incluso en el paso de la muerte. Porque como dijo una filósofa judía, Hanna Arendt, el nacimiento de Jesús nos muestra que nacemos para vivir. Ese el motivo de nuestra esperanza, queridos hermanos.

            Y por último la Paz: ese Niño es el mensajero de la paz. Él es príncipe de la Paz. Una paz que no se basa en el silencio de las armas, en la opresión de las personas y los pueblos, en el silencio de la palabra, en la marginación de quien piensa diferente o de quien cree en Dios. No. No se puede silenciar a Dios o a quienes hablan de Dios, como tantas veces ocurre. No se puede silenciar a quien defiende la dignidad y la vida de toda persona humana. Dios molesta y ese Niño molesta a aquel que busca solo el poder sobre los hombres y las mujeres, sobre la sociedad, sobre la historia. Molesta a quien se quiere erigir en mesías y salvador. Estos intentos del hombre llegan hasta el presente. Pero sólo ese Niño-Dios es el Salvador, el Mesías, el Señor. Y nos salva en primer lugar perdonándonos los pecados por su muerte en la Cruz; es decir, perdonándonos de todo aquello que nos separa del amor de Dios y del amor hacia los hermanos. Nos reconcilia así con nosotros mismos, nos reconcilia con la creación, nos reconcilia con Dios. Ahí se basa la verdadera paz y la reconciliación, frente al odio, el rencor, la exclusión y la división. Sólo cuando nos sintamos perdonados, abrazados por el amor misericordioso de Dios y acogidos en su amor, brotarán en nosotros deseos de ser testigos del amor de Dios y constructores de la paz. Trabajemos hermanos para que se vaya construyendo el reino de Dios, un reino de justicia, de verdad, de amor y de paz.

4. Contemplemos el misterio de la Navidad aquí o en casa. Hagamos silencio dentro de nosotros. A Dios solo se le puede escuchar cuando hacemos silencio en nuestro interior. Contemplemos el gran don que Dios hizo a la humanidad hace dos mil veinte años en ese Niño, que nos nace en Belén, frágil y débil para que no tengamos miedo de acoger a Dios; para que dejemos una rendija para que Él nazca de verdad en nuestro corazón; para que no tengamos que decir como san Juan, que vino a su casa –y su casa ahora es su Iglesia y cuantos la integramos- y los suyos no lo recibieron. Acojámosle para que crezca en nosotros lo que ya somos: Hijos de Dios en su Hijo.

            En este sentido os deseo a todos una feliz y santa Navidad.  

+Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Homilía en la Jornada Sacerdotal

19 de octubre de 2020/0 Comentarios/en Homilías 2020, Noticias, Noticias destacadas, Obispo/por obsegorbecastellon

S.I. Concatedral de Santa María – Castellón de la Plana, 19 de octubre de 2020

 (1 Cor 4,1-5; Sal 88; Jn 21,15-17)

 

Amados hermanos en el Señor!

  1. El confinamiento a causa de la pandemia del Covid-19 nos impidió celebrar juntos la Misa Crismal, renovar nuestras promesas sacerdotales y orar por nuestros hermanos sacerdotes, fallecidos en el último año. Tampoco pudimos celebrar la Fiesta de nuestro Patrono, San Juan de Ávila, y homenajear en ese día a los hermanos en sus respectivos aniversarios de ordenación. Lo recuperamos hoy en esta Jornada sacerdotal, con la que iniciamos el segundo momento de nuestra reflexión sobre la vida y el ministerio de los sacerdotes. Después de haber reflexionado juntos sobre la dimensión humana, en este curso iniciamos la reflexión sobre la espiritual. Sin duda que es un tiempo de gracia para cada uno de nosotros y para nuestro presbiterio diocesano, en el cual Dios, nuestro Padre, nos ayudará a vivir una mayor intimidad con Él para crecer en el don y tarea que nos ha encomendado.

En mi carta convocatoria para esta Jornada os recordaba las palabras de Jesús en la Sinagoga de Nazaret: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido”. También nosotros, sacerdotes, como nos recordó el Papa Francisco en su primera Misa Crismal, “somos ungidos para ungir. Ungimos repartiéndonos a nosotros mismos, repartiendo nuestra vocación y nuestro corazón […]. Ungimos ensuciándonos las manos al tocar las heridas, los pecados y las angustias de la gente; ungimos perfumándonos las manos al tocar su fe, sus esperanzas, su fidelidad y la generosidad incondicional de su entrega”.

Pero para poder ungir al pueblo que busca a Dios, necesitamos nosotros poder experimentar antes cómo Dios nos sigue ‘ungiendo’, nos sigue amando. En nuestro ejercicio ministerial descubrimos que, para ser buenos pastores del Pueblo de Dios, necesitamos una profunda relación de amor con Dios Padre, buscando siempre su voluntad, como Cristo Jesús. Para poder ungir a nuestro pueblo con el perfume del amor de Dios, necesitamos cultivar una profunda relación de amor y amistad con Cristo Jesús, el Buen Pastor. Sólo desde nuestro amor a Cristo, podremos amar, cuidar y apacentar a aquellos que Él nos encomienda. Nuestra caridad pastoral será la prueba de nuestro amor a Cristo.

  1. Nuestra vocación y nuestro ministerio sacerdotal tienen su fuente permanente en el amor de Cristo hacia cada uno de nosotros: y Jesús espera de nosotros una respuesta de amor a Él y, en El, a quienes nos han sido confiados. En el evangelio hemos recordado el diálogo del Señor resucitado con Pedro, antes de encomendarle a su grey: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?… Apacienta mis ovejas” (Jn 21,15-17). Este es el núcleo y la fuente de nuestra espiritualidad sacerdotal: un amor sin fisuras al Buen Pastor, Sumo y Eterno Sacerdote

“¿Me amas?”, pregunta Jesús a Pedro, y nos pregunta a cada uno de nosotros. Es el Señor quien toma la iniciativa, elige y llama a sus discípulos “para que estén con él” (Mc 3,14); el Señor nos hace sus amigos, amándonos con el amor que recibe del Padre (cf. Jn 15,9-15). Amar a Jesucristo es una correspondencia a su amor. Mal puede amar quien no conoce al Amado, quien no intima con él, quien no se deja conformar su mente y su corazón por él. Es en la intimidad con Jesucristo en la oración personal y reposada, en la Eucaristía y en la adoración donde se aviva en nosotros la necesidad interior de ungir a nuestro pueblo predicando a Jesucristo, hasta poder decir con San Pablo: “No tengo más remedio y ¡ay de mi si no anuncio el Evangelio” (1 Cor 9, 16). Instados por tantas demandas y preocupados por tantas cosas, queridos sacerdotes, necesitamos fortalecer nuestra vida de oración y, especialmente, en celebración y adoración de la Eucaristía, para sentir el amor de predilección de Jesús por cada uno de nosotros y para adquirir los mismos sentimientos de Cristo. Ahí encontraremos el secreto para vencer la soledad, el apoyo contra el desaliento, la energía interior que reafirme nuestra fidelidad y nuestra pasión pastoral.

Hoy resuena en todos nosotros la llamada del Señor a intimar con Él, para dejarnos amar por Él y poder seguirle en todo momento con una fidelidad creciente. Para afrontar los momentos recios, que nos toca vivir, necesitamos reavivar el don, que hemos recibido por la imposición de las manos; es preciso que nos dejemos configurar existencialmente con Jesús, el Buen Pastor, para ejercer nuestro ministerio con verdadera y apasionada caridad pastoral. Nuestra Iglesia y nuestro mundo necesitan maestros del espíritu y testigos creyentes, verdaderos místicos y mistagogos que hablen de Dios, lleven al encuentro con Jesucristo y anuncien su Evangelio. Nuestras comunidades, nuestros niños, adolescentes y jóvenes, nuestras familias, nuestros sacerdotes jóvenes y seminaristas esperan que nosotros los sacerdotes seamos referentes claros de Jesucristo y de su Evangelio; en una palabra necesitan pastores santos, hombres de Dios. La urgente renovación interna de nuestra Iglesia, el anuncio del Evangelio y diálogo con el mundo moderno, piden de todos nosotros, sacerdotes, que, empleando los medios recomendados por la Iglesia, nos esforcemos por alcanzar una santidad cada día mayor, que nos haga instrumentos cada vez más aptos al servicio de todo el Pueblo de Dios (cf. PO 12)

  1. Nuestra reflexión sobre la dimensión espiritual de nuestra vida y ministerio sacerdotal es un verdadero tiempo de gracia de Dios para valorar la gratuidad y la belleza del don que hemos recibido en nuestra ordenación sacerdotal; es una inigualable oportunidad para que nos dejemos renovar en nuestro interior para poder así vivir con gozo, esperanza y fidelidad creciente nuestra identidad y nuestro ministerio. Dios mismo nos invita al examen y a la reflexión desde la escucha de su Palabra, hecha oración.

El Señor nos invita a entrar en un proceso de reflexión sobre el don que hemos recibido por puro amor suyo hacia cada uno de nosotros. “No me habéis elegido vosotros a mi –nos dice Jesús-, sino que yo os he elegido a vosotros” (Jn 15, 16). Y no sólo hemos recibido una vocación ‘al’ sacerdocio, sino ‘en’ el sacerdocio”. Como en el caso del apóstol Pedro, llamado a seguir a Jesús después de haberle confiado su grey, -“Dicho esto, añadió: ‘Sígueme’ (Jn 21, 17-19)- hay un ‘sígueme’ que acompaña toda nuestra vida y misión hasta la muerte (cf. PDV 70)

La tentación de la autosuficiencia nos puede llevar a construirnos nuestro propio reino de espaldas a Cristo, a nuestra Iglesia y a lo que somos: somos prolongación visible y signo sacramental de Cristo, Cabeza, Pastor y Esposo. Hemos de dejarnos encontrar constantemente por el amor de Dios en Cristo para cambiar hasta que nuestra persona se identifique con el don que hemos recibido, contando siempre con el apoyo de la gracia y la misericordia de Dios.

  1. En este camino de conversión se nos pide vivir la fidelidad evangélica a Jesucristo. La actitud básica a purificar o acrecentar para que se avive en nosotros el don de nuestra configuración con Cristo es la fidelidad. “Que se nos considere, por tanto, como ministros de Cristo y administradores de los misterios de Dios. Ahora bien: lo que se exige a los administradores es que sean fieles” (1 Co 4, 1-2). La fidelidad reclama no sólo perdurar o conservar, sino mantener el espíritu fino y atento para crecer en fidelidad. La fidelidad al ministerio, siempre delicada, se ha tornado más problemática en nuestros días, y, sobre todo, hacerlo con frescura y finura.

Nuestra fidelidad al ministerio recibido pide que no caigamos en la tentación de la mundanidad. Pero también pide que no caigamos en la rutina, que mata toda clase de amor, o en la mediocridad o en la tibieza de la oración escasa y desalentada, del trabajo pastoral realizado sin ardor, en las concesiones en materia de celibato, en la falta de alegría interior o en el aislamiento.

El Señor espera de nosotros una fidelidad evangélica. Hoy quiero dar gracias a Dios por tantos y tantos sacerdotes que la viven. El Espíritu Santo extrae siempre nuevas y crecientes respuestas de fidelidad. Cierto que no serán impecables, tendrán sus defectos y debilidades, pero quieren empezar cada día. Están totalmente identificados con el don recibido y con su ministerio. En pastoral, desean aprender y actualizarse. En teología, quieren renovarse. Oran intensa y largamente. Buscan días de retiro. Tratan a los feligreses con respeto, con cercanía y cariño, conscientes de que es el Señor quien, a través de ellos, se encuentra con la gente. Viven en total entrega a su ministerio y en comunión fraterna con los sacerdotes y en comunión con su Obispo. No han perdido su ‘juventud apostólica’. Su fidelidad es modesta, realista y agradecida.

No olvidemos que Dios es siempre fiel con aquellos a quienes ha llamado. Hemos sido llamados, consagrados y enviados en la ordenación por una Palabra que no se arrepiente. La fidelidad que debemos a Jesucristo tiene su modelo máximo en la fidelidad de Jesús al Padre. Identificarnos con el Señor equivale a impregnarnos, por la acción del Espíritu, de sus actitudes básicas, entre las cuales ocupa lugar relevante la obediencia fiel a Dios. La fidelidad que le ofrecemos al Señor, antes que respuesta nuestra a Dios, es fruto de la fidelidad de Dios a nosotros. No es tanto fruto de nuestra perseverancia como regalo de la gracia (S. Agustín). Cuando hablamos de fidelidad hablamos, ante todo, de amor. Nuestra fidelidad no es fruto de nuestro empeño, de nuestra coherencia o de nuestra lealtad. Tenemos que implorar la fidelidad.

  1. La situación de nuestra Iglesia en el presente puede llevarnos al abatimiento. Pero la podemos vivir como ocasión y punto de partida de una renovación de nuestro ministerio. Nada justifica nuestra desesperanza. Los tiempos actuales no son menos favorables para el anuncio del Evangelio que los tiempos de nuestra historia pasada. Esta fase de nuestra historia es para nosotros, pese a todo, un tiempo de gracia y de conversión.

Confiemos en la presencia del Espíritu en el mundo y en la Iglesia. Con frecuencia  parecemos olvidar que el Protagonista de la salvación y el Guía de la Iglesia es el Espíritu Santo que está activamente presente entre los hilos de la historia y los entresijos de la Iglesia. Reconocer al Espíritu, descubrir los signos de su presencia y colaborar con Él con docilidad, fidelidad y humildad es mucho más saludable que agobiarnos y responsabilizarnos en exceso.

  1. En este día felicito de todo corazón a nuestros hermanos Miguel Llopis Almiñana, Joaquín Zarzoso Badenas y Manuel Pérez Pérez en sus bodas de oro sacerdotales; y a Josep Miquel Francés Camús y José García Fernández en sus bodas de plata. ¡Qué sigáis manifestando al mundo la alegría de vuestra entrega y fidelidad al Señor y al ministerio recibido! ¡Que la seducción del amor de Cristo siga tan viva como el primer día! Felicito también a los neopresbíteros diocesanos César Igual, Ion Solozábal y Jesús Chávez, así como a Miguel Ocaña González, de la Prelatura del Opus Dei.

Encomendemos en nuestra oración a nuestros hermanos sacerdotes fallecidos desde nuestra última Misa Crismal, Ricardo García Cerdán, Baltasar Gallén Olaria, José Blasco Aguilar y Roque Herrero Marzo. ¡Que el Señor les conceda el gozo eterno!

  1. Queridos sacerdotes: Vamos a renovar a continuación las promesas sacerdotales, ya que no lo pudimos hacer en la Misa Crismal. Hagámoslo con el frescor y la alegría del primer día y con la viva emoción del don recibido de Cristo sin mérito alguno por nuestra parte. ¡Avivemos nuestra gratitud por la inmensa riqueza del don de nuestro sacerdocio! ¡Renovemos nuestro compromiso de amor contraído con Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, y con los hermanos! ¡Reconozcamos la inigualable novedad del ministerio y misión a la que servimos! Estamos ungidos para ser ministros de la gracia del Espíritu Santo que Cristo, desde la Cruz, ha enviado al mundo para la salvación de todos. Recordemos las palabras de Jesús: “sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5). Por eso, la primera pregunta que os haré (y me haré a mí mismo), al renovar hoy las promesas sacerdotales, será: “¿Queréis uniros más fuertemente a Cristo y configuraros con él…?”. Esta es la clave y el fundamento de nuestro ministerio. Sólo desde nuestra unión con Cristo, cultivada en una oración asidua y sincera y en la Eucaristía, podremos encontrar las energías necesarias y el amor incansable para llevar adelante cada día nuestra misión. Sólo en el trato familiar con Cristo, que nos llama amigos, avivaremos la alegría de dar la vida por los hermanos como hizo Él. Además, la misión de Cristo nos llevará a la unidad entre nosotros. Como la vid y los sarmientos, si todos estamos unidos a Cristo, estaremos unidos unos con otros.

Que María nos acompañe a todos y cuide de nosotros para que sigamos siendo fieles a su Hijo Jesucristo. A Ella os encomiendo especialmente a vosotros los que celebráis vuestro jubileo. Ella sabrá guiaros, día a día, para que seáis uno con el buen Pastor. Amén

 

+Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Homilía en la Ordenación Presbiteral de Jesús A. Chávez

12 de septiembre de 2020/0 Comentarios/en Homilías, Homilías 2020, Noticias destacadas/por obsegorbecastellon

S.I. Concatedral de Sta. María de Castellón, 12 de septiembre de 2020

 (Jer 1,4-9; Sal 22; 1 Pt 5,2-3; Jn 10, 11-16)

 

Muy amados todos en el Señor!

 

  1. El Señor nos ha congregado para tu ordenación presbiteral, querido Jesús Andrés. Hemos acudido con la alegría de sabernos amados, bendecidos y agraciados una vez más por Dios en tu persona. Dios muestra de nuevo su benevolencia para con nosotros, para con esta Iglesia suya, que peregrina en Segorbe-Castellón. Hoy damos gracias al Señor, que te ha elegido y llamado al sacerdocio ordenado; Él te ha enriquecido con sus dones a lo largo de tu vida y en los años de Seminario, en que has sabido acoger, discernir y madurar su llamada al sacerdocio. Gracias damos a Dios por tu corazón disponible, generoso y agradecido a su llamada; gracias por tu fe confiada en el Señor, que te ha ayudado a superar dificultades, pruebas, miedos y temores.

 

Saludo con verdadero afecto a tus queridos padres, Jesús Antonio y Miriam Lucía, que pueden finalmente acompañarnos en tu ordenación. Les felicito y doy gracias a Dios por ellos y por tu familia, por tus catequistas y por cuantos te han ayudado a descubrir, acoger y madurar la llamada del Señor. Quiero también expresar mi profunda gratitud y cordial felicitación a cuantos han cuidado de tu vocación y formación –rectores, formadores, profesores, y compañeros- y te han animado a corresponder a ella con alegría, confianza y generosidad. Estoy seguro de que seguirán estando cerca de ti, para que perseveres en el ministerio sacerdotal y puedas cumplir la misión que el Señor te confía hoy para esta Iglesia de Segorbe-Castellón.

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Homilía en el funeral por los fallecidos en la pandemia

27 de junio de 2020/0 Comentarios/en Coronavirus, Homilías, Homilías 2020, Noticias destacadas/por obsegorbecastellon

S.I. Concatedral de Sta. María de Castellón 27 de junio de 2020

********

(2 Mac 12, 43.46, Rom 8,31b-35,37-39; Salmo 22,1-6; Mc 15,33-39;16,1-6)

 

Hermanas y hermanos en el Señor!

 

  1. Os saludo a todos en el Señor resucitado. Un saludo muy especial para vosotros queridos familiares, esposos, esposas, hijos, padres y hermanos de todos fallecidos en nuestra diócesis a causa de la epidemia: recibid la condolencia más sincera de nuestra Iglesia de Segorbe-Castellón. Contad con nuestra cercanía y solidaridad, con la comunión con vuestro dolor y, sobre todo, con nuestra oración que mitigue vuestro sufrimiento y que alcance del Señor para vuestros seres queridos el descanso eterno. Saludo a los sacerdotes concelebrantes, de modo particular a los capellanes de los hospitales, y al diácono asistente. Mi saludo respetuoso y agradecido a las autoridades civiles, militares, policiales y sanitarias, a los representantes del personal médico y sanitario y de las residencias de ancianos.

Nada ni nadie, ni tan siquiera la muerte, “nos podrá separar del amor de Dios manifestado en Cristo” (Rom 8,39), muerto y resucitado para la vida del mundo. Con esta fe y confianza en el amor de Dios nos hemos reunido esta mañana como Iglesia diocesana para orar por los fallecidos a causa de la pandemia. Es una idea piadosa y santa rezar por nuestros hermanos difuntos (cf. 2 Mac  12, 44-45)

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Fiesta de San Pascual Baylón

17 de mayo de 2020/0 Comentarios/en Homilías, Homilías 2020, Noticias destacadas/por obsegorbecastellon

 

Patrono de la Diócesis y de la Ciudad de Villarreal

***

Iglesia Basílica de San Pascual, Villarreal – 17.05.2020

(Ecco 2,7-13; Sal 34: 1Pt 3,15-18; Mt 11, 25-30)

 

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor

  1. Os saludo a todos cuantos os habéis unido a esta celebración de la Eucaristía, aquí en la Basílica o desde vuestros hogares a través de la televisión o internet. El Señor Jesús nos ha convocado para recordar y honrar a san Pascual, Patrono de nuestra Diócesis de Segorbe-Castellón y de la Ciudad de Vila-real. La Fiesta de san Pascual coincide este año con laPascua del enfermo, que celebramos en el VI domingo de Pascua. Ambas celebraciones están marcadas esta vez por la pandemia del Covid-19, que tanto sufrimiento está causando. En un momento tan doloroso resuenan las palabras de Jesús en el evangelio de hoy: “Venid a mi todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré” (Mt 11,28). Jesús nos llama a acudir a Él de modo especial en estos momentos de tribulación, en busca de esperanza, de consuelo y de alivio.

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Fiesta de María, la Mare de Déu del Lledó

3 de mayo de 2020/1 Comentario/en Homilías, Homilías 2020, Noticias, Noticias destacadas/por obsegorbecastellon

Basílica de la Mare de Déu de Lledó, 3 de mayo de 2020

 IVº Domingo de Pascua

 (Is 7,10-14; 8,10; Salmo; Hech 1,6-14; Lc 1,39-56)

 

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

1. Desde hace muchos años, el primer domingo de mayo, el mes de María, Castellón celebra la Fiesta mayor a su Reina y Patrona, la Mare de Déu del Lledó. Tampoco la actual pandemia del coronavirus nos podía mover a trasladarla para tiempos de bonanza. Precisamente en estos momentos hemos de mirar con más fe y devoción a la Virgen. Como rezaba san Bernardo, si te encuentras con los arrecifes de la tribulación, mira a la estrella e invoca a María; en los peligros, en las angustias, en las dudas, -y, añado, en la tragedia de la pandemia- piensa en María, invoca a María. Nos duele que la Santa Misa tenga que ser a puerta cerrada y que no podáis venir hoy a la Basílica para cantar, vitorear y rezar a la Virgen; pero la tv os permite a todos los devotos haceros presentes y uniros a esta Eucaristía.
Os saludo de corazón a todos, los que os habéis unido a nosotros por la TV, y especialmente a las familias los fallecidos, a los enfermos, a los contagiados, a los sanitarios, a los capellanes, a los ancianos, a las familias y los que estáis solos en vuestras casas. Saludo también a quienes me acompañan en la Basílica: a su Prior, al Prior de la Cofradía, su Presidente y la Presidenta de las Camareras, al Perot y Clavario de este año, a los que nos acompañan con el órgano y los cantos, a los MCS y la TV. A todos os deseo la Gracia y la Paz del Señor Resucitado, el Buen Pastor. Con el salmista podemos decir: “El Señor es mi pastor, nada me falta” (Sal 22). Dios no nos abandona nunca. Nos ha entregado a su Hijo, el Buen Pastor, que ha ofrecido su vida en la Cruz y ha resucitado para que en Él tengamos Vida en abundancia. Jesús nos ha dado también a su Madre, como Madre nuestra. Ella es la “morada de Dios para los hombres”: en ella, Dios ha acampado entre nosotros; en María, el Buen Pastor está siempre con nosotros.

2. De la riqueza de la Palabra de Dios, que hemos proclamado, nos vamos a detener hoy en tres palabras: oración, signo y misión. Tres palabras que expresan lo que se nos pide de modo especial a los cristianos y devotos de la Virgen en la actual crisis sanitaria; y, más si cabe, ante la creciente crisis económica, laboral y social ya en el presente y que será mayor aún en el sombrío futuro, que se avecina.

En primer lugar, está la oración. Después de la Ascensión del Señor, los apóstoles y el resto de los discípulos, regresaron a Jerusalén y “todos ellos perseveraban unánimes en la oración, junto con algunas mujeres y María, la madre de Jesús, y sus hermanos” (Hech 1,14). Como entonces, también hoy María se une a nuestra oración en la angustia, el dolor y el sufrimiento. La Virgen nos invita a volver nuestra mirada y nuestro corazón a Dios, a confiar en Él, sabiendo que Dios nos ama y nunca nos abandona, ni en la enfermedad, ni en el dolor, ni en la pandemia, ni tan siquiera en la muerte. En cada Santa Misa actualizamos el misterio pascual, la muerte y la resurrección de Cristo para que en Él tengamos Vida. María, asumpta en cuerpo y alma a los Cielos, participa ya de la Resurrección de su Hijo, de la Vida misma de Dios. Ella vive junto a Dios e intercede por nosotros.

Hoy nos acogemos de nuevo a su protección e intercesión: a sus pies podemos acallar nuestras penas, en su regazo encontramos consuelo maternal y, tras sus huellas, encontramos el aliento necesario para seguir creyendo y confiando en Dios, que es un Dios de vivos y no de muertos. Esta mañana a los pies de la Mare de Déu y por su intercesión pedimos a Dios que nos libre pronto de esta pandemia; que conceda a los fallecidos el descanso eterno y la gloria del Resucitado y a sus familiares les otorgue consuelo en el sufrimiento y el bálsamo de la esperanza en la tribulación; y oramos por los contagiados para que recuperen pronto la salud y por los sanitarios y quienes cuidan de todos nosotros para que no decaigan en su entrega y fortaleza.

3. María no sólo es nuestra protectora e intercesora: ella es también signo. Es el signo que Dios dio al rey Acaz ante el peligro de la invasión de Jerusalén por el imperio de Asiria; en esa situación, Acaz buscaba ayuda en la alianza con Egipto y no en la fe confiada en Dios. “Pues el Señor, por su cuenta, os dará un signo. –Le dice el profeta Isaías- Mirad: la virgen está encinta, y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Enmanuel” (Is 7,14). María es el signo que Dios nos da dado para que sintamos siempre su presencia en nuestra vida, en las alegrías y en las penas, en la enfermedad y en la salud. María es la madre del Enmanuel, de Dios-con- nosotros. María nos da, nos ofrece y nos lleva a su hijo, Dios-con-nosotros, que sufre y camina con nosotros. El deseo más ferviente de María es que acojamos y nos dejemos encontrar por Cristo Jesús, el Camino, la Verdad y la Vida, para que nos convirtamos a Él, para que abramos nuestro corazón a Él en especial en estos momentos de pandemia. La Virgen es signo además porque nos señala el camino para abrir el corazón a Dios: y este camino es la humildad. En el Magnificat, la Virgen proclama la grandeza del Señor y se alegra en Dios, su Salvador, “porque ha mirado la humildad de su esclava” (Lc 1,48). María es la mujer sencilla y humilde. Y al decir humilde, decimos “veraz”; es decir, ‘en verdad’; pues -como decía Santa Teresa de Jesús- “la humildad no es más que andar en verdad”. La humildad no es apocamiento. No. La humildad es vivir en la verdad de uno mismo y de nuestro mundo, que, como María, esto sólo se descubre en Dios.

“La humildad es vivir en la verdad; y la verdad es que, sin Dios, no somos nada”. A los seres humanos nos cuesta aceptar esta verdad: que somos criaturas de Dios; que cuanto somos y cuanto tenemos a Dios se lo debemos; que sin Dios nada podemos y contra Dios todo lo perdemos. Nos acecha la tentación de endiosarnos y de querer ser como dioses al margen de Dios. Y ahí comienza nuestro drama: empezamos a vivir en la mentira, en la apariencia, en competencia con los demás, en la lucha por el dinero y por el poder sobre personas y pueblos. Al no vivir en la verdad, nos creemos dueños y señores, y no administradores y cuidadores de la naturaleza creada, del universo, de la tierra o del ser humano. Nos creíamos los señores del mundo. Y, de repente, el coronavirus ha cuestionado todos nuestros proyectos, nuestro ritmo de vida y bienestar, la sanidad, la economía y el trabajo, y también nuestro futuro. Nos creíamos dioses y nos vemos frágiles, vulnerables, limitados y mortales, expuestos a la acción letal de un bichito microscópico. Parece que hubiéramos perdido la tierra bajo los pies.

Miremos, esta mañana a Santa María del Lledó, Madre de la Esperanza. Su humildad no ayudará vivir en la verdad. En la verdad de nuestras personas, de nuestra existencia, de nuestro origen y de nuestro destino. Sin Dios no somos nada. Lo más grande de nuestra vida es que Dios nos ama, que Dios nos ha creado por amor y para la vida en el amor, en el presente y en la eternidad. El ser humano se hace precisamente grande al abrir su corazón de par en par al amor de Dios en su vida, como nos muestra María. Dios no es un competidor de nuestra libertad, de nuestra felicidad, del progreso verdaderamente humano.
Esta situación de pandemia nos urge a repensar nuestros modelos vida, personales, familiares, económicos, sociales y políticos. Pidamos a la Virgen que nos enseñe a ser humildes y a reconocer nuestra finitud y fragilidad, nuestras limitaciones –también las de la ciencia y de la sociedad del bienestar-; y que Ella nos ayude a sentir nuestra necesidad de Dios y de abrir, como ella, nuestro corazón a Dios Creador y Salvador y a su amor universal; un Dios y un amor que son fuente de respeto de la dignidad de toda persona humana, de la acogida del otro, de fraternidad y solidaridad entre las personas y los pueblos, de respeto y cuidado de la creación entera.

4. La tercera palabra es misión, una misión que se hace caridad. María “se puso en camino y fue aprisa a la montaña” a visitar a Isabel (cf. Lc 1,39). A pesar de las dificultades, María no se detuvo ante nada. Cuando tiene claro lo que Dios le pide y la necesidad de Isabel, no se demora, sino que sale “aprisa”. El actuar de María es fruto de su caridad: va a la casa de Isabel para ayudarle, para hacerse útil en la necesidad; y en este salir de su casa, de sí misma, por amor, lleva cuanto tiene de más precioso: lleva a su Hijo, ya en su seno virginal.

Con frecuencia, los cristianos somos lentos y perezosos para salir, ofrecer y llevar a los necesitados nuestra ayuda, nuestra cercanía y nuestra caridad; y para ofrecer como María, lo más precioso hemos recibido, a Jesús y su Evangelio, con la palabra y sobre todo con el testimonio de nuestras obras. Es claro que María nunca tuvo la tentación de separar el amor a Dios del amor al prójimo. A ambos amores, entrelazados en su alma, se dedicaba con todo el corazón, con toda el alma y con todas sus fuerzas. Tampoco la detuvieron los peligros del camino. María salió de Nazaret, simplemente para servir. Servía a Dios y sirvió a su pariente necesitada. Había tocado su alma El que vino a servir y no a ser servido, y al instante dejó la Virgen el calor del hogar.

María nos enseña a estar disponibles para servir y amar con obras de verdadera entrega y caridad a los demás. Ella es la mujer inquieta que siempre está pendiente de los que pasan por alguna necesidad. Así ocurrió con su prima Isabel. María nos pide que estemos cerca de los que sufren, de los contagiados y de los sanitarios, de las familias de los fallecidos, de los mayores, de los que sufren soledad o están abatidos. Todos necesitan sentir a través de las obras de caridad de los creyentes la cercanía del amor de Dios.
Cada vez hay más personas y familias que nos necesitan y que necesitan lo imprescindible para vivir. El mejor termómetro – el test con la mayor fiabilidad- está en nuestras parroquias y nuestras cáritas. Ellas nos dicen que están ya desbordadas en las peticiones de todo tipo de ayuda. Las necesidades superan ya nuestras posibilidades económicas y la necesidad va creciendo y crecerá más en el futuro. Esto va a pedir de todos, un mayor esfuerzo y compromiso para ayudar a los afectados por todo tipo de necesidad. Que como María sepamos mostrar “sin demora” nuestra caridad y solidaridad efectiva. Que nuestra devoción a María nos ayude a no ser indiferentes ante las necesidades de los demás y compartir con ellos cuanto somos y tenemos.

Acudamos a la Mare de Déu del Lledó, para que abra nuestros corazones a Dios y a los hermanos. A Ella nos encomendamos y le rezamos: “Ayúdanos, Madre, a ser humildes y a mantenernos firmes en la fe, perseverantes y unánimes en la oración y fuertes en el amor a Dios y a los hermanos. Amén.

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

 

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💐🙏 El Obispo nos exhorta, en su carta semanal, a contemplar a la Virgen e imitarla en su fe, esperanza y caridad, porque ella dirige siempre nuestra mirada hacia Jesús; y nos ofrece y nos lleva a Cristo ✝️

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