Homilía en la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María Virgen
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S.I. Catedral-Basílica de Segorbe, 8 de diciembre de 2021
(Gn 3. 9-15.20; Sal 97; Ef 1, 3-6.11.12; Lc 1, 26-28)
Amados hermanos todos en el Señor Jesús
1. ¡Alégrate, oh María, llena de gracia! Bendigamos a Dios porque hoy fue concebida, por nosotros y para nuestra salvación, la Estrella de la Mañana, la Aurora de la Redención, Aquella que será la puerta del Cielo, la Madre del Hijo de Dios y de todos nosotros, la Iglesia. El mismo Ángel Gabriel, presentándose a la Virgen, antes de anunciarle el plan divino para Ella, aparece como ‘extasiado’ ante tanta belleza, por tanta pureza, y no puede sino exclamar: ¡Salve, llena de gracia, el Señor está contigo!. Y nosotros, desde hace dos mil años, repetimos las mismas palabras, la misma invocación, con la que comenzó la historia de nuestra salvación.
Contemplando su Inmaculada Concepción, celebramos que María es toda pureza, es decir, libre desde el primer instante de su existencia, de toda mancha de pecado, también de la herida del pecado original, en virtud de los futuros méritos de Cristo. Ella es pre-redimida, porque el Altísimo, que con una sola mirada abarca toda la historia pasada, presente y futura, quiso preparar a su Hijo una morada digna que, al mismo tiempo, fuese la ‘primicia’ de los tesoros que Él nos conquistaría con su Encarnación, Muerte y Resurrección.
Hoy es un día de intenso gozo espiritual. Y con el salmista cantamos “al Señor un cántico nuevo porque ha hecho maravillas” (Sal 97) en María.
María, concebida sin mancha de pecado original
2. La Inmaculada Concepción de María nos recuerda dos verdades fundamentales de nuestra fe: el pecado original, de una parte, y, por otra, la victoria de Cristo sobre el pecado, victoria que resplandece de modo sublime y anticipado en María Santísima.
Muchos se resisten a creer en el pecado original; lo consideran como una fábula, como una creencia infantil ya superada, como una leyenda propia de tiempos pasados, e impropia del hombre ilustrado y moderno. Pero, por desgracia, “la existencia de lo que la Iglesia llama ‘pecado original’ es de una evidencia aplastante: basta mirar nuestro entorno y sobre todo dentro de nosotros mismos para descubrirla” (Benedicto XVI, Ángelus, 2008). La experiencia del mal y la tendencia al mal es real, consistente y persistente; una experiencia que se impone por sí misma y suscita en nosotros la pregunta: ¿de dónde procede el mal? Para un creyente, el interrogante es aún más profundo: si Dios, que es Bondad absoluta, lo ha creado todo, ¿de dónde viene el mal?
Las primeras páginas de la Sagrada Escritura (Gn 1-3), de la que está tomada la primera lectura de este día, responden precisamente a esta pregunta fundamental, que interpela a cada generación humana. El libro del Génesis comienza con el relato de la creación y de la caída de nuestros primeros padres: Dios creó todo por amor y para que exista en el amor; en particular, Dios creó al hombre a su propia imagen y semejanza, como corona de la creación. Dios no creó la muerte, ni el pecado, ni el odio, ni el rencor, ni la mentira. La muerte entró en el mundo por envidia del diablo (cf. Sb 1, 13-14; 2, 23-24), que, rebelándose contra Dios, engañó también a los hombres; el príncipe del mal les indujo a la rebelión contra Dios y a vivir sus propios caminos al margen de Dios; es decir, a la ilusión de ser dioses sin Dios.
Es el drama de la libertad humana; una libertad que Dios acepta hasta el fondo por amor, incluido el rechazo de su propio amor. Pero el amor de Dios es tan grande, tan profundo, tan radical y fiel, que no abandona al hombre ni tan siquiera cuando éste rechaza su amor. En el preciso instante, en que el hombre rechaza por soberbia el amor de Dios, Dios mismo promete que habrá un hijo de mujer que aplastará la cabeza de la antigua serpiente (Gn 3, 15).
Desde el principio, María es la Mujer predestinada a ser madre del Redentor, madre de Aquel que se humilló hasta el extremo para devolvernos a nuestra dignidad original. Esta Mujer, a los ojos de Dios, tiene desde siempre un rostro y un nombre: es la “llena de gracia” (Lc 1, 28). María es la nueva Eva, madre del nuevo Adán, destinada a ser madre de todos los redimidos. En la oración colecta de hoy hemos rezado y confesado que Dios “preparó una digna morada para su Hijo y, en previsión de su muerte, la preservó de toda mancha de pecado”. María no sólo no cometió pecado alguno, sino que fue preservada incluso de la herencia común del género humano que es la culpa original, por la misión a la que Dios la destinó desde siempre: ser la Madre del Redentor.
María, llena de gracia, por su humildad y obediencia
3. El fundamento bíblico de la verdad de fe de la Inmaculada Concepción se encuentra en las palabras del ángel: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc 1, 28). “Llena de gracia” es el nombre más hermoso de María; es el nombre que le dio Dios mismo para indicar que, desde siempre y para siempre, es la amada, la elegida, la escogida para acoger el don más precioso: es decir a Jesús, el Hijo de Dios,
Por qué Dios escogió de entre todas las mujeres a María de Nazaret, es algo que pertenece al misterio insondable de la voluntad divina. Sin embargo, el Evangelio pone de relieve, ante todo, la humildad de la Virgen. Nos lo dice la misma Virgen en el Magníficat: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, (…) porque ha mirado la humildad de su esclava” (Lc 1,46.48). Sí. Dios quedó prendado de la humildad de María, que encontró gracia a sus ojos (cf. Lc 1, 30).
Ciertamente es así: la Virgen vive su existencia desde la verdad de su persona, que es la de toda persona humana. Y esta verdad sólo la descubre en Dios y en su amor. María sabe que ella es nada sin el amor de Dios, que la vida humana sin Dios sólo produce vacío existencial. Ella sabe que el fundamento de su ser no está en sí misma, sino en Dios, que ella está hecha para acoger el amor de Dios y para darse por amor. Por ello vivirá siempre en Dios, desde Dios y para Dios. “He aquí la esclava del Señor”: María estará siempre disponible para Dios. María, la mujer humilde, aceptando su pequeñez ante Dios, dejando que Dios sea grande en ella, se llena de Dios y queda engrandecida. La Virgen se convierte así en madre de la libertad y de la dicha. Dichosa por haber creído, María nos muestra que la fe en Dios es nuestra dicha y nuestra victoria, porque “todo es posible al que cree” (Mc 9, 23).
María, imagen y modelo de la Iglesia
4. Maria, la Madre de Dios, es por su fe y por su santidad imagen y modelo de la Iglesia, elegida entre los pueblos para recibir la bendición del Señor y difundirla a toda la familia humana. Esta ‘bendición’ es Jesucristo. Él es la fuente de la gracia, de la que María quedó llena desde el primer instante de su existencia. Acogió con fe a Jesús y con amor lo ofreció al mundo, siendo la esclava de Dios, la sierva de su Hijo, la servidora de la Iglesia y de la humanidad. Esta es también la vocación y la misión de nuestra Iglesia, de todos los bautizados: acoger de manos de Maria a Cristo en nuestra vida y ofrecerlo a todos “para que el mundo se salve por él” (Jn 3, 17). Porque el designio de salvación de Dios está destinado a todo ser humano. Él nos ha bendecido con toda clase de bienes espirituales y celestiales, y nos os ha elegido antes de la creación del mundo para que seamos “santos e inmaculados ante él por el amor’ (Ef 1, 4).
Nuestra Iglesia diocesana, todos nosotros, estamos llamados, a dejarnos renovar para vivir la comunión con Dios y entre nosotros, y salir a la misión de ofrecer a todos a Cristo y su Evangelio. ¿Cómo hacerlo? La Virgen Inmaculada nos ofrece tres pistas, tres palabras: escucha, gracia y alegría.
María, el día en que recibió el anuncio del Ángel, estaba completamente recogida, en oración, a la escucha de Dios. En ella no hay obstáculo, no hay nada que la separe de Dios. Este es el significado de su ser sin pecado original: su relación con Dios está libre de la más mínima fisura; no hay separación, no hay sombra de egoísmo, sino una perfecta sintonía: su pequeño corazón humano está perfectamente “centrado” en el gran corazón de Dios. Venir hoy aquí, nos recuerda ante todo que la voz de Dios no se reconoce en el ruido; que su proyecto sobre nuestra vida personal, comunitaria y eclesial sólo se percibe en el silencio de la oración y la escucha de la Palabra de Dios. Es ahí donde María nos invita a entrar para sintonizarnos con la voz y la acción de Dios.
Hay una segunda cosa, más importante aún, que la Inmaculada nos dice: y es que la salvación del mundo no es obra del hombre, sino que viene de la Gracia. Gracia quiere decir el Amor en su pureza y belleza; es Dios mismo así como se ha revelado en la historia salvífica narrada en la Biblia y enteramente en Jesucristo. María es llamada la «llena de gracia» (Lc 1, 28) y con esta identidad nos recuerda la primacía de Dios en nuestra vida, en nuestra Iglesia y en la historia del mundo; nos recuerda que el poder del amor de Dios es más fuerte que el mal. El aliento apacible de la Gracia puede desvanecer las nubes más sombrías, puede hacer la vida bella y rica de significado hasta en las situaciones más difíciles e inhumanas.
Y de aquí se deriva la tercera cosa que nos dice María Inmaculada: nos habla de la alegría. La Gracia trae la verdadera alegría, la da el saberse siempre amados y nunca abandonados por Dios. La alegría de María es plena, pues en su corazón no hay sombra de pecado. Esta alegría coincide con la presencia de Jesús en su vida: Jesús es la alegría de María y es la alegría de la Iglesia y de todos nosotros en nuestra misión.
Que en este tiempo de Adviento María Inmaculada nos enseñe a escuchar la voz de Dios que habla en el silencio de la oración; a acoger su Gracia, que nos libra del pecado y de todo egoísmo; para gustar así la verdadera alegría. María, llena de gracia, ¡ruega por nosotros! Amén.
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón