S.I. Con-catedral de Santa María em Castellón, 4 de mayo de 2025
III Domingo de Pascua
(Hech 5,27b.-32.40b-41; Magnificat; Ap 5,11-14; Jn 21,1-19)
Hermanas y hermanos todos en el Señor.
1. Os saludo de corazón a todos cuantos habéis acudido a la Concatedral para esta Misa estacional en este III Año Mariano de Lledó. Saludo fraternalmente a los sacerdotes concelebrantes, al Ilmo. Cabildo Concatedral, al Sr. Prior de la Basílica, al Sr. Prior y al Sr. Prior de la Real Cofradía de la Mare de Déu del Lledó, a su Presidente, Directiva y los Hermanos cofrades, a la Sra. Presidenta y a las Camareras de la Virgen. Mi saludo también a la Sra. Regidora de Ermitas, y al Clavario y al Perot de este año. Saludo con respeto y agradecimiento a la Excma. Sra. Alcaldesa, a los Miembros de la Corporación Municipal de Castellón y al resto de autoridades provinciales, autonómicas y nacionales, civiles y militares, así como a las Reinas Mayor e Infantil de las Fiestas. Mi saludo también a los diáconos y seminaristas que nos asisten. Y un recuerdo muy especial a los enfermos e impedidos a salir de de sus casas.
Es una verdadera alegría celebrar cada primer domingo de mayo esta Eucaristía para cantar y honrar a nuestra Reina y Señora, la Mare de Déu del Lledó. En este tiempo pascua, nuestra alegría se hace más intensa al sentir de modo especial la presencia del Señor resucitado en medio nosotros: es Él mismo quien nos convoca para actualizar el misterio pascual en este día que celebramos también la Dedicación de esta Santa Iglesia Concatedral.
Hemos venido para estar con nuestra Mareta en el día de su Fiesta. De nuevo invocamos su protección maternal: en su regazo encontramos consuelo maternal y bajo su protección encontramos el aliento necesario para seguir caminando con esperanza como cristianos discípulos misioneros del Señor. En verdad: necesitamos su palabra, su aliento y su ejemplo en nuestro peregrinaje terrenal.
María siempre nos ofrece a su Hijo. Su deseo más ferviente es llevarnos al encuentro con Jesús, el Señor resucitado, para que se aviven y afiancen nuestra fe vida cristiana y nuestra devoción mariana. Ella, la mujer oyente de la Palabra, nos enseña a escuchar y acoger la Palabra de Dios de este III Domingo de Pascua. De la riqueza de la Palabra proclamada esta mañana, nos vamos a fijar en cuatro palabras: creer, anunciar, testimoniar y adorar. Creer que Cristo ha resucitado verdaderamente, anunciarlo de palabra, testimoniarlo con la vida y adorar a Cristo como Dios y Señor.
2. En primer lugar, la Palabra de Dios nos invita a creer que Cristo ha resucitado verdaderamente. ¡Cristo ha resucitado! Esta es la verdad fundamental de nuestra fe cristiana y de nuestra devoción mariana. Porque “si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana también vuestra fe”, nos recuerda san Pablo (1Cor 15, 14). Y si Cristo no ha resucitado, nuestra devoción a la Mare de Déu sería vana, vacía: no podríamos dirigirnos en verdad a la Virgen como alguien que vive gloriosa, nos escucha, protege, alienta y da esperanza. Pero no: Cristo vive porque ha resucitado y la Mare de Déu vive porque, asunta en cuerpo y alma a los cielos, participa ya de la vida gloriosa de su Hijo.
“No está aquí. Ha resucitado” (Lc 24,5). Es el anuncio de aquellos dos hombres con vestidos refulgentes a las mujeres que habían acudido de madrugada al sepulcro con aromas y lo encuentran vacío. No estaba allí no porque lo hubieran robado o trasladado de lugar. No estaba allí, porque ha resucitado. Esta es la gran verdad de nuestra fe. Aquel, “a quien mataron colgándolo de un madero”, Dios lo ha resucitado (cf. Hech 5,30-31). La resurrección de Jesús no es un mito o una historia piadosa, no es una leyenda fruto de la profunda frustración de un puñado de discípulos o una experiencia mística. La resurrección de Jesús es un acontecimiento histórico y real que sucede una sola vez y una vez por todas. El que murió bajo Poncio Pilatos, éste y no otro, es el Señor resucitado de entre los muertos. No se trata de la vuelta a esta vida de un muerto para volver a morir. El cuerpo muerto y sepultado de Jesús vive ya glorioso y para siempre junto a Dios.
El hecho mismo de la resurrección de Jesús, el paso por la muerte a la vida gloriosa, no tuvo testigos. Es algo que escapa a nuestras categorías de tiempo y espacio. María Magdalena, las otras mujeres, los apóstoles y los discípulos se encuentran con Cristo ya resucitado. Para aceptar el sepulcro vacío como signo de que Jesús ha resucitado es necesaria le fe, como en el caso de Juan, que “vio y creyó” (Jn 20,8); y como en el caso de la mujeres y el resto de los discípulos es necesario el encuentro personal con el Resucitado. Sólo así se superan las dudas y la incredulidad inicial.
Como en el caso de los discípulos, creer que Jesus ha resucitado pide también de nosotros un acto personal de fe, fiándonos del testimonio de los apóstoles; un testimonio que nos es trasmitido en la Sagrada Escritura y en la tradición viva de la Iglesia. Nuestra fe no es credulidad débil o fácil; se basa en el signo del sepulcro vació y en el testimonio unánime y veraz de aquellos que trataron con Jesús directamente en los cuarenta días que permaneció resucitado en la tierra, como nos recuerda el libro de los Hechos de los Apóstoles (10, 39-41). A los testigos se les cree, según la confianza que merecen, según la credibilidad que se les reconoce. Pedro y el resto de los Apóstoles dan testimonio de algo de lo que están profundamente convencidos. Tan convencidos, que llegarán a dar la vida por ser testigos de la resurrección de Cristo. .
3. El encuentro de los discípulos con Jesús resucitado fue un encuentro real y profundo; tan profundo que pasaron de la tristeza a la alegría, de la decepción a la esperanza, del miedo a los judíos a mostrarse ante ellos como los discípulos de Jesús. Todas las dimensiones de su existencia cambiaron de raíz: su pensar, su sentir y su actuar. Este encuentro los movilizó y los impulsó a contar lo que habían visto y experimentado.
La primera lectura de hoy nos recuerda la fuerza con que Pedro y los demás Apóstoles anuncian a Cristo resucitado, hablan en su nombre y predican el Evangelio. Al mandato del Sumo Sacerdote y del Sanedrín de callar, de no seguir enseñando en el nombre de Jesús, ellos responden: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hech 5,29). No temen ser azotados, ultrajados y encarcelados.
El Señor resucitado sale hoy a nuestro encuentro. Él está en medio de nosotros y nos invita a todos a dejarnos encontrar o reencontrar personalmente por Él para fortalecer o recuperar la alegría de nuestra fe y de nuestra condición de cristianos. Como entonces, este encuentro ha de ser personal y transformador de nuestras personas, de nuestras mentes y corazones, de toda nuestra vida personal y comunitaria; un encuentro que nos movilice a anunciar a todos la buena y gran noticia de la resurrección del Señor. Y este encuentro es posible: el Resucitado está entre nosotros, nos habla con su Palabra, se nos da en la Eucaristía, y sale a nuestro encuentro en los pobres, en los hambrientos y sedientos, en los enfermos y necesitados, con los que Él se identifica.
Pero ¿nos dejamos encontrar y transformar por el Resucitado? ¿Nos alegramos de ser sus discípulos y nos atrevemos a hablar de Cristo en la familia o con los que forman parte de nuestra vida cotidiana? O, más bien, ¿nos avergonzamos de ser cristianos, de anunciar a Jesucristo y su Evangelio a los hijos, a los jóvenes, a los compañeros de trabajo o de profesión? Nadie da lo que no tiene ni anuncia lo que no vive.
4. El anuncio de Pedro y de los Apóstoles no reduce a hacerlo con palabras; ellos dan testimonio de Cristo resucitado con la vida entera.
En el Evangelio de hoy, Jesús pide a Pedro por tres veces que apaciente su grey y que lo haga con amor; y le anuncia: “Cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras” (Jn 21,18). Esta es una palabra dirigida en primer lugar a nosotros, los pastores, queridos sacerdotes: no podemos apacentar el rebaño de Dios si no lo amamos y si no aceptamos ser llevados por la voluntad de Dios incluso donde no queremos, si no estamos dispuestos a dar testimonio de Cristo y de su Evangelio con la entrega de nuestras personas, sin reservas, sin cálculos, incluso a costa de incomprensiones, insultos, denuncias o cárcel.
Pero esto vale para todos vosotros, queridos hermanos en Cristo: el Evangelio ha de ser anunciado y testimoniado con nuestra vida. Cada uno debería preguntarse: ¿Cómo doy yo testimonio de Cristo y del Evangelio con mi vida? ¿Tengo el valor de Pedro y los otros Apóstoles de pensar, decidir y vivir como cristiano, obedeciendo a Dios, antes que a los hombres? ¿O me dejo llevar por ‘el qué dirán’, por lo políticamente correcto o por el pensamiento único? El testimonio de la fe tiene muchas formas; pero todas son importantes, incluso las que no destacan. Cada gesto es importante, también el pequeño y humilde testimonio tuyo y mío, también ese escondido de quien vive con sencillez su fe en la familia, el trabajo o el tiempo libre.
5. Pero anunciar de palabra y testimoniar con nuestra vida a Cristo muerto y resucitado para la vida del mundo, sólo es posible si nos dejamos encontrar y transformar por el Señor resucitado; y esto solo es posible si reconocemos a Jesucristo como “el Señor” (cf. Jn 21,7). Tener a Jesucristo resucitado como el Señor significa exclamar con el apóstol Tomás, “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20, 28): es reconocer a Cristo como el Señor, el único Señor de nuestra vida, y adorarlo como Dios. El pasaje del Apocalipsis que hemos escuchado nos habla de la adoración: miles y miles de ángeles, todas las creaturas, los vivientes, los ancianos, se postran en adoración ante el Trono de Dios y el Cordero inmolado, que es Cristo, a quien se debe alabanza, honor y gloria (cf. Ap 5,11-14). Adorar a Dios es tenerlo como el centro de nuestra existencia, sintiendo que su presencia es la más real y más importante de todas. Adorar al Señor Jesús, el Hijo de Dios e Hijo de María, quiere decir darle el lugar que le corresponde; adorar al Señor quiere decir creer que únicamente él es quien guía nuestra vida; adorar al Señor quiere decir que estamos convencidos que Él es el único Dios de nuestra vida y de la historia.
Y esto pide despojarnos de tantos ídolos, pequeños o grandes, que tenemos, en los que nos refugiamos, en los que buscamos y ponemos nuestra seguridad, nuestra salvación. Adorar es despojarse de nuestros ídolos, también de esos más recónditos, y escoger al Señor como centro, como camino, verdad y vida de nuestra existencia.
6. Queridos hermanos y hermanas: el Señor resucitado sale a nuestro encuentro para que nos dejemos encontrar y transformar por él. El Señor nos llama a seguirlo con valentía y fidelidad. Él nos invita a proclamarlo con gozo como el Resucitado, con la palabra y con el testimonio de vida. Cristo resucitado nos invita a despojarnos de nuestros ídolos y a adorarle sólo a Él como nuestro Señor. Creer, anunciar, dar testimonio y adorar. Que la Mare de Déu del Lledó, dichosa por haber creído, nos lleve a Cristo resucitado y nos enseñe a llevarlo a los demás. Con Maria decimos: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador”. Amén.
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón