Basílica de la Mare de Déu de Lledó, 7 de mayo de 2017
IVº Domingo de Pascua
(Hech 2,14a.36-41; Sal 22; 1 Pt 2,20b-25; Jn 10,1-10)
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Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:
Un año más, el Señor nos convoca a esta Eucaristía el primer domingo de mayo para cantar y honrar a nuestra Reina y Señora, la Mare de Déu del Lledó. Os saludo de corazón a todos cuantos habéis acudido a esta Misa estacional para mostrar nuestro amor de hijos a la Virgen Madre. Saludo fraternalmente a todos mis hermanos sacerdotes concelebrantes, al Sr. Prior de esta Basílica y al Sr. Prior, al Presidente, Directiva y Hermanos de la Real Cofradía de la Mare de Déu del Lledó, a la Sra. Presidenta y Camareras de la Virgen. Mi saludo también a los Sres. Regidor de Ermitas, Clavario y Perot de este año. Expreso mi saludo respetuoso y mi agradecimiento sincero a la Ilma. Sra. Alcaldesa, a los Miembros de la Corporación Municipal de Castellón y al resto de autoridades, así como a las Reinas de las Fiestas. Mi saludo y a los seminaristas que nos asisten así como a cuantos desde vuestras casas estáis unidos a nosotros por la tv, especialmente a los enfermos e impedidos.
En esta mañana del Domingo del Buen Pastor, cantamos con el salmista:“El Señor es mi pastor, nada me falta” (Sal 22). Dios no nos abandona nunca. Nos ha entregado a su Hijo, el buen Pastor, que ha dado su vida por las ovejas en la Cruz y ha resucitado para que en Él tengamos Vida abundante. Dios nos ha dado también a la Madre de su Hijo, por Madre y Señora, por Patrona y Reina de Castellón. Ella es la “morada de Dios para los hombres”: a través de ella y en ella, Dios ha acampado entre nosotros; en María, Dios está siempre con nosotros; y gracias a nuestra profunda devoción a la Mare de Déu, Dios es y seguirá siendo nuestro Dios (cf. Ap 21,4).
María es presencia de Dios y de su amor en nuestras vidas, en nuestros hogares, en nuestra Ciudad. Hoy nos acogemos de nuevo a su protección de Madre: a sus pies podemos acallar nuestras penas, en su regazo encontramos consuelo maternal y, bajo su protección y tras sus huellas, encontramos el aliento necesario para escuchar y seguir a su Hijo, para ser discípulos misioneros del Señor. María es siempre la Madre buena que nos espera y acoge, que siempre tiene en sus labios la palabra oportuna o el silencio elocuente. Y, en verdad, que la necesitamos a Ella, su palabra, su aliento y su ejemplo en nuestro peregrinaje terrenal.
María dirige nuestra mirada hacia su Hijo; ella nos ofrece y nos lleva a su Hijo. Su deseo más ferviente es llevarnos al encuentro con Cristo Jesús para que se avive y afiance nuestra fe, para que se renueve nuestra vida cristiana; en una palabra: para que seamos cristianos de verdad, creamos y sigamos a Jesucristo y seamos sus testigos y misioneros. Nuestra devoción a la Mare de Déu ha de estar siempre orientada a Cristo. Porque Cristo Jesús, el Señor crucificado y resucitado, es el centro y fundamento de nuestra fe. El es el Mesías y Señor, él es el único Salvador y Mediador entre Dios y los hombres: el Camino para ir a Dios y a los hermanos, la Verdad sobre Dios y sobre el ser humano, y la Vida en abundancia y plenitud que Dios nos regala con la pasión, muerte y resurrección de su Hijo. María es siempre camino que conduce a Jesús, fruto bendito de su vientre. Ella no deja nunca de decirnos: “Haced lo que Él os diga” (Jn. 2,5).
De manos de la Mare de Déu de Lledó vayamos esta mañana al encuentro de su Hijo. Dejémonos encontrar y vivificar por Cristo vivo: Él es el buen Pastor; Él es la puerta de las ovejas al aprisco de la Vida. El papa Francisco nos invita insistentemente a dejarnos encontrar o reencontrar por Jesucristo para recuperar la alegría del Evangelio, para fortalecer o recuperar la gracia de la nueva Vida que nos fue dada ya en nuestro bautismo, para vivir nuestra vocación bautismal.
En el encuentro personal con Cristo acontece siempre algo excepcional que cambia, convierte y transforma la persona entera: la mente y el corazón, la forma de ser, de pensar y de vivir. Esa fue la hermosa experiencia de Juan y Andrés que, encontrando a Jesús, quedaron fascinados y llenos de estupor ante la excepcionalidad de quien les hablaba, ante el modo cómo los trataba, correspondiendo al hambre y sed de vida que había en sus corazones. Todo comienza con una pregunta: “¿Qué buscáis?” (Jn 1, 38). A esa pregunta siguió la invitación a vivir una experiencia: “Venid y lo veréis” (Jn 1, 39).
Esa fue, sobre todo, la experiencia pascual del encuentro de los Apóstoles con el Señor Resucitado. De esta experiencia del encuentro vive y se alimenta nuestra fe hoy y a lo largo de los siglos. Los Apóstoles son ante todo testigos de que Cristo ha resucitado, para que en Él tengamos vida abundante, la vida misma de Dios. Su encuentro con el Resucitado no fue una experiencia subjetiva, o una invención de unos discípulos desvalidos, nostálgicos o fracasados. Fue un encuentro real con Cristo realmente vivo y glorioso. La experiencia de este encuentro real no nació de la nostalgia sino de la certeza de que Jesucristo está vivo porque los Doce y algunos discípulos más, se han encontrado realmente con Él después de su muerte.
Y este encuentro con Cristo vivo los cambia en lo más íntimo de su ser, disipa su tristeza, su desconfianza, su derrotismo. Este encuentro los transforma en lo más profundo de su corazón. Desde ese núcleo más intimo de la persona, la experiencia del Resucitado inunda todas las áreas de su ser y de su existencia. Vuelven la alegría y la esperanza. Y esto les impulsa a comunicar lo vivido (cf. Lc 24, 46-49). Junto a la alegría está el coraje y el entusiasmo para anunciar la resurrección del Señor y para invitar a los demás a unirse a El por la fe.
En el encuentro personal «con Jesucristo siempre nace y renace la alegría», nos dice el Papa Francisco. Todos los bautizados estamos invitados y llamados en cualquier lugar y situación en que nos encontremos, a renovar nuestro encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él, porque «nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor». Al que arriesga, el Señor no lo defrauda, y cuando alguien da un pequeño paso hacia Jesús, descubre que Él ya esperaba su llegada con los brazos abiertos. ¡Nos hace tanto bien volver a Él cuando nos hemos perdido!» (EG 3).
Hoy hemos de preguntar nosotros: “Maestro, ¿dónde vives?” (Jn 1, 38), ¿dónde te encontramos de manera adecuada para abrir un auténtico proceso de conversión para ser tus discípulos misioneros? No lo dudemos: en la Mare de Déu nos encontraremos con el Señor.
Quien se encuentra con Cristo Jesús le sigue. Sus ovejas escuchan su voz y le siguen. La llamada de Jesús a su seguimiento no es en exclusiva para unos pocos. La llamada a su seguimiento es universal, válida para todo cristiano. Quien sigue Jesús asume como propias las opciones, los valores, las actitudes y los comportamientos de Jesús y los actualiza en cada situación concreta de su vida. Y lo hace con prontitud y con alegría.
La invitación de Jesús a seguirlo lleva consigo una invitación a entrar en la misión de Jesús. No hay seguimiento de Jesús sin misión, porque la promesa de Vida en abundancia de Jesús, como dice Pedro, vale para todos: para los de casa y también «para los que están lejos, para cuantos llamare a sí el Señor Dios nuestro» (Hech 2,39). Quien se cree cristiano, pero se desentiende de su misión universal liberadora y salvadora, no es verdadero discípulo de Jesús.
Seguir a Jesús significa asumir no sólo el proyecto de Jesús, sino el destino de Jesús. «Quien no carga con su cruz y se viene tras de mí, no puede ser mi discípulo» (Lc 14,27). Seguir a Jesús pasa por el sufrimiento, por la persecución, por la cruz y por la muerte. Pero no termina en la muerte, sino en la resurrección. El discípulo necesitará la fidelidad que le ayude a apaciguar sus miedos interiores y a resistir a las dificultades exteriores sin amargarse, sin acomplejarse, sin claudicar. Como nos dice la segunda lectura: «Que aguantéis cuando sufrís por hacer el bien; eso es una gracia de Dios. Pues para esto habéis sido llamados, porque también Cristo padeció por vosotros, dejándoos un ejemplo para que sigáis sus huellas» (1 Pt 2,21).
Seguir a Jesucristo no es una aventura individual, sino una empresa comunitaria. Jesús crea con sus discípulos un grupo que se convierte para cada uno en algo incluso más importante que la propia familia. Es la familia de los creyentes, que se convierte así en el ambiente propicio para perseverar y progresar en el seguimiento y en la misión. En concreto, la comunidad cristiana o la Cofradía a la que pertenecemos, la familia diocesana en la que estamos insertos, presidida en la fe y en la caridad por el obispo y la gran familia de la Iglesia universal presidida por el sucesor de Pedro, el santo Padre.
María, hermanos, nos enseña a creer en nuestra vocación cristiana, en nuestra llamada a participar de la vida más plena: la vida misma de Dios en el amor. María nos enseña a acoger con fe el don de Dios y a seguir creyendo, incluso en los momentos de oscuridad, en la dificultad, en la persecución, en los menosprecios, en nuestros miedos. Dios es fiel a su palabra: nos podemos fiar de él. La Santísima Virgen María es dichosa por haber creído, por haber confiado en Dios.
Con Ella nos hemos de sentir dichosos por nuestra fe cristiana. ¡Qué dicha tan grande la de la fe cristiana! ¡Qué don tan grande formar parte de la Iglesia! ¿Qué sería de nosotros, qué sería de nuestro pueblo sin la fe cristiana? ¿Qué sería de nosotros sin la Mare de Déu? No sabemos bien lo que tenemos con la fe cristiana. Aunque haya voces que nos quieran imponer lo contrario: la fe cristiana y nuestra devoción mariana son fuente de humanidad, de civilización y de cultura, fuente de vida y de progreso. Seríamos, con toda certeza, otra cosa sin la fe cristiana y sin la Mare de Déu. A pesar de la secularización reinante y del laicismo anticristiano militante, la fe cristiana y la devoción mariana siguen vivas en el noble pueblo de Castellón. Gracias a la Mare de Déu existe vivo un profundo sentido religioso en nuestro pueblo: alimentemos y trasmitamos la devoción a la Virgen a nuestros niños y jóvenes. Esta es la tarea de vuestra Cofradía junto con quienes están al frente de la Basílica; siempre bien unidos, siempre sumando y nunca restando.
De manos de María, la Mare de Déu del Lledó, los cristianos estamos llamados a ser testigos del misterio de Dios y del misterio del hombre. Descubrir en la escuela de Maria el sentido del misterio es reconocer que el sentido de la vida empieza y termina en Dios, Creador y Redentor del hombre. El ser humano es creatura de Dios, y no hechura de los hombres. Como cristianos estamos llamados a dar testimonio de este misterio que engloba y abarca toda la vida del hombre, desde su nacimiento hasta su muerte natural. El ser humano es un profundo misterio cuya clave sólo se encuentra en Dios. ¡Cómo lo supo entender Santa María! Como ella, los cristianos hemos vivir como testigos de ese misterio proclamando la verdad sobre el hombre a la luz de su destino trascendente. Cuando la Iglesia defiende la verdad sobre el hombre frente a todos los ataques contra la vida y muerte natural, contra los derechos fundamentales de la persona y su dignidad, contra la institución matrimonial y familiar, contra el verdadero sentido de la sexualidad humana, no hace sino proclamar que nadie puede manipular la condición humana tal como ésta ha sido pensada y creada por Dios, tal como ha sido revelada por Cristo.
En estos momentos es preciso que los cristianos demos testimonio de la verdad completa del ser humano sin dejarnos arrastrar por ideologías que, si bien son presentadas como progreso de los derechos humanos, en realidad conducen a su deterioro y aniquilamiento. Son ideologías que, en definitiva, nacen de un olvido de la persona humana porque suplantan a Dios creador, que crea al ser humano a su imagen y semejanza, y los crea como hombre y mujer. Una sociedad que da la espalda a Dios, a su amor y a su ley termina por deshumanizar al hombre; termina por volverse contra el mismo hombre, contra su inviolable dignidad y sus derechos más sagrados. Se explica así la llamada que el Papa Juan Pablo II hizo a la Iglesia en Europa: “Descubre el sentido del misterio: vívelo con humilde gratitud; da testimonio de él con alegría sincera y contagiosa. Celebra la salvación de Cristo: acógela como don que te convierte en sacramento suyo y haz de tu vida un verdadero culto espiritual agradable a Dios” (Ecclesia in Europa, 69).
En este Domingo del Buen Pastor os pido que oréis por mi y por nuestros sacerdotes: somos vuestros pastores en nombre del Buen Pastor. Oremos para que el Señor suscite entre nosotros vocaciones al sacerdocio. Y acudamos a la Mare de Déu del Lledó, para que abra nuestros corazones a Dios, a Cristo y al Evangelio. A Ella nos encomendamos y le rezamos: “Ayúdanos a mantenernos firmes en la fe, constantes en la esperanza y fuertes en el amor. Ayúdanos a ser pacientes y humildes, pero también libres y valientes, como lo fuiste tú. ¡Protégenos y protege nuestra Ciudad! ¡Muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre! Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón