«María y la belleza de Dios». Bruno Forte, Arzobispo de Chieti-Vasto
Palabras de Mons. Bruno Forte, Arzobispo de Chieti-Vasto, en el acto de presentación del Año Jubilar Mariano del Lledó por el Centenario de su Coronación.
«El solo nombre de la Madre de Dios contiene todo el misterio de la economía de la encarnación»[1]. Esta frase de san Juan Damasceno el «sello de los Padres» – como gusta llamarlo el Oriente – recapitula la convicción constante que brota de la memoria de la fe cristiana con respecto a María. La Virgen Madre, en cuanto relacionada del todo con el misterio del Verbo encarnado, es un denso compendio del Evangelio y figura concreta de la fe de la Iglesia. Verdaderamente, «la estructura profunda del misterio de María es la estructura misma de la alianza, vista desde el lado de los hombres a quienes María representa»[2], y el discurso de fe sobre ella subraya el intimo entrelazarse de los misterios en su relación con la unidad divina.
Es ya el testimonio bíblico el que hace emerger, en todo cuanto afirma sobre ella, una ley de totalidad: por una parte, resulta evidente que no es posible hablar de ella si no es en relación con su Hijo y con la economía total de la revelación y de la salvación en él realizada; por otra parte, los textos bíblicos muestran tal densidad de relación de 1a Madre con el Hijo que hacen que en ella reverbere la totalidad de cuanto en él se cumplió. Por eso puede afirmarse que la historia de María es «la historia compendiada del mundo, su teología reducida a una sola palabra», y que ella es «el dogma viviente, la verdad sobre la criatura realizada»[3]. María es la mujer icono del misterio.
1. María, la mujer icono del Misterio
La referencia a María en cuanto mujer pone de manifiesto principalmente el carácter concreto de este personaje, la historicidad de esta joven de la casa de Israel, a quien fue concedido vivir la extraordinaria experiencia de llegar a ser la madre del Mesías. Ciertamente no es posible extraer de los evangelios una biografía de María, como tampoco es posible reconstruir una biografía de Jesús. Los evangelios son un testimonio pascual, que releen, con los ojos iluminados por la experiencia del encuentro con el Resucitado, aquellos aspectos y momentos de los sucesos anteriores a la pascua, considerados especialmente densos de mensaje para la fe. Con todo, el múltiple testimonio de las fuentes, el principio de la imposibilidad de atribuir algunos datos fundamentales al mundo en el que fueron expresados (el primero de ellos es la idea de la concepción virginal) y el criterio de continuidad y homogeneidad del mensaje evangélico en su conjunto, permiten destacar algunos rasgos seguros de la figura histórica de María. Así, la grandeza de aquello que le sobrevino no debe hacer olvidar la humildad de su condición, la normalidad de sus fatigas diarias en la familia de Nazaret, la oscuridad del itinerario de fe por el que caminó, los condicionamientos recibidos del ambiente circundante, haber vivido personalmente los diferentes estados de la experiencia femenina: virgen, madre, esposa. María no es un mito, ni una abstracción, como demuestran los rasgos profundamente hebreos de su personalidad de mujer, que supo vivir del modo más encumbrado la fe y la esperanza mesiánica, experimentando en si misma de modo inaudito y asombroso su cumplimiento y su nuevo comienzo.
Esta mujer concreta ha sido el lugar de la venida de Dios en carne al mundo, sin perder nada de su feminidad. María no es un caso entre muchos; al contrario, es la «Virgo singularis», la mujer irrepetible en su historicidad, la persona de la feminidad concreta e intensa que el Eterno eligió para la revelación del Misterio. Y es de su Hijo – el Universal concreto, norma y arquetipo de lo humano – de quien la Virgen Madre recibe una específica y singular participación suya en la universalidad del designio salvífico, «bendita entre todas las mujeres», como es «bendito el fruto de su vientre», Jesús (cf. Lc 1, 42). No se trata, por tanto, de desarrollar una presunta «ontología de lo femenino», partiendo de la figura de María, Virgen-Madre-Esposa; los riesgos de abstracción que tal búsqueda del «eterno femenino» [4] pueden entrañar han sido justamente denunciados. Se trata más bien de indagar sobre algunos aspectos del misterio escondido en toda mujer, y recíprocamente también en todo hombre, a partir del caso absolutamente singular que es la mujer «Virgen Madre, hija de su Hijo». En resumen, el significado universal de María se sostiene o cae con su singularidad de mujer concreta. Cuanto más sea apreciada esta singularidad femenina, tanto más será posible percibir su valor de arquetipo de la dimensión femenina del ser humano y penetrar el misterio realizado en ella.
Es este juego de visible concreción y de invisible profundidad el que permite hablar de María como de un icono. María es tal porque en ella se realiza el doble movimiento -descendente y ascendente- que todo icono tiende a transmitir, es decir, la antropología de Dios y la teología del hombre. En ella resplandece la elección del Eterno y el libre consentimiento de la fe en él. Como «el icono es la visión de las cosas que no se ven» [5], así la Virgen Madre se ofrece a la mirada de la fe como el lugar de la divina Presencia, el arca de la alianza, cubierta con la sombra del Espíritu Santo (cf. Lc. 1, 35.39-45.56), la morada santa del Verbo de la vida entre los hombres. Y así como el icono necesita del color y de la forma, para que lo que la Biblia dice con las palabras él lo haga presente con las líneas y los colores [6], así la Madre del Señor da expresión al misterio que se hizo presente en ella, con la concreción de sus rasgos. Por tanto, mirar a María como «icono» significa dirigir al dato bíblico referido a ella una mirada capaz de sondear las profundidades divinas que en él se comunican, tal como ha sabido leerlas la ininterrumpida tradición creyente de la Iglesia desde sus orígenes. Cuando se medita sobre María en la Escritura se llega a releer la Escritura en María, es decir, a captar en la figura bíblica de la Madre del Señor toda la economía de la alianza, narrada en un fragmento.
María es la mujer icono del Misterio, del designio divino de salvación, escondido un tiempo, pero revelado por fin en Jesucristo, gloria oculta bajo los signos de la historia [7], implica a la vez la visibilidad de los sucesos en los que se cumple y la profundidad invisible de la obra divina que en ellos se realiza. En cuanto tal, el misterio abraza la verdad sobre Dios y la verdad sobre el hombre, creado y redimido por él. Y esta verdad se ofrece en Aquel que es en persona «el camino, la verdad y la vida» (Jn. 14, 6). María es toda ella relativa a él, a su misterio de Verbo encarnado. Ya la escena de la anunciación, densa anticipación de la pascua, revela a la Trinidad como el seno adorable que acoge a la Virgen santa, a la vez que manifiesta a María como el seno de Dios [8]. Envuelta en el designio del Padre, María será cubierta por la sombra del Espíritu Santo, que hará de ella la madre del Hijo eterno hecho hombre. Entre María y la Trinidad se establece así una relación de profundidad singular: ella es «el santuario y la morada de la santísima Trinidad» [9], su imagen o icono. En el acontecer concreto de la mujer María podrán, por tanto, reconocerse las distintas dimensiones de la existencia redimida, en cuanto participe de la vida trinitaria y tendente a la realización de su gloria. El Todo se ofrece en el fragmento de aquella que, precisamente por esto, es llamada la «toda hermosa», la mujer bella, de una belleza sin mancha ni arruga.
2. El Todo en el fragmento de una historia
A las tres Personas divinas se vinculan los tres aspectos de la condición terrena de María. En cuanto Virgen, ella está ante el Padre como pura receptividad y se ofrece, por tanto, como icono de Aquel que en la eternidad es puro recibir, el Engendrado, el Amado, el Hijo eterno, la Palabra salida del Silencio. En cuanto Madre del Verbo encarnado, María se relaciona con él en la gratuidad del don, como manantial de amor que da la vida y es, por eso, icono materno de Aquel que desde siempre y para siempre empezó a amar, el Generante, el eterno Amante, el Padre, Silencio fontal y último. En cuanto arca de la alianza nupcial entre el ciclo y la tierra, Esposa en la que el Eterno une a sí la historia y la enriquece con su don, María se relaciona con la comunión entre el Padre y el Hijo y entre ellos y el mundo, y se ofrece, por esto, como icono del Espíritu santo, que es nupcialidad eterna, vínculo de caridad infinita y apertura permanente del Dios vivo a la historia de los hombres. De este modo, en la Virgen Madre llega a reflejarse el misterio mismo de las relaciones divinas; en la unidad de su persona reposa la impronta de la vida del Dios tripersonal.
La comunión trinitaria se refleja también en el misterio de la Iglesia. Icono de la Trinidad ella misma, la comunión eclesial encuentra en el adorable misterio su origen, su modelo y su patria. La Iglesia procede de la Trinidad, que la suscita por la iniciativa admirable del designio del Padre y los envíos del Hijo y del Espíritu santo; va hacia la Trinidad en la peregrinación de la historia, encaminada hacia el tiempo en que Dios será todo en todos; es estructurada a imagen de la Trinidad en una especie de «perijoresis» eclesiológica, en la cual la diversidad de los dones y de los servicios radica en la unidad del Espíritu y se manifiesta en el dialogo de la comunión. Siendo María icono de la Trinidad y siéndolo también la Iglesia, la relación entre ambas no puede menos de ser una identidad simbólica, intuida ya desde el testimonio de fe de los orígenes: María es la mujer Iglesia, la hija de Sion del tiempo mesiánico llegado a su inaudito cumplimiento. «Los vínculos entre la Iglesia y la Virgen no son sólo numerosos y estrechos; son esenciales. Están entretejidos desde dentro… En la tradición, los mismos símbolos bíblicos son aplicados, alternativa o simultáneamente, con idéntica y siempre mayor frecuencia, a la Iglesia y a la Virgen» [10] nueva Eva, Paraíso, Escala de Jacob, Arca de la alianza… En la figura concreta de la Madre del Señor, la Iglesia contempla su propio misterio, no sólo porque en ella encuentra el modelo de la fe virginal, de la caridad materna y de la alianza esponsal, a las que es llamada, sino también porque reconoce en María el propio arquetipo, la figura ideal de lo que debe ser, templo del Espíritu, madre de los hijos engendrados en el Hijo y Cuerpo suyo en la carne solidaria con aquella que por la Virgen fue donada al mundo. Así, si de una parte la vida de María es «sustancia y revelación del misterio de la Iglesia», de la otra, «la Iglesia es verdaderamente la María de la historia universal» [11]. La Virgen-Madre-Esposa, icono del misterio de Dios, es, pues, análogamente, icono del misterio de su Iglesia.
María es también simplemente la criatura humana ante Dios: una criatura concreta, una mujer singular e irrepetible, interlocutora de un diálogo con el Eterno, que tiene todas las características del diálogo de la creación y de la redención. Sobre ella desciende la sombra del Espíritu, evocando la primera creación, cuando «el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas» (Gn. 1, 2); en ella parece evocada la figura de la mujer de los orígenes (cf. Gn. 3, 15 y el uso de la palabra «mujer para designar a María en el cuarto evangelio); es ella la sierva del Señor, bienaventurada porque «ha creído en el cumplimiento de las palabras del Señor» (Lc 1,45), la humilde, hacia la cual dirigiré su mirada el Omnipotente, realizando en ella grandes cosas (cf. Lc 1, 48s). En el «sí» de María resplandece la obra maestra de la acción creadora de Dios: la dignidad de la criatura, hecha capaz de dar su asentimiento más libre al proyecto del Eterno y de convertirse por ello de algún modo en colaboradora de Dios. El Señor, que eligió a María y recibió su consentimiento, no es el competidor del hombre, sino el Eterno que por amor nos ha creado libres sin contar con nosotros, y que por el mismo amor no nos salvará sin el consentimiento de nuestra libertad. La antropología de Dios se corresponde en la Virgen Madre con la teología del hombre: el movimiento de descenso produce un movimiento de ascenso; Dios elige y llama gratuitamente; el hombre, elegido y llamado, responde en la libertad y en la gratuidad del consentimiento.
Esta antropología de Dios -revelada en la anunciación- manifiesta lo que fue el designio del Eterno desde la primera mañana del mundo y lleva en sí el sello de la vida del Dios trinitario: la Virgen, figura de la acogida del Hijo, es la creyente que en la fe escucha, acoge, consiente; la Madre, figura de la sobreabundante generosidad del Padre, es la engendradora de la vida que, en la caridad, da, ofrece, transmite; la Esposa, figura de la nupcialidad del Espíritu, es la criatura rica de esperanza que sabe unir el presente de los hombres con el porvenir de la promesa de Dios. Fe, amor y esperanza reflejan en la figura de María la profundidad del consentimiento a la iniciativa trinitaria y el sello que esta misma iniciativa imprime indeleblemente en ella. La Virgen Madre se ofrece como icono del hombre según el proyecto de Dios, creyente, esperanzado y amante, icono él mismo de la Trinidad que lo ha creado y redimido, y para cuya obra de salvación se le pide el consentimiento en la libertad y en la generosidad del don. En el fragmento que es María resplandece la belleza del designio total de Dios sobre la criatura.
Todo esto se realiza en María no prescindiendo de su concreta personalidad femenina, sino precisamente a través de ella. No es lo humano en abstracto lo que se manifiesta en ella, sino lo humano femenino en la concreta densidad de su ser Virgen-Madre-Esposa. En ella, figura de la criatura ante el Creador y del hombre redimido ante su Señor, lo humano aparece en su densidad original e irrenunciable, constituida por la reciprocidad de los dos polos: el femenino y el masculino. También aquí está vigente la ley de la totalidad: la polaridad remite al todo. «La mujer es otro “yo” en la humanidad común… En la “unidad de los dos” el hombre y la mujer están llamados desde el principio no sólo a existir el “uno al lado de la otra” o bien “juntos”, sino que están llamados también a existir recíprocamente “el uno para el otro”» [12]. La creación de Adán (término colectivo en hebreo) es la creación del ser humano originario como un hombre-mujer, en la totalidad del comienzo que remite a la totalidad del fin, donde «ya no hay hombre ni mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gal 3, 28). «En el Señor, ni la mujer existe sin el hombre, ni el hombre existe sin la mujer: así como la mujer deriva del hombre, así el hombre recibe la vida de la mujer; todo, en último término, proviene de Dios» (1 Cor. 11, 11s).
Por su excepcional cercanía a Jesús, el hombre nuevo y perfecto, María refleja en sí, en su feminidad verdadera y plena, la totalidad de lo humano en su unidad originaria y final: su completa biografía -desde la concepción inmaculada hasta la asunción corpórea en la gloria de Dios- revela en plenitud el proyecto divino sobre la criatura humana. En ella, lo femenino no es alternativo o contrapuesto a lo masculino; al contrario, es su revelación profunda precisamente en su identidad de femenino y en la reciprocidad de lo que vive y hacia lo que conduce. Toda ella relativa a Cristo, María vive en esta totalidad, integrando su feminidad en la plenitud de la humanidad nueva; por eso, contemplarla en su verdad de mujer significa reencontrar en ella la feminidad de lo humano total, lo femenino que revela mediante la reciprocidad y la integración lo masculino, y que deja transparentar en sí los rasgos de la criatura nueva en el Señor. La acogida fecunda de la Virgen, en ningún modo pasiva; la generosidad pura de la Madre, forma de la gratuidad recibida del Padre y dada a los hombres; la reciprocidad de la Esposa, con su carga de alianza liberadora y anticipadora, revelan no sólo la feminidad de la mujer, sino también lo femenino de lo humano, las dimensiones que todo ser humano debe integrar en si mismo para realizarse plenamente según el designio de Dios.
Modelo y Madre, María favorece en cada uno de los discípulos el cumplimiento del proyecto del Eterno, manifestado en ella no en la soledad de un espíritu cerrado en sí mismo, sino en la comunión de las relaciones fecundas que ella ha vivido y vive con cada una de las Personas divinas, en la Trinidad y en la Iglesia. Su belleza llama y ayuda a la nuestra: en una y otra hay una participación de la infinita belleza de Dios. Termino evocando esta belleza con la más hermosa poesía dedicada a la Virgen Bella, la Madre del Hijo eterno en la carne, el hymno de Dante a María:
«Oh, Virgen madre, hija de tu hijo,
la más humilde y alta criatura,
del santo plan de Dios término fijo,
Tú ennobleciste la humana natura
hasta tan alto grado, que su autor
no desdeñó el hacerse de esa hechura.
En tus entrañas se encendió ese amor
por cuyo ardor allí en la eterna paz
llegó a ser germinada así esta flor.
Cual luz de mediodía brilla tu caridad
sobre los santos. Y para los mortales
de esperanza eres vivo manantial.
Mujer, eres tan grande y tanto vales
que si alguien busca gracia sin tu ayuda
son un volar sin alas sus afanes.
Pues Tú con gran bondad no sólo cuidas
de quien te pide: con generosidad
te adelantas y das antes que acuda.
En Ti misericordia, en Ti piedad,
en Ti magnificencia, en Ti se aúna
cuanto en la criatura hay de bondad»[13].
[1] San Juan Damasceno, De fide ortodoxa, III, 12, en PG 94, 1029 C.
[2] I. de la Potterie, Maria nel mistero dell’alleanza, Marietti, Genova 1988, 279. Existe version cast.: Maria en el misterio de la alianza, Biblioteca de autores cristianos, Madrid 1993.
[3] P. Evdokimov, La mujer y la salvación del mundo, Sígueme, Salamanca1980.
[4] La expresion “el eterno femenino” (“das Ewigweibliche”) se encuentra en J. W. Goethe, Faust, parte II, acto 5, 12110, y ha tenido un gran éxito.
[5] P. Evdokimov, La mujer y la salvacion del mundo; cf., del mismo Autor, El arte del icono. Teología de la belleza, Publicaciones claretianas, Madrid 1991.
[6] Cf. Concilio Constantinopolitano 1V (año 879), DS 654.
[7] Cf. Rm 16, 25; 1 Cor 2, 7s; Ef 1, 9; 3, 3: 6, 19; Col 1, 25-27; 1 Tim 3, 16.
[8] Se trata de una escena con significado trinitario. «Su estructura narrativa revela de manera absolutamente clara por primera vez la Trinidad de Dios»:H. U. von Balthasar, María en la doctrina y en el culto de la Iglesia, en J. Ratzinger-H. U. von Balthasar, María, primera Iglesia, Narcea Ediciones, Madrid 1982.
[9] S. Luis María Griñon de Montfort, Tratado de la verdadera devoción a la Santa Virgen, en Opere 1, Ed. Monfortane, Roma 1990, n. 5 (y BAC, Madrid 1984).
[10] H. de Lubac, Meditazione sulla Chiesa, Paoline, Milano 1965, 392s.
[11] H. Rahner, María e la Chiesa, Paoline, Milano 1974, 79 y 68 (existe versión cast.: María y la Iglesia, Mensajero, Bilbao 1958).
[12] Juan Pablo 11, Carta apostolica Mulieris dignitatem (15 agosto 1988),n. 6 y7.
[13] Oración de San Bernardo a la Virgen María: Divina Comedia, Paraíso, canto XXXIII.En seguidaeloriginal italiano: «Vergine madre, figlia del tuo figlio, / umile e alta più che creatura, / termine fisso d’etterno consiglio, / tu se’ colei che l’umana natura / nobilitasti sì, che ‘l suo fattore / non disdegnò di farsi sua fattura. / Nel ventre tuo si raccese l’amore, / per lo cui caldo ne l’eterna pace / così è germinato questo fiore. / Qui se’ a noi meridïana face / di caritate, e giuso, intra ‘ mortali, / se’ di speranza fontana vivace. / Donna, se’ tanto grande e tanto vali, / che qual vuol grazia e a te non ricorre, / sua disïanza vuol volar sanz’ali. / La tua benignità non pur soccorre / a chi domanda, ma molte fïate / liberamente al dimandar precorre. / In te misericordia, in te pietate, / in te magnificenza, in te s’aduna / quantunque in creatura è di bontate».